Uno
Londres, 11 Marzo 1820
—Lady Isabella pase al recibidor y espere aquí por favor. —La doncella la miró por encima del hombro y luego la acompañó a regañadientes hasta una salita pequeña y muy elegante donde Isabella Swan entró con la dignidad de una reina—. Ahora vendrán los señores.
La puerta se cerró a su espalda y la joven hija del Duque de Forks se volvió ansiosa para sujetar la mano de Bree, su doncella.
Isabella Marie Swan, de 18 años, acababa de llegar a Londres tras un larguísimo viaje desde su Irlanda natal y ahí ni siquiera la habían salido a recibir... una muestra evidente del poco interés que sentían por ella, suspiró y se mordió el labio inferior para no gritar.
Hacía un mes exacto había firmado los documentos que la convertían en la flamante esposa de Edward Saint-Masen , un hombre de treinta años al que no conocía y del que solo había oído rumores y chismes, sin haber podido comprobar ninguno de ellos antes de su llegada a la capital británica. Saint-Masen , primogénito del Baronet de Saint-Masen , era célebre por su riqueza, su galantería y atractivo, y también por su valía en los negocios y su ambición sin límites, una ambición que lo había empujado a tomar como esposa a la hija de un duque muerto y arruinado, con la única y exclusiva intención de adquirir, junto con la chica, un título que le asegurara un puesto en la Cámara de los Lores y un futuro esplendoroso para sus descendientes.
Saint-Masen , convertido en Baronet tras la reciente muerte de su anciano padre, había accedido a uno de los títulos más antiguos de Irlanda a través de aquel matrimonio y aunque en realidad no le interesaba en lo más mínimo su nueva esposa, firmados los certificados matrimoniales, la había hecho traer a Londres para instalarla en su mansión de Belgravia, un elegante barrio en pleno auge en el Londres de 1820.
Por su parte, Isabella Swan había tenido que sucumbir a las presiones, los llantos y las súplicas de su madre para aceptar aquella boda, agobiada por las deudas y sobre todo por su férreo sentido del deber. Muerto su adorado padre, Charlie Swan, hacía cinco años y su hermano mayor, Jared, hacía tan solo uno víctima de fiebres, no les quedaban más opciones, debía aceptar un matrimonio de conveniencia, salvar a la familia y procurar un porvenir a su dos hermanas pequeñas, y la proposición de Saint-Masen les había llegado como caída del cielo.
—Es rico, joven y generoso, Isabella —había dicho su tutor legal, su tío Peter, en la biblioteca de su casa junto al parque Saint Stephens de Dublín—, no podíamos soñar con una oportunidad mejor...
—¿Pero a Inglaterra? y ¿ni siquiera vendrá para conocerme?
—Inglaterra es el centro del mundo, Isabella, te encantará y no ha venido porque está muy ocupado... aunque ya te conoce por el retrato que le enviamos y por las magníficas referencias que tiene de ti, querida.
—Y por el bonito título que acabo de heredar, tío, no soy estúpida.
Finalmente había cedido, se había casado por poderes, había hecho las maletas y había partido a Inglaterra acompañada por dos baúles y su doncella Bree, que parecía incluso más asustada que ella. Estaba aterrada, aunque no dejaba de pensar que mientras llegaba a Londres, una cantidad enorme de dinero era ingresada en las paupérrimas cuentas bancarias de su familia.
—Lady Swan. —La voz autoritaria la sacó de sus cavilaciones y la hizo ponerse de pie de un salto—. Soy Esmeralda Saint-Masen , vuestra suegra.
—Milady. —Isabella hizo una educadísima reverencia y luego levantó los ojos oscuros para encontrarse con el rostro altanero y distante de la madre de su marido. La mujer, no demasiado mayor, la recorría de arriba abajo con una mirada curiosa.
—¿Habéis tenido un buen viaje? —preguntó un poco turbada por la evidente belleza de aquella muchacha, nadie le había advertido que la pobretona irlandesa era tan hermosa.
—Sí, milady, muchas gracias.
—Madre. —Sonrió caminando hacia ella para inspeccionar su humilde ropa de viaje, su pelo castaño oculto debajo del sombrero y su rostro angelical carente de maquillaje—. Llámame madre, querida, y yo te llamaré Isabella ¿te parece?, ya somos familia.
—Muy bien, milady... madre.
—Bien, os llevaré a vuestras habitaciones, ¿sólo traes una doncella? —Isabella asintió siguiéndola escaleras arriba—. Bien, bien, le daremos alojamiento.
Al pasar por la primera planta de la gran mansión, Isabella pudo oír la voz grave y educada de un hombre que imaginó sería su marido. Se detuvo un segundo para prestar atención a la charla y a la risa que la acompañaba y pudo vislumbrar fugazmente a través de la puerta entornada, la ancha espalda de un caballero alto y elegante que conversaba con alguien animadamente. Hablaban de caballos, logró oír, y la otra voz era la de una mujer.
Cuatro días después de su llegada a Saint-Masen House, como su suegra gustaba llamar ostentosamente a su mansión, Isabella seguía sin ver a su flamante esposo. Esmeralda Saint-Masen procuró ser amable y atenta con su nueva nuera y le dedicó algunas horas de su escaso tiempo libre para instruirla en el funcionamiento y las costumbres de la casa, así como en el nombre de los empleados y los horarios, muy rígidos, que se cumplían a rajatabla bajo su mandato.
Obviamente la baronesa no pretendía ceder el bastón de mando de su hogar a la recién casada, pero quería que aprendiera sus costumbres, sobre todo para evitar que anduviera estorbando por los rincones de la gran casa.
Isabella cosía, bordaba y sabía hilar, como se esperaba de una señorita de buena familia. También tocaba el piano, pintaba y recitaba poesía, pero lo que no sabía Esmeralda, era que su nuera además estudiaba ciencias, historia, filosofía y literatura con devoción, hablaba y escribía correctamente en latín, griego y francés, y era una amazona de primera, todas aficiones que ella había cultivado desde muy jovencita bajo el amparo de su generoso padre, que había querido educarla con las mismas oportunidades que a su hijo varón.
—Milady la esperan para tomar el té.
