Mudarse había sido más complicado de lo que parecía en un principio. Tanto Matsukawa como Hanamaki habían tenido que recorrer todo su barrio buscando cajas de todos los tamaños y colores para poder colocar sus cosas allí.

Y no parecía que hubiese tantas cosas, hasta que todas sus pertenencias estuvieron amontonadas en frágiles torres en cada esquina de su apartamento… El apartamento de los dos.

Suena raro, pero le gusta y se lo hace saber a Hanamaki.

—Es genial —contesta éste, mirando por la amplia ventana que da al balcón. El sol se está poniendo y Matsukawa ha decidido que es su momento favorito del día; no es tan caliente ni tan frío, le da un tinte agradable al apartamento y el cabello de Hanamaki se vuelve de un color indiscernible bajo la luz.

Oikawa los visita unas semanas después, cuando ya no hay cajas revoloteando por ahí y todas las cosas han encontrado su sitio. Lo sigue Iwaizumi, y ambos entran al apartamento con expresión seria.

—Ya casi parecen adultos —comenta Oikawa.
—¿Ya casi? —le dice Hanamaki—. Respóndeme, por favor, ¿quiénes fueron los primeros en conseguir un trabajo y hacer su propio dinero? No fuiste tú…
—Fue un trabajo pequeño en una tienda de conveniencia. Nada fuera de lo normal —interrumpe Matsukawa—. Además, si estamos hablando de volverse adultos, deberías contar a Iwaizumi. Él fue el primero que…
—No sigas —le dice Iwaizumi, a punto de lanzarse sobre él para mantenerlo callado. Oikawa los mira inocentemente.
—Iwa-chan…
—No.

Ante la negativa de Iwaizumi, Oikawa decide recorrer la vivienda. No necesita dar muchos pasos para hacerlo, pues es un espacio pequeño, lo suficiente como para que ambos puedan vivir cómodamente y tener su propio espacio. A la izquierda hay un balcón, al fondo del apartamento está la única habitación, un alto estante y el baño. Y en la sala, un sofá, frente al cual Matsukawa y Hanamaki colocaron el televisor que con mucha suerte habían ganado durante una rifa a finales del año anterior.

—Es bonito —comenta Oikawa.
—Nunca hemos escogido algo feo —contesta Hanamaki.
—Una excepción —le dice Matsukawa, mirando significativamente a Oikawa, quien alza una ceja. Hanamaki asiente.

Oikawa no hace otro comentario, quizá a sabiendas que contra los dos le será imposible ganar, además, Iwaizumi no parece tener intención de ayudarlo, juzgando por su silencio contemplativo.

Cuando Oikawa al fin ha terminado de hacer su recorrido y da el visto bueno a la nueva vivienda de sus compañeros, los cuatro se sientan en el suelo, alrededor de una pequeña mesa de madera. Iwaizumi revuelve la bolsa que había dejado junto a la mesa y, con delicadeza, deja una botella verde oscuro en la mitad.

Es Oikawa quien sonríe, felicitándolo y sirve las bebidas.

—Por un buen futuro —anuncia, levantando su copa. Los otros tres imitan su movimiento, y por un momento, lo único que se escucha es el suave tintineo de las copas chocando entre ellas.

Matsukawa se permite ser un poco emocional, y sinceramente, les desea un buen futuro a sus compañeros. A él mismo y a Hanamaki.

Que lo que venga sean buenas cosas.

—No sé si sepan, pero esto es técnicamente ilegal.
—Makki, no seas aguafiestas.
—No estamos en la calle, Hanamaki.

Matsukawa le da un codazo, como recriminándole la repentina llamada de atención. Hanamaki vuelve a llenar su copa.

—Vamos a ser ilegales por un rato —le dice Hanamaki, bebe un largo sorbo y sonríe. Es de esas sonrisas que a Matsukawa le encantaría guardar para siempre y poder verla cada vez que lo necesitara: cuando estuviese triste, estresado, inquieto.
—Que viva nuestra rebeldía —responde y se atreve a robarle un beso, a pesar de los gruñidos de Oikawa que no demora en hacer sentir su disgusto. Matsukawa creería que de verdad está disgustado, pero su expresión denota otro sentimiento, similar a ese gesto que tenía cuando veía a sus compañeros de equipo hacer algo particularmente brillante.

A Matsukawa le daba la impresión de que Oikawa estaba orgulloso de ellos. De Hanamaki y él. Es una locura, y sólo por eso, acaba el resto de su bebida de un trago.

Tiene que admitir que no es su primera vez tomando una bebida alcohólica, está plenamente consciente que cualquier persona lo hace antes de la edad requerida por la ley. Además, están en su apartamento, de manera que no le preocupa mucho que alguien pudiese descubrirlos.

Después de casi tres botellas, Oikawa es el primero en caer dormido. Matsukawa lo ve suceder en cámara lenta: de un momento a otro, Oikawa simplemente deja de hablar y apoya el mentón en un brazo sobre la mesa, mira con insistencia a Iwaizumi y ahí es cuando Hanamaki se da cuenta que algo está a punto de suceder.

