Bueno, pues otra historia que se acaba. Espero que os haya gustado. Tengo planeado publicar otra de las cortitas a continuación, pero creo que me voy a tomar una o dos semanas de descanso primero. ¡A disfrutar de las vacaciones de Semana Santa! Y, como siempre, ¡nos leemos!


Epílogo:

Quince años después…

— ¿Cómo iba a saber que caería una nevada con el buen tiempo que hacía?

— ¿Por qué no si tú eres tan lista y yo soy tan tonto?

Se miraron con el ceño fruncido a través del espejo. Después, volvieron la vista al frente para mirar la carretera nevada. Fue una suerte que Inuyasha llevara siempre las cadenas en el maletero porque, en el caso contrario, se habrían quedado atrapados. Estaban en pleno mes de marzo y hacía viento fresco. Sí, hacía algo de frío, pero no parecía que fuera a nevar. En las previsiones del tiempo tampoco lo dijeron.

— Seguro que ni siquiera has metido ropa adecuada en la maleta.

— He metido la ropa de invierno. — le contestó enfadada.

— ¿Y has metido el calzado adecuado para la nieve? — se burló él — Los niños querrán jugar y no vamos a tenerlos encerrados durante todo el fin de semana.

— Te repito que no sabía que iba a nevar.

— ¡Haberte informado mejor! — gritó él.

— ¡Vi las previsiones del tiempo y no dijeron nada! — le respondió ella en el mismo tono hostil.

A sus espaldas, sus dos hijos los miraron sorprendidos por lo rápido que se había desarrollado aquella terrible pelea a causa de una nevada.

Maika, de seis años de edad, era la más mayor y la que más se parecía a su madre física y académicamente. Ya había conseguido sus primeros premios deportivos y sus primeras notas apuntaban bien alto. También había heredado el sentido de la responsabilidad de su madre y era delegada de clase a su temprana edad. La niña, más suspicaz que el menor, no podía evitar observar a sus padres, cabizbaja, mientras imaginaba toda clase de posibles desenlaces para aquella discusión. Nunca los había visto tan furiosos.

Kyle, de cuatro años de edad, era el hermano pequeño y había sacado un poco de cada uno de sus padres. Era un niño talentoso y muy travieso que había heredado la pícara sonrisa de su padre. Tenía los rasgos más característicos de su padre y el don de gentes de su madre. Siempre diplomático y oportunista. No solía ver discutir a sus padres de esa forma. Estaba tan anonadado por la magnitud de la pelea como su hermana.

Inuyasha golpeó el volante, furioso con su esposa, y frustrado por estar tardando tanto con la que estaba cayendo. Quería llegar de una maldita vez a esa dichosa cabaña en la que habían decidido pasar el fin de semana con sus mejores amigos. ¡Maldito fuera el día que accedió! Si Kagome no se lo hubiera pedido desnuda en la cama, jamás habría aceptado ir. Tenía mucho trabajo en la oficina, su padre era especialmente duro con él, y no estaba dispuesto a permitir que su hermano continuara sacándole la delantera en los negocios familiares. Ya era hora de que fuera tomando las riendas de algunos asuntos.

— Tienes tan mal genio como tu hermano. — lo acusó su esposa.

— Al menos, yo no me paso el día dando consejos a los demás para luego hacer en casa justo lo contrario.

No tenía por qué aguantar todo aquello. Era una reputada cirujana en el hospital central de Tokio. De hecho, estaba a punto de convertirse en la cirujana jefe, ya le estaban preparando el contrato. No había trabajado tan duro para que su marido la tratara como si fuera un ser inferior por algo que no era su culpa. ¿Qué control tenía ella sobre el dichoso tiempo atmosférico? Jamás podría haberlo predicho. ¡Era doctora, no meteoróloga!

Se cruzó de brazos y se dedicó a admirar el paisaje nevado a través de la ventanilla sin hacer caso a su marido, el cual estaba rumiando sobre lo molesto que era todo. Siempre que estaba enfadado, todo era molesto, incluso ella. No sabía por qué se había casado con él. A veces, en verdad lo odiaba por su comportamiento pueril.