—Gracias Elisse. —Se levantó despacio, abandonando el libro sobre su escritorio, se acomodó el vestido y el pelo y caminó hacia las dependencias privadas de su suegra, donde llevaban tres días tomando el té en silencio y soledad, para cumplir con el ritual social antes de regresar a su dormitorio donde ya no la volverían a molestar hasta el día siguiente.
—Pasa Isabella —susurró Esmeralda Saint-Masen al verla de pie en el dintel de la puerta. Isabella dio un paso al frente y lo primero que percibió fue la presencia de otra persona en el saloncito, una mujer joven que la observaba con una enorme sonrisa en los labios—. Te presento a Alice Brandon, mi sobrina.
—Milady —dijo Isabella devolviendo la sonrisa a esa mujer de ojos azules que derrochaba una seguridad innata.
—Me temo que nada de milady, querida, solo soy la señorita Brandon, al menos hasta que logre pescar a un noble —rió de buena gana—, pero tú puedes llamarme Alice. Es muy hermosa —comentó mirando a su tía con la boca abierta—. ¿Qué tal te adaptas a Londres, Isabella?
—De momento creo que bien, gracias.
—¡Qué acento más delicioso! —bromeó Alice caminando a su alrededor, la irlandesa era delgada pero tenía un cuerpo armónico, —muy elegante, los brazos torneados y un escote firme y generoso acentuado por el vestido estilo imperio, de última moda, que le sentaba de maravilla. El pelo era de un castaño muy luminoso, ondulado, recogido con una sencillez exquisita, la piel blanca, y unos ojos oscuros que miraban con un punto innegable de inteligencia—. Me alegro de conocerte al fin, prima.
—Igualmente. —Isabella caminó buscando una silla pero antes de llegar hasta ella los pasos enérgicos de alguien subiendo las escaleras la hicieron volverse con el corazón en la mano.
—¡Maldita sea, madre! ¿Por qué no sirves el té abajo? —Un hombre alto y espigado hizo su entrada en el saloncito de dos zancadas, era delgado aunque elegante, rubio y de ojos color miel, se detuvo en seco al ver a Isabella y bajó la cabeza en una educada venia. A ella las piernas a punto estuvieron de fallarle y se aferró al respaldo de una silla para no desmayarse. Si ese era su marido, se trataba de un joven realmente atractivo. —Lo siento, señoras, no quería molestar, pensé que estabas sola mamá.
—Caius eres imposible, saluda a lady Isabella.
—Milady —dijo el joven con una sonrisa, no se trataba de Edward Saint-Masen , sino de uno de sus hermanos, lady Esmeralda le había contado que había tenido siete hijos, cinco de ellos vivos y todos varones, Edward era el primogénito y su ojito derecho.
Isabella sonrió y bajó los ojos con timidez—. Es un honor, espero que se sienta bienvenida en nuestra casa. Alice ¿cómo estás, querida?
—Bien, gracias primo ¿de dónde vienes granuja? La comida en el club acabó hace horas.
—Ese no es asunto tuyo, primita, Jared dice que no viene hasta la semana próxima, mamá, se va con los Astor al campo.
—Bien, uno menos en casa... querida —sonrió la matriarca mirando a la joven irlandesa—. ¿Sirves el té por favor?
—Claro, madre. —Isabella se inclinó en el ángulo correcto, sujetó la tetera a la perfección y sirvió el brebaje con una exquisitez que hizo sonreír a Alice Brandon, que sabía lo importante que eran esos detalles para su exigente tía.
—Me han dicho que Lady Jane os sigue acosando ¿es cierto? —comentó la joven mirando a su adorable primo.
—No lo sé, pero creo que prefiere a Emmett, ya que nuestro tesoro se ha casado. —Caius Saint Masen rió, sincero, mirando a Isabella de reojo—. Supongo que se queda con el que más se le parece.
—Que ni lo sueñe —suspiró Esmeralda sorbiendo el delicioso té con leche—. Emmett tiene otras miras...
—Claro, claro —Caius guiñó un ojo a su guapísima y joven cuñada al mismo tiempo que la puerta de cristal del salón se abría de par en par dejando entrar a dos hombres igualmente elegantes.
Isabella se quedó con el sorbo de té a medias y uno de los recién llegados se clavó en la alfombra persa de su madre con la clarísima intención de retroceder y salir corriendo cuando la vio, aunque era imposible dadas las circunstancias.
—Queridos, bendito sea Dios, Isabella, hija. —Esmeralda se puso de pie y sujetó del brazo al más alto de los caballeros para acercarlo a Isabella, roja en ese momento hasta las orejas—. Te presento a Edward, tu esposo.
Muchas veces había fantaseado con el momento de conocer a su marido. Había imaginado horribles pesadillas donde un hombre espantoso, maloliente y degenerado se le presentaba como su amante esposo, otras en las que un príncipe azul de cuento ponía rodilla en tierra prometiéndole amor eterno y muchas otras en las que no era capaz de imaginar, ni lo más mínimo, como sería realmente ese Edward Anthony Saint-Masen que se había casado con ella a través de sus abogados, así que lo que tuvo delante la inquietó, pero no la asustó, simplemente se puso de pie y observó hacia arriba el rostro del hombre con el que debía vivir el resto de su vida.
—Duquesa, es un honor —dijo Edward con esa voz profunda que ella había oído el primer día a través de una puerta. Hizo una reverencia y le besó la mano. Isabella hizo a su vez una pequeña reverencia y dejó la mirada pegada al suelo de pura vergüenza porque aquel hombre, era el hombre más guapo y distinguido que ella había visto en toda su vida—. No sabíamos que estabais todos aquí —continuó, ignorándola inmediatamente—. Caius necesito que vayas a Fleet, hay algún problema en el almacén... Emmett te acompañará, madre no quiero té, gracias, nos vamos en seguida.
—Encantado, soy Emmett, otro Saint-Masen —susurró amablemente el otro elegante joven cerca de ella, Isabella levantó la vista y comprobó que en realidad se parecía mucho a su marido, con unos enormes y sombreados ojos verdes pero cabello oscuro, ondulado y corto—. Vamos hermano, no quiero que se nos haga de noche en ese barrio.
