NOTAS DE AUTOR
¡Muy buenas a todos, mis queridísimos lectores!
Sé que he vuelto a retrasarme un poco, pero lo cierto es que han cambiado tantas cosas en la historia que a veces es un poco difícil reordenar ideas y expresarlas en palabras. Digámosle que estamos explorando ya el grueso de este largo fanfic, del cual espero no se os esté haciendo demasiado cargante.
Este será un capítulo denso, en el que conoceréis en profundidad la nueva vida de Sakura, con sus pros y sus contras. Si he conseguido que, en alguna ocasión, os emocionéis u os sintáis identificados, entonces me daré por más que satisfecha. Como siempre, agradezco desde lo más profundo de mi corazón todas y cada una de las reviews que me escribís. No sabéis lo feliz que me hacen y cuánto las espero siempre que actualizo con un nuevo capítulo.
[Esta obra está registrada en: © Safe Creative by PinkPantherK22]
Sin más, por favor, relajaos con gusto, deleitaos con cada palabra, experimentad cada sensación... ¡A DISFRUTAR!
36. CACOFONÍA
Miré con detenimiento aquel anillo perfectamente pulido, destellando brillos dorados desde la palma de mi mano. Había necesitado quitármelo un momento; los dedos me hormigueaban.
Pensaba que Sasori se había quedado a dormir en mi apartamento, pero al despertar, aunque todavía no hubiera amanecido, había encontrado aquel lado de la cama vacío. Esa siempre había sido una de las peores sensaciones para mí: abrir los ojos y descubrir que a mi lado ya no había nadie.
Si me casaba con Sasori, ¿sería siempre así?
Sacudí la cabeza; me estaba comiendo el coco demasiado. El único problema que tenía ahora era cómo comunicarle a Hinata la noticia de que yo también estaba prometida. Sabía lo ilusionada que ella estaba con su boda y que, por supuesto, querría que le ayudara con los preparativos. Imaginaba que cuando le anunciara mi compromiso no se enfadaría, pero estaba segura de que se tomaría la responsabilidad de acelerar todo para mí.
Y yo ni siquiera tenía claro qué fecha elegir para casarme.
Solté un suspiro, y volví a colocarme el anillo en el dedo anular. Aún era de noche, pero me puse los guantes y el casco, y finalmente subí a la moto. Era una Yamaha 250 de segunda mano, que corría lo suficiente como para despejar todos mis pensamientos. El viento removía mi ropa, con más intensidad a medida que me adentraba en la zona urbana y se abría el espacio entre los edificios. El calor que despidieron algunos camiones madrugadores se impregnó en mi pecho, cuando pasé entre ellos deslizándome. Si Sasori me hubiera visto, probablemente me habría echado la bronca por temeraria. Pero él no tenía ni idea de cuánto me ayudaba esa adrenalina; cuánto le servía a mi mente experimentar ese subidón de energía y velocidad. Me hacía sentir como un colibrí que no dependía de nada ni de nadie.
Había dejado la cafetería y faltaban aún algunos días hasta que el programa de prácticas clínicas empezara, por lo que me sobraba tiempo aquellos días. Desvelarme tan temprano no había entrado en mis planes; sin embargo, no había tardado mucho en pensar un rumbo fijo al que dirigirme.
Conduje hasta las afueras de Tokio y terminé en las inmediaciones de Hakone, en la linde con Gotenba, donde solo había bosques, templos y algunas casas de longevos granjeros. Dejé la moto aparcada cerca de unos helechos; los árboles dibujaban un sendero que descendía hasta un lago. Durante todo el camino había tenido guardadas unas bolitas de anko, los adorados dumplings caseros de mi infancia, que compraba siempre a espaldas de Sasori. Para mi satisfacción, no estaban tan fríos cuando los saqué del pequeño maletero interior de la moto.
Colina abajo, descubrí un tronco grueso caído donde poder sentarme, a orillas del lago. Mientras sacaba los dumplings de la bolsa, contemplé el horizonte. Frente a mí, el Monte Fuji se erguía a lo lejos: imperioso y eterno, con una capa de nieve más pequeña que cuando lo había visto en enero. El sol se levantaba tímidamente detrás de él, con una luz tibia y suave que se confundía entre el blancor de las nubes matinales, arrancando destellos rojos de los torî[1] que se divisaban en la distancia.
Recuerdo perfectamente cómo había encontrado aquel lugar. A principios de año, cuando me había comprado la moto, Sasori había tenido una discusión conmigo por considerarla una inversión nefasta. A su parecer, una moto no ofrecía la misma comodidad que un coche, además de ser más peligrosa. Incapaz de soportar su descontento, había salido disparada de su casa hasta mi Yamaha, y sencillamente había conducido sin prestar atención al camino. Poco después me había dado cuenta de que me había alejado mucho de la población, y de que no tenía ni idea de dónde estaba. Me había detenido en seco para ubicarme, pero el lugar donde había ido a parar estaba desolado: únicamente había una carretera con una pronunciada curva que se abría paso hacia un bosque. Pero atardecía, y apenas había detectado aquellos enormes helechos, el sol había iluminado con fuerza mi rostro, como una cuerda que había tirado de mí para que mirara hacia el horizonte.
No había hablado de aquel lugar a nadie. Nunca. Ni siquiera a Sasori.
Era y siempre sería mi lugar secreto.
Un refugio donde poder esconderme cuando el mundo me parecía aterrador.
Cuando me terminé los dumplings, respiré en calma el aroma dulce y limpio que emanaba del lago. Me mantuve un buen rato de aquella forma, escrutando el monte; admirando el resplandor del agua; observando las aves que migraban como puntos que se agitaban en el cielo; absorbiendo la energía que me procuraban los rayos de sol, cada vez más intensos.
Y entonces mi móvil vibró.
Naruto: ¡Estoy libre al mediodía! ¿Comemos juntos, Sakura-chan?
Me acordé en ese momento de que el día anterior le había enviado un mensaje para preguntarle cuándo podíamos vernos. Sopesé su respuesta.
Yo: Me parece bien.
Antes de atreverme a anunciarle a Hinata mi compromiso, debía pasar por el visto bueno de Naruto. Últimamente me había acostumbrado a hacer las cosas de ese modo.
Por mucho que se quejara Ino, Hinata se veía más a menudo con ella que conmigo, por lo que muchos de los acontecimientos que me sucedían obviaba mencionárselos. El único que había continuado dándome la morga, con sus apariciones repentinas tras haber memorizado mi horario de la universidad y el de mi antiguo trabajo en la cafetería, era el rubio Uzumaki. Y al final, de forma inimaginable, se había ganado a pulso una confianza conmigo que ni siquiera mis mejores amigas tenían.
Supe que lo encontraría en Roppongi, en un parque donde había una vieja cancha de baloncesto. Estaba prácticamente abandonada; las redes de las canastas estaban rasgadas, y cuando anochecía, los alambres oxidados de la verja rezumaban un aspecto lúgubre junto al color grisáceo del suelo. Aun así, un grupo de niños norcoreanos, recogidos por una fundación solidaria, solía ir a jugar allí.
Todos ellos eran huérfanos, que habían perdido a sus padres mientras huían del encubierto régimen dictatorial de Corea del Norte. Rondaban entre cinco y ocho años, y al llegar a Japón se habían encontrado con una absoluta situación de desamparo, en la que nadie los entendía, nadie los reconocía y nadie los quería. Se les colocó la perpetua etiqueta de zainichi[2], y como tantos otros inmigrantes recibían el sutil desprecio de los nipones, a la vez que resultaban un blanco fácil para la Tokyo Korean High School. Aquella institución pretendía labrar un futuro para los coreanos que habían migrado a Japón desde la Segunda Guerra Mundial, cuando de repente se habían encontrado sin nacionalidad ni nombre. Sin embargo, aunque no se dudaba de la buena intención del director por recordarles el pueblo que eran, se contribuía indirectamente a ceder con su silencio, ante el gobierno que los estaba aniquilando en su país original. Aquellos niños se convertirían simplemente en el futuro de la nación, pero la gente olvidaría que fueron supervivientes de una sociedad injusta, que les había arrebatado su familia sin razón.