— ¿Ahora vas a quedarte todo el camino callada para castigarme? — intentó provocarla para continuar peleando.

Ni se molestó en contestarle.

— Muy bien. — masculló — ¡Mejor para mí!

Cuando al fin llegaron a la cabaña donde sus amigos los esperaban, los dos habían alcanzado el límite de su paciencia. Salieron del coche y se dispusieron a sacar a sus hijos del mismo. Kagome le desabrochó el cinturón a Maika; Inuyasha bajó a Kyle de su silla, lo cogió en brazos y cerró la puerta para luego asegurar el coche con el botón de la llave.

— ¡Kagome!

Suspiró aliviada de ver a su mejor amiga y se dispuso a seguirla, pero la voz de Inuyasha le hizo detenerse.

— ¿La señora marquesa también quiere que recoja las maletas yo solo? — se quejó a su espalda.

— ¿Qué pasa ahora? ¿Acaso estás perdiendo músculo?

— ¡En absoluto! — gritó con orgullo — ¡Pero no soy tu criado!

Lo miró desde los escalones de la cabaña con una mezcla de enfado y recelo. Si le contestaba a eso, se iba a armar la gorda y los dos lo sabían. Aquello era una clara provocación.

— Papá, ¿vais a divorciaros mamá y tú?

Los dos se volvieron hacia Maika al escuchar esas palabras. La niña se encontraba entre los dos, alternando su inteligente mirada del uno al otro con recelo. Le dio la herramienta perfecta para devolverle la pulla a su padre.

— Tal vez lo hagamos.

— Así podrás salir con tu compañero de quirófano, ¿no?

Inuyasha en verdad le devolvió magistralmente la pulla.

— ¡No está interesado en mí! — le gritó.

— ¡Y yo estoy ciego! — se burló — No sé por qué demonios te pedí matrimonio…

— ¡Ni yo sé por qué acepté!

Subió los escalones de la cabaña que le faltaban y se metió dentro ignorando a su marido. Sango y Miroku no se atrevieron a intervenir en la pelea. Cogieron a sus propios hijos y a los de sus amigos para llevarlos a jugar al salón con la intención de alejarlos de la zona de guerra. Si no hubieran estado los niños presentes, tal vez habrían intentado hacerles entrar en razón. No sería la primera vez que necesitaban intermediarios para solucionar sus discusiones.

Les pusieron unos juegos de mesa y se sentaron en el sofá para vigilarlos mientras jugaban. Hacía ya rato que no se escuchaba a Inuyasha rumiando maldiciones y a Kagome removiendo cosas en la cocina. Seguro que ya se habían arreglado.

— Tío Miroku, ¿es cierto lo que dijo Maika? — le preguntó Kyle — ¿Papá y mamá se van a separar?

— Venid conmigo.

Dejó a Sango al cuidado de sus hijos, cogió a Kyule en brazos y empujó a Maika hacia la cocina, donde sabía que ellos estaban. Les indicó que fueran silenciosos y les pidió que asomaran la cabeza por la puerta. La escena que se admiraba dentro de la cocina no parecía en absoluto la de un matrimonio a punto de divorciarse.

— ¿Me perdonas, nena? — le dio un suave pico en los labios — He sido muy bruto, no debí ponerme así.

— También ha sido mi culpa… — musitó — Quería tener razón.

— Y la tenías. — le aseguró — No ha sido tu culpa.

— Ni tampoco la tuya.

Se abrazaron y se dieron un largo beso antes de volver a separarse lo suficiente como para seguir hablando.

— ¿Me prometes que ese tipo no tiene ningún interés en ti, nena?

— Te lo prometo, mi amor. — le dio otro beso — Y, si me equivocara, le haría saber que tú eres el único hombre de mi vida.

— Ese soy yo.

Sonrieron contra los labios del otro y se dieron otro largo beso.

— ¿Y si tenemos otro hijo? — propuso Inuyasha.

— Nada me haría más feliz. — le aseguró ella.

Y, en menos de dos segundos, Inuyasha la alzaba sobre la mesa mientras se besaban y se acariciaban bruscamente, luchando por sentir al otro cuanto antes. Miroku empujó a Maika hacia atrás para que no continuaran viendo el espectáculo y le tapó los ojos a Kyle.