Y eso fue todo. Edward, Caius y Emmett Saint-Masen abandonaron el saloncito de su madre hablando y pisando firme sobre los suelos alfombrados, mientras la recién casada se quedaba con el té frío dentro de su taza intacta, el corazón acelerado y las mejillas arreboladas, era una situación muy humillante y solo pensaba en como podía huir de ella sin perjudicar a nadie. El trato era claro, un matrimonio a cambio de un título de duque, ni cortejos, ni romances, mucho menos amor... pero al menos esperaba un poquito de humanidad, de calidez o de complicidad, miró a sus dos acompañantes y las vio escrutándola con ojos inquisidores, una sonriendo, la joven Alice y la otra con una frialdad que le heló la sangre.
—Milady ¿cuándo vendrá su marido a este cuarto? —Bree, su doncella la miraba con suspicacia mientras ella leía, muy concentrada, un libro de Platón que había hallado en la biblioteca familiar—. Ya llevamos un mes aquí.
—Lo sé Bree. —Subió la vista sin cambiar la postura—. Tal vez no lo haga nunca, no sé, mejor que las cosas sigan como están.
—Pues yo no lo creo. —Bree caminó lentamente y se le sentó enfrente—. Debe consumar el matrimonio, niña, o nada de todo esto tendrá ningún valor, las cosas no funcionan así, no sé que pretenden estos ingleses con nosotras, pero si no hay consumación del matrimonio, mejor es que volvamos a Dublín, él ya tiene lo que quería y usted puede seguir con su vida junto a su familia.
—¡Bree! La miró con los ojos abiertos como platos.
—Ni Bree ni gaitas, niña Isabella, con amor o no, el matrimonio se consuma, es la ley, y su madre me mandó para que la aconsejara, y eso hago.
—¿Y qué quieres? —interrumpió, roja como un tomate—. ¿Qué lo arrastre con un lazo? ¡Por el amor de Dios, prefiero que siga lejos! Le he visto dos veces en este mes y apenas me ha dirigido la palabra, no quiero saber nada de ese hombre.
—Pues es muy guapo y...
—Ya basta, por favor.
Soltó un bufido y concentró nuevamente su atención en El Banquete de Platón aunque el corazón se le salía del pecho por la presión que sentía desde que había pisado la casa de los Saint-Masen . Obviamente había que consumar un matrimonio, lo sabía, no era una lela, pero aunque al principio no dormía mirando la puerta de su dormitorio por si Edward Saint-Masen tenía la brillante idea de visitarla, los días habían ido relajando la prevención y se había resignado a la realidad, su flamante esposo no mostraba el más mínimo interés por yacer con ella y eso, la tranquilizaba.
Antes de viajar a Londres, Renée, su bellísima madre, la había abordado a solas en su cuarto y le había explicado someramente, y mirando al suelo, los deberes conyugales de una esposa. Isabella la había oído sentada en una banqueta, tiesa como un palo, mientras ella hablaba de las necesidades imperiosas que sufrían los hombres... los apetitos y las pasiones que los consumían y la necesidad de que una esposa ahogara esos deseos en el lecho conyugal. Finalmente, y como para tranquilizarla, le había asegurado que aquel sacrificio tenía como recompensa el mayor de los milagros: los hijos. Así que debía acceder gustosa y con ternura, a compartir su intimidad y su cuerpo con su marido.
—Algunos hombres no esperan para consumar el matrimonio, hija, pueden ser muy impacientes —dijo, carraspeando—. Sin embargo, otros pueden esperar a conocer mejor a su mujer, sobre todo si es joven como tú. Tal vez Saint-Masen sea de los segundos y puedas sentirme más cómoda; ya sabes... a su lado.
Al parecer Saint-Masen sí era de los segundos, concluyó, pero no se había molestado en conocerla en lo más mínimo, ni siquiera se acercaba a saludarla cuando bajaba corriendo las escaleras para salir a la calle y ella se encontraba en el salón. Habían cenado solo una vez en la misma mesa después de su encuentro en el salón de té de su suegra, y la había ignorado descaradamente enfocando toda su atención en los otros comensales. La odiaba, pensaba ella, o peor aún, la despreciaba por haber vendido su honor y su título a cambio de unas cuantas monedas.
—¿Milady? La peluquera de Lady Saint-Masen asomó la cabeza por la puerta entornada y la sacó de golpe de sus preocupaciones—.
¿Puedo pasar? No tenemos mucho tiempo.
—Sí claro, Claire, pase. —De pronto se acordó de que esa noche sería presentada a las amistades más íntimas de la familia. Una ocasión muy especial que su suegra había organizado al milímetro, tanto, que había elegido personalmente su vestido de seda marrón oscuro y sus joyas, un broche para el pelo y unos pendientes de rubí que pertenecían a la familia Saint-Masen desde hacía varias generaciones. Se levantó y se dejó hacer con paciencia.
A las siete de la tarde en punto Alice la recogió en su cuarto no sin antes lanzar una sonora exclamación al verla vestida como una princesa. Isabella, con su busto bien modelado por el suave y liviano traje de seda, el pelo castaño recogido en un moño estilo romano y su piel inmaculada resplandeciente, parecía un ángel, le dijo y la sujetó del brazo para llegar juntas hasta el gran salón de la casa donde las esperaban el resto de la familia y sus amistades.
Desde que se habían conocido, la joven la trataba con familiaridad y confianza, y ella lo agradecía, aunque a veces resultara demasiado curiosa e impertinente y la bombardeara continuamente a preguntas personales que Isabella no sabía muy bien como sortear, sin embargo Alice era su única amiga en Londres y tenerla a su lado cuando entró al enorme salón iluminado con cientos de candelabros, la reconfortó.
—Amigos esta es mi nuera, Lady Isabella Saint-Masen —dijo Esmeralda alzando la voz por encima de la charla para ahorrarse las presentaciones individuales. La sujetó por la cintura y la puso en medio del animado grupo como si de un trofeo se tratara. La joven irlandesa miró a su alrededor con una sonrisa tímida y se esforzó en saludar a todo el mundo con cordialidad, con venias que iban y venían mientras la mayoría la desnudaba con la mirada, o al menos eso sentía ella en medio de tantos desconocidos.
—Cuñada, soy Jared, acabo de llegar del campo —la saludó un joven muy apuesto cuando al fin se dispersaron los curiosos—.