Un día, Naruto se había encontrado con ellos jugando en aquella cancha destartalada de Roppongi, que él había frecuentado desde la infancia. Pero lejos de sentir fastidio por su presencia, al conocer su historia, automáticamente se había hecho voluntario de aquella fundación. Todos los miércoles por la mañana madrugaba para practicar baloncesto allí con ellos.
Me detuve en las gradas, cuando Naruto se acercaba a una botella de agua junto a la verja. Alzó la mirada mientras bebía.
—¡Sakura-chan, estás ahí! —exclamó entusiasmado.
Noté que los niños cuchicheaban entre ellos, lanzándome miradas de soslayo. Me pregunté si Hinata no se habría paseado mucho por allí o si, simplemente, les parecía extraño que una mujer que respondiera a un nombre japonés tuviera el pelo de un color cobre rosado y una cara muy occidental. Quizás era solo por el pelo.
Tuve que esperar solo unos minutos hasta que acabaran de jugar al baloncesto. Los niños se despidieron de Naruto, y rápidamente se repartieron entre dos furgonetas a cargo de otros dos voluntarios de la fundación, que también habían estado presentes en la actividad. Cuando el rubio de rasgos zorrunos se reunió conmigo, tenía las mejillas encendidas, aunque no sudaba.
—¿Ramen? —sugerí.
—Conozco un sitio genial por aquí cerca —respondió él con una sonrisa de oreja a oreja.
Nos internamos entre las callejuelas coloridas y estrechas, entre los rascacielos de vidrieras azuladas por el permanente reflejo del cielo. Cruzamos hacia una calle desde donde se podía ver, a lo lejos, la gran araña de la Mori Tower. Casi en el límite con la siguiente vía, había una izakaya pequeña con un par de mesas en el interior y un amplio mostrador. No estaba muy lleno, pero ya había algunos clientes comiendo.
Nos sentamos en la zona más retirada del mostrador, de espaldas a la calle. Naruto pidió un plato de ramen de miso, y yo otro de soja. Cuando el camarero se alejó, los nervios afloraron en las yemas de mis dedos.
—Naruto, ¿no me has notado nada nuevo?
El aludido ladeó la cabeza, mirándome con curiosidad.
—Te has cambiado de color de pelo, ¿no? Ya te vi ayer en la graduación.
Pensé en lo que Hinata había hecho para que Ino y yo viéramos su anillo de compromiso; sin embargo, me acordé de cuánto había tardado en fijarme. Con Naruto pasaría algo parecido si decidía imitar a mi amiga; era mejor soltarle las cosas directamente.
Inspiré hondo.
—Estoy prometida.
Al principio, Naruto no dijo nada. Al mirarle, descubrí que sus ojos azules estaban clavados en el anillo dorado que relucía en mi dedo anular.
—¿Qué significa eso, Sakura-chan? —su tono de voz me pareció algo tenso.
—Te lo acabo de decir, ¿no? Sasori me ha pedido el matrimonio.
Esperé una respuesta inmediata de Naruto; alguna muestra de júbilo por la noticia de mi compromiso.
Sin embargo, solo recibí un inusitado silencio.
Miré a mi amigo y descubrí su ceño fuerte, ligeramente fruncido. Ya no me miraba a mí, ni a mi anillo, sino que tenía la mirada perdida en algún punto del mostrador de madera. El corazón se me aceleró, asustada.
Como pensaba, esto será un problema para que Naruto y Hinata celebren felizmente su boda.
Antes de que pudiera preguntar nada, el camarero nos trajo los platos de ramen. El aroma humeante de los huevos hervidos con las hojuelas de pescado y las lonchas de cerdo, el miso mezclándose con la soja y el ligero toque a puerro despertó inmediatamente mi apetito. Decidí concederle a Naruto su tiempo para asimilar la información, y permanecimos callados un rato más.
Tras haber sorbido unos cuantos fideos, detecté por el rabillo del ojo que suspiraba en silencio.
—¿Cuándo se te ha declarado?
—Ayer mismo, al volver de la cena con Hinata e Ino. Es gracioso porque Hinata también acababa de anunciarme que os vais a casar. ¡Enhorabuena, Naru...!
—Él ni siquiera vino a tu graduación —el murmullo de mi amigo interrumpió mi felicitación, aunque me había parecido como si hablara más para sí mismo que conmigo.
Fruncí el ceño, observándole mientras tragaba fideos con expresión grave.
—No vino porque estaba ocupado en el trabajo —removí distraídamente el huevo cocido por el caldo de mi plato; de pronto, me pareció demasiada comida—. Pero no me molestó. Era solo una graduación.
—¿Solo una graduación? Era tu graduación, Sakura-chan. La graduación de tus sueños, básicamente —Naruto parecía exaltado.
—Tranquilo, en serio que no miento cuando digo que no me molestó. No espero que él vaya a estar presente en todos los momentos importantes de mi vida.
—Deberías esperar que lo esté. Al fin y al cabo, eso es el amor.
—¿Ah, sí? —repliqué con tono de sorna, intentando cambiar su semblante endurecido—. Me encantaría saber qué es el amor, según Naruto Uzumaki.
Parpadeó repetidamente. Aunque no apartó el ceño fruncido, supe que estaba recapacitando mis palabras.
—El amor es cuando tienes miles de cosas que hacer, todo el mundo te llama proponiéndote planes, las responsabilidades se te acumulan en la espalda, tienes el poder de elegir qué hacer y a dónde ir..., y al final, siempre te quedas con ella. Lo mandas todo a la mierda: las obligaciones, el entretenimiento, el orgullo, el poder, las inseguridades, tu zona de confort... por estar con ella. Porque nada de lo que tienes cobra sentido, si no estás seguro de que ella está cerca; de que comparte tu camino, aun cuando sepas que también ella tiene el suyo.
»Y quieres que su camino siga creciendo; necesitas que siga ampliando la carretera, porque es la única forma de que tú amplíes la tuya. La única forma de avanzar; la única forma de ver. Por eso, siempre quieres presenciar el momento en que triunfa, cuando todos están coreando su nombre con admiración; cuando sientes la satisfacción de que sonríe por los sueños ganados. Es como si, en ese momento, los estuvieras ganando tú con ella, aunque el tema no te interese o se trate de algo que nunca se te ha dado bien.
Cuando Naruto guardó silencio y devolvió la atención a su plato, de pronto ya no tuve argumentos. Ni ganas de rebatirle. Ni una firme convicción con la que poder pensar lo contrario. Porque todo lo que había dicho se escapaba a argumentos razonables o conjeturas pragmáticas.
Y lo entendía. Perfectamente entendía todo lo que había dicho.
Pero Sasori nunca habría sido capaz de expresar algo así.
Pestañeé, y me apresuré en cambiar de postura.
—Desde luego, eres un romántico —dije continuando con el tono guasón, a pesar de que el pecho me temblase como si estuviera a punto de llorar.
—Sakura-chan, ¿por qué vas a casarte con Sasori?
Le miré sorprendida.
Joder, hoy sí que ha entrado a matar.
—Pues porque es buena persona... y le quiero, por supuesto.
—¿Y no es por lástima?
Tragué con dificultad la comida.
—¿Lástima? —arqueé una ceja, confusa.
—Me contaste que Sasori no consiguió convertirse en un director de cine reconocido, y que por eso se cambió a Derecho y empezó a trabajar en el bufete de abogados de su padre, ¿no es cierto? Aceptar casarte con él... ¿no será porque temes que se quede solo?
No supe cuál de las dos cosas había sido más impactante: su descripción sobre el amor, o lo que acababa de soltarme. Tenía la sensación de que intentaba hacerme cambiar de parecer, por todos los medios.
—Naruto, ¿qué dices? ¡Claro que no siento lástima! Además, Sasori ahora es feliz con su trabajo. Lo que pasó con su sueño es algo que nos puede pasar a todos los que tenemos uno.
—No me niegues que no has pensado en cómo te habrías sentido tú, si no hubieses hecho realidad el tuyo...
—Lo he pensado, por supuesto, pero no por eso voy a implicarme sentimentalmente con un hombre hasta el punto de casarme —hice una pausa, al percatarme de que había alzado la voz y que algunos circundantes me estaban mirando. Solté un suspiro—. Naruto, de verdad, yo quiero a Sasori; por eso, he aceptado su proposición.
