Tal y como prometí, he vuelto con un fanfic corto. Sobre unos cuatro capítulos con epílogo que publicaré semanalmente todos los domingos, como de costumbre. Espero que os guste y habrá una sorpresa al terminar el fanfic.


Capítulo 1: Salvaje

No podía dejar de mirarla a través del retrovisor. Aquella mujer era la más bella que había visto en toda su vida, y eso que como chófer había transportado auténticas beldades en la limusina. Su última clienta, no obstante, había llamado su atención desde el primer instante. Si solo ella no fuera su clienta, si se hubieran conocido en otras circunstancias, si no fuera una niña rica totalmente fuera de su alcance… Tal vez, en el caso de que se cumplieran todos esos factores, se habría planteado invitarla a cenar.

Aunque quizás el mayor impedimento de todos era que la mujer se casaba ese mismo día. La estaba llevando a la iglesia. Más tarde, la transportaría junto al que ya sería su marido al restaurante y al hotel en el que se hospedarían. De solo pensarlo sentía una punzada de celos en el pecho que le atenazaba el corazón. Conocía a Kouga Wolf, su futuro marido, de otros servicios que había prestado a la familia Wolf y sabía de muy buena tinta la clase de hombre que era. La destrozaría, tal y como hizo con tantas otras. No era más que un juerguista, un alcohólico y un putero. ¿Cómo se las apañaría para engatusar a esa preciosa joven con mirada inocente?

El vestido era tan blanco que resplandecía. No soportaba la idea de saber que ese cerdo mancillaría la inocencia que representaba. No sabía ni le importaba si esa mujer era virgen, lo que sí tenía claro era que había una pureza en ella que merecía algo mejor que ese hombre. Si solo pudiera escapar de su puesto como chófer para advertirla, para salvarla del villano antes de que fuera demasiado tarde. ¿Y luego qué? ¿Esperar cada mañana en la cola del paro para obtener un mísero trabajo? No le reportaría nada positivo decirle lo que pensaba. De hecho, su trabajo no consistía en hablar con los clientes si ellos no lo deseaban.

Respiró hondo, decidido a ignorar a su clienta por el bien de su salud mental. Al menos, esa era su intención cuando captó un movimiento a través del retrovisor. La mujer había colocado las manos sobre su regazo y se las retorcía en claro signo de nerviosismo. Había visto eso antes. No era la primera novia que llevaba a la iglesia, aunque sí la más bella. Todas intentaban aparentar calmar hasta que se iban acercando a su destino. Entonces, su perfecta fachada se derrumbaba por completo. Algunas incluso berreaban como niñas. Aquella no era la excepción. Deseó que sus dudas fueron lo suficientemente sólidas como para hacer que huyera del altar. Nunca le había sucedido aquello a decir verdad. Las niñas ricas se casaban con hombres aún más ricos para mantener su estatus y poder adquisitivo sin necesidad de trabajar. ¿Por qué iban a huir? El "sí quiero" les resolvería la vida.

Él jamás se casaría sin amor. La única forma de que una mujer lograra arrastrarlo hasta el altar era que lo enamorara completa y profundamente. Tenía que hacerlo suyo. Eso jamás le había sucedido. Tuvo novias y líos sexuales sin ningún futuro, nada más. Ninguna pareja le había durado nunca más de seis meses. Quizás, fue culpa suya porque no puso de su parte tanto como era de esperar. Lamentablemente, él no podía dar algo que no sentía con el corazón. Simplemente, no era esa clase de mentiroso No era como Kouga Wolf, el cual había jurado su amor a cientos de mujeres diferentes en el asiento trasero de una limusina. Aún no comprendía que un esperpento como ese decidiera casarse. No era hombre de una sola mujer mientras que la señorita que había escogido por esposa, bien merecía algo más que ser la amante de un hombre muy rico.

Solo faltaba atravesar un par de manzanas para llegar a la iglesia. Llegarían holgados de tiempo para que la novia pudiera reunirse con las damas de honor y los familiares más allegados antes del enlace. Ojalá alguno de ellos le inculcaré un poco de sensatez. Casarse con Kouga Wolf iba a ser el peor error de su vida.

