Sherlock no solía arrepentirse de cualquier decisión tomada, pero podía tener sus excepciones.

Especialmente después de casi ocho años de acoso de ese rubio rarito de los suéteres.

La mañana estaba demasiado fresca para estar metido en ese feo salón de clases, escuchando un montón de cosas que ya había leído y aprendido antes, eso se decía el joven Holmes de nueve años, acostado en el final del tobogán amarillo de la zona de juegos en la primaria, con los bonitos zapatos caros metidos en un charco de barro oscuro. Le gustaba mucho más echarse ahí a respirar el aire frio y mirar las nubes grises, que tener que soportar a sus tontos compañeros o a su inútil maestra. No había muchos niños cercanos, siendo que la mayoría jugaba en la cancha frente a los salones y unos pocos más estaban en los pasa-manos o en los caballitos de plásticos.

El resto de su día se habría visto tranquilo, escondido entre los juegos coloridos, si no hubiese escuchado los rápidos pasos de un niño corriendo, el chirriar de las cadenas de un columpio y lo que parecía el débil llanto de un pequeño varón.

Elevó la cabeza, cuidando no golpearse contra el plástico, y buscó a cualquiera que estuviese sollozando cerca de él. Como lo supuso, era un chico.

Un niño rubio, no más alto que Sherlock, enfundado en unos pantaloncillos azul marino hasta la rodilla, calcetas a la mitad de su espinilla, un par de zapatos de aspecto viejo, pero pulcramente boleados, y un gran suéter tejido color durazno. Río entre dientes por lo tonto que se veía. El chiquillo lloraba suavemente contra las palmas de sus manos, en un intento no muy exitoso de ocultar sus gruesas lágrimas de los demás niños.

Sherlock suspiró, presa de una pena como pocas veces la sentía por otra persona. Generalmente no experimentaba mucha empatía por los demás niños, pero aquel le provocaba una mezcla de lástima y gracia que hasta a él le pareció grosera.

Se quedó sentado en su lugar, mirándole mientras seguía lloriqueando, hasta que finalmente decidió que tal vez debía ir y decirle algo. Lo dudó un minuto más, hasta por fin ponerse de pie y caminar sobre la grava hacia el muchacho.

—Oye… —le llamó con el tono más amistoso que pudo hacer — ¿Por qué lloras?

El niño rubio levantó la mirada, limpiándose la cara con las mangas de su enorme suéter.

— ¿Q-qué? Yo n-no estaba llorando… do —decía entre hipos suaves.

—Tienes la cara abotargada, los ojos rojos, la nariz te escurre y tienes rastros de sal en las mejillas y te frotas el rostro como si quisieras limpiar algo de ellas. Sí estabas llorando —su voz perdió todo intento de amabilidad —Ahora dime por qué.

El niñito se quedó callado, mirando a su cara con cierto temor. Bajó la cabeza y frotó sus manos una contra otra.

—Un par de niños de mi grupo me llamaron bola de grasa.

Sherlock arqueó las cejas, esbozando una sonrisa. El niño la notó y los ojos se le humedecieron de nuevo.

— ¿Bola de grasa? ¡Qué gran tontería! —Vociferó, riéndose ligeramente —Ni siquiera estás gordo de verdad, mi hermano mayor sí que es una bola de grasa —se metió las manos en los bolsillos y relajó su gesto —Apenas tienes un par de kilos encima, te podrías deshacer de ellos corriendo unos cuantos kilómetros durante un mes o dos. Los chicos que te dijeron eso deben estar ciegos o son muy idiotas.

— ¿De verdad lo crees?

— ¡Por supuesto! Si fueras un niño obeso hasta yo me reiría de ti —el pequeño no supo si reír o sentirse un poco ofendido ante el comentario.

—Bueno, tú pareces ser un chico muy amigable. Debes tener muchos amigos.