—Issei… —susurra, señalándolos. Matsukawa niega con la a cabeza en señal de desaprobación.
—A dormir—comenta, no sabe si a Oikawa o a Hanamaki. De cualquier manera, ambos asienten, Oikawa se acomoda en su sitio y cierra los ojos, con Iwaizumi haciendo lo mismo un rato después; Hanamaki, por su parte, se hace un ovillo contra Matsukawa y unos minutos después, está profundamente dormido. Muy a su pesar, el mismo Matsukawa también sucumbe al sueño enseguida.

Se despierta mucho más tarde, cuando un atisbo de claridad asoma por la ventana. Hanamaki ya no está a su lado, pero Matsukawa escucha un ruido to proveniente del baño y espera.

—¿Todo bien? —le pregunta cuando llega. Hanamaki asiente, medio dormido aún.
—¿Qué tal noche? —murmura.
—Perfectamente —. Matsukawa le hace una seña y Hanamaki se acerca a él. Ambos son vagamente conscientes que Iwaizumi y Oikawa siguen ahí, pero también están seguros de que ambos están tan profundos, que ni siquiera una explosión los despertaría.

Quizá por eso que Hanamaki se acerca lo suficiente como para que sus rodillas se toquen, con una sonrisa traviesa asomada en sus labios. Matsukawa alcanza a sentir el frío de su piel y suspira pesadamente. Hanamaki coloca las manos sobre sus hombros, acariciándolos como intentando darle calor. Matsukawa coloca sus brazos alrededor de el y apoya la cabeza en su abdomen, con los ojos cerrados.

Hay algo que a Matsukawa le encanta de su relación con Hanamaki y es precisamente esto, la falta de palabras, los momentos en que ninguno de los dos habla, pero en donde ambos pueden entenderse completamente, pues hace mucho tiempo las palabras dejaron de ser necesarias entre ambos. Sólo necesitan una seña, una mirada, una sonrisa y a partir de ahí, es fácil saber lo que el otro quiere. Es una facilidad inesperada y que Matsukawa aprovecha cuando puede.

En ese momento, por ejemplo, sabe que Hanamaki no quiere más que quedarse allí quieto, disfrutar de ese silencio mañanero tan agradable. El mundo parece desolado, víctima de un apocalipsis repentino que solo los ha dejado a ellos dos vivos, con la libertad de hacer lo que quieran en ese ancho, ancho mundo.

Pero hay algo más, y el mundo que ha sido destruido vuelve a armarse sobre sí mismo cuando Hanamaki se deja caer sobre el sofá, atrapando a Matsukawa entre sus rodillas.

—Iwaizumi —alcanza a decir Matsukawa, Hanamaki se aparta unos centímetros, con expresión ofendida—. Quiero decir —. Hanamaki suelta una risita y le da un beso en la mejilla—, Iwaizumi —. Un beso en la punta de la nariz—. Y Oikawa… —Un ligero toque en la comisura de sus labios.

Las manos de Hanamaki flotan alrededor de sus brazos sin llegar a tocarlos. Finalmente, se detienen en su cuello, rozándolo en un principio y luego, acomodando su mano delicadamente a la curvatura de su nuca. Matsukawa se concentra también en lo que puede tocar: las piernas de Hanamaki, una y otra vez, firmes tras los años de vóley, suaves a pesar de la cantidad de cicatrices de tantas caídas y raspaduras.

El beso es lento, como todos los que Hanamaki le da cada mañana, sin ninguna intención evidente de querer ir más allá. Pero hoy, la intención está allí, por la forma en que se mueve contra él, sus rodillas apretándolo cada vez más, su mirada cuando se detiene por un segundo y deja que su respiración cálida roce sus mejillas. Las manos de Matsukawa descansan en la cadera de Hanamaki, trazando círculos con sus pulgares. La mano sube con lentitud, bajo la camiseta, por la parte baja de su espalda y en su ascenso, la piel de Hanamaki parece vibrar. Matsukawa recuerda el terremoto, la vibración que viene desde el corazón de Hanamaki y busca el exterior en una explosión.

—Te odio —le dice a Hanamaki, en voz baja.
—No me odias, no odias a nadie.
—Claro que sí, sí odio a alguien.
—A mí no.
—A ti no, es cierto —contesta Matsukawa. Hace una pausa al escuchar un profundo suspiro de Oikawa o Iwaizumi, no está muy seguro—. Si le dijeras al Matsukawa de hace un año que algún día estaría sentado en el sofá del apartamento que comparto con mi mejor amigo en plena madrugada besándome con dicho mejor amigo, te creería loco.
—El Matsukawa de hace un año no estaba del todo en sus cabales.
—Supongo —. Matsukawa acomoda su mano con más firmeza en la espalda de Hanamaki—. Pero esto no me disgusta. Que mi mejor amigo sea mi pareja, algo así como mi alma gemela. No me disgusta.
—Sería raro si te disgustara.