Flexionó los dedos sobre el volante intentando alejar tensiones. Estaba demasiado tenso desde que la vio. También estaba tieso a decir verdad. Toda su sangre se concentraba en cierta parte de su anatomía cada vez que se fijaba en la bien esculpida figura de la mujer. ¿Sería modelo? ¿Bailarina? Muchas jóvenes ricas lo eran y con un cuerpo como ese… Tuvo que aflojarse la corbata al quedarse sin aire. Sí, sabía muy bien por qué Kouga le había pedido matrimonio. Aquel vestido tan ajustado con un corte tan favorecedor no dejaba absolutamente nada a la imaginación. La visión de esas voluptuosas curvas femeninas lo acompañaría en sus sueños durante el resto de su vida. Era justo su tipo y el de más de cuatrocientos millones de hombres en el mundo.

Durante una fracción de segundo, la mujer alzó la vista y lo miró a través del retrovisor. Fue solo un instante, pero suficiente para atontarlo. ¡Menudos ojazos! No a cualquier mujer le quedaban tan bien unos ojos tan grandes. En su rostro, en cambio, eran armoniosos, encantadores y profundos. Parecían lagunas color chocolate a la espera de ser exploradas por la persona adecuada. Todo ello enmarcado por unas largas pestañas femeninas que nada tenían que envidiar de esas pestañas postizas que tantas veces encontró tiradas en el suelo de la limusina. Mientras tanto, su piel blanca, tan nívea y tan libre de impurezas rivalizaba con el color del vestido. A juego con esos rasgos, su diminuta y respingona nariz era una delicia y los pómulos altos le daban un aire aristocrático muy propio de su condición social. Parecía una muñequita de porcelana. Seguro que era incluso más suave de lo que parecía.

Su cabello y sus labios rompían esa armonía, convirtiéndola en una mujer sensual. Tenía los labios más bonitos y más deseables que había contemplado en toda su vida. Eran unos labios para besar durante horas, sin descanso, hasta sentir dolor. Asimismo, eran unos labios que podrían besarlo por todas partes hasta hacerle llorar. Parecían tan suaves, tan carnosos. El labio inferior era más gruesos que el superior y le hacía salivar cada vez que ella se lo mordía. ¿Por qué tuvo que pintarlos de rojo? Ningún color los resaltaría mejor que ese. Por otra parte, el cabello lo llevaba recogido en un recto y estirado moño que gritaba porque lo liberasen. Hasta ese día, le habían gustado las mujeres rubias. De repente, adoraba a las azabaches. Jamás había visto un color tan bello que lanzara semejantes destellos azulados bajo la luz. Sin embargo, atrapado en ese constreñido moño, gritaba y pugnaba por su liberación. Era un cabello para llevar suelto, al aire. Seguro que tendría un aspecto salvaje con la melena suelta, una melena que seguramente sería larguísima.

Llegó a su destino antes de lo que hubiera deseado. Sentía que la estaba llevando al matadero. ¿Y quién era él para meterse? Ni siquiera se conocían. El hecho de que él conociera a Kouga no era suficiente. Si empezaba a hablar y la asustaba, su reacción podría ser la de correr a los brazos de Kouga para quejarse del chófer. También cabía la posibilidad de que la animara más incluso que antes a casarse con él. Algunas mujeres eran capaces de cualquier cosa para llevar la contraria. No, algo le decía en su interior que esa mujer no era de ninguno de esos dos tipos. ¿De qué tipo era entonces?

Nunca lo sabría. Esa era la cruel y dura realidad. Lo peor de todo, era que ni su marido lo sabría nunca. Un tipo como ese no la apreciaría como ella merecía. Jamás sería verdaderamente consciente de lo que tenía ante sus narices. ¿Y qué demonios podía hacer él? Jamás se fijaría en el chófer. De la misma forma que era capaz de juzgar a Kouga, también debía juzgarse a sí mismo. No era un buen partido para una joven rica. Su intención era la de formar su propia empresa de transportes, pero necesitaba mucho tiempo y dinero. Solo tenía veintiocho años y unos pocos miles de dólares ahorrados. Calculaba que hasta los cuarenta años no tendría la suficiente solvencia como para pedir el préstamo que le ayudaría a iniciar su ambicioso sueño. Además, había mucha competencia; por más que odiara admitirlo, podía darse en las narices con su sueño. No tenía nada más que ofrecerle.