— Parece que vuestros padres van a ponerse con el niño ahora… — los instó a caminar hacia el salón — Mejor vamos al salón.

— Tío Miroku, — lo llamó Maika de camino — ¿cómo sabías que papá y mamá habían hecho las paces?

— Vuestros padres y yo nos conocemos desde hace muchos años y sé que se pelean muchísimo, pero siempre hacen las paces. Nada podría separarlos.

Dejó a Kyle en el suelo cuando volvieron al salón, pero, en vez de ponerse a jugar, los niños se sentaron en corro alrededor de él y lo miraron con ansiedad.

— ¿Nos cuentas cómo se enamoraron nuestros padres, tío Miroku?

— Bueno, os lo contaré, pero tenéis que estar muy atentos.

Los niños asintieron con la cabeza y él empezó a narrar.

— Había una vez una preciosa estudiante de ojos color chocolate y hermosos cabellos azabaches. La joven de tez blanca, tersa como la nieve, y sensuales labios rojos del color de las fresas caminaba por los pasillos de su instituto con confianza y seguridad. ¿Quién sino ella que era adorada y admirada por todo el instituto iba a poder permitirse caminar de esa forma tan relajada?

Justo en ese momento entraron en el salón Inuyasha y Kagome, pero estaban tan interesados en el relato que estaba contando Miroku que no advirtieron su presencia.

— Kagome Higurashi era una maravilla, la maravilla del instituto privado Furioka en el centro de Tokio. Había dos únicas cosas que le encantara tener en su plantilla a ese centro: hijos de familias muy ricas aunque fueran tontos de remate y estudiantes especiales. Kagome tal vez no fuera lo primero, pero era lo segundo y nunca había pisado ese instituto alguien tan excepcional como para que se dejaran allí totalmente de lado los clichés y convencionalismos de las diferencias de clase. Se podría decir que había roto con todos los moldes.

Al escuchar a Miroku, intercambiaron miradas de complicidad y se dejaron llevar por las palabras de su amigo, viviendo una vez más aquel maravilloso año en el que se enamoraron. No importaba el tiempo que había pasado desde entonces, lo único que importaba era que ese amor permanecía tan vivo como el primer día.

— Inuyasha Taisho, el rebelde sin causa del instituto, parecía estar tramando otra de las suyas. Se encontraba sentado sobre el suelo de azulejos con las piernas cruzadas. En el círculo que formaba sus piernas, tenía una enorme probeta con un líquido verde y espumoso. ¿Qué estaría haciendo? No sabía qué había puesto dentro, pero, si algo tenía muy claro, era que a Taisho se le daba fatal la química; aquello estaba destinado al desastre. Fue entonces cuando vio a dos de los chicos más diestros en química que había conocido en toda su vida. El alivio la embargó. Si ellos lo ayudaban, no incendiaría el instituto.

Mientras recordaban, el relato había avanzado mucho. Kagome alzó una ceja con escepticismo al llegar a esa parte.

— Si mal no recuerdo, incendiaste todo un laboratorio. — le susurró al oído.

— Sí y me llevé un buen castigo de recompensa gracias a la presidenta. — le reprochó él — Pero he mejorado mucho con la edad.

— La semana pasada destrozaste la caseta del perro intentando atornillar el plato de pienso. — le recordó.

— Lo que yo te decía, mi amor, he mejorado.

La besó rápidamente, antes de que pudiera protestar. Bueno, en realidad, sí que había mejorado un poquito. Ya no quemaba cosas por accidente.

— El problema era que ella ni quería, ni necesitaba protección. Había luchado desde el primer momento que lo vio por alejarse de él e ignorarlo, pero, hasta ese día, nunca supo lo feliz que la hacía, en verdad, el saber que ella existía para él.

Al escuchar esa parte, Kagome pensó que todavía le hacía feliz y seguiría haciéndole feliz hasta el fin de sus días por más obstáculos que la vida intentara interponer entre los dos. Lo superarían todo juntos, ya fuera odiándose, amándose o las dos cosas al mismo tiempo.