La vibración que viene desde lo más profunda de su alma se hace más fuerte cuando vuelve a besar a Hanamaki, primero despacio, dejando una huella en cada lugar de su rostro y luego, cuando Hanamaki dice su nombre en un susurro profundo, que hace que la cabeza de Matsukawa de vueltas, se vuelve más profundo, más rápido.

Es entonces cuando los brazos de Matsukawa se cierran con fuerza alrededor de Hanamaki, éste responde pasando las piernas alrededor de su cintura y aferrándose a sus hombros con fuerza. Matsukawa no necesita ver el camino al cuarto, lo adivina a fuerza de costumbre, abre la puerta sin esfuerzo y la cierra tras de sí. Hay un ruido de protesta al fondo, es Iwaizumi o quizá Oikawa, poco le importa.

. . . .

Durante la Navidad de su tercer año viviendo juntos, Matsukawa ha aprendido a combinar sus labores universitarias, las constantes salidas con Hanamaki y un trabajo de medio tiempo, que bien podría ser de tiempo completo, juzgando por la cantidad de tiempo que ha tenido que trabajar durante los últimos meses.

Esa noche, Hanamaki es el primero en llegar a casa, Matsukawa recibe su mensaje a eso de las diez:

"llegué"
"todavía estoy atascado acá. Salgo en… media hora?"

Media hora se convierte en cuarenta y cinco minutos, y éstos, en una hora. Matsukawa abandona finalmente su trabajo cerca de las once y en medio de las coloridas luces y alegres parejas, inicia su camino a casa.

Cuando entra, la luz está apagada, y no ve señales de Hanamaki por ninguna parte. Lo primero que Matsukawa ve es un pedazo de papel pegado en el espaldar del sofá.

"¡Feliz Navidad! Encontrarás algo ya sabes dónde".

Ya sabes dónde, repite Matsukawa mentalmente y su mirada se dirige hacia el final del corredor del apartamento, un estante incrustado en la pared del fondo, donde habían colocado fotos, un par de libros y varias revistas. Lo más parecido a decoración que hay allí son varias figuras en porcelana de ranas en posiciones extravagantes que habían sido un regalo de parte de Oikawa. Se lo había entregado a Hanamaki con un extraño mensaje: "creí que les sentaría bien". Tres años después, Matsukawa todavía no ha podido descifrar el significado de sus palabras.

Es precisamente el estante de las ranas el lugar hacia donde Matsukawa mira fijamente, como esperando que con una simple mirada el secreto del regalo de Hanamaki fuese a ser revelado. Sin embargo, lo único que siente son los ojos saltones de los anfibios sobre él, juzgándolo. Unos centímetros más arriba, justo en el lugar donde Matsukawa no puede alcanzar sin la ayuda de una silla, ve algo brillante. Una pequeña caja plateada.

—No sé dónde diablos estés, pero quiero que sepas que esto es lo peor que has podido hacer —exclama Matsukawa, después de acercarse al estante y estirar la mano para tratar de alcanzar la caja. Un esfuerzo en vano. Desde algún lugar del apartamento, Hanamaki ríe.
—Sólo tienes que usar una silla —. Matsukawa escucha pasos a su alrededor. Después, los brazos de Hanamaki se cierran alrededor suyo—. O puedo alzarte.
—Por favor. No.

Hanamaki no hace caso a su protesta, y hace un pobre intento por levantarlo. Sus esfuerzos terminan con ambos en el suelo y una rana destrozada.

. . . .

Durante su cuarto año, Matsukawa siente una calma que es casi preocupante. No lo menciona, sin embargo, por que son preocupaciones sin sentido. Su inquietud lo lleva a marcar el número de su casa sin siquiera mirar la hora. Como era de esperar, es Akihiro quien le contesta.

—Issei —le dice, su voz suena lenta, pastosa. El corazón de Matsukawa late a toda velocidad.
—Akihiro, ¿cómo estás?
—Tengo sueño.
—¿Todos están bien?
—Sí. Están dormidos. ¿Necesitas algo? —. Matsukawa hace una pausa, y al fin, mira el reloj. Son las cinco de la mañana.

—Lo siento. Estaba… preocupado —. Sería difícil para alguien de su edad comprender la razón de su preocupación, así que supone que es aún más complicado para Akihiro—. Bueno, sólo quise llamar. No te preocupes.

Su inquietud no disminuye, pero tampoco aumenta. Se queda ahí, acechándolo a lo largo del día, escondida en lo profundo de su cabeza, asomándose de vez en cuando para agitar sus pensamientos. Es molesto, pero Matsukawa se lo aguanta, porque, en realidad, no puede hacer más que eso.

Hanamaki ha estado fuera desde muy temprano en la mañana. Había dejado algo de desayuno preparado antes de irse y una pequeña nota pegada en el refrigerador. Y aunque Matsukawa no lo había notado a esa hora, lo nota precisamente en ese momento, cuando está sentado bajo el sol en el patio de su universidad, durante un cambio de clases.