Mi amigo bebió de una sentada su tazón de ramen; ni siquiera había visto en qué momento se había comido los fideos y todo lo que los acompaña. Acto seguido, se limpió los labios con una servilleta, anunciando que había terminado.
—Sakura-chan, no te cases con Sasori.
—¿Por qué? —fruncí el ceño.
—Porque, en el fondo, tú todavía piensas en otro.
Por unos segundos, me quedé sin aire. Naruto se levantó y se cruzó el macuto por delante del pecho; seguidamente, sacó la cartera y dejó unos billetes sobre el mostrador.
—Tengo que irme a trabajar. Invito yo —dijo secamente.
Intenté detenerle, pero mi estupor era tan grande que me había bloqueado por completo. Y aunque me quedé mirándole descaradamente, él no se giró ni una sola vez para despedirse.
Después de aquella conversación, esa semana no me atreví a quedar con Naruto otra vez.
Por un lado, estaba cabreada con él por su insinuación deliberadamente especulativa sobre mis sentimientos por Sasori. Nadie mejor que yo podía saber lo que sentía por mi novio, y detestaba cuando se dudaba de mi palabra, especialmente en situaciones donde yo era la protagonista.
Y por otro lado, estaba confusa. Desde que había tenido aquel sueño la noche anterior a mi graduación, parecía como si todo quisiera recordarme a aquella época de mi vida. Me inquietaba. No había motivos para volver atrás, mucho menos cuando todo en mi vida parecía rodar solo, con tanta facilidad.
No había motivos para volver a pensar en él.
A pesar de todo, había recibido un mensaje muy alentador de Hinata.
Hinata: ¡ENHORABUENA, SAKURA-CHAN! Naruto me ha contado lo de tu compromiso. ¡Estoy muy contenta por ti! Espero que podamos ponernos de acuerdo para que nuestras bodas no coincidan y ambas podamos ir a la de la otra. Quiero que me ayudes con los preparativos, pero también yo quiero ayudarte con los tuyos. ¡Esta noticia me ha hecho una ilusión tremenda, Sakura-chan!
Me alegraba de que al menos ella se hubiese tomado bien la noticia de mi compromiso –y a fin de cuentas, le agradecía a Naruto que me hubiera ahorrado la presión de contárselo–. Ya solo quedaba Ino, de quien temía que se pusiera melodramática por algún rollo del estilo «mis amigas me están abandonando por los hombres». En ocasiones, me recordaba demasiado a la tía Tsunade.
Un par de días más tarde, el viernes, Sasori me propuso vernos para cenar en el Kaiseki 511. Era uno de los mejores restaurantes especializados en carne de Kobe de la ciudad, con una estética moderna y occidental que resultaba muy atractiva tanto para los ejecutivos japoneses como para los extranjeros.
Decidí ponerme un elegante vestido negro con escote cruzado y cinturón ancho, a la altura de las rodillas, y peinarme con un recogido desenfadado y sencillo. Añadí a mi conjunto unos tacones rojos de charol, y cogí el metro hasta Akasaka, en Minato. Detecté a Sasori en una mesa junto a la ventana, sentado con traje y corbata, tal como solía vestir para el trabajo. En cuanto me vio venir de lejos, sonrió.
El camarero nos atendió pacientemente, y trajo en un abrir y cerrar de ojos una botella de vino tinto francés. Sasori me sirvió un poco en mi copa, y luego se sirvió en la suya.
—Vaya lujo, ¿no? ¿Tenemos algo que celebrar?
Tan pronto formulé la pregunta, me di cuenta de que había metido la pata. Por supuesto que teníamos algo que celebrar: estábamos prometidos.
Para mi sorpresa, Sasori se rio.
—¿Has oído hablar de la actriz Yumiko Sawajiri?
Arqueé una ceja.
—¿La de Inmersión en el amor?
—Va a divorciarse de Shoda Kondo, el productor de cine, y adivina a qué bufete de abogados ha recurrido.
—Te ocuparás tú —adiviné, sorprendida.
—Mi padre ha considerado que puedo manejar este caso sin problemas. Lo mío son los juicios civiles, más que los asuntos entre empresas y sus rescisiones de contrato.
Reflexioné detenidamente sobre sus palabras.
—Me alegro de que te hayan dado un caso tan importante, pero es algo triste, ¿no? Dos personas que se querían y ahora van a separarse de esa forma tan fría, tan formal, tan llena de... papeles.
Sasori volvió a reírse.
—El matrimonio es así: muchos papeles. Además, la vida de los famosos gira en torno a esa clase de convencionalismos; probablemente, ni siquiera hubo tanto amor como piensas en su relación. Era una cuestión de intereses profesionales y económicos, por lo que ya se sabía que se terminaría tarde o temprano —se detuvo un instante a examinar mi rostro—. Pero, tranquila, señorita Akasuna, a nosotros no nos sucederá eso.
—¿Señorita Akasuna? Echa el freno, todavía no estamos casados —me reí—. Además..., ¿tendré que cambiar mi apellido?
—Claro, ¿no lo sabías?
—Sí, pero... bueno, pensaba que no sería necesario hoy día.
—Ese es un pensamiento muy occidental, ¿no? Si no lo haces, supongo que nuestros hijos tendrán algunos problemas en el colegio. Todos creerán que sus padres están divorciados.
Hice un mohín, y Sasori rompió a reír. Estaba de muy buen humor esa noche, y pensé que su nuevo caso debía de hacerle sentir bastante satisfecho.
Y Naruto preguntándome si le tengo lástima. No sé en qué puedo tenérsela.
—La verdad es que me apetecía mucho pasar esta velada contigo, puesto que no pude estar presente en tu graduación. Además, el domingo debo coger un tren a Nagasaki.
Casi me atraganté bebiendo vino.
—¿Y eso? —carraspeé—. Pensaba que empezarías a trabajar en el caso el lunes.
—Y así es, pero Yumiko está rodando una nueva película allí. Tendré que quedarme una semana para arreglar todos los asuntos con ella.
—¿Una semana? —el timbre de mi voz sonó más agudo de lo normal.
Sasori entornó los ojos. Se me quedó mirando con un brillo perspicaz en las pupilas, y la comisura derecha de su boca tironeó lentamente hacia arriba en una sonrisa aviesa.
—¿Te inquieta que pase una semana lejos de ti, con otra mujer? —inquirió en tono pícaro.
Puse los ojos en blanco.
—No me inquieta. Sé que estarás trabajando, no de juerga. Además, el lunes empezaré el programa de prácticas clínicas —repuse.
Sasori colocó repentinamente su mano sobre la mía, justo en la que llevaba puesto el anillo. Sus ojos cafés me contemplaron bajo aquel aire pillo.
—Sakura, duerme conmigo esta noche —me pidió con voz aterciopelada.
El resto de la cena transcurrió casi de forma silenciosa; el cuchillo y el tenedor contra la porcelana del plato sonaron más que las breves conversaciones que tuvimos. No había sido consciente del hambre que tenía hasta ese momento. No había sido consciente de lo tierna que estaba la carne hasta que di el primer bocado.
No había sido consciente de las ganas de sexo que tenía hasta que él me había hecho esa petición.
Apenas terminamos de comer y pagamos la cuenta, nos dirigimos a su casa. En realidad, no había esperado que la noche acabara de otra forma. En su coche, mis ansias casi podían tocarse, a pesar de que me aseguré de mantener las manos quietas y las piernas juntas.
De pronto, todo a mi alrededor resultaba idóneo, atractivo para aquel esperado momento. Al bajar del coche, alcé la mirada y el gran bloque de pisos donde nos habíamos detenido, parecido a un hotel desde fuera, me resultó tremendamente atractivo. Al subir al ascensor, las paredes de nogal me resultaron sorprendentemente atractivas. Al entrar en su apartamento, los muebles minimalistas, las extrañas lámparas colgantes de aluminio y las ventanas clásicas con vistas a la ciudad me resultaron la guinda de lo atractivo.
Especialmente el sofá de cuero blanco, longitud infinita y apariencia esponjosa.