Sherlock volvió a mostrar una expresión de incredulidad

—No, ciertamente.

Una extraña tensión se instaló entre los dos, hasta que el menor de los Holmes continuó hablando.

—Cómo sea, ese par de mocosos se equivocaron contigo.

El niño rubio sonrió, feliz, y con un ligero sonrojo instalándose en sus mejillas regordetas. Sherlock le miró y se sintió más relajado.

—Sólo por si acaso… ¿cómo se llaman los niños?

—Tim Duncan y Roger Allard.

— ¿De qué grupo eres?

— Del C.

— ¿Estás en el cuarto año también?

—Sí.

—Está bien —Sherlock revisó la hora en el reloj de pulsera que su padre le había regalado —Entra a tu salón y quédate ahí.

El jovencito rubio estuvo a punto de preguntar por qué tenía que hacer eso, pero la sonrisa segura que se extendió por el rostro pálido del enigmático muchacho frente a él, fue suficiente. Asintió con la cabeza, sin emitir palabra alguna y caminó rápidamente de nuevo al pequeño edificio, volteando sobre su hombro para mirar al chico de cabello rizado tras de sí.

Sherlock, por su lado, le miró irse con expresión sería. Tenía algo que hacer esa tarde.

El escándalo de la salida, llena de gritos y risas, le taladraba la pequeña cabeza llena de rizos castaños. Tenía la mano metida en su bolsillo izquierdo, inquieto por revelar su contenido.

Caminó entre los demás estudiantes, buscando con la mirada al niño de cabello rubio. Le encontró de pie, junto a otro par de chiquillos, hablando con tono ameno.

—Hey —se paró junto a él. El niño reparó en la presencia del otro rápidamente.

Sherlock estaba lleno de tierra, desde los pantalones hasta la melena castaña, con un moretón formándose en su mejilla derecha, un rastro de sangre seca sobre el labio superior, y el inferior partido. Sonreía con un gesto que revelaba los dientes blancos manchados de rojo.

— ¡¿Qué te sucedió?! —preguntó el otro pequeño, alarmado por el deplorable aspecto del chico.

—Te dije que eran unos idiotas —sacó de su bolsillo un pequeño trozó de tela color purpura, con un par de manchas de color marrón que el niño rubio identificó como sangre —Generalmente no me metería en una pelea con un par de tarados cómo esos, pero jamás me han gustado los abusadores —extendió la mano frente a él, entregándole el pequeño paquete.

John lo recibió, ligeramente asustado, y ante las miradas sorprendidas de sus amigos, lo abrió. Dos dientes con más sangre aún descansaban en el trozo de tela.

—Los dientes de Tim Duncan en un pedazo de la camiseta de Roger Allard —volvió a sonreír, esta vez con la boca cerrada —Hasta el viernes.

— ¿Por qué hasta el viernes? Apenas es lunes.

—Tengo una suspensión de tres días por golpear a ambos.

—Oye, realmente no quería que te metieras en problemas por mi culpa, ni siquiera te conozco o eso…

—No hay problema por mí. Cómo te dije, me molestan las personas como ellos —se pasó un dedo por el labio herido —Además tres días sin venir a la escuela, eso es genial. Adiós.

Giró sus talones para echarse a andar de vuelta a su casa, cuando la voz ligeramente aguda del chico le llamó una última vez.

— ¿Cuál es tu nombre? Yo soy John Watson —dijo el pequeño rubio, frotándose las manos contra el pecho.

—Sherlock Holmes —respondió, indiferente.

Nuevamente giró y con la mano bien sujeta a su maletín, comenzó a caminar sobre la banqueta.

Pensó en lo agradable que era el tal John Watson, aunque no tenía intenciones de volver a hablarle. No necesitaba a un chico tan débil como ese distrayéndole.

O esos fueron sus planes originales, antes de que aquel niño de cara redonda y estatura corta se metiera (a la fuerza) en su solitaria vida.