Es un honor.
—Lo mismo digo, Jared.
—¿Ya nos conoces a todos?
—Ahora sí —contestó Alice agarrando a su primo del brazo—. A todos... ¿Has visto que chicos más guapos son estos Saint-Masen , Isabella? Son los más perseguidos de Londres, créeme y tú te has quedado con el primogénito, eres las mujer más odiada y envidiada de la ciudad en este momento.
—No seas impertinente primita —bromeó Jared buscando los ojos color chocolate de la joven mujer de Edward, era una belleza esa irlandesa y sintió una ternura instantánea hacia ella—. ¿Te traigo algo de beber?
—Gracias —articuló sudando frío, se giró siguiendo al joven con la mirada y en el movimiento se topó con los verdes y fríos ojos de su flamante esposo observándola con intensidad desde cierta distancia, ni siquiera sonrió, simplemente desvió la mirada y siguió su charla con alguno de sus amigos, Isabella sintió como si le hubiesen clavado un puñal en el pecho, pero respiró hondo, hizo acopio de su pulcra educación y continuó la noche hablando y sonriendo como si todo fuera normal.
La gente la trataba con una mezcla de curiosidad y respeto reverencial, no en vano era la esposa de uno de los hombres más prósperos y prestigiosos de Inglaterra, pero ella los encontró superficiales, fríos y carentes de cualquier interés. Solo una hora después de estar de pie en medio de aquella gente solo aspiraba a salir corriendo para meterse en la cama con un buen libro, pero la noche le traería aún alguna sorpresa.
—¿Duquesa? Se giró y se encontró con su apuesto marido de pie frente a ella. Vestido elegantísimo de negro, con una camisa blanca, Edward Saint-Masen , representaba la esencia de la elegancia de su época, con chaqué y con unas botas lustradísimas, la miraba desde su perfecto rostro varonil, sin ninguna emoción—. ¿Cómo se encuentra en Londres?
—Muy bien, gracias milord. —Miraba al suelo incapaz de sostener esa mirada aguamarina que la atravesaba de arriba abajo.
—Me alegro, mi madre está encantada con sus progresos. Yo espero que usted se adapte y no extrañe demasiado su ciudad y su familia.
—Intento adaptarme, milord, aunque echo de menos mi casa.
—Por supuesto... es natural. —Guardó un incómodo silencio sin nada más amable que decir. La recorrió nuevamente con la mirada y le hizo una pequeña venia antes de darle la espalda para abandonar el salón. Isabella Swan levantó los ojos y lo vio salir dando grandes zancadas, esperó unos minutos más de cortesía y también abandonó la fiesta como correspondía a una esposa decente y recién casada.
Edward Saint-Masen se sentía el más miserable de los hombres cada vez que miraba el rostro angelical de aquella preciosa muchacha, y no lo soportaba. Salió al jardín de su casa, encendió un puro y se quedó mirando la noche estrellada en el más completo silencio.
Dentro de exactamente siete meses, el 13 de noviembre, celebraba su cumpleaños número treinta y uno, una edad lo suficientemente madura como para tener esposa e hijos. Llevaba años buscando un compromiso matrimonial beneficioso y que le ayudara a consolidar su posición social en la convulsa Inglaterra de Jorge IV, el Regente acababa de asumir el poder oficialmente, el 29 de enero de 1820, tras la muerte de su padre víctima de la porfiria, y era el momento óptimo para consolidar su posición y la del resto de su familia, y Isabella Swan había sido la mejor opción posible.
De lo cinco hijos vivos de Edward y Esmeralda Saint-Masen solo uno estaba casado, el segundo, que se había casado hacía dos años con una joven americana de Virginia y se había ido a vivir con ella al Nuevo Mundo como un rico terrateniente, en dos años ya tenían dos hijos, lo que llenaba de orgullo a su madre, pero aún quedaban cuatro más por casar, y él, el primogénito, estaba recibiendo enormes presiones para hacerlo.
Jared ya estaba comprometido con Lady Astor, la tercera hija de los barones de Astor, con lo cual no ostentaría jamás título nobiliario, y Caius y Emmett, brillaban en los salones rompiendo corazones y alguna que otra virtud, pero sin elegir esposa, por lo tanto, lamentándolo mucho, había estudiado la situación de los Swan y había decidido que Isabella, la mayor de las hembras y la única hereda potencial del Ducado de Forks , no era una buena elección, no. Era excelente y había cerrado el compromiso sin siquiera conocerla.
Le daba igual si era pequeña, alta, delgada o gorda, su único atractivo era ese precioso ducado irlandés, uno de los 28 con representación en la Cámara de los Lores. Desde el año 1800, cuando se firmó el Acta de la Unión, Irlanda formaba parte del único reino de la Gran Bretaña y eso les había dado derecho a algunos nobles irlandeses a tener representación parlamentaria, una circunstancia muy favorable para un hombre como él, con mucho dinero, pero con un título de segunda que su padre honraba con pasión, pero que a él se le antojaba pequeño y sin ninguna relevancia.
Los Swan estaban arruinados, el duque lo había perdido casi todo cuando se firmó el Acta de Unión, había vendido tierras y diezmados negocios y a su muerte, en 1815, poco le quedaba salvo una casa decente y elegante en las afueras de Dublín y una pequeña asignación para el mantenimiento de su familia. Luego su hijo mayor, Jacob, había muerto soltero y el título, en el aire, quedaba en manos del posible marido de la hija mayor, Isabella. Una jugada tan brillante que cada vez que la recordaba, sonreía.
Estaba en su club privado cerca de Regent's Park cuando Phillipe Gibbon, un abogado irlandés de bastante prestigio, le había nombrado por primera vez a Isabella Swan.
—La chica es como un trofeo, milord, el que pueda cazarla, caza mucho más que una chica hermosa y saludable, se hace con un título con cuatrocientos años de antigüedad.
No había tardado ni una semana en conseguir toda la información sobre aquella familia, sus títulos, sus propiedades y sus antepasados y en menos de un mes había hecho la propuesta formal de matrimonio al representante legal de la duquesa viuda de Forks , poniendo una dote encima de la mesa tan atractiva que muy pocos se hubieran negado a aceptarla.