Percibí enseguida el aroma del ambientador, una mezcla entre vainilla, lavanda y anís. Luego, Sasori accionó la chimenea digital, y el reflejo de la luz suave alcanzó una de las ventanas. La cortina estaba echada a un lado.
Y a través de aquel cristal, lo observé todo.
Sasori apareció detrás de mí. Respiró en mi pelo, y con una mano descubrió despacio mi hombro. Besó mi cuello y, seguidamente, descendió por la curvatura, mientras desnudaba con idéntico sosiego mi otro hombro. Mi sujetador quedó al aire libre, y luego mi vientre, y mis braguitas, y mis piernas, y finalmente mis pies.
—Sakura, estaba deseando volverte a ver así.
Aquel susurro en mi oído provocó un cosquilleo que se propagó hasta mi pecho, aceleró mi corazón, y descendió por mi vientre hacia más abajo. Sasori colocó una mano allí, ignorando mi respiración entrecortada.
Desde el reflejo en el cristal, vi su dedo corazón moviéndose hacia adentro y hacia afuera; en cada balanceo apretando más el centro. La otra mano sacó uno de mis pechos del encaje, y comenzó a pellizcar suavemente el pezón, a la vez que masajeaba la mama. Se me escapó un suspiro y mi cabeza cayó sobre su hombro. Aquellos dedos empezaron a convertirse en un instrumento de tortura; un placer que, al mismo tiempo, me desesperaba. Sasori buscó mis labios, y su lengua se adentró en mí con un ansia repentina. Me embriagué de su humedad, al tiempo que sus manos oscilaban entre mis pechos y mi entrepierna.
Al cabo de un rato, sentí algo duro sobre los glúteos. Noté que Sasori se desabrochaba la cremallera con una mano, y cuando oí sus pantalones caer, me dio la vuelta. Su pene estaba completamente desnudo: erecto y nervudo. Ya tenía el preservativo puesto.
—Sakura... —susurró.
Antes de que decidiera hacerlo por mí misma, Sasori puso las manos sobre mis hombros para que me agachara. Sabía lo mucho que le gustaba que le hiciera eso; decía siempre que mi lengua era como una fuente de éxtasis. Y a pesar de que no era lo que más me apetecía, agarré su miembro con una mano y me lo introduje de lleno en la boca.
Sasori acariciaba mi pelo mientras mi cabeza se mecía de adentro afuera. Absorbí varias veces la punta de su intimidad, y él se estremeció gozoso. No siempre tenía la suerte de que le apeteciera tener sexo; por tanto, quería esforzarme lo bastante como para que no me pidiera terminar pronto. Cuando sentí los labios calientes por la fricción y la lengua cansada, decidí parar. Alcé la mirada, y para mi satisfacción, descubrí que sus ojos estaban cargados de lujuria.
Me estampó un beso hambriento y me levantó en brazos. Caímos sobre el sofá, y con un ferviente deseo de mí, se quitó la corbata. Le ayudé a retirarse la camisa, pero él no me dejó moverme más.
—Es mi turno —dijo en tono travieso, inmovilizándome por un momento los brazos contra el mullido sofá.
Con tortuosa lentitud, descendió por mi vientre, de nuevo directo a mi entrepierna. Al despojarme de mis braguitas, sentí un poco de vergüenza; estaba tan mojada que el tejido se había sentido pegajoso al alejarlo de mi piel.
—Ni un solo pelo, suave y liso, como más me gusta —aprobó Sasori.
No me había quedado más remedio, pensé. Aquella tarde me había apresurado en ir al mejor centro estético con la esperanza de que me dejaran esa zona impecable; si no, Sasori ni siquiera se habría detenido a mirar. Era un fanático de los pubis depilados, por lo que más de una vez se había negado en redonda a acercarse a esa parte, si acaso había detectado algunos pelos creciendo.
Agradecí al cielo que aquella esteticien hubiera arrancado hasta el último vello, cuando la lengua de Sasori recorrió mis grandes labios de arriba abajo. Se detuvo a lamer mi pedacito de carne, y en ese momento creí estar viendo las estrellas; no recordaba cuándo había sido la última vez que me había hecho eso. Fue tal el delirio al que me estaba llevando que, cuando sentí su lengua entrar unos segundos, de repente me vi capaz de explotar.
Sin embargo, Sasori duró poco tiempo, y las descargas eléctricas que se habían expandido hasta las puntas de mis pies se esfumaron en un instante. Tuve que reprimir el impulso de suplicarle que siguiera; todo iba demasiado perfecto como para estropearlo por un capricho. Pero, en realidad, no debía sorprenderme. Él solía cansarse antes que yo en el sexo oral.
A los pocos segundos, se acomodó encima de mí. La punta de su miembro rozó dura mi entrada.
—¿Te secarás esta vez, o puedes aguantar sin el lubricante? —preguntó.
Por alguna razón, en más de una ocasión mi vagina se había secado y nos había impedido continuar; aun así, algo dentro de mí se removía de asco cada vez que escuchaba la mención del lubricante. Odiaba ensuciarme con esa sustancia viscosa y artificial.
—Puedo aguantar —respondí con firmeza.
Sasori no lo esperó más, y de un tirón me penetró. Los ojos se me abrieron por la sorpresa, sintiendo como si acabara de darme un cuchillazo. En mi desesperación por disfrutar aquella noche, me agarré a su espalda y traté de concentrarme en sentir el placer de tener su miembro dentro de mí.
Y cuando lo conseguí, fui incapaz de parar.
Su dureza infló mis paredes de un deseo anhelado, arremetiendo una y otra vez, con tal impacto que mis piernas se abrían, y se abrían, y mi centro se dilataba, y se dilataba. En el momento en que oí un conocido chapoteo, detecté los brazos de Sasori temblando ligeramente; una señal que había deseado.
Aprovechando su excitación, le obligué a incorporarse y me senté encima, entre besos y lengüetazos revoltosos. Mi intimidad se abrió paso sin dificultad sobre su pene, como si hubiese encontrado una pieza donde encajar. Galopé como un potro desbocado sobre él, como un jinete de carreras a punto de llegar a la meta. Notaba el trasero golpeando sobre sus muslos, cada vez que subía y bajaba con premura, y un profundo fuego recorrió mis venas una por una. Sus manos, agarrándose a mi carne como si quisieran arrancarla, me enloquecían.
—Sakura, me voy... —dijo de pronto Sasori.
—¿Ya?
—Ah... todavía no...
Espero que no.
Observé su rostro contraído de placer, con sus altos pómulos rellenos de un calor rojo. Sus labios hinchados me incitaron a seguir besándole, y él correspondió gustoso, sujetándose a mi pelo y recorriendo toda mi cavidad bucal con su lengua.
Aun cuando sabía que le gustaba ser quien mandaba, para mí era inevitable querer verle de aquella manera. Me resultaba adictivo sentir que le ponía a mi merced; que era yo la responsable de arrancarle gemidos, suspiros y el sudor en el hueco de la garganta. Y entonces me daba igual que no me mirara como la chica dulce y tranquila que él siempre quería ver en mí. Me gustaba que sonriera al contemplar esa parte de mí que no se conformaba con unos besos o una caricia, sino que realmente ansiaba más; que tenía tanto poder como para decir abiertamente que yo también disfrutaba haciéndole eso.
La libertad callada y poco convencional de desear hacerle el amor.
Pero su orgullo era más fuerte. En un determinado punto, me agarró por debajo de las piernas y me puso contra el respaldo del sofá.
—Sé buena, Sakura.
Fue apenas un hilo de voz, en el que ni siquiera pude identificar si lo decía con guasa o con exasperación. Tampoco me dio tiempo a pedirle que lo repitiera. Mi espalda se dobló entera cuando él, ardiente y férreo, volvió a embestirme con sus estocadas. Lo hizo con más intensidad que antes, acelerando de un modo que me impidió pensar.
Lo miré asombrada. Mis piernas, completamente desplegadas, enmarcaban su figura, con los músculos apretados y el torso señalando un abdomen que pocas veces le notaba. Quise deleitarme con aquella imagen, disfrutar de las arremetidas hasta que se me cayeran los párpados, seguir oyendo aquel chapoteo que parecía no acabarse.
