Capítulo 1:

Odiaba la carrera que estaba estudiando. Los números eran demasiado lógicos, predecibles, aburridos. A ella le gustaba que las cosas no tuvieran explicación, encontrarse con algo desconocido y totalmente ajeno a ella, poder ver algo que le provoque sensaciones, que la hiciera sentir que estaba viva. El doble grado de Administración de Empresas y Derecho Económico no era la respuesta a sus verdaderas necesidades. Era la respuesta a lo que su padre deseaba para su familia.

Los Higurashi eran una familia famosa. Su abuelo, Neyman Higurashi, creó todo un imperio de la nada y se hizo con el monopolio de los estudios de nanotecnología. Él, por supuesto, no era científico. Era un hombre de negocios que se inició como bróker en Wall Street. Allí, hizo una inversión muy arriesgada que dio como fruto su gran fortuna. Se convirtió en el único dueño de una de las empresas más avanzadas y prometedoras del sector. Sus acciones empezaron a valer millones y él se hizo con la dirección de la empresa. En las revistas de la época, lo apodaron El humilde afortunado. No sabían hasta qué punto estaban equivocados.

Su abuelo hizo trampas. Nunca llegó a saber cómo, pero pudo hacerse con el informe de producción de la empresa, un documento confidencial cuyo contenido podría hacer rico a un hombre. Así fue como supo dónde debía invertir para salir del estancamiento social de la vida media. No era en absoluto humilde; era un hombre codicioso que solo pensaba en amasar fortuna. No dudó en jactarse ante sus nietos de cómo consiguió su imperio en un vano intento de transmitirles su obsesivo amor por el dinero. Con su hijo, el que era su padre, funcionó y también con sus hermanos; no con ella. Ella no sentía ninguna clase de amor por el dinero y no deseaba en absoluto que en su mirada se reflejara el brillo de la avaricia, al igual que en el resto de su familia.

Tal vez fue por eso que se convirtió en la incomprendida de la familia, la oveja negra, una paria total para todos ellos. Su padre apenas podía mirarla a la cara sin demostrar lo decepcionado que estaba con ella. Para él, su hija no era más que un número a final de mes: el gasto que ella suponía. Por eso, mes a mes, la citaba en su despacho para decirle cuánto se había gastado en ella entre la mensualidad de su carísima y exclusiva universidad, su alimentación, vestuario y otros gastos. Su intención era que ella le agradeciera lo buen padre que era a pesar de que no fuera la hija que él esperaba. Por eso, mantenía la boca cerrada y asentía con la cabeza cuando terminaba su discurso sobre lo afortunada que era de haber nacido en la familia Higurashi. No comprendía que ella odiaba los cimientos sobre los que se formó la familia, que no compartía su amor por el dinero, que tenía alma. Un alma artística.

Su amor por el arte se desarrolló en su infancia, cuando la apuntaron a clase de pintura después del colegio. Su padre decía que las señoritas debían aprender música, danza y pintura después de clase mientras que los varones practicaban fútbol, deportes de lucha y equitación. Inconscientemente, fue él quien le puso delante todas las herramientas para desarrollar su pasión. Pintó como si su pincel se tratara de una cámara fotográfica, ansiosa por captar cada instante de la vida. Practicó ballet con la gracia de un cisne y la pasión de una pareja de jóvenes amantes. Tocó el piano a diario en un vano intento por llegar a alcanzar una melodía mínimamente parecida a la que para ella sería la música de los ángeles. También practicó equitación a escondidas porque sus padres consideraban que una señorita bien educada no debía montar sobre un caballo. Fue por eso que lo perdió todo. Uno de sus hermanos la descubrió y se lo contó a su padre. Como castigo, él se lo arrebató todo.

¿Por qué estudiaba algo que odiaba? Porque su padre no le dio otra opción, ni siquiera la de no estudiar. Se ocupó de convertirla en una debutante porque una dama debía serlo. Sabía que a sus espaldas barajaba la posibilidad de casarla con alguno de los debutantes que conoció allí. Todos eran odiosos. Estudiaba la carrera de la familia en la facultad que su abuelo rehabilitó por completo para sus intereses económicos de empresa. Se suponía que todo Higurashi debía estudiar allí, fuera hombre o mujer. Ella no lograba entenderlo. Una carrera que no le gustaba para no trabajar nunca. Su padre dejó bien claro que, a diferencia de sus hermanos, ella no ocuparía puestos directivos de la empresa familiar. ¿Cómo iba a hacerlo una mujer? Tampoco consentiría que buscara trabajo en otro sitio. Su padre ya había decidido su futuro; sus días de soltería se iban reduciendo.