En febrero habían firmado los papeles del matrimonio y desde entonces ostentaba oficialmente el título de Duque de Forks , haciéndose cargo del mantenimiento de sus escasas propiedades en Dublín y de la familia, procurando cuidar de ella y buscar un futuro prometedor para sus dos cuñadas, Rosalie y Jessica, de catorce y dieciséis años respectivamente, otro tanto más para asegurar alianzas y ampliar lazos familiares. El negocio era redondo, como siempre que se empeñaba en algo, pero había un factor que lo inquietaba y era precisamente Isabella Swan, su flamante y joven mujer.
La había hecho traer a Londres para cumplir con las formalidades legales y asentar ese matrimonio de cara a la suspicaz sociedad londinense, pero desde su llegada se sentía alterado porque la jovencita irlandesa era bella, demasiado, y languidecía por los rincones de la mansión sin vida ni porvenir, y eso lo atormentaba. La pobre chica había sido una moneda de cambio muy jugosa para su familia, pero le constaba que no era estúpida ni superficial, había oído alguna charla de ella con otras personas y parecía serena e inteligente, y que se sentía una extraña en aquella casa y en medio de aquella familia, y no podía evitar sentirse culpable. De hecho había pensado en dejarla regresar a Irlanda, una vez sellados y firmados los papeles del ducado, pero antes debía consumar el matrimonio, y dejarla embarazada a ser posible, para evitar fisuras, pero no tenía alma ni ánimo para yacer con ella.
Su última amante, Irina Denalli, la experta y díscola mujer de un diplomático ruso con la que se veía a escondidas desde hacía seis meses, le había dicho que la desflorara cuanto antes, para evitar lazos emocionales, pero no había podido hacerlo, aunque se había puesto como plazo una semana para visitarla en su dormitorio y acabar cuanto antes con el mal trago, seguía ahí de pie en mitad de su hermoso jardín sin poder comportarse como un maldito marido con ella.
—Milady, lord Saint-Masen vendrá esta noche. —Bree entró dando trompicones en el dormitorio. Isabella se estaba dando un baño en la pequeña bañera metálica de su cuarto y la miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Su valet, es lo que corresponde.
—¡Cielo Santo! Lo único que pensó era en como podía huir de allí, pero antes de reaccionar Bree ya la estaba secando y peinando el largo y ondulado pelo castaño.
No le habían especificado la hora, así que se sentó en la cama con su precioso camisón de hilo blanco y su bata de seda a esperar rezando y respirando hondo. Edward Saint-Masen era un hombre muy guapo, con los ojos verdes más grandes e intensos que ella había visto en su vida, con un cuerpo atlético y elegante, pero era enorme, al menos la sobrepasaba treinta centímetros de altura y era fuerte, con unas enormes y preciosas manos que ella había espiado en las pocas ocasiones que había tenido la oportunidad de verlo de cerca, y se aterró imaginándolo encima de ella... desnudo. Suspiró y rezó con más convicción, dos horas después el caballero no llegaba y optó por recostarse en la cama para relajarse y controlar el llanto.
—Duquesa. —Una voz varonil la sacó de su duermevela de golpe, Saint-Masen estaba sentado a la orilla de su enorme cama, con una bata de seda negra y la observaba con atención, ella dio un respingo y retrocedió por el colchón—. No tengas miedo, no te haré daño.
—Milord.
—Edward. —Apartó las sábanas y miró con los ojos muy abiertos su precioso cuerpo oculto bajo el camisón de finísimo hilo, sus pechos generosos, firmes y turgentes, sus pezones sonrosados y erectos... se excitó inmediatamente, tragó saliva y siguió observando su abdomen perfecto, liso y suave, sus muslos torneados, estiró la mano y tocó la piel sedosa y tibia de su cuello. Se acercó y buscó su boca infantil y bien dibujada, la joven cerró los ojos y apretó los labios y él tuvo que separárselos con el dedo para acariciarla con la lengua. Ella temblaba como un papel y comprendió que ese no solo era su primer acto de amor, aquella era también la primera vez que la besaban—. Isabella... no tengas miedo, soy tu marido.
Antes de meterse en la cama se sacó la bata y se quedó completamente desnudo, odiaba hacer el amor con alguna prenda encima, como solían hacer sus conciudadanos, no lo toleraba y aunque su joven esposa se escandalizara, era mejor que fuera acostumbrándose a él desde un principio. Se deslizó sobre el colchón y se pegó a su costado, volvió a atraparle la boca con sus besos profundos e intensos mientras con los dedos exploraba por debajo de su delicioso escote; cuando tocó sus pechos firmes y suavísimos soltó un quejido inesperado y Isabella dio otro respingo que lo hizo sonreír y mirarla a los ojos.
—No tengas miedo... esto es natural. —Bajó la boca abierta por su cuello y sus senos, a la par que se ponía encima de ella con pocas ganas de alargar demasiado la agonía.
—¿Duele? —preguntó ella con su enorme marido encima.
Edward Saint-Masen la miró nuevamente a los ojos con esa mirada tan intensa y le regaló una enorme sonrisa. Es muy guapo pensó, sin atreverse a tocar su cuerpo musculoso y suave, sus brazos fuertes y acogedores, su olor a hombre, y a limpio le llenaban todos los sentidos y en medio de su pánico se sentía bien bajo su peso, le gustaban sus besos y su presencia tan cercana.
—Un poco, las muchachas tenéis demasiadas fantasías sobre un acto tan natural como éste. —Le separó las piernas y le palpó su intimidad intacta, la joven creyó morir de la vergüenza y cerró los ojos tensa como una escoba mientras él buscaba la manera de relajarla y dejarla preparada. Finalmente optó por embestirla con contundencia y precisión, ya tendrían tiempo de que ella se relajara.
Cuando Isabella Swan sintió el miembro enorme y duro de su esposo pegado a su abdomen creyó morir, había visto a hombres desnudos, pero ninguno era como aquel, y además estaba excitado y respiraba con fuerza mientras le metía la lengua ansiosa dentro de la boca, finalmente había separado las piernas y había sentido la fortaleza de su masculinidad presionándola, él había entrado en su cuerpo con fuerza y sin respirar. Soltó un grito ahogado, el ardor y la presión de su miembro la llenaron hasta el fondo y sus embestidas casi la hacen desaparecer debajo de su potente cuerpo, de su peso, estaba húmeda pero tensa, y cerró los ojos hasta que él se le desplomó encima gimiendo en su cuello.