En su pueblo natal las relaciones eran mucho más sencillas. Sus padres, Izayoi e Inu No, fueron juntos al colegio y al instituto y se casaron en cuanto terminaron de estudiar. Su hermano mayor, Sesshomaru, se casó con Rin, la vecina cuatro años menor que él que lo perseguía desde que era una cría. Sus compañeros del instituto se casaron entre ellos. Él fue el único que se marchó y osó desafiar ese aparentemente orden establecido. Quería y respetaba a sus padres, pero él no quería ese mismo futuro. No quería trabajar en una fábrica como operario, no quería casarse con ninguna compañera de clase porque no se enamoró de ninguna, no quería una casita que se pasaría la vida arreglando. Tenía un sueño y una ambición; por eso, se trasladó a la ciudad.

A sus veintiochos años de edad, sus padres decían que se estaba haciendo muy mayor. ¿Mayor? ¡Diablos, no! En la ciudad, la gente no se casaba tan pronto y había quien ni siquiera llegaba a hacerlo nunca. No era ningún delito quedarse solo, no querer compartir la vida con otra persona, no tener hijos o no casarse. Además, quienes se casaban, solían hacerlo a partir de los treinta en los tiempos modernos. Kouga Wolf, de hecho, tenía treinta y cuatro años. Su joven novia, parecía tener poco más de veinte, aunque las niñas ricas siempre eran excepciones a esa norma. Todavía se casaban como en la época victoriana: hombres mayores con jóvenes.

Detuvo el coche en el sitio reservado frente a la iglesia. Una hilera de damas de honor vestidas de rosa chicle corrió hacia ellos. Parecían pasteles con piernas. Quedó horrorizado y, a juzgar por la palidez de la novia, ella también. Si dejó en manos de su madre o de su futura suegra la elección de los trajes de las damas de honor, seguro que desearía no haberlo hecho. No, eso no fue cosa de la madre. Tenía el sello de la señora Wolf. Esa mujer no tenía peor gusto porque Lady Gaga le había quitado el podio.

Bien, tenía que terminar de cumplir con su trabajo. Le tocaba salir del coche, abrirle la puerta a la novia y ayudarle a salir. Después, esperaría como un idiota a que la boda finalizara y regresara a la limusina acompañada de su marido. Si Kouga subía la maldita ventanilla que los separaba, si intentaba tocarla… ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer él para impedir a un marido que tocara a su esposa? Nada, así que lo mejor que podía hacer era curarse de esa extraña enfermedad de la que se contagió desde que la vio.

Salió del coche mientras se colocaba la visera de su gorra. Lo que más odiaba de su trabajo era el uniforme. El traje no estaba mal si se le quitaba el horrible pin de la empresa. Los mocasines no podrían ser más incómodos. El sombrero era sencillamente ridículo. Un día de esos, cuando al fin dejara la actual empresa en la que trabajaba para formar la suya, quemaría ese uniforme. En su empresa, no habría sombreros, los trajes serían más ergonómicos y los chóferes usarían zapatillas deportivas.

Tuvo que pedirles por favor a las damas de honor que le hicieran sitio para poder abrir la puerta de la limusina. ¿Por qué todas las mujeres se emocionaban tanto con las bodas? Ni siquiera eran ellas quienes se casaban. Solo se casaría una de las quince que lo rodeaban en ese instante. Si alguna vez se casaba, no quería oír nada de damas de honor y de testigos. Quería una boda sencilla con la familia y los amigos más cercanos. No necesitaba invitar a media ciudad para darle el "sí quiero" a la persona más importante de su vida. Con ella le bastaba.

Abrió la puerta y le ofreció ayuda para salir.

— ¿Me permite?