Siempre había sido más aplicada en los estudios que sus hermanos mayores y, por ello, había recibido unas notas magníficas que superaban con creces las de ellos. Sin embargo, eso no era suficiente para demostrarle a su padre que podría ser una mujer autosuficiente con un futuro brillante. Él solo veía a una mujer, lo que suponía una molestia, como su madre. Sonomi Higurashi había sido una preciosa heredera. Tenía todas las facultades que su padre consideraba aceptables en una mujer: era bonita, inteligente, sabía cuándo debía estar callada, discreta, recatada y reconocía la importancia de perpetuar y aumentar la fortuna familiar. Aún con todo, ella solo era otro número a final de mes como su hija. Nada que tuviera auténtico valor.

Podría haberse aliado con su madre de no ser por su lado más oscuro. Bajo esa fachada de mujer perfecta que su madre mantenía en público, se ocultaba una mujer avariciosa y calculadora. Sus intereses eran los mismos que los de su padre y, por eso, no le importaba en absoluto que él antepusiera los negocios a su relación o su familia completa. Para su madre, ella era una tonta por no disfrutar de las ventajas de ser una Higurashi, por no querer ser como ellos. No tenían muy buena relación a decir verdad.

Sus tres hermanos mayores eran una tortura. El mayor de todos era Takumi y siempre se había paseado con la cabeza bien alta por ser el hijo mayor y el futuro presidente de la empresa. El mediano de los tres se llamaba Kaito y en su mirada se veía el brillo enfermizo de un hombre que no estaba dispuesto a conformarse con la vicepresidencia. El menor era Souta, quien tuvo muchas posibilidades hasta que sus hermanos lo pervirtieron. En la actualidad, esperaba agazapado en las sombras esperando a que Kaito quitara de en medio a Takumi para luego ocuparse de él. No se llevaban nada bien entre ellos. La rivalidad por conseguir la empresa familiar los cegaba. Frente a su padre simulaban ser el trío de hermanos ideal que cooperaría para expandir aún más la empresa. Eso era justo lo que quería su padre. Solo había una ocasión en la que se unían realmente y olvidaban sus viejas rencillas: cuando ella aparecía. Los tres habían hecho piña para ignorarla o para martirizarla. ¿De qué tenían tanto miedo? No sería ella quien les robara la presidencia.

Su casa era como un campo de batalla en el que ella tenía las de perder. Por esa razón, intentaba no llamar demasiado la atención. No pedía nada que no le fuera absolutamente necesario, ni se dirigía hacia ningún miembro de la familia sin haber sido llamada. No salía con nadie, no invitaba a nadie a casa, no vestía con ropa ostentosa y evitaba a la prensa. Los escándalos sexuales de sus hermanos con famosas súper modelos llevaban a su padre por el camino de la amargura. Casi semanalmente tenía que sobornar a algún paparazzi para evitar mala publicidad de la familia.

Nunca había tenido amigos. Una vez, cuando era niña y la llevaron a un campamento muy exclusivo de verano, creyó hacer amigas, mas solo la perseguían porque sus padres les ordenaron que la tuviera contenta. Todos hacían la pelota a su familia. No volvió a hacer amigos hasta el instituto. Una chica becada que logró entrar en su exclusivo instituto por sus buenas notas se convirtió en todo el apoyo que ella siempre deseó. Llegó tan lejos su amistad que hasta la invitó a la casa. Allí, descubrió su verdadera naturaleza. Perseguía a sus hermanos en busca de un matrimonio ventajoso y logró acostarse con el mediano, a quien no le importaba que la muchacha tuviera solo quince años. Después, la echó de la casa como si fuera una prostituta. Ella no hizo nada para protegerla tras conocer sus verdaderas intenciones. Su plan era no volver a hablarle hasta que descubrió que había desaparecido un huevo de fabergé carísimo de su madre. Intentó reclamarlo, pero su "amiga" se hizo la tonta y se rio de ella. Se inventó que se le rompió a ella para no admitir frente a su familia que fue engañada.