El papel, que usualmente tiene un mensaje, una nota subida de tono o simplemente un recordatorio de sus sentimientos de una manera exageradamente poética; ese mismo papel al que Matsukawa ya se había acostumbrado y que esperaba con emoción cada vez que Hanamaki salía primero que él, hoy sólo tiene una frase. Muy corta. Ominosa. Preocupante.

"tenemos que hablar".

Y ése es, descubre muy pronto, el motivo de su inquietud.

Al final del día, una oscura nube se ha convertido en el reflejo de la preocupación que lo amenaza. La oscuridad se extiende en el cielo, contrastando de una forma casi terrorífica con el excelente clima mañanero.

Oikawa no ha sabido responder sus mensajes. Matsukawa asume que con su reciente aceptación en el equipo nacional de vóley lo ha convertido en una persona muy ocupada, a juzgar por lo que ha leído en los periódicos y lo que el mismo Oikawa le ha dicho, ha pasado la mayor parte de su tiempo en giras y viajes, conociendo a sus compañeros de equipo, familiarizándose con lo que va a ser su nueva vida. O, tal vez, sabe lo que está pasando y no le quiere decir.

Matsukawa prefiere pensar que es lo primero. Oikawa está ocupado, no lo puede calmar con algún chiste o broma. No sabe nada, sólo no ha podido comunicarse con él. Es todo.

Justo antes que su preocupación se convierta en paranoia, abre la puerta del apartamento. Es de noche, Hanamaki ya debería estar allí. Y Matsukawa casi espera encontrar una nota en el espaldar de la silla, algún regalo escondido en el enorme estante, pero no es así. Lo que sí ve, es a Hanamaki, sentado en el sofá.

—Issei —le dice, apenas lo ve. A lo lejos, Matsukawa escucha un trueno, las gotas empiezan a rebotar en las ventanas. Una ráfaga de viento aparece de quién sabe dónde.
—Takahiro —le responde Matsukawa, disimula el temblor de su voz con un escalofrío. Se sienta en una silla, cerca de Hanamaki, sin sentir siquiera ganas de tocarlo o abrazarlo. Se siente demasiado nervioso para iniciar alguna clase de contacto físico.

Hanamaki simplemente entorna los ojos, como hace siempre que está pensando en algo importante y, con esa clase de comunicación que sólo comparte con Hanamaki, Matsukawa comprende lo que va a pasar.

—Hace unos meses me llegó una propuesta —le dice, suspira, sus nudillos se tensan cuando aprieta sus manos en la tela del sofá—. Me tengo que ir, Issei, y la cosa es que…

"Se acabó", completa Matsukawa en su cabeza. Y siente que se cae, un abismo sin fin se abre bajo sus pies y él se deja caer, con la esperanza de tocar el suelo eventualmente.

. . . .

Una ligera lluvia había empezado a caer temprano en la mañana, y aunque Matsukawa esperaba que en algún momento del día se detuviera, cuando la última claridad del día se desvanece y aún ve las gotas salpicando en los charcos y escucha el ruido en los tejados, decide que no lo va a aplazar más, tiene que comprar algo para el desayuno de mañana.

Así que decide prepararse para salir, rebuscando entre sus cosas alguna sombrilla, incluso una vieja y dañada, no importaba. Y encuentra varios abrigos que le resultarían útiles y unas botas que resultarían útiles para no mojarse los pies, pero ninguna sombrilla.

Está empezando a lanzar una amplia salta de maldiciones en voz alta, revolviendo sus cosas en un ritmo cada vez más frenético, como si eso fuese a hacer que una maldita sombrilla apareciese. Matsukawa revisa el estante del pasillo, hay un extremo que es bastante más alto que él, y que Matsukawa recuerda con cierta amargura, como el lugar donde Hanamaki escondía sus cosas.

—La sombrilla —se recrimina en voz baja, antes de que su mente pueda divagar a rincones oscuros, que prefiere dejar enterrados allí donde pertenecen: en el pasado.

Y distingue algo de color café, un pedazo de tela que sobresale entre las cosas que están allí. Estira la mano y muy pronto, está parado en las puntas de sus pies, sus dedos rozando la tela; con un pequeño salto, logra agarrar un trozo y halarlo, con tan mala suerte, que todos los paquetes que había guardado allí se deslizan sobre él. Los reflejos de Matsukawa logran evitar un desafortunado accidente y lo único que queda en su mano en un pedazo de tela de algo que definitivamente no es su sombrilla, ni por asomo; y una caja de madera en el suelo, abierta y con un montón de papeles regados.

Matsukawa se deja caer en el suelo, la espalda contra la pared y la tela apretada en su puño derecho. Le encantaría romper algo en este momento. Su sombrilla, o más bien, todas sus sombrillas han sido de color café. Es un color raro, poco común y él simplemente se había obsesionado con que todas fueran de ese color, sólo porque sí.