Sin embargo, sabía que Sasori siempre había pensado que ese tipo de posturas eran demasiado indecentes, sobre todo, para mí. Me penetró unas últimas veces más, las más rápidas de toda la noche; luego, su espalda se arqueó y su cabeza se echó ligeramente hacia atrás, soltando un gemido que anunció el final de su clímax. Al verlo todo venir de a una, me apresuré en cerrar los ojos y concentrarme en alcanzar lo mismo.
Solo logré fingir que lo había conseguido.
Cuando él se levantó, directo al cuarto de baño para quitarse el preservativo, mi cuerpo se quedó frío entre los mullidos cojines. Podía sentir mi intimidad todavía palpitando, reclamando más alimento, más calor, más frenesí. Pero, una vez más, cuando Sasori regresó a mi lado fui incapaz de pedirle nada.
Recordaba perfectamente la última vez que lo había hecho, un par de semanas antes, y la forma tan fea en que habíamos terminado: ambos dándonos la espalda mientras dormíamos. Sasori había tenido más sexo que yo antes de ser mi pareja, pero decía que no era normal que una mujer lo reclamara siempre, mucho menos que no pareciera quedar satisfecha, aun cuando él ponía todo el empeño posible.
Yo me decía que estaba satisfecha, pero era cierto que, por alguna razón, en ocasiones me parecía como si no fuera suficiente. Pocas veces había llegado a experimentar orgasmos; aunque sabía, por boca de otras mujeres, que no era la única que carecía de ellos.
Es lo normal, así que relájate. Siempre estás exigiendo demasiado.
Sasori se había puesto el pijama, y enseguida me ofreció una de sus camisetas, junto a las braguitas que me había quitado. Estiró el brazo bajo mi cabeza y yo me acomodé sobre su pecho, al tiempo que él encendía el televisor y los pálpitos en mi interior menguaban.
Aquella vez, preferí simplemente calmar mi sed y conformarme.
Tal como me había dicho, Sasori se marchó el domingo. Fue el único día de aquel fin de semana que no dormimos juntos, por lo que el vacío entre mis sábanas aquella noche se sintió más pesado que otras veces.
Aun así, en los primeros días de la semana me mantuve tan entretenida que apenas noté su ausencia. El programa de prácticas clínicas empezó como había esperado: sin florituras, riguroso y estricto. En aquel hospital universitario al oeste de la ciudad, los médicos exigían una disciplina basada en la memorización más rápida, capacidad de resolución ágil y olvidar los descansos hasta el momento que correspondieran. Si te quedabas atrás, debías buscarte la vida para aprender lo antes posible aquello que no habías escuchado o no habías entendido; si no, estabas fuera del programa.
No recuerdo bien cuántas horas se requerían allí, pero en más de una ocasión me quedé más de las que debía. Igualmente, no me importaba; la mayoría de las veces fue decisión propia. Mientras una buena parte de mis compañeros se las pasaba quejándose de dolores de espalda o pies en los vestuarios, yo me vestía deprisa, comiéndome una ensalada que apenas mascaba, antes del próximo turno. Observaba la manera en que los médicos veteranos trataban a los pacientes, su prudencia y su paciencia, y en los momentos en que me mandaban a revisar, intentaba imitarles. Leía informes una y otra vez, y procuraba atender a los consejos que me daban los residentes de mayor experiencia. Obedecía a los requerimientos del tutor que me habían asignado, aunque a veces se tratara de comerme marrones, como esperar a que un paciente defecara después de una operación.
Por supuesto, también yo sentía las plantas de los pies como si estuvieran llenas de clavos. Las veces que lograba dormir eran escasas, y la duración oscilaba entre tres y cuatro horas. Bebía tanto café que a menudo me chispeaban las venas, pero en ocasiones no me hacía efecto, y me despertaba sobresaltada en la sala de descanso, tras haberme quedado sopa leyendo algún informe. Por otro lado, siempre dejaba el móvil en la taquilla, y cuando terminaba mi último turno del día, veía tantos mensajes en la pantalla que los párpados se me caían solos y era incapaz de responder.
Uno de aquellos días –si mal no recuerdo, el jueves– el director del hospital se acercó a mí, tras haber acompañado a mi médico tutor a dar el alta a un paciente.
—Haruno-san, está trabajando muy duro, pero necesita descansar o no podrá rendir lo suficiente. Por hoy, váyase a casa.
Por un momento me pregunté si había hecho algo mal, pero cuando me miré en el espejo de los vestuarios me sentí aliviada. Aprecié el enorme tamaño de mis ojeras y la acusada palidez de mi piel; era imposible no ver por qué me habían mandado a descansar. En el fondo, lo agradecí; me habría quedado hasta la noche, si el director no me hubiera dicho nada. A menudo mi ilusión y las ansias de aprender vencían al cansancio, tanto físico como mental.
Para relajarme, decidí dar un paseo de vuelta a casa. Atardecía y, en el suelo, los pétalos de los cerezos que habían florecido la semana anterior se coloraban de un tono melocotón, parecido al de mi pelo teñido. Caminé entre las viviendas antiguas de la zona, entre bares y locales abiertos esperando a clientes adinerados, y experimenté un conocido estremecimiento cuando rodeé el Parque Yoyogi.
Hacía años que no entraba allí.
El desvío que tomé para evitarlo, me llevó directa a otro lugar que no había planeado. Prácticamente en la linde con Setagaya, reconocí enseguida el gran portón, abierto de par en par, y detrás, aquel gigantesco edificio blanco y moderno, de cristaleras infinitas. Mis pies se detuvieron en seco, sin saber muy bien qué sentir.
Aquel era el instituto que había dejado atrás hacía seis años. El lugar en el que había luchado desesperadamente por mantenerme; el lugar que me había concedido la oportunidad de hacer mi sueño realidad. El lugar donde me había sentido despreciada y humillada por mi baja condición socioeconómica; donde me habían estropeado apuntes, me habían pringado los zapatos de soja fermentada y recortado varias camisetas deportivas. El lugar donde me había reconciliado con viejos amigos y había hecho otros nuevos; donde había conocido a todos aquellos que se habían quedado conmigo hasta entonces.
Y también el lugar donde había amado por primera vez.
—¡Vaya! ¿Cómo tú por aquí? —una voz me arrancó bruscamente de mis pensamientos.
No había sido consciente de la presencia del profesor Itachi hasta que lo había visto allí, frente a mí, mirándome con media sonrisa socarrona. Llevaba el chándal reglamentario del Club de Kárate, con su eterna coleta baja y aquella mirada franca, de largas pestañas. No podía decirse que hubiera cambiado mucho.
—La verdad es que solo pasaba por aquí —dije tímidamente.
—Ya veo. Así que has roto tu promesa de no volver a este instituto...
—Nunca lo prometí.
El profesor Itachi se acercó a mí, echándose la bolsa de deporte al hombro.
—¿Te has teñido el pelo? —inquirió de repente, arrugando la nariz en un gesto de desagrado.
Hice un mohín.
—Si hubiese venido a mi graduación, lo habría visto más bonito. Hoy lo tengo desaliñado porque acabo de salir del hospital.
Él me miró con una sonrisa tierna, pero no se rio de mí. Probablemente Sasori se habría descojonado.
—Lamento no haber asistido a tu graduación. Estas semanas he estado liado hasta tarde preparando a los alumnos del club para el campeonato de mayo. Aun así, me alegra saber que ya has empezado tu formación en el hospital. ¿Qué tal va la semana?
—Pues agotadora, pero estoy contenta. Es mucho mejor de lo que imaginaba, cuando ayudaba a mis compañeros en los campamentos para primeros auxilios. Además, como no está Sasori, aprovecho el máximo tiempo posible para aprender de todo lo que veo y me dicen.
—¿Dónde está Sasori? —el profesor Itachi me miró confuso.
—En Nagasaki, por viaje de negocios. ¿No se lo ha dicho?
—Hace tiempo que no hablo con él.
Reflexioné sus palabras con detenimiento. Era cierto que Sasori y él, por alguna razón, parecían haberse vuelto distantes. No sabía a cuento de qué había sucedido eso, pero siempre lo había achacado al cambio de vida que había decidido Sasori. Desde que su amigo Deidara le anunciara que se mudaba a Francia, había prescindido de la mayoría de los amigos que había hecho en Bellas Artes y el Club de Kendo de la universidad.