Desde entonces, no volvió a relacionarse con nadie por miedo a que intentaran aprovecharse de nuevo de ella. No quería amigas deseosas de atrapar a uno de sus hermanos o ladronas especialistas. Tampoco quería novios increíblemente amables que veían en ella el símbolo del dólar en lugar de su alma. Había un vacío en su corazón que no podía llenar. Una necesidad de sentir el calor humano de otra persona que la abrazara y la quisiera. ¿Existía esa persona capaz de ver en su interior?

― En pie.

El profesor de economía entró en el aula acompañado de su ayudante. Aquel profesor era una supuesta eminencia en su campo. Aconsejó en alguna ocasión a la empresa de su padre y se jactaba de haber instruido tanto al propio Takeo Higurashi como a sus cuatro hijos. Cuando leyó su apellido por primera vez en clase, una sonrisa le iluminó el rostro e insistió en que tuvieran una tutoría privada en la que le aseguró que era consciente de su intelecto superior y su avanzado estado en la materia. Luego, le preguntó por su padre y sus hermanos e insistió en que les diera recuerdos de su parte. En respuesta, su padre donó más dinero a la facultad y se sacó una fotografía para el periódico dándole la mano a ese profesor. Odió estar metida en todo aquello.

El ayudante del profesor era el alumno prodigio de la universidad: Inuyasha Taisho. A sus veinticinco años, lo tenía todo. Entró en la facultad para estudiar el mismo doble grado que ella y lo terminó un año antes de lo previsto con una media de matrícula de honor. Mientras realizaba un máster internacional, inició también un grado de programa de desarrollo directivo. Actualmente, se encontraba en su último año de doctorado y ya había terminado su tercer grado en economía. Decían que era un genio. Muchas empresas le habían hecho grandes y jugosas ofertas que él había rechazado. Decía que no escogería hasta finalizar con su doctorado. Su padre también deseaba que trabajara para él. Lo conoció por Souta, quien compartió clase con el genio, y, desde entonces, le tenía el ojo echado.

Además de su inteligencia excepcional, Inuyasha era guapísimo y encantador. No había mujer que no se volviera para mirarlo una segunda vez por la calle; todas las alumnas de la facultad estaban locas por él. Tampoco le extrañaba. No se veía todos los días hombres tan bien formados como Inuyasha Taisho. Su metro noventa de altura y la potente masa muscular que se adivinaba bajo su ropa solo eran añadidos a su belleza natural. El cabello plateado del joven había puesto de moda ese color entre los chicos de la facultad y entre algunas chicas que se hicieron mechas que luego le mostraron. Él lo llevaba cortado justo en la nuca, con un corte desenfadado y despuntado que le hacía parecer un rebelde. El piercing en forma de bola que llevaba en la ceja izquierda y su nombre en celta tatuado sobre la yugular acrecentaba esa rebeldía. Sus ojos eran dorados, del color del oro, e intensos. Nunca había visto a alguien con tanta profundidad en la mirada, era hipnótico. Tenía la nariz aguileña, los labios finos con una hermosa y recta sonrisa blanca y el mentón fuerte. ¡Era un dios!

Empezaron los cuchicheos. Podía escuchar a Kikio Tama y a su séquitos de arpías, sentadas frente a ella, comentando lo bueno que estaba Inuyasha. Todos los días ponían exactamente la misma canción cuando él entraba en clase. Como Kikio era supuestamente la más despampanante de todas, tenía el derecho exclusivo de aspirar a pedirle una cita a Inuyasha. Él la había rechazo en numerosas ocasiones, mas no perdía la esperanza y seguía obcecada, decidida a que fuera suyo. No se daba cuenta de que era un ser humano, de que no podía poseerlo.

El profesor dio inicio a la clase. Corrigieron un par de ejercicios que mandó de deberes y empezó a dar una de sus aburridísimas y poco imaginativas charlas sobre los altibajos de la economía. Tomó apuntes en silencio, acostumbrada al murmullo de sus compañeros, y respiró hondo al terminar la clase. Hora de volver a casa.

― Debéis entregar el informe de caso a Inuyasha. Al entregarlo, recordad que debéis enseñar la tarjeta universitaria.

Tomó su informe de caso y lo dejó sobre la mesa mientras cerraba la mochila. De repente, lo escuchó caer al suelo.

― ¡Uy! ― exclamó Kikio al otro lado de la mesa ― Lo siento, Higurashi.