No era de extrañar que algún día, Hanamaki le quisiera jugar alguna broma, como hacerlo pensar que su sombrilla estaba en el único rincón de su vivienda que no podía alcanzar sin ayuda. Matsukawa lo imagina sin problemas, cortando el pedazo de tela vieja, quizá de la sombrilla que tuvo en tercero, la que casi había destrozado el perro de Kyotani. Lo ve trepado en la silla, con la tela cuidadosamente doblada, colocándola bajo la caja que tenía allí.

Matsukawa nunca había buscado allí porque, desde que Hanamaki se fue, ni siquiera se le había ocurrido limpiar el rincón, como si aquel fuese el último vínculo que lo conectaba con Hanamaki, una de las muchas huellas que éste había dejado en su vida. Un poco de su presencia impresa en él.

Y, le da un poco de risa recordarlo, ese día estaba lloviendo. Matsukawa le había insistido, le ofreció su sofá, pues, a pesar de las circunstancias, no podía dejarlo irse así nada más.

—Tienes que estar bien —le había dicho—. Ya sabes, no puedes viajar con una gripe. Y eres un fastidio cuando estás enfermo.

La última anotación fue un intento de humor, para aligerar la pesadez de su corazón. Hanamaki sonrió, negando con la cabeza.

—Así está bien —. Metió las manos en los bolsillos, paseando los ojos por la habitación.

Esto no está bien, pensó Matsukawa. Ésa no era la clase de incomodidad a la que estaba acostumbrado, no era algo de ellos dos. Pero era difícil estar en el mismo cuarto con él, después de la conversación, después de ponerle un punto final a todo. Hanamaki acababa de dar una última pincelada en su lienzo, y su color característico se opacaba poco a poco, la distancia entre los dos se convertía en un abismo y Matsukawa no se atrevía a saltar.

—La sombrilla —le dijo, tragando saliva—. Llévatela, ya me la darás después. O se la puedes dar a Yahaba y él me la puede devolver. En cualquier caso, llévatela. Usa una bufanda, no camines cerca al borde de la acera… Ten cuidado —. Las últimas palabras le salieron en un susurro. Hanamaki miraba a cualquier parte menos a él y Matsukawa supo que había escuchado.

—Entendido —contestó y se colocó los zapatos distraídamente, sin dejar de mirar el apartamento, el estante donde escondía las cosas de Matsukawa, el sillón donde habían encontrado un gato durmiendo una tarde de verano cuando habían dejado las ventanas abiertas; la cocina, escenario de un millón de guerras de comida; el sofá y la cantidad de veces que, sin ganas de ir a su cama, Hanamaki simplemente lo había empujado sobre éste, para luego sentarse a horcajadas sobre él, sosteniéndolo con firmeza mientras le quitaba la ropa.

Matsukawa supuso que Hanamaki estaba recordando, como él y no lo apuró. Prefirió, más bien, sentarse en el sillón. Con las rodillas dobladas contra su cuerpo y el mentón apoyado en ellas, esperó. Hasta que el último nudo de los zapatos estuvo hecho, hasta que la torrencial lluvia amainó un poco, hasta que la puerta chirrió escandalosa al abrirse y Hanamaki se volvió hacia él.

—Adiós —le dijo y Matsukawa se preguntó si le era tan difícil decirlo como para él escucharlo.
—Nos vemos —. No esperaba verlo de nuevo, tan sólo no quería que su última despedida fuese tan formal como un "adiós". Contó hasta cinco y Hanamaki y su sombrilla desaparecieron.

Ahora le resulta un poco hilarante, haber encontrado el viejo retazo tanto tiempo después. Y no le gustaría mirar los papeles, pero es masoquista y termina haciéndolo. También termina marcando el número de Oikawa, porque no hay nada mejor que escuchar la relajante voz del armador del equipo nacional japonés en medio la llovizna e imaginarlo en una playa, relajándose bajo el sol, como supone que está.

—¡Mattsun! —exclama. Lo único que ha visto de Oikawa en este año, son los anuncios televisivos y alguno que otro chisme en internet, nada interesante. Y a pesar de todo, le parece que no ha cambiado nada. Quizá su voz suene un poco más grave, pero eso es todo. Es por eso, tal vez, que Matsukawa vuelve a tener diecisiete otra vez; está tranquilo, despreocupado, Hanamaki todavía está por ahí y no ha sentimientos estúpidos que aceptar, solo una vida por delante, sueños por cumplir, largas caminatas nocturnas para hacer, partidos que jugar… Mierda, incluso extraña el vóley, nunca pensó llegar hasta allí.