—Preciosa —dijo jadeando—, eres preciosa.
Se quedaron así, quietos, un rato que se le antojó eterno, él dentro de ella, llenándola, impidiéndole cualquier movimiento, respirando con fuerza contra su pelo, hasta que se separó sin mucha delicadeza, se sentó en la cama y buscó la bata tanteando el suelo.
—¿Estás bien?
—Sí, milord.
—Bien... buenas noches.
Acto seguido se levantó regalándole una magnífica imagen de su cuerpo esbelto y musculoso, se puso la bata y salió con pasos silenciosos hacia a puerta. Ni siquiera se volvió para mirarla, Isabella se tapó con las sábanas temblando, húmeda e impregnada de su olor y se acurrucó en la almohada llorando.
No volvió a verlo en varios días. A la mañana siguiente despertó entumecida, dolorida y humillada, porque nada más abrir los ojos, su doncella y su suegra entraron en tropel a su cuarto para ver como se encontraba. Medio Londres parecía haberse enterado de la consumación de su matrimonio y Esmeralda Saint-Masen la observó con ternura en cuanto pudo ver en las inmaculadas sábanas la muestra palpable de su virginidad perdida.
Ese primer día como mujer, según las palabras de Bree, las pasó encerrada en su cuarto con bastante confusión en el alma. Su experiencia física no había sido del todo mala, aunque carente de ternura, su marido no había sido un bruto sin remedio y ella recordaba con una pizca de estremecimiento su cuerpo caliente y fuerte, su agradable aroma y sobretodo sus besos urgentes y posesivos que le llenaron la boca de una forma tan pasional.
Edward era un hombre hermoso, y eso ayudaba, concluyó y aunque no pudo mencionar en voz alta ningún detalle de lo que había sucedido, en su mente las imágenes se volcaban con bastante nitidez.
—Buenas noches. —Edward entró al comedor y se encontró con su mujercita sentada junto a su madre, en el lado opuesto de la mesa. Desde su primer, y único encuentro en la cama, la había evitado, no quería intimar más de lo necesario con ella y verla allí, dulce y frágil, vestida de seda color crema le golpeó en el pecho como un puñetazo. El resto de los comensales eran, como no, Alice, Jared y Emmett—. ¿Qué hay de cenar, madre?
—Pollo estofado y crema de verduras, querido ¿Te quedas?
—Creo que no —suspiró viendo como Isabella, sonrojada de manera deliciosa, no lo miraba a la cara—. Me voy al club, llegaré tarde.
—¿Los rusos te han invitado a su velada de hoy? —preguntó con un retintín Alice mirando con algo de lástima a la pobre irlandesa.
—Sí, ¿por qué? —contestó clavándole los ojos glaucos, todo el mundo sospechaba de su aventura con Irina.
—Ten cuidado, primito, solo digo eso.
—¡Alice, qué impertinente! —intervino Esmeralda, Isabella subió los ojos y miró a la prima con cara de pregunta—. No le hagas caso Ed, espero que tengas una buena noche, querido.
Entonces Edward Saint-Masen , flamante duque de Forks , miró a todos los presentes con altanería y sin abrir la boca abandonó el comedor agarrando de manos de su valet el sombrero.
—¿Por qué debe tener cuidado? —preguntó Isabella con inocencia, observó a Alice de frente y ésta la miró con la boca abierta, sus dos cuñados siguieron comiendo sin variar la postura y su suegra dejó la cuchara a medio camino para mirarla con severidad.
—Es solo una expresión —terció Esmeralda.
—¿Te gusta montar, cuñada? Emmett la miró con una sonrisa picarona y esperó paciente a que respondiera.
—Sí, claro.
—Si quieres mañana podemos ir a montar a Hyde Park ¿Alice, te vienes?
—Me encantará, claro.
—No sé, debéis hablar con Edward primero, creo que prefiere que su joven esposa se quede en casa —adujo Esmeralda.
—Eso ya lo hemos notado, madre —interrumpió Emmett— por eso mismo, un poco de aire libre no le vendrá nada mal. De acuerdo, mañana podemos salir a las once ¿os parece?, antes tengo trabajo.
Esa misma noche, sin avisar y de improviso, su marido la visitó nuevamente en su dormitorio. Llegó oliendo a humo de pipa y alcohol, se desnudó y se le echó encima sin hablar, la besó con locura, le arrancó el camisón a manotazos y la hizo suya en un acto intenso y prolongado hasta que se desplomó encima de ella casi sin sentido, exhausto, agitado y silencioso. Isabella lo siguió en el mismo silencio y cuando él se le durmió a su lado, con un pesado y denso sueño, se apartó lo suficiente para no importunarlo y se durmió casi en seguida. A la mañana siguiente él ya no estaba y se levantó pensando en que tal vez no había sido más que un sueño.
Al llegar a Hyde Park en su precioso caballo azabache, la sonrisa se le dibujó en la cara, era la primera vez en más de dos meses que salía a la calle. Se había vestido de amazona y había escogido el caballo con detenimiento en las caballerizas de la familia antes de salir acompañada por Alice y Emmett hasta el parque, el tiempo era espléndido y al pisar el verde césped apretó las riendas y galopó con pericia por la preciosa senda reservada a los jinetes. Cuando sus acompañantes le dieron alcance tenía las mejillas arreboladas y sus dulces ojos negros brillaban de alegría.
—Dios mío, sí que sabes montar.
—Me crié en el campo —explicó—, me encanta montar, hacía tanto tiempo...
—Pues te sienta de maravilla, Isabella —comentó Alice viendo a lo lejos la calesa de Irina Denalli con su amante escoltándola sobre su magnífico ejemplar español. No supo si callar o llamarlo, miró a su primo Emmett y antes de poder reaccionar vio como la joven irlandesa miraba justo en esa dirección descubriendo a su marido—. Vamos hacia el sur...