Jamás se creería una disculpa suya. Kikio le sonrió como si se creyera superior y pisó su informe, otra vez "sin querer", antes de salir al corredor de entre las mesas. Se acuclilló y tomó el informe. Menos mal que lo había encuadernado. Solo tuvo que limpiar con la mano cualquier posible resto de polvo sobre el plástico transparente. Menos mal que lo había encuadernado.

En la universidad, había sucedido algo extraño. Los profesores, como ya era costumbre, la adoraban, y no perdían oportunidad de hacer mención de su apellido. Sus compañeros eran significativamente diferentes a los del instituto. Se habían dividido en dos tipos: los que le tenían miedo y los que la odiaban abiertamente. Los que le tenían miedo, agachaban la cabeza al pasar a su lado y la espiaban con mirada ansiosa. Los que la odiaban abiertamente, intentaban por todos los medios ponerle la zancadilla siendo desagradables y tramposos. Había aprendido a protegerse de ellos cuando le robaron un trabajo en primero y le cambiaron el nombre.

Al salir al corredor, alguien la empujó de nuevo adentro.

― ¡Cuida por dónde vas, Higurashi!

Naraku Tatewaki era tan desagradable como Kikio e incluso más. Su familia también era adinerada, pero ni de lejos tanto como la de ella. Había llegado a la conclusión de que por eso la odiaba tanto.

Fue la última en llegar a la mesa en la que habitualmente Inuyasha recogía los trabajos. Kikio seguía allí, suplicando. Al parecer, no había hecho el informe porque la muy descarada, tal y como admitió en voz alta, estaba demasiado ocupada relajándose en el SPA. La respuesta de Inuyasha, aún con sus atrevidas proposiciones, fue la misma que para cualquier otro alumno. Dejó bien claro que tenía un cero en ese trabajo y se mostró aburrido ante sus provocaciones.

Kikio se terminó marchando echa un basilisco. Al fin era su turno. Dejó el trabajo dentro de la caja y le entregó el carné universitario. Esperó con la cabeza gacha a que le diera el visto bueno para marcharse. Con la cabeza tan gacha que se le resbalaron las gafas desde el puente de la nariz hasta casi la punta. Las agarró a tiempo y las colocó en su lugar. Entonces, se dio cuenta de que Inuyasha ya no examinaba su carné, estaba demasiado ocupado estudiándola a ella. Eso la avergonzó, y le ardieron las mejillas. ¿Por qué él era tan fascinante?

― Todo está correcto. ― dijo al fin.

Claro que lo estaba. Asintió con la cabeza y dio media vuelta para marcharse. Tenía un largo camino en bicicleta hasta su casa. No quería que el chófer fuera a recogerla en la limusina.

― ¡Espera!

Detuvo la marcha y se volvió al escucharle.

― ¿Querrías ir a tomar un café conmigo?

Si hubiera sido una chica diferente, habría creído que Inuyasha le estaba pidiendo una cita. No obstante, ella se conocía, sabía cuáles eran sus limitaciones y sus fortalezas, y que se esforzaba por aparentar al cien por cien que no había nada que pudiera ofrecer a otra persona. No, aquello no era una cita. No cometería el error de ilusionarse o de aceptar para alimentar su fantasía.

― No.

La vio marchar con los ojos como platos. Era la primera vez que una mujer rechazaba una cita con él. No era por ser prepotente, pero tenía mucho éxito con el sexo opuesto, tanto que llegaba a sufrir acoso sexual por parte de chiquillas como Kikio Tama. Algo tendría de bueno si tantas mujeres habían decidido que él debía ser su pareja ideal. No entendía entonces por qué no le gustaba a Kagome Higurashi, y, eso, al mismo tiempo, la volvió mucho más atractiva.

Se fijó en Kagome Higurashi antes de conocer su apellido. El primer día que entró en el aula como ayudante del profesor, la vio a ella entre todo el mar de hormonas que lo examinaban ansiosas. Estaba sentada cerca de la ventana, encogida y sola, esforzándose por no llamar la atención de nadie. Eso lo atrajo. Por eso, pasó toda la hora de clase observándola. Ella era encantadora y no podía ocultarlo, no a él. Su melena azabache ondulado recogida en una trenza francesa era un regalo de los dioses. Brillaba y lanzaba destellos con cada rayo que entraba por la ventana. Su piel era preciosa, la más bonita que había visto nunca; parecía de porcelana por el color tan claro, y le picaban los dedos por las ganas de acariciarla para poner a prueba su suavidad. Sus ojos eran del color del chocolate, enmarcados por unas muy femeninas pestañas, pero no se veían nada favorecidos por las gafas de pasta negra tan grandes que ella llevaba siempre. Su nariz tan pequeña y respingona tenía tanta gracia que lo tentaba a besarla. Sus facciones, en general, eran suaves, femeninas y delicadas a excepción de sus labios. Tenía unos labios hechos para el pecado. Tan gruesos y rosados, lo llamaban.