Su mano enguantada tomó su mano, tal y como lo hizo anteriormente para entrar en la limusina, y se sirvió de su ayuda para poder salir con ese vestido. Las damas de honor empezaron a gritar a su espalda sobre su vestido, su peinado, sus joyas y todo lo que se podía decir acerca del vestuario de una persona. Odiaba a las histéricas, eran lo peor. Intentó que no se le notara en la cara que se estaba poniendo enfermo de oírlas. Para ello, dirigió la mirada hacia el suelo, donde apareció el zapato de la novia y su delicado tobillo. ¿Eran perlas lo que decoraba el zapato?

Aun a riesgos de que alguna dama de honor avispada lo delatara, se permitió echarle un último vistazo a la novia mientras aún fuera soltera. Parecía sacada de la portada de una revista de novias. El vestido de palabra de honor tenía escote con forma de corazón que realzaba sus senos. Unos adornos de perlas y pedrería cubrían el cuerpo ajustado del vestido hasta las rodillas. A partir de ahí, el tejido de raso se abría para formar una cola de sirena formada por varias capas que se arrastraba un metro por el suelo a su espalda. El velo estaba sujeto a una tiara y caía hasta sus rodillas con preciosos bordados. Tras el velo, a través de la diáfana tela, se podía ver su espalda desnuda hasta la cintura y, en la cadera, una lazada color rosa. Los guantes de seda hasta los codos y los pendientes y el collar de diamantes solo eran complementos que resaltaban la opulencia de la boda. Aquella era, indudablemente, una boda de ricos.

— ¿Dónde me has metido? — una mujer se hizo sitio para llegar hasta la novia y susurrarle — ¡Me han vestido de tarta!

Esa debía ser amiga de la novia.

— Lo siento, Sango. — se disculpó sin poder dejar de mirar su vestido — No tenía ni idea de que mi suegra…

— ¡Tu suegra! — bramó — Como la coja, le voy a hacer tragarse cada volante de muselina.

Tal y como pensó, aquella era la marca de la señora Wolf. Por suerte, a él lo vestía la empresa, no las personas que lo contrataban. Viendo a las damas de honor, su uniforme no estaba tan mal.

— Ven, tus padres ya están en la iglesia.

Esa era la despedida. La próxima vez que la viera, ella sería una mujer felizmente casada que no tenía ni idea de lo que le esperaba conviviendo con Kouga Wolf. Tenía una última oportunidad de hacer lo correcto. No lo hizo en la intimidad del viaje, ¿por qué iba a hacerlo frente a todas esas mujeres ansiosas? No era asunto suyo, no tenía por qué preocuparle.

— Gracias por traerme…

Se quedó pasmado. Era el primer cliente que le agradecía haberlo llevado.

— Luego, nos vemos… — añadió — Aunque supongo que ya lo sabes, ¿no?

— Hasta luego, señorita.

¡Qué estúpida! ¿Por qué demonios dijo eso? Claro que él lo sabía. Era el chófer que Kouga contrató, ya le dieron las indicaciones pertinentes sobre su itinerario. Se estaba comportando como una auténtica idiota antes de su boda. Pensar que el chófer era de lo más apuesto no era en absoluto descabellado. Aquel hombre era increíble. Sin embargo, imaginar que él la sacaba de su boda y se la llevaba bien lejos, sí que era una locura. ¿Cómo se le pudo ocurrir semejante cosa? ¡Por Dios, estaba a punto de casarse con el hombre al que amaba! Porque lo amaba, ¿verdad?

Aquello debían ser las típicas dudas antes de la boda, nada más preocupante que eso. Seguro que su madre también fantaseó con su chófer por los nervios. Debía tranquilizarse. Ese era el mejor día de su vida. Recordaría ese día por siempre y se lo contaría a sus hijos con la ilusión del primer día. Seguro que en una semana se reiría de sí misma por haber fantaseado con el chófer, por haber dudado de la lealtad de Kouga. Tenía al alcance de su mano todo lo que siempre había deseado. Estabilidad, un buen marido, una casa, una familia. No podía tirarlo todo por la borda por comportarse como una tonta.