—¿Sabes? —le dice Oikawa—. No tengo idea de qué estás pensando, pero sé que es algo horrible y más te vale detenerte.
—No pido disculpas.
—Ya sé, pero al menos deja de pensarlo —. Hay un rato de silencio, mientras Matsukawa pretende que está intentando dejar su mente en blanco y Oikawa tararea una canción—. Mattsun, ¿todo bien? —le dice al fin.
—Hanamaki se llevó mi sombrilla —le dice Matsukawa y suena infantil, pero es lo único que se le ocurre.
—Siempre puedes comprar otra —contesta Oikawa y Matsukawa se pregunta si se habrá perdido el significado de la oración. Enseguida se pregunta si de verdad había algún significado oculto.
—La sombrilla ya se fue, se perdió. Seguro se dañó a los cinco minutos, porque, Mattsun, siempre fuiste tacaño para esas cosas. Pero no hay nada que puedas hacer. No puedes recuperar la misma sombrilla. Pero puedes conseguir otra —. Oikawa suspira pesadamente, hay un ruido al otro lado, como de alguien tomando un sorbo de una bebida y Oikawa continúa—: Que no sea café. No tiene sentido si es igual.
—¿Qué hago mientras tanto? —Debe haber algo que Matsukawa está entendiendo mal, porque le parece que Oikawa está hablando de una cosa, pero de un millón más al mismo tiempo.
—Usa un abrigo, tienes como cien, ¿no?
—Sabes que estaba hablando de una sombrilla literalmente, ¿cierto?
—Yo también estaba hablando literalmente.
—Eres de lo peor —comenta Matsukawa, con una carcajada.
—Supongo —le contesta Oikawa, sin molestarse en parecer ofendido.

Matsukawa supone que ha dicho cosas que él ya sabía. Que debía comprar una sombrilla nueva, que debía cambiar de color predilecto, que había sido un año complicado pero las mejores cosas de la vida empiezan después de los peores problemas. Ha sido una conversación que ha tenido tantas veces que ya ha perdido la cuenta y lo que acaba de pasar fue una pequeña recaída, una pequeña tormenta entre el océano de calma y Matsukawa no quiere que un leve desliz se convierta en un torrente de recuerdos sin fin.

Ya todo pasó. La vida sigue. La rotación y la traslación de la Tierra son exactamente iguales: el día tiene veinticuatro horas y el año trescientos sesenta y cinco días. Pero las personas no son como la Tierra, no tienen movimientos incambiables ni procesos inamovibles. Las personas cambian, se mueven, siguen adelante. Todos lloran, ríen, cometen errores, triunfan y fracasan.

Todos se enamoran, todos pierden y ganan algo cada día.

Matsukawa perdió una sombrilla, perdió a Hanamaki. Sin embargo, no se perdió a sí mismo. Sus ojos siguen abiertos, su cariño hacia el voleibol está ahí, su afición por la pintura no ha desaparecido y hay algo nuevo; algo así como una lección, algo que ha aprendido y que no puede olvidar. No le puede dar nombre todavía, pero si sabe que conoce por fin el significado de las palabras que ha escuchado tantas veces: "Todo sigue".

—Todo sigue —murmura. Oikawa hace un ruido, quizá está sonriendo.
—Por supuesto —comenta.
—Voy a comprar una sombrilla nueva.
—Recomiendo un color claro —le dice Oikawa—. Pero si quieres algo más… "masculino", entonces que sea verde o azul.
—Roja, entonces.
—Mattsun… Al menos pretende que vas a seguir mi consejo.
—Ya, ya… —Matsukawa sonríe. Desearía haber hablado con Oikawa un poco más cuando eran jóvenes, tal vez habría podido llegar a ver un lado más profundo de su compañero.

La sombrilla puede esperar, decide. Sin embargo, su estómago no y Oikawa acaba de empezar a describir los detalles de la villa olímpica donde se hospeda. Está comentándole algo sobre sus compañeros de equipo y como está seguro que va a empezar a hablarle de Iwaizumi eventualmente, Matsukawa carraspea.

—Oikawa, no sé si sepas, pero casi son las ocho.
—Ah, sí. Es cierto —. Oikawa ríe por lo bajo.
—Tengo que comer. Comprar algo para el desayuno de mañana, ya sabes, sobrevivir.
—La forma en que lo pones suena tan terrible, Mattsun.
—Supongo —responde Matsukawa y a pesar de que Oikawa no lo puede ver, se encoge de hombros—. Pero así es la vida, parece terrible, en realidad no lo es. Es terrible, pero no lo parece.
—Mattsun, cuando vuelva a Japón nos vamos a emborrachar hasta que se nos olviden nuestros nombres. No pudimos hacerlo antes, pero nunca es tarde.