¡Kagome le encantaba! No le importaba en absoluto lo que ella pudiera ocultar bajo sus jerséis anchos y sus faldas hasta los tobillos. Le daba igual que estuviera gorda o delgada, que tuviera el cuerpo lleno de manchas o que estuviera operada. ¡No importaba! Ella ya lo había impresionado. Con su angelical rostro, el encantador halo de bondad que la rodeaba y su fina indiferencia hacia lo que los demás pudieran pensar de ella, lo había enamorado por completo. Nunca antes le había sucedido algo como aquello. Fue como si un rayo lo atravesara y cada día se volvía más intenso. Kagome Higurashi era maravillosa.

Su apellido era lo único que le causaba dudas. ¿Cómo un ángel semejante podía estar emparentada con esa asquerosa familia podrida de dinero? No salía de su asombro cuando el profesor leyó por primera vez su nombre y apellido. Había ido a clase con Souta Higurashi, y no tenía nada bueno que decir sobre ese espécimen. Era un manipulador nato, un mentiroso de cuidado y un misógino. No le extrañaría en absoluto que se dedicara a torturar a su hermana pequeña. Del padre, sorprendentemente, aún no sabía nada. A lo mejor, consideraba que él no era lo bastante bueno para formar parte de su imperio. Tampoco le importaba. Tendrían que llevarlo atado, amordazado y muerto a su empresa para que él pusiera un pie allí.

A decir verdad, tuvo miedo de que su inocente comportamiento solo se tratara de una tapadera. Su hermano era un buen actor frente a los profesores y las mujeres, pero muy descuidado ante los de su propio sexo. ¿Y si la hermana había conseguido mejorar la técnica del hermano mayor? Estuvo en la incertidumbre durante un par de semanas, estudiándola tanto dentro como fuera de clase, hasta que llegó a la conclusión de que Kagome Higurashi no podría mentir ni a la almohada. Si alguien no era consciente de que las cosas no estaban bien en su casa y en su vida en general era porque no la miraba con suficiente atención.

Era tan callada que parecía como si continuamente se esforzara por morderse la lengua. De hecho, alguna vez tuvo la sensación de que en verdad lo hacía. Evitaba el conflicto por todos los medios, y, para ello, debía permitir que sus compañeros de clase le mangonearan. ¿Cuántos conflictos no habría podido evitar en su propio hogar para que acabara haciendo un voto de silencio? Además, pasaba la mayor parte del tiempo encogida, como si temiera que alguien fuera a atacarla en cualquier momento. En más de una ocasión, la vio saltar asustada cuando uno de sus compañeros se cruzaba inesperadamente en su camino. Se aprovechaban de sus sobresaltos para torturarla. Apenas sonreía. En una ocasión, un día templado de otoño en el que llegaba una agradable brisa a la universidad, le pareció ver el inicio de una sonrisa en su rostro. Entonces, como si se hubiera percatado de lo que estaba a punto de hacer, Kagome frunció el ceño y destruyó por completo esa ocasión de ser feliz.

Aun con todo, era la mujer más fuerte que jamás había conocido. Se necesitaba mucha fortaleza para mantener esa fachada a diario. El problema era que la joven no era consciente de su propia fortaleza, de su valía. No sabía que tenía muchísimo que ofrecer a otra persona, a un hombre. Tal vez, a él. Le gustaba muchísimo lo que veía y lo que no podía ver con algo tan simple como un par de ojos. Takeo Higurashi era un idiota. Su mayor tesoro estaba en su casa, frente a sus ojos, y lo despreciaba.