Se agarró al brazo de Sango mientras que las otras damas de honor le alzaban la cola y parloteaban como cotorras. Su única amiga allí era Sango. Las otras catorce eran unas completas desconocidas para ella. Todas ellas primas de Kouga descerebradas con las que apenas había cruzado un par de palabras. Ya podía dar gracias por haber logrado introducir a su mejor amiga. Su futura suegra la miró con malos ojos, ya que Sango era lo que ella consideraba una persona de clase baja. La habría golpeado por semejante ofensa si no fuera una dama y si su hijo no fuera su futuro marido. Aguantar a esa señora sería un calvario que tendría que soportar como una buena cristiana.

Al entrar en la iglesia, sintió que se le encogía el estómago. Aquella mujer tenía el peor gusto del mundo entero. De sus anteriores encuentros supo que jamás acertaba con su atuendo, su maquillaje y su peinado; en ese instante, quiso que se la tragara la tierra. ¡Aquello era horrible! Las damas de honor estaban espantosas, horrorosas. Odiaba ese color. ¿Por qué no había podido ni escoger el color de los vestidos de las damas de honor? A ella le gustaba el lavanda. Aunque la combinación de tulipanes naranjas y rosas rojas que decoraba la iglesia superaba con creces lo de los vestidos de las damas de honor. ¡Dios santo, era vomitivo!

Decidió no echarle un vistazo al altar antes de dirigirse hacia la sala de preparación de la novia. No podía ver más en ese instante. O eso creía hasta que se encontró a su suegra. Parecía una pera con brazos y piernas. El verde chillón de su traje emitía luz propia. ¡Era horroroso! Eso por no hablar del gigantesco tocado con forma de cigüeña en su cabeza. ¿De dónde demonios habría sacado eso? Era digno de ser expuesto en la mansión del terror de la próxima feria.

— ¡Kagome, querida!

Como de costumbre, simuló que besaba sus mejillas cuando apenas la tocaba. En realidad, lo agradecía. Esos labios pintados de color naranja la espantaban.

— Sabía que debí intervenir en la elección del vestido. — rechistó — ¡Te ves muy sosa!

— ¿Sosa?

— ¡No combina con la decoración!

Y daba gracias por eso.

— Cuando estés casada con Kouga, tendré que instruirte. No puedo tener una nuera con tan mal gusto.

¿Era ella la que tenía mal gusto? Aquello era más de lo que estaba dispuesta a soportar. Vale que su suegra fuera peor que un grano en el culo. Con el tiempo había aprendido a aceptar que, al igual que en las películas, su suegra sería su peor pesadilla. No obstante, no iba a consentir que alguien con un gusto tan pésimo como el suyo la cuestionara a ella. Su vestido de novia era perfecto.

Abrió la boca dispuesta a retarla, pero se lo pensó mejor en el último instante. Estaba a punto de casarse con su hijo, no sería correcto. Mejor esperar a que el anillo estuviera al menos bien puesto en el dedo. Se las ingenió para regalarle una de esas falsas sonrisas que tanto ensayó para la odiosa familia de Kouga, y continuó hacia la salita de preparación, deseosa de quedarse a solas con Sango.

— Tu suegra es una zorra. — musitó Sango — ¿Quieres que le deje un par de cositas claras?

— Lo que quiero es que alguien queme la decoración de la iglesia y esa horrible cigüeña.

Así, quizás, podría simular felicidad ya que no se sentía nada feliz. ¿Por qué se sentía tan desgraciada? Eso era lo que quería, lo que siempre quiso. Desde pequeña había soñado con su príncipe azul. Un hombre maravilloso, guapo, amable y educado que la llevaría hasta el altar. Solía disfrazarse de novia e interpretar su perfecta boda. Cuando se hizo más mayor, se percató de que el cuento de hadas no era tan bonito como a ella se lo pintaron. Los hombres reales no se parecían a los príncipes de los cuentos. Solo querían una cosa y, cuando la obtenían, se marchaban. Quizás por eso nunca se lo dio a nadie. Creía que sus sueños solo eran eso hasta que conoció a Kouga. Él era su príncipe.