Matsukawa sonríe y espera que, a pesar de la distancia, Oikawa sea capaz de adivinar el gesto. Es una idea que resulta mucho mejor de lo que cualquier otra de parte de Oikawa pudiese sonar, por eso es completamente sincero al responder:

—Suena bien.
—Nos vemos entonces, Mattsun.
—Nos vemos.
—Ah, Mattsun, se me olvidaba. Feliz cumpleaños —. No se le olvidaba, Matsukawa sabía, sólo estaba siendo un poco dramático y esperando hasta el último momento. Así que asiente y le agradece, para después recordarle la promesa.
—¿Crees que algo tan importante se me va a olvidar?
—Me lo está diciendo el tipo al que se le olvidó que Iwaizumi era alérgico a las flores. ¿Recuerdas que gracias a ti tuve que aguantármelo estornudando cada cinco segundos toda una tarde?
—No lo olvidaré —le dice Oikawa—. De verdad —agrega y su seriedad es tal, que Matsukawa pierde toda intención de seguir bromeando y acepta su palabra.

Con la promesa de una terrible borrachera, y cierta expectación abriéndose paso, Matsukawa corta la llamada. Es incapaz de evitar otra sonrisa al notar que la lluvia al fin ha amainado, de manera que, finalmente se anima a salir.

Las calles están menos atestadas de lo que esperaba, todos los transeúntes vistiendo gruesos abrigos y botas para la lluvia. Muchos van tomando café, de manera que el olor se extiende por todos los rincones, y Matsukawa casi compra una bebida. Lo evita, sin embargo, al mentalizarse con su empresa.

Hay una panadería unas cinco cuadras más allá de su apartamento, y aunque hay al menos tres mucho más cerca, aquella es la única donde puede conseguir pan fresco a esa hora de la noche y la única donde la chica que lo atiende suele escabullir una galletita dentro de su bolsa. Cuando Hanamaki lo acompañaba solían ser dos, tres si él sonreía y cuatro si eran ambos los que sonreían. Matsukawa no tenía ni idea como lo hacía, pero se lo agradecía y pensaba que un día de estos tendría que invitarla a un café o algo así.

Se detiene frente a un semáforo en verde, la multitud con sus manos alrededor de una taza de café u ocultas en sus bolsillos. Sin darse cuenta, ha pensado en Hanamaki, pero esta vez, el recuerdo no es doloroso, no le causa rabia ni pesar; sólo está ahí, pasando por encima suyo como una nube, tan rápido como un espectro, pero no tan aterrorizador.

Ha sido así durante los últimos meses, ha superado sus momentos de debilidad, ha avanzado sin darse cuenta y quizá, eso sea una noticia digna de contarle a Oikawa cuando éste vuelva. Había tenido un leve momento en el que pensaba que se iba a derrumbar al pensar en su perdida sombrilla café, los esfuerzos de Hanamaki por buscar algún lugar que el "larguirucho de Issei" no pudiese alcanzar, un pedazo de tela hábilmente colocado bajo una caja que había estado a punto de matarlo…

Todo sigue, se recuerda y piensa que, en algún lugar del mundo, debe ser un día soleado, tibio y con el cielo azul abriéndose paso frente a él. Un mundo de posibilidades. Un lienzo eterno sobre el que trazar nuevas figuras, otros colores.

El semáforo se demora demasiado en cambiar. No hay ningún auto a la vista y aunque a Matsukawa le provoque simplemente cruzar la calle, sabe que esta es una norma que debe respetar, de manera que guarda las manos en sus bolsillos y luego las saca para cruzarse de brazos, sus dedos tamborileando su inquietud al ritmo de una vieja canción.

En la acera del frente, una mujer expresa su impaciencia en voz alta, y aunque Matsukawa no alcanza a escuchar las palabras exactas que dice, siente que está completamente de acuerdo con ella.

Hay algo que le parece familiar, lo ve con el rabillo del ojo, pero lo ignora inmediatamente, optando por pasar el tiempo mirando los carros pasar, una anciana mujer cargando una pesada bolsa en la acera del frente y un joven ofreciéndole su ayuda. El piso húmedo, sobre el que aún caen goteras cada tanto. Y allá, de nuevo en la acera del frente, un pie que se mueve impaciente. Es tonto, raro, estúpido; pero Matsukawa no tiene que fijarse demasiado para reconocer ese pie.

En realidad, es demasiado tonto, es rarísimo y es completamente estúpido. Sus ojos se quedan fijos en el par de botas negras que salpican gotitas a su alrededor, y suben lentamente al escuchar el crescendo de la muchedumbre a su alrededor. La luz del semáforo cambia y Matsukawa sube la mirada a toda velocidad, hasta fijarse en lo que está el frente.

Todo sigue.

Todo sigue.

Al principio, todo fue oscuridad. Días que seguían a otros sin sentido alguno. En algún momento, Matsukawa dejó de contar las fechas y simplemente siguió. Luego, cuando lo peor había pasado y había empezado a limpiar las manchas que habían quedado, comenzó a contar los días de nuevo, cada salida de sol, los cumpleaños más cercanos, los días especiales. Llamaba a su hermano más seguido y al fin, con el tono más tranquilizador que pudo, se lo contó todo y aunque no había tenido una reacción agradable, parecía que ya se estaba acostumbrando a ello.