Conocer a Kagome le hizo reflexionar sobre sí mismo y replantearse la vida de otro modo. Siempre pensó que los ricos tenían una vida mucho más sencilla. Souta Higurashi y demás alumnos adinerados de esa universidad, le demostraron que así era. Ellos eran tan diferentes. Él nació en un barrio pobre de otra ciudad y se crió sin cientos de juguetes, ropa de diseño o criados que lo atendieran. Solo eran su madre y él, ya que su padre murió poco después de nacer él en un desafortunado accidente. A los dieciocho años, no se pudo sacar el carné de conducir porque no tenía dinero para pagarlo. Ahora bien, obtuvo una magnífica beca para la mejor universidad del estado que perfectamente compensaba la falta de un coche. Dejar atrás a su madre fue difícil, pero se dijo a sí mismo que volvería con algo mejor que ofrecerle para que terminara su vida en paz y no trabajando de sol a sol. También trabajó mientras se sacaba la carrera para mejorar su vida. La residencia se la cubría la beca, pero a él no le gustaba estar rodeado de esa gente hipócrita. Se alquiló un apartamento en el que todavía vivía, ahorró para sacarse el carné de conducir y comprarse un coche de segunda mano con el que visitar a su madre, aprendió alemán y francés, empezó a completar su biblioteca personal y tuvo más que unos vaqueros gastados y un par de camisas que ponerse.

No le interesaba acumular mucha riqueza, ni que se hablara de él. No estudiaba economía para ser un tiburón. Solo quería comprender por qué unos tenían tanto mientras que otros tenían tan poco. Quería cambiar el sistema, y la única forma de hacerlo era desde dentro. Él se conformaba con ganar suficiente como para asegurar el futuro de su madre y el de su propia familia cuando la formara. Ya tenía muy claro quién sería su esposa, solo necesitaba enamorarla. Sería mucho más sencillo si ella fuera capaz de mirarlo a los ojos…

Recogió la caja con los informes de los estudiantes y se dirigió hacia el despacho del director de su tesis. Aquel profesor le parecería respetable de no ser porque se dedicaba a lamerle el culo a los Higurashi. Era el mejor en su campo, por eso lo eligió. Su obsesión con Takeo Higurashi y con sus hijos era un desagradable añadido que soportaría hasta presentar su tesis doctoral ese mismo año. Cualquiera podría darse cuenta de que dejaría la docencia y correría a ser el perrito faldero de Takeo Higurashi en su empresa si se lo pidiera. Aquel era el sueño "secreto" de su tutor. Ni siquiera se leía los trabajos de Kagome, directamente los calificaba con un diez y pasaba al siguiente. Sorprendido por ese comportamiento, él se había tomado su tiempo en leer lo que Kagome escribía, para que su esfuerzo no fuera en vano. Ella era muy buena, pero le faltaba pasión. No le gustaban los números. Eso hacía que un trabajo de diez no fuera excelente.

― He visto lo que has hecho.

Kikio lo esperaba apoyada contra una columna en lo que ella creía que era una postura sexi. A él no le resultó tan sexi a pesar de su buen tipo. Ignoró su comentario y prosiguió su camino.

― No deberías hacerle ilusiones a esa pobre tonta.

Al escucharla, dejó de caminar. Le cabreaba que siempre se estuvieran metiendo con alguien tan bueno e inocente como Kagome.

― No estando yo…

― La única tonta aquí eres tú. ― dejó bien claro ― Debes de ser muy tonta para no darte cuenta de que no te soporto.

El rostro de Kikio se ensombreció por su respuesta. Al fin dejó entrever cuál era el verdadero rostro que ocultaba bajo una falsa máscara de cordialidad frente a algunos compañeros.

― ¡No sabes lo que estás diciendo! ― le chilló ― ¡Ella…!

― Ella no pinta nada en esta discusión. ― mantuvo la calma en su tono ― Será mejor que dejes esta estúpida pataleta y te marches antes de que me cabree de verdad. No me gustan los numeritos.

― ¡Ella te gusta de verdad!

¿Gustarle? ¡Le encantaba! Estaba loco por Kagome Higurashi, y ella se comportaba como si él no existiera.

― Adiós, Kikio. ― pasó a su lado sin mirarla tan siquiera ― En vez de perder tanto el tiempo, deberías estudiar. ¡Te hará falta!

Dejó los informes en el despacho de su tutor y llegó a una conclusión: no debía rendirse, ni desanimarse. Kagome no era una chica fácil, eso lo atrajo entre otras cosas. Tenía que ser muy paciente con ella, demostrarle que sus sentimientos eran auténticos e insistirle mucho. No iba a desanimarse por la negativa de ese día. Al contrario, aquel solo era el inicio de su romance.

Continuará…