Tenía la vida que siempre quiso. Estudió derecho económico en la Universidad de Harvard, donde conoció a la que se convertiría en su mejor amiga: Sango. Después, empezó a trabajar en el bufete de su padre. Kouga fue su cliente. Quería asesoría legal para unos negocios internacionales con países cuyas leyes diferían. Tras terminar el trabajo, le pidió una cita. Desde ese día, se esforzó por demostrarle que no era en absoluto el hombre libertino y juerguista que definían los chismorreos de la alta sociedad. Se portó como un caballero al respetar su deseo de llegar virgen al matrimonio. A lo mejor era eso lo que la ponía tan nerviosa. La noche de bodas iba a ser terreno sin explorar para ella.

Empezó a hiperventilar, como cada vez que pensaba en el sexo. En las novelas románticas, a sus heroínas no les sucedía aquello. Parecían felices, excitadas, incluso deseosas. ¿Por qué a ella le aterraba la idea? Se estaba ahogando, se iba a asfixiar allí adentro, encerrada dentro de ese ajustadísimo vestido que le había costado siete meses de dieta y las últimas dos semanas comiendo solo yogur y manzana.

— Kagome, ¿estás bien?

No, no estaba nada bien. Necesitaba hablar con Kouga antes de casarse. Nadie más que él podría disipar las dudas.

— ¡Tengo que ver a Kouga!

— ¡No puedes, trae mala suerte! — Sango intentó retenerla — Puedo acercarme yo y…

— ¡No, necesito verlo!

Sango la entendió. Nadie la entendía como Sango. Ni su familia, ni sus otras amigas, ni Kouga. Se deshizo de las damas de honor con maestría para que no las interrumpieran y la guio hacia la sala que ocupaba Kouga, donde debía esperar a que se iniciara la ceremonia junto a sus testigos. La puerta estaba entreabierta, y se escuchaban risas masculinas. Al parecer, Kouga no debía estar nada nervioso, cosa que la tranquilizaba en cierto modo. Él no tenía dudas. Seguro que era ella quien estaba exagerando. Había sido una estupidez correr en su busca.

Con esa idea en mente, estaba a punto de marcharse cuando algo que dijo uno de los testigos de Kouga le llamó la atención.

— ¿No echarás de menos a toda esa hilera de mujeres que te espera?

¿Por qué iba a echarlo de menos? Ya la tenía a ella.

— No creo que tenga nada que añorar. Todo es cuestión de saber gestionar mi agenda para que mi dulce esposa no se entere de nada.

A continuación, se escucharon las sonoras risas de sus amigotes, quienes debían estar pasándoselo de lo lindo a su costa. Al parecer, el príncipe le salió rana. Tenía que marcharse de allí cuanto antes. No quería que la viera, que se enterara de que era consciente de sus fechorías. Tampoco quería montar un espectáculo con una huida teatral. Necesitaba pasar desapercibida.

— ¡Tienes que ayudarme! — se volvió hacia Sango.

— Muy bien. Yo lo agarro y tú le golpeas.

— ¡No, eso no!

Aunque, ¡diablos! No le faltaban ganas de hacerlo, y eso que ella no era nada violenta.

— Necesito que nadie se entere de que me he ido hasta que empiece la ceremonia.

— Kagome…

— Por favor, tengo que huir.

Sango le ayudó. Primero, encontró la forma de asegurarse de que las damas de honor no la siguieran. Fue muy sencillo en realidad, solo tuvo que enviarlas a los brazos de los testigos, quienes, supuestamente, ardían en deseos de encontrar una buena esposa. Después, distrajo a la madre de Kouga con un centro de flores que había sufrido un "desgraciado accidente". La señora Wolf se puso como una moto a buscar a un culpable en la iglesia, lo que sirvió para entretener a gran parte del ganado. Finalmente, logró convencer al padre de la novia para que se alejara con una sangrienta historia sobre una menstruación que no debería haber llegado ese día. Takeo Higurashi salió corriendo hacia el supermercado más cercano para "salvar" a su hija de manchar el vestido.

Salió por la puerta de atrás de la iglesia, donde se despidió de Sango. Prometió que haría cuanto estuviera en su mano para evitar que nadie saliera de la iglesia antes de la hora de la boda, que es cuando descubrirían que no había novia. Perfecto. O casi perfecto. ¿A dónde iría ella? No tenía coche, ni nadie que pudiera llevarla. ¡Un momento! Sí que tenía a alguien. ¡Tenía al chófer! Le habían pagado para que se ocupara de sus necesidades hasta la mañana siguiente. Él la sacaría de allí si ella se lo ordenaba, así de sencillo.