—¿Quién es? —preguntó con un peso en el pecho, Edward llevaba su montura muy pegada a la calesa descubierta de aquella mujer y se inclinaba hacia ella hablándole con una tremenda sonrisa en los labios, obviamente no sabía lo que decían, pero era evidente la complicidad que compartían.
—La mujer de un diplomático ruso —susurró Emmett, incómodo—. ¡Venga, vamos hacia el sur, vamos a ver quién llega antes!
Una semana después la misma escena se repitió pero no en Hyde Park y no montando. Su suegra había insistido en llevarla a una merienda en los jardines de Saint James Park, donde la mayoría de la buena sociedad londinense se reunía para charlar y compartir algunas viandas. Isabella accedió a regañadientes intimidada por la cantidad de curiosos que solían escrutarla a conciencia cada vez que aparecía, incluso dentro de su propia casa, pero tras muchas insistencias cedió y fue, sola, sin su marido que seguía ignorándola en público, escoltada por sus encantadores cuñados, Caius y Emmett.
Llegaron al parque en calesa, junto a Alice, elegantísimas y disfrutando del buen tiempo, pasearon su encanto por los jardines y saludaron aquí y allá a la gente hasta que la joven duquesa se apartó un minuto para ajustar una de las cintas de sus zapatos y entonces los vio; detrás de unos grandes parterres de rosas, la mujer rusa y Edward charlando uno junto al otro mientras paseaban. Irina, creyó recordar, llevaba un gran escote y mucho maquillaje, unos pendientes de perlas muy sobrecargados que se movían con la inclinación de su cabeza y coqueteaba descaradamente con Saint-Masen tocándolo de vez en cuando con el abanico. Él, guapísimo y elegante de azul oscuro, se inclinaba hacia ella sonriente, embelesado, e incluso tuvo la osadía de pegarse a su oído para susurrarle algo.
Se quedó paralizaba viendo la bonita estampa, una pareja de enamorados disfrutando de su mutua compañía. Respiró hondo y sintió como el corazón se le hacía trizas, sin saber muy bien por qué.
Él no era nadie, su marido sí, pero ni la amaba, ni la deseaba, ni la quería, y ella, se suponía que tampoco. Se llevó la mano al pecho percibiendo los latidos intensos de su corazón, se giró para salir huyendo y vio como Emmett, Alice y su propia suegra la estaban observando con una extraña mirada de lástima en los ojos.
—Vamos —ordenó Esmeralda.
Sin embargo no obedeció, se giró una vez más hacia la pareja y los observó de frente, sin ningún reparo hasta que la mujer la descubrió y tocó el pecho de Edward con su mano enjoyada para advertirle. Éste, con una espléndida sonrisa se agachó para oír las palabras de su amante y subió la vista lentamente hacia su mujer que lo miraba con los ojos serenos e inocentes. Se miraron un par de segundos, sin ninguna expresión, Isabella se volvió hacia sus acompañantes y se alejó de la visión con un frío helado recorriéndole la columna vertebral.
—¿Es ella? —preguntó Irina con su marcado acento ruso.
—Sí...
—Pues creo que empezaré a ponerme celosa, amor, es preciosa, no me habías dicho nada. Es lozana y hermosa y tiene mucha clase.
—No tanto como tú, cielo —respondió zalamero.
—Claro que sí, infinitamente más que yo, querido, ¿Ed? Buscó sus ojos verdes al notar cierta tensión en su voz—. ¿Qué sucede?, deberías ir a saludarla y comportarte como corresponde, ve... a mi no me importa.
—No sé porque la han traído aquí, no sin mi permiso.
—¿Estás celoso?
—¡Pero por el amor de Dios, no es más que una cría! —respondió arreglándose el cuello duro de la camisa—. Ya sabes lo que supone este matrimonio para mí, simplemente no quiero que me avergüence, es joven e inculta, casi una campesina.
—Pues como no te ocupes personalmente de convertirla en una mujer, habrá cola para hacerlo por ti, querido.
—¿Qué dices, Irina? La miró de frente y pudo percibir a la perfección el maquillaje excesivo de su amiga bajo la luz del sol.
—Es joven, bella y está casada con un hombre que la ignora abiertamente, no tardarán en ofrecerle calor, cariño y compañía, sobre todo cuando se convierta en madre y su aburrimiento se haga insostenible.
—No —bufó con convicción—. Ella no es de esas, ella ha sido educada para guardar respeto, reverencia y sumisión a su marido, será una buena madre y se quedará en casa, esa es su vida, eso es para lo que ha sido criada, querida.
—¿Estás seguro?, todas hemos sido criadas para lo mismo, pero ya ves, la vida nos cambia y la soledad y el desprecio de nuestros esposos es muy duro, Ed, querido.
—¿Tenemos que hablar de ella? Se giró buscando a la joven por los jardines y no la vio. Estaba preciosa vestida de rosa pálido, con ese moño tan elegante, sin apenas joyas, con ese rostro angélico cargado de preguntas, suspiró y pensó en su cuerpo generoso, tibio, en su piel dulce y sedosa, y un mazazo le golpeó en el estómago—. ¿Quieres que te traiga una limonada?
Irina le sonrió con picardía y le acarició la pechera azul de su elegante traje como afirmación, así que salió dando grandes zancadas hacia las mesas cargadas de delicias para pedir un vaso de limonada para ella y un whisky para él.
—Ella no se merece esto. —La voz educadísima de su hermano Emmett le llegó por la espalda a la par que le ponía una mano en el hombro. Edward Saint-Masen se giró hacia él frunciendo el ceño.
—¿Quién?, ¿Irina? No le gusta mezclarse con la gente.
—Me refiero a tu esposa, es joven y sensible, no es estúpida, Edward, no la humilles de esta manera. La hemos traído sin imaginar que estarías pavoneándote con tu amante por los jardines, ¿es tan difícil disimular un poco?
—No creo que le importe, Emmett, este no es un matrimonio al uso, así que no me des lecciones de comportamiento con mi esposa, ella no debería estar aquí, no debe mezclarse con nuestros amigos, ni participar en estas reuniones, no es más que una campesina, vosotros la habéis expuesto haciéndola venir —suspiró—. ¡Por Dios santo, yo no quiero ni que abandone su cuarto! Ella no encaja aquí, no la quiero cerca... y discúlpame, pero debo volver con Irina, me está esperando.