Contrariamente, el profesor Itachi y yo habíamos estrechado lazos. Hablábamos con frecuencia, alguna vez quedábamos para tomar un café juntos, e incluso nos teníamos en Line y alguna que otra red social. Igualmente, a pesar de que podía considerarlo casi como un amigo, su autoridad como el que fuera mi profesor de Educación Física no desaparecía de mi cuerpo. Y aunque constantemente me pedía que no le llamara ya «profesor» y que le tuteara, creía que empezaba a aceptarlo.
Siempre le trataría así.
—Bueno, Sakura, si no tienes plan ahora, pretendía cenar en un turco cerca de aquí. ¿Has probado alguna vez el Kebab?
—No tengo ni idea de qué es un Kebab.
—Entonces no tienes más excusas. Tengo el coche cerca, te acompañaré a casa después —el profesor Itachi volvió a mostrarme su sonrisa dulce.
No pude rechazar la oferta; luego, descubrí que aquel fino pan enrollado, tiras de pollo y ternera y un revoltijo de lechuga y tomate bañado en salsa yogur se convertiría en una bomba adictiva, que debía obligarme a eludir si quería mantener la línea. A pesar de ello, mientras comíamos, me percaté de que los huesos de la muñeca del profesor Itachi sobresalían y que los ángulos de su rostro se marcaban más que antes. Estaba más delgado, con un rastro de ojeras señalándose bajo sus ojos afilados.
Pensé que quizás estaba más ocupado de lo que había imaginado. Aunque me constaba que el entrenador Asuma seguía en el Club de Kárate del Konohagakure, era el profesor Itachi quien se estaba encargando de la mayor parte de la preparación de los alumnos para el Campeonato Nacional de ese año. Aquella era una de las tareas más duras para un profesor de instituto; requería invertir más horas y aumentar la intensidad de los entrenamientos.
Pero tenía la sensación de que el profesor Itachi tenía más cosas en la cabeza, aparte del club.
Cuando terminé mi comida, fui consciente en ese momento de que no llevaba el anillo de Sasori en el dedo. Solía quitármelo durante el tiempo que pasaba en el hospital, con idea de evitar perderlo.
En cuanto me lo puse, detecté la mirada anonadada del profesor Itachi, que había dejado súbitamente de comer.
—Oh —tardé un poco en entender qué le había sorprendido tanto—. ¿Sasori tampoco le ha contado esto?
Noté que tragaba con dificultad el último trozo de su Kebab.
—Un poco pronto, ¿no? —su tono de voz sonó más serio de lo normal.
—Sí, bueno... Él dijo que no le veía sentido a esperar.
—¿Pensabas lo mismo?
Antes de responder, bajé la mirada hasta el anillo. Tenía una pequeña joya centelleante incrustada en el centro, que me hipnotizaba cada vez que la miraba. Me quedé observando cómo se balanceaba, mientras movía el anillo de lado a lado por el dedo.
—Le quiero, y creo que nadie en este mundo puede quererme más que él. Es suficiente.
El profesor Itachi guardó silencio durante algunos segundos. Mantuvo la mirada fija en sus propias manos; seguidamente, cerró los ojos, y pareció como si su mente se hubiese esfumado a un lugar donde ya no podía alcanzarle.
Al cabo de un rato, volvió al presente.
—Entiendo. Me alegro mucho —aunque las palabras fueran positivas, su tono de voz me resultó completamente artificial.
Se limpió los labios con una servilleta.
—Te llevo a casa ya, se nos ha hecho muy tarde —dijo, mientras se levantaba.
No me atreví a preguntarle qué le había parecido la noticia realmente, pese a que sabía que no había sido sincero en su respuesta. Me gustara o no, me había dado una, de manera que no debía hacer suposiciones. Al fin y al cabo, distancias aparte, Sasori seguía siendo su amigo.
Pero todo el camino hasta mi casa permanecimos en un inquebrantable silencio.
Sasori: Esto se está complicando más de la cuenta. Me retrasaré hasta el miércoles por la noche.
Fruncí el ceño; sin embargo, no me sentí molesta. Tampoco sentí el impulso de pedirle explicaciones.
Yo: Está bien. Te veré el miércoles cuando llegues o el jueves por la mañana.
En realidad, aquella noche de domingo en que recibí ese mensaje tenía una sensación extraña en el cuerpo, que había empezado desde antes de las palabras de Sasori. No paré de dar vueltas en la cama, sin encontrar una posición lo bastante cómoda. Cuando pasaron un par de horas sin conseguir conciliar el sueño, decidí levantarme.
Caminé hasta la cocina y abrí la nevera, pero no sentía hambre alguno. Sin entender bien qué era lo que quería, cogí una botella de agua, me senté en el sofá y encendí la televisión. Igualmente, fui incapaz de concentrarme en lo que veía.
No me entendía a mí misma. Debía sentirme la persona más feliz del mundo en aquel momento de mi vida. Me había graduado de la carrera que siempre había soñado, y ahora estaba trabajando en un hospital como residente. Por si todo eso fuera poco, me iba a casar.
Me iba a casar, y no todas las reacciones habían sido buenas.
Me iba a casar, y había olvidado por completo contárselo a mamá y a Hana.
Me iba a casar, y ya debería estar pensando en los preparativos junto a Hinata.
La ansiedad me carcomía. ¿Por qué todavía no había hecho, al menos, las últimas dos cosas?
Estaba contenta. Sentía que lo estaba, o al menos una gran parte de mí lo estaba. Ser la prometida de un hombre apuesto, amable y talentoso como Sasori era más de lo que una mujer joven como yo podía desear.
Y aun así, me sentía insatisfecha.
Decidí achacar la culpa a mis nervios con el hospital. Pensé que había mentido un poco al profesor Itachi, al haber dicho que estar allí era mejor de lo que imaginaba.
No era como si sintiese decepción por lo que veía allí a diario; al contrario, precisamente por eso me sentía en desventaja. Ser residente te impedía tomar decisiones o examinar a un paciente sin el consentimiento de tu tutor. Y aunque agradecía y consideraba necesaria aquella guía, en ocasiones me frustraba no ser mejor; que fuera necesario que me dijeran qué hacer para caer en la cuenta de ello.
A veces pensaba en mi futuro y me veía a mí misma encargándome eternamente de las flatulencias de los pacientes o del color de su vómito. A veces miraba a mis compañeros y escuchaba cómo otros médicos los elogiaban por tener buenas ideas, o realizar una tarea de manera perfecta, cuando yo solo estaba cometiendo errores. A veces pensaba que me quedaría atrás, que todos avanzarían, y yo permanecería siempre en el mismo sitio. A veces sentía ganas de gritar a alguien lo que sentía, pero entonces me daba cuenta de que no había nadie que pudiera entenderme.
Estaba sola.
Me froté la cara en un intento de alejar todos aquellos pensamientos negativos. No tenía sentido atascarme en ese momento; apenas llevaba una semana allí. Y quizás sí hubiera alguien que me entendiera, solo que en los últimos días lo único que había hecho era trabajar. Para colmo, la forma en que habían terminado los encuentros con Naruto y el profesor Itachi no habían ayudado demasiado.
Finalmente bostecé.
Me acurruqué en el sofá y me pasé una manta por encima, intentando devolver la atención al televisor. Mi móvil, encima de la mesita de té, no tardó en vibrar.
Leí el mensaje directamente en la pantalla.
Sasori: Deberías ser más caprichosa...
Puse los ojos en blanco. Ni siquiera me molesté en continuar aquella conversación.
Soy caprichosa. Quisiera que hiciéramos el amor más a menudo o que, al menos, no te quedaras listo con el primer orgasmo, pero te enfadas si te lo pido. No tengo más que exigirte.
En mi opinión, el trabajo era el trabajo; no había razón para ponerme melodramática o mosquearme con él porque tuviera que quedarse más días en Nagasaki. Había sido su elección aceptar aquel trabajo, así como también era su elección volver antes.
Porque, por supuesto, quería que volviera. Necesitaba tenerle a mi lado, contarle todo lo que estaba viviendo: mis dudas, mis miedos y mis preocupaciones; sentirme arropada, no bajo aquella soledad continua.