No importa lo oscuro que esté el día, el sol siempre vuelve a salir. Alguien, quizá Oikawa, le había dicho algo así y aunque dudaba que Oikawa pudiese llegar a ser tan poético, tenía razón. Cuando cruza la calle, Matsukawa lo mira y sus ojos se cruzan por un segundo, pero no se pueden quedar allí durante mucho rato, pues la gente los arrastra hacia el otro lado. Un segundo, sin embargo, es suficiente para que se dé cuenta cuánto ha cambiado Hanamaki, y cuánto de él sigue igual.

Es igual de alto, su cabello es igual de claro. Al pasar al su lado, siente el mismo aire de calma de antes, como el mar antes de una tormenta, un torbellino a punto de convertirse en huracán. Notar eso en un segundo es la habilidad que adquirió con los años, aquella de ver lo más profundo con sólo una mirada, sentir la más diminuta vibración con sólo un toque.

—Hanamaki… —empieza a decir, y sus pies tocan la acera contraria. Lentamente, como si en realidad no quisiera hacerlo, se voltea, sus pies firmemente plantados en la tierra. Y lo ve, aún de pie al otro lado, una sombrilla café cubriéndolo y el rostro sorprendido.

Matsukawa se acuerda, sin querer, de la primera vez que lo besó. Y sí, de verdad ha cambiado, ha aprendido a ocultar sus sorpresas en el cuello de su chaqueta, a no entornar los ojos cuando está planeando algo, a mantener los hombros relajados y recordar que debe respirar. Pero sigue siendo igual, completamente igual.

La luz del semáforo parpadea, amenazando con cambiar de nuevo. Matsukawa piensa en el todo sigue de antes, la promesa de una borrachera con Oikawa y el mismo Oikawa en París, practicando un francés que era, francamente, pésimo.

Todo sigue, todo se transforma, todo cambia.

Ninguno de los dos es el mismo. Sin embargo, hay algo igual. Un enorme lienzo, tan ancho como la vida, lleno de tantos colores que ni el mismo Matsukawa puede nombrarlos; unos oscuros y otros claros, uno por cada momento de su vida, los felices, los tristes, los buenos, los malos y los peores.

Matsukawa llega al otro lado, Hanamaki no se ha movido.

Y, sobre todos los colores, una mancha… No, muchas manchas, de un color fosforescente, que ahora parece desgastado.

—Ah —comenta Hanamaki, como si la borrasca no se hubiese vuelto tormenta, como si el suelo no hubiese empezado a vibrar a su alrededor.

Por un momento, vuelven a ser dos adolescentes, encerrados en el armario del club. Uno con un absoluto terror a la oscuridad; el otro, temiendo no poder hacer algo para ayudarlo.

Matsukawa estira el brazo, pero no logra tocar a Hanamaki. Se detiene a medio camino, y parece como si hubiese una membrana entre los dos, tan fuerte como para evitar el contacto, lo suficientemente delgada como para dejarlo sentir lo que el otro siente. Frío, calor, un estremecimiento. La lluvia que empieza a caer de nuevo en gruesas gotas.

—Matsukawa —dice al fin Hanamaki, rompiendo la membrana.

El color desgastado vuelve en sí con toda su fuerza, tan brillante como Matsukawa lo recuerda. Es enceguecedor, y Matsukawa entrecierra los ojos, sintiendo las punzadas de las gotas en su cabeza, en su espalda, en todo su cuerpo. Y luego, no las siente. Una sombra café lo cubre. Y Hanamaki está muy cerca.

—Tu sombrilla —le dice, mirando hacia arriba.

Matsukawa se echa a reír, tocando su brazo sin querer y, de nuevo, ahí está, la electricidad, la vibración, la sensación de un huracán que se le viene encima. Y todo, la tormenta, el derrumbe, la caída, todo es completamente bienvenido. Tal y como lo fue antes.

Escucha la risa de Hanamaki un rato después, y ya no sabe si están llorando o riendo. Sólo sabe que la vida sigue, todo sigue y ellos dos también siguen.

Y quizá ya no necesite una sombrilla de otro color, sólo una más grande.


Notas.
-Como este es el espacio de las anécdotas, aquí va una: Las ranas de porcelana en posiciones rarísimas existen. Las vi una vez en una tienda cerca de donde vivo. Afortunadamente, alguna entidad sobrenatural me detuvo en mi impulso de comprar una. Sin embargo, la próxima vez que vaya y vea una, no dudaré en comprarla, sin importar las deidades ni espíritus que quieran impedírmelo.

-Otra anécdota: Esto definitivamente estaba planeado para que Hanamaki y Matsukawa no terminaran juntos. Simplemente cruzaban la calle, se miraban y ya. Todo sigue. Aquí es cuando admito que la parte de mi que ha estado viendo demasiados dramas coreanos estos días interrumpió el proceso y decidió que eso no podía ser así... Y ahí está, el final cambió.

-Comentarios y lecturas son profundamente agradecidos. Un abrazo a todos los que llegaron hasta este último punto.