—Déjala que se vuelva a Dublín, echa de menos a su familia, su hogar, se lo ha dicho a Alice.
—¡No! Bajó el tono y se acercó a su hermano pequeño—. No hasta que se quede embarazada; después puede hacer lo que quiera, no me importa lo más mínimo.
—¿Es esa una promesa milord? La voz de la joven les llegó clarísima y los dos dieron un respingo girándose en seguida en su dirección. Isabella Swan los miraba con los ojos llenos de lágrimas aunque serena y muy entera, Edward se sintió de pronto el más miserable de los mortales. Emmett hizo amago de avanzar hacia ella para cogerla del brazo, pero ella lo detuvo al repetir la pregunta con claridad—. ¿Me lo promete milord?
—Sí —respondió turbado, la inocencia y la transparencia en sus ojos era tal, que no le podía mentir.
—Le tomo la palabra. Gracias —dijo y se volvió para abandonarlo como a un estúpido, con los dos vasos en la mano y sin ningún argumento.
A partir de ese día los rumores, noticias y cotilleos sobre su flamante esposo y la mujer rusa le llegaban con claridad y abundancia. Las amigas de su suegra y de Alice se los contaban con naturalidad, pensando que tras la humillación pública en Saint-James a ella ya no se le podía ocultar nada. Así supo que Edward le había regalado a su amante una preciosa pulsera de diamantes, un caballo y varios vestidos traídos de París. Que solían acudir juntos al teatro y a los restaurantes de moda y que él bebía los vientos por aquella mujer que debía tener al menos, treinta y cinco años.
Por supuesto a ella no la había llevado a ningún sitio, ni la había incluido en ninguno de sus numerosísimos compromisos sociales, ni siquiera la acompañaba cuando coincidían en alguna velada musical o de poesía en su propia casa, la ignoraba, la espiaba desde la distancia y evitaba cruzar su mirada con ella.
Desde ese desgraciado día en el parque, además, Isabella no había vuelto a besarlo ni a dirigirle la palabra. Se sentía tan humillada por la situación que le tocaba soportar, que lo recibía en su cama con el corazón alterado y con lágrimas en los ojos y aunque él buscara su boca con insistencia, ella lo rechazaba sin hablar, dejando claro de alguna manera que la intimidad que debían compartir era tan incómoda para ella como para él. Edward llegaba, se desnudaba, se hundía en su cuerpo, excitado, la penetraba con intensidad y luego desparecía sin despedirse. No compartían comidas, ni cenas, ni nada en absoluto y su tristeza era tal que su propia suegra empezó a meditar sobre la necesidad de llevársela a Irlanda, antes de que muriera de tristeza y melancolía ensimismada en un silencio pertinaz del que eran incapaces de sacarla.
Su contrato matrimonial estaba claro, ella había cedido su valioso título a cambio de un futuro seguro para los suyos y él lo estaba cumpliendo. Su madre le había escrito dándole detalles sobre el dinero que llegaba mensualmente a su casa, de los lujos que ahora se permitían y de la finca recientemente recuperada en Dalkey, a orillas del mar, que habían perdido tras la muerte de su padre y que ahora, gracias a Edward Saint-Masen , volvían a disfrutar con alegría. Isabella sabía que él cumplía a rajatabla con el trato y ella cumpliría con su parte al precio que fuera, aunque la dignidad se le quedara en el camino, solo debía yacer con él hasta que engendrara un hijo, su heredero, y una vez conseguido el embarazo, desaparecería de Londres y olvidaría a Saint-Masen para siempre.
—Quiero volver a Dublín enseguida, milord —dijo entrando al despacho que tenía Edward en la casa. Había bajado corriendo las escaleras, había golpeado la puerta y había entrado sin esperar respuesta, él subió la vista hacia ella y se acomodó en el respaldo de su butaca haciendo un gesto hacia su asistente para que los dejara solos. Era la primera vez que ella osaba entrar en sus dominios privados y la primera, en un mes, que le hablaba.
—Creo que quedó claro...
—Ya está —interrumpió poniéndose junto al escritorio de roble.
Edward la miró con los ojos verdes como platos y miró su cuerpo con curiosidad—. Así es, milord, el médico acaba de confirmarlo, estoy encinta, cree que nacerá a primeros de año, más o menos, quiero ir a casa para pasar el embarazo y el parto, es lo único que pido.
—¿Es seguro? Se levantó y caminó a su alrededor con una extraña ternura inundándole el corazón. Isabella, vestida con un sencillo vestido de verano y el pelo sujeto en una trenza, estaba resplandeciente, aún más bella, y no dudó un instante en que estaba embarazada. Un hijo... su hijo.
—Completamente, el doctor Brummell espera ahí fuera, puede hablar con él...
—Bien, bien. —Se atusó el pelo y volvió a clavarle los ojos verdes, ella no lo miraba a la cara—. Es una gran noticia, yo... —extendió la mano para tocarla, hubiese querido abrazarla, pero era imposible dadas sus circunstancias y además ella se alejó de él como si su contacto la quemara—. Si el médico lo autoriza, puedes volver a Irlanda, estoy de acuerdo.
—Era un trato, milord, y sé que es hombre de palabra.
—Claro... ¿estás bien?
—Sí, gracias. —Lo miró con sorpresa, no esperaba que a él le interesara lo más mínimo su bienestar—. Estoy bien, solo quiero volver a mi casa, con mi familia.
—Bien. ¡Dios santo! Volvió a atusarse el pelo, un hijo...— ordenaré que inicien los preparativos para el viaje, mi madre se quedará desolada supongo.
—Ha dicho que vendrá para el alumbramiento —Por supuesto.
—¿Milord? El médico y Esmeralda Saint-Masen no aguantaron más y entraron al despacho, emocionados, su madre se lanzó a sus brazos y al fin pudo celebrar la noticia. Palmoteó con orgullo la espalda del doctor y sacó el coñac para brindar por su primer hijo pero cuando levantó los ojos para ofrecer una copa a su esposa, ella ya no estaba allí, había desaparecido sin ruido, provocándole una turbación enorme, respiró hondo y bebió su coñac con los ojos brillantes.