Tomó una determinación. Se apartó el velo de la cara, se agarró la cola del vestido y rodeó la iglesia para correr hacia la limusina cruzando los dedos para que ningún invitado que llegara tarde la pillara in fraganti. No había nadie allí afuera. Las puertas de la iglesia estaban cerradas, tal y como Sango le indicó. Ningún invitado que llegara tarde estaba aparcando el coche cerca de allí. Nadie se cruzó en su camino mientras que ella corría con la vista fija en la limusina. Una carrera que, por cierto, se le hizo eterna con esos zapatos. Le encantaban los tacones, mas reconocía su inutilidad para darse a la fuga.

Apenas había llegado a la limusina cuando el chófer salió consternado.

— ¿Señorita…?

— ¡Vuelve a entrar! — le gritó haciendo aspavientos con un brazo — ¡Date prisa!

Tardó más de lo que le hubiera gustado en obedecerle debido a la impresión, pero menos que ella en entrar en la limusina y cerrar la puerta, por lo que le perdonó la demora en seguida. ¿Quién le iba a decir que acabaría haciendo justamente lo que había fantaseado hacer minutos antes? Estaba a punto de huir con el chófer.

— ¿El señor Wolf…?

— ¡El señor Wolf puede irse a la mierda!

Y que se llevara con él a toda su fila de amantes. Si volvía a encontrárselo, no se limitaría a huir de forma tan benevolente. A la próxima, le daría un puñetazo a su cara de playboy italiano. Se dijo que tenía respirar hondo, intentar superar la rabia y relajarse. A través del retrovisor, le pareció ver un atisbo de sonrisa en el chófer. En otra persona, le hubiera resultado ofensivo en esa situación. Sin embargo, no se sentía en absoluto ridícula por su sonrisa. Tenía la sensación de que no se estaba riendo de ella; al contrario, la estaba aplaudiendo. Seguro que él ya conocía a Kouga y sus correrías. Al fin y al cabo, no era la primera vez que transportaba a la familia Wolf.

— ¿Seguiremos el itinerario, señorita, o la ruta ha cambiado?

Efectivamente, la ruta había cambiado. Ni sesión fotográfica, ni restaurante, ni hotel, ni aeropuerto. Le echó un último vistazo a la iglesia que la hortera suegra de la que acababa de librarse escogió, y recobró el aliento. No iban a vencerla. Ese día, había nacido una nueva Kagome Higurashi.

— Llévame lejos de aquí, me da igual el lugar.

Aplaudió para sus adentros a la joven heredera por su determinación. Mientras esperaba a la pareja, había fantaseada en su cabeza con mil y una formas de impedir la boda. La mayoría de ellas más violentas de lo que le gustaría admitir. De repente, como caída del cielo, la novia había aparecido huyendo de la boda. En cuanto la vio correr por el camino de cemento con la cola agarrada y la cara roja, reconoció sus intenciones. Aquella mujer era fantástica. Tomó la decisión correcta y, aunque nunca sería suya, se alegraba por ella.

Quería que la llevara lejos de allí; probablemente, para esquivar al novio en cuanto descubriera que ya no había boda. Podría llevarla hacia la costa, por ejemplo. Llamarían la atención con la limusina, pero podría ser el lugar indicado para sanar un corazón roto o un corazón herido al menos. ¿Cuál de las dos? Echó un vistazo por el retrovisor para descubrir el alcance de los daños, y se quedó sin aliento. La señorita se había quitado el velo y se había soltado la melena del rígido moño. ¡Su cabello era rizado! Una explosión de maravillosos rizos cayó alrededor de su cuerpo hasta las caderas, tal y como él predijo cuando pensó en la longitud de su melena. Al verla tan sensual y natural también recordó algo que ya había presentido anteriormente: esa mujer ocultaba un lado salvaje en su interior.

Continuará…


Próximo capítulo: hamburguesa doble