La cuestión era que yo no debía pedírselo. En eso, Naruto llevaba la razón.
El amor también es elegir cuándo quedarse.
El mismo miércoles en que Sasori regresaba a Tokio, sucedió lo que nunca había imaginado que sucedería en mi vida.
La mañana comenzó con una llamada de mi tía Tsunade, minutos antes de entrar en el hospital.
—Me hago una idea aproximada de lo que debes estar pasando ahora mismo. Yo odié mis primeros años de residente —me dijo compasiva.
—Me gusta, pero es verdad que a veces te mandan hacer los peores trabajos —admití.
—Claro, los que nadie quiere —la tía Tsunade soltó un suspiro, y de pronto el tono sarcástico de su voz cambió drásticamente—. Por cierto, cariño, ¿estás libre el viernes de la semana que viene?
—Si mal no recuerdo, sí.
—Pues comprueba bien tu agenda; me gustaría que me acompañaras a una gala.
—¿A una gala?
—Sí, benéfica, está organizada por UNICEF. No tengo acompañante, y sé que algo así te ayudaría a conocer médicos ilustres especializados en neurología, oftalmología y oncología.
Inmediatamente, se me pintó una gran sonrisa en la cara.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad que puedo ir?
—¡Claro que sí! Si no tienes nada que hacer, me encantaría que vinieras conmigo.
Aunque ese mismo viernes hubiese sido mi boda, no habría rechazado una oportunidad así, me dije en mis adentros.
Después de aquella emocionante noticia, entré con un humor maravilloso a trabajar. En el vestuario, una compañera llamada Mayumi, con la que había charlado de vez en cuando, me observó sorprendida.
—¡Vaya! ¿Por fin ha llegado tu prometido de su viaje?
Recordar lo que Mayumi había dicho aumentó aún más mi alegría.
—No, vuelve esta noche —sonreí ilusionada.
Me puse el uniforme de médico residente: una camisa y pantalones del mismo color verde botella, y salí en busca de mi tutor. Cuando lo encontré, de repente me sentí tan motivada, que no me molestó la perspectiva de tener que revisar de nuevo pacientes con problemas de gases.
Al principio, no me ordenó exactamente eso, pero tuve que controlar con una enfermera las reacciones de un niño –al que se le había agravado una infección de orina la noche anterior– cuando iba al baño.
Pero a mitad de la mañana ocurrió algo que trastocó mis insignificantes órdenes.
Mi tutor apareció en la habitación del niño con la cistitis, con el rostro descompuesto.
—Haruno-san, venga conmigo, por favor —me urgió, intentando mantener la calma frente al paciente.
Me apresuré en salir, pero no nos detuvimos ni un instante. Sus pies caminaban veloces hacia la planta baja.
—¿Qué ha pasado, Yamaguchi-sama?
Tan pronto pregunté, tuve que parar en seco; la respuesta la tenía delante de mis propias narices.
No era capaz de calcular cuántas eran, pero de pronto en el ala principal habían emergido, como hormigas atacadas en su propio hormiguero, una multitud de personas heridas, ensangrentadas y cubiertas completamente de polvo. Las camillas iban y venían casi como si volasen, como sombras fantasmagóricas en una película de terror. Inconscientes o despiertos, algunos ya estaban conectados a soportes de suero y mascarillas de oxígeno. Al detectar algunos quemados, el corazón se me encogió.
Los gritos fueron definitivamente lo más difícil de digerir.
—¡Doctor Yamaguchi! —una de las doctoras más influyentes del hospital vino a nuestro encuentro con premura.
—Póngame al tanto, Ishihara-san —exigió mi tutor.
—Un incendio en un centro comercial en las inmediaciones de Nakano. Aparentemente, una válvula de los conductos de ventilación explotó, pero se desconoce la causa. La magnitud ha sido tal que se cree que ha podido ser una bomba.
Tragué saliva.
¿Una bomba?
—¡Vengan por aquí, por favor! —nos apremió la doctora.
Tenía el pulso acelerado y los nervios disparados por la atmósfera de ansiedad que me rodeaba. De repente me pregunté si de verdad estaba preparada mentalmente para esa situación. Mis manos temblaban bajo el eco de las palabras de la doctora Ishihara.
Una explosión.
Una explosión que se cobró la vida de ciento cincuenta personas aquella mañana.
Una explosión que los periódicos exaltaron al día siguiente con la especulación de un posible ataque terrorista.
Pero solo sentí que dejaba de respirar cuando tuve ante mí a nuestro paciente.
—Estoy bien, de veras, no siento nada extraño —decía su voz profunda.
Nuestras miradas se encontraron, y el tiempo pareció congelarse unos instantes. Enmarcados en aquellos rasgos afilados, sus ojos de un tono miel seguían rectos y lánguidos, a pesar de que no llevara las gafas puestas; las había perdido en la explosión. Ni siquiera ese día pude verle las raíces oscuras; el tinte de su pelo continuaba de un impecable rojo caoba, como recordaba.
—Sakura-san —dijo atónita, abriendo mucho los ojos como si acabara de ver un fantasma.
—¿Se conocen? —quiso saber mi tutor.
Tardé un poco en asimilar su pregunta.
Tardé en asimilar básicamente todo.
—Fuimos al mismo instituto —señalé finalmente.
El doctor Yamaguchi asintió en silencio, pero no preguntó nada más. Se ajustó sus gafas redondas y se aclaró la garganta.
—Muy bien, entonces vamos a examinarla, señorita...
—Uzumaki. Karin Uzumaki —salté, antes de que él pudiera leer su nombre en el informe.
—Yo... —Karin parecía más conmocionada que yo— he dicho que no siento nada, solamente me he caído y me he hecho estas heridas.
Al principio, mi tutor no le hizo caso. Sacó una pequeña linterna y le examinó los ojos y los oídos. Karin estaba cubierta por la misma capa de polvo y suciedad que el resto de los heridos, pero aparentemente no presentaba lesiones.
Por ello, el doctor Yamaguchi decidió desistir y creyó que no tenía nada.
—Haruno-san —me llamó, mientras se recolocaba el estetoscopio alrededor del cuello—, cúrele las heridas de los brazos a esta paciente, mientras yo atiendo a los demás enfermos. Podrá marcharse cuando usted termine.
Asentí e hice un breve inclinación, al tiempo que mi tutor daba media vuelta y se marchaba. Ni siquiera tuve la excusa de alejarme de Karin para buscar el material; había gasas, desinfectante, pinzas y algodones en una mesita auxiliar junto a ella.
Inspiré hondo, intentando mantener la mente en blanco, y me acomodé a su lado. Cuando le levanté el codo para limpiarle el pus de la herida, sentí inmediatamente cómo se instalaba un acusado silencio incómodo entre nosotras. Tenía varios cristales clavados, y se mordió los labios en el instante en que el algodón y el desinfectante tocaron la carne viva; aun así, no dijo nada. Durante un buen rato, nos mantuvimos calladas, a excepción de unas toses intermitentes que ella empezó a soltar.
—No sabía que vivieras aún en Tokio, Sakura-san —comenzó de pronto.
—¿Dónde iba a estar, sino? —repliqué, un poco seca.
—No lo sé. Sasuke me mencionó alguna vez que querías dedicarte a la Medicina, pero no estaba segura de que fueras a quedarte aquí.
Me estremecí. Aquel nombre era lo que menos habría querido escuchar ese día, y mucho menos descubrir que él había contado algo de mi privacidad a alguien como ella.
A ella.
Siempre ella.
Apreté la mandíbula, pero continué extrayendo cristales de su herida.
—¿Para qué mudarme? Tokio es una de las mejores ciudades para especializarse en Medicina —me limité a responder.
Karin volvió a toser, y me pareció oírle más fuerte que al principio, como si tuviera la garganta rasposa.
—Igualmente, no esperaba encontrarme contigo, justo a mi vuelta a Japón. Llevo aquí solo unos días —dijo.
Entorné los ojos. El sonido de su voz me atraía más que sus palabras.
—Has estado viviendo en Estados Unidos, ¿no? ¿Es la primera vez que regresas desde entonces? —formulé aquella pregunta más por incitarla a hablar de nuevo, que por su respuesta.
Karin carraspeó, componiendo una mueca de molestia.
—Sí —afirmó—, no he pisado Japón desde la graduación de Bachillerato.
Me di cuenta de que su voz sonaba áspera, como si hubiera algo obstaculizando la humedad de su garganta. Alcé la mirada hacia el panorama que nos rodeaba, y localicé a mi tutor a lo lejos, atendiendo a otro herido de aspecto más grave.
Seguro que si le pido que vuelva a examinarla, me mandará a freír monas.
Titubeé unos segundos, y entonces me puse el estetoscopio en los oídos.
—¿Y dónde has vivido? —continué haciendo preguntas a Karin, mientras auscultaba su pecho.
—En Nueva York —tosió muy fuerte, y noté como si algo dentro de ella se removiese; sin embargo, no me parecieron mocos—. Estuve viviendo allí, aunque viajaba a menudo a Massachusetts.
—¿Y eso? —fruncí el ceño, y saqué una linterna de mi bolsillo.
—Sasuke vivía allí. ¿No sabes que entró en Harvard?
Me detuve solo un instante, pero fue suficiente para sufrir la caída de un sudor frío por mi nuca.
Otra vez su nombre.
—Lo sé —admití.
—Entonces sabrás que él también ha vuelto a Japón.
Aun cuando intenté permanecer impasible, no pude evitar que los ojos se me abrieran mucho unos segundos. No obstante, detecté enseguida una ligera elevación en las comisuras de su boca, y me imaginé que estaba conteniéndose la risa.
Miente. Sasuke no tiene razones para volver. Solamente está intentando ver mi reacción; quiere marcar su territorio porque, evidentemente, siguen juntos.
Pese a que nunca me habría esperado encontrar una Karin tan retorcida, opté por ignorar el asunto. Con seriedad, me aclaré la garganta y encendí la linterna.
—Abre la boca, por favor —le pedí.
Karin desistió a su vez de continuar la conversación, y me obedeció. Cuando su boca se abrió de par en par, recordé que el doctor Yamaguchi había olvidado por completo examinar aquella zona. Claramente, él también se había sentido desbordado. Su atención se había centrado demasiado en los pacientes que estaban visiblemente peor, mientras que los que presentaban una apariencia estable no habían pasado por su exploración. Sabía perfectamente que eso era como saltarse las normas, pero también que él era de los veteranos; nadie dudaba nunca de su palabra.
Salvo yo.
No tardé en apreciar unas manchas oscuras al inicio del esófago. No eran motas de polvo absorbidas por el humo, sino trozos quemados de residuos que se estaban licuando conforme su garganta se humedecía. Deduje que lo que provocaba su tos y su voz distorsionada era que su epiglotis se estaba obstruyendo, aunque no descartaba que parte de ese polvo tóxico hubiera entrado ya en la tráquea.
Si no actuaba rápido, Karin moriría asfixiada.
—Lo siento, pero no puedes irte tan pronto a casa —le dije a ella. Aun cuando me miró con expresión desconcertada, la ignoré y agarré la estructura metálica de la camilla—. ¡Anestesia! ¡Hay que llevar a esta chica a la Unidad de anestesia!
—¿Anestesia? ¿Vas a operarme? —cuando Karin agudizó la voz en tono interrogativo, tosió estruendosamente.
Mi tutor llegó hasta mí en cuanto empecé a mover la camilla.
—¿Qué está haciendo, Haruno-san? —exigió saber.
—Doctor Yamaguchi, esta paciente necesita una aspiración traqueobronquial de inmediato. He encontrado residuos quemados en su garganta, y tiene una fuerte tos.
Casi como si hubiese querido confirmar mis palabras, Karin comenzó a toser de un modo mucho más escandaloso que todas las veces anteriores. No paró; de hecho, empeoró. Todo su rostro se puso colorado, y en su cuello se manifestaron unas notorias rojeces. No era capaz de tomar aire para respirar.
—¡Yamada-san! —el doctor Yamaguchi llamó enseguida a uno de los residentes más experimentados de su equipo—. Lleve con Haruno-san a esta paciente directamente a la UCI.
Colocamos rápidamente una mascarilla de oxígeno a Karin, y ya lo único que escuchamos fue el chirrido de las ruedas de la camilla mientras corríamos a la sala de urgencias.
Mi mente no paró de dispararme imágenes de todas las veces que había visto a Karin en el pasado, junto a Sasuke.
Karin se quedaría ingresada durante ese día, pero afortunadamente para ella, lo peor ya había pasado. Con un tubo endotraqueal, habíamos tenido que absorber cautelosamente todos los residuos que se habían enquistado en su garganta; luego, le habíamos suministrado antibióticos y antiinflamatorios que evitaron que la toxicidad de las bacterias se incrementara.
Igualmente, la experiencia no debió ser muy agradable para ella. La primera vez tuvimos que extraerle todo sin anestesia, hasta que se desmayó por la impresión y entonces pudimos continuar mientras permanecía inconsciente. Cuando quedó fuera de peligro, el tutor me asignó otra paciente, y ya no volví a saber qué había sido de ella. Más tarde, mis compañeros se dedicaron a felicitarme y elogiarme, al igual que el director y varios médicos veteranos.
Pero el doctor Yamaguchi no me dijo nada.
Aun así, esa cuestión no me preocupó demasiado. Durante todo el día, mi mente no paró de evocar lo que me había dicho Karin. En sí, habérmela encontrado había sido un acontecimiento inesperado, que encajaba demasiado bien en la información que me había dado. Al fin y al cabo, ¿para qué volver a Japón?
Lo lógico era que no hubiese vuelto sola.
Pensé que solo había una manera de averiguarlo.
Cuando regresé a mi apartamento, ya era de noche. Sasori llegaría de un momento a otro; sin embargo, prácticamente me había olvidado de ese hecho. Entré en mi casa agitada, pero dejé el móvil frente a mí, encima de la mesita de té, dudando algunos segundos de si debía llamar o no.
No me lo replanteé demasiado, lo tomé entre mis manos, busqué deprisa el número en la agenda de contactos y pulsé el botón de llamada.
Solamente tuve que esperar tres toques.
—¿Diga?
—Naruto, por favor, tienes que decírmelo.
—Ah, Sakura-chan, perdón, no sabía que eras tú; no me había fijado en la pantalla —para mi alivio, mi amigo de rasgos zorrunos no me pareció irritado, pese a que llevábamos tiempo sin hablarnos—. ¿Decirte el qué?
Vacilé. De pronto, las palabras se me habían quedado enganchadas en la lengua.
—¿Sakura-chan? Es que no te entiendo... ¿Qué quieres que te diga?
Seguí escuchando a Naruto confuso unos segundos más, como un eco en la distancia. Dentro de mí, se había desplegado un debate en el que no tuve claro si realmente quería saber la verdad o si, por el contrario, prefería vivir sin saber nada.
Algo en mí decía que, cuando supiera esa respuesta, ya nada sería igual.
—Sakura-chan, ¿sigues ahí? —Naruto continuó insistiendo.
—Quiero que me digas... —tragué saliva— si es verdad que Sasuke ha vuelto a Japón.
El silencio me sobrecogió, pese a que solo duró unos instantes.
—Así es.
Y de repente fue como si el corazón se me cayera al suelo, o como si la piel se me congelara desde la frente a las uñas de los pies, o como si mis pulmones dejaran de buscar oxígeno.
—En fin, tengo que dejarte. Hinata-chan me está llamando... Nos vemos pronto, ¿vale?
No me sentí más tranquila cuando noté que Naruto volvía a hablarme con la ternura de siempre.
—¡Ya estoy aquí! —oí de pronto la puerta de mi apartamento cerrarse, al tiempo que sonaba en mi oído el pitido propio de haber terminado una llamada—. He venido directamente a tu casa porque estaba deseando verte.
Y cuando me giré y vi a Sasori entrando en el salón, tampoco me sentí más tranquila.
Ya no habría nada que me hiciera sentir más tranquila.
[1] Arco compuesto por columnas que soportan dos travesaños en paralelo, normalmente de color rojo, ubicado en las entradas de los templos sintoístas.
[2] Término japonés que hace referencia a los coreanos que residen en Japón.
