Los personajes de Naruto no me pertenecen, si no a Masashi-Sama. La historia tampoco me pertence. Es una adaptación.

Prólogo

Inglaterra, bajo el reinado de Ricardo 1

Las desgracias siempre llegan de noche.

La madre de Hinata murió durante las oscuras horas de la noche, luchando por traer al mundo una nueva vida. Su joven y aturdida criada, ansiosa por ser la primera en comunicar la triste noticia, despertó a las dos pequeñas para informarles que su querida madre había muerto.

Dos noches más tarde, otra vez fueron arrancadas de su sueño para enterarse de que su hermano recién nacido, Hiashi, así bautizado en honor a su padre, también había fallecido. Su frágil cuerpecito no había sido capaz de soportar el duro esfuerzo de haber nacido con dos meses de antelación.

Hinata temía a la oscuridad. Esperó hasta que la criada hubo abandonado su dormitorio para deslizarse boca abajo desde su gran cama hasta el frío suelo de piedra. Descalza, corrió hasta el pasadizo prohibido, un corredor secreto que conducía a la habitación de su hermana, y a los empinados escalones que descendían a los túneles situados debajo de las cocinas. Se escurrió por el costado del arcón que su papá había colocado frente a la angosta puerta, para evitar que por allí fueran y vinieran continuamente sus hijas. Les había advertido hasta la saciedad que se trataba de un pasaje secreto sólo para ser utilizado en las más extremas circunstancias, y ciertamente no para jugar. Ni sus más fieles sirvientes conocían la existencia de los corredores que comunicaban tres de los dormitorios, y estaba decidido a que las cosas siguieran así. También le preocupaba mucho el que sus hijas se pudieran caer por los escalones y romperse sus bonitos cuellos, y solía amenazarlas con una buena tunda en el trasero si alguna vez las pescaba allí. Era peligroso y estaba prohibido.

Pero aquella terrible noche de pérdida y pesar, a Hinata no le importaba la posibilidad de meterse en líos. Estaba asustada, y siempre que se sentía así, corría a su hermana mayor, Hanabi, en busca de consuelo. Hinata abrió la puerta apenas una rendija, gritó llamando a Hanabi y aguardó a que viniera por ella. Su hermana se asomó, le aferró de la mano y la atrajo hacia sí. Luego, ambas treparon a la cama de Hanabi. Las pequeñas se abrazaron bajo las pesadas mantas, llorando, mientras los atormentados lamentos de angustia y desolación de su padre resonaban por los desiertos salones. Oyeron cómo gritaba el nombre de su madre una y otra vez. La muerte había entrado en su pacífico hogar, llenándolo de congoja.

La familia no tuvo el tiempo necesario para recuperarse, porque los monstruos de la noche acechaban para convertirlos en sus víctimas. A altas horas de la madrugada, los infieles invadieron su casa, y la familia de Hinata quedó destruida.

Papá la despertó al entrar a toda prisa en su dormitorio, llevando a Hanabi en sus brazos. Sus leales soldados, William —el favorito de Hinata, ya que solía darle caramelos de miel cuando su padre no miraba—, Lawrence, Tom y Spencer, iban tras él. Todos mostraban expresiones sombrías. Hinata se incorporó en la cama, frotándose los ojos con el dorso de la mano, mientras su padre pasaba a Hanabi a los brazos de Lawrence y corría hacia ella. Colocó la vela que llevaba sobre el arcón situado al lado de la cama, y después, sentándose a su lado, le apartó suavemente el cabello que le caía sobre el rostro.

Su padre parecía terriblemente triste, y Hinata supuso que conocía la razón.

—¿Mamá ha vuelto a morirse otra vez, papá? —preguntó, preocupada.

—¡Por el amor de...! No, Hinata —le respondió él, con voz fatigada.

—¿Ha regresado a casa, entonces?

—Ah, mi dulce niña, ya hemos hablado muchas veces de lo mismo. Tu mamá no va a volver nunca más a casa. Los muertos no vuelven. Ahora ella está en el cielo. Trata de entenderlo.

—Sí, papá —respondió en un susurro.

Hinata oyó el débil sonido de gritos que provenían de la planta baja, y entonces se dio cuenta de que su padre llevaba puesta la cota de mallas.

—¿Vas a irte ahora a pelear, por el amor de Dios, papá?

—Sí —contestó él—. Pero antes debo poneros, a tu hermana y a ti, a salvo.

Tomó las ropas que Natsu, la criada de Hinata, había dejado preparadas para la mañana siguiente, y vistió apresuradamente a su hija. William se acercó, arrodillándose para ponerle los zapatos.

Su papá nunca la había vestido antes, y ella no sabía qué pensar.

—Papá, debo quitarme el camisón antes de ponerme la ropa, y Natsu debe cepillarme el cabello.

—Esta noche no vamos a preocuparnos demasiado por tu cabello.

—Papá, ¿está oscuro afuera? —preguntó, mientras él le pasaba la túnica por la cabeza.

—Sí, Hinata, está oscuro.

—¿Tengo que salir en la oscuridad?

Su padre detectó el miedo en su voz y trató de calmarla.

—Habrá antorchas para iluminar el camino, no estarás sola.

—¿Tú vendrás con Hanabi y conmigo?

Esta vez le respondió su hermana.

—No, Hinata —le gritó a través de la habitación—. Porque papá tiene que quedarse aquí y pelear, por el amor de Dios —dijo, repitiendo la expresión frecuentemente utilizada por su padre—. ¿No es así, papá?

Lawrence indicó a Hanabi que se estuviera callada.

—No queremos que nadie se entere de que os marcháis —le explicó en un murmullo—. ¿ Puedes ahora estarte callada?

Hanabi asintió con ansiedad.

—Sí, puedo —respondió también susurrando—. Puedo estarme terriblemente callada cuando tengo que hacerlo, y cuando yo...

Lawrence le tapó la boca con la mano.

—Silencio, mi niña dorada.

William tomó a Hinata en sus brazos, y sacándola de la habitación, la llevó por el corredor hasta la habitación de su padre. Spencer y Tom iban delante, iluminando el corredor con brillantes velas. Sombras gigantescas, que se mantenían a su lado, bailoteaban sobre los muros, y el único sonido que se oía era el de sus recias botas contra el suelo de piedra. Hinata asustada, rodeó el cuello del soldado con sus brazos, y ocultó la cabeza bajo su barbilla.

—No me gustan las sombras —gimoteó.

—No van a hacerte ningún daño —la tranquilizó él.

—Quiero a mi mamá, William.

—Ya lo sé, oso meloso.

El tonto apodo con el que él siempre la llamaba le hizo sonreír, y de pronto ya no tuvo más miedo. Vio que su papá pasaba corriendo a su lado, para adelantarse y entrar primero en su alcoba, y lo habría llamado, pero William se puso el dedo sobre los labios, recordándole que debía estarse callada.

Tan pronto estuvieron todos dentro de la habitación de su padre, Tom y Spencer corrieron un gran arcón bajo situado contra la pared, para poder abrir la puerta secreta. Los oxidados goznes gimieron y chirriaron como un cerdo hambriento.

Lawrence y William se vieron obligados a dejar las niñas en el suelo para empapar las antorchas con aceite y encenderlas. En cuanto se dieron la vuelta, Hanabi y Hinata corrieron hacia donde se encontraba su padre, que estaba arrodillado sobre otro arcón a los pies de su cama, revolviendo su contenido. Se pusieron una a cada lado y se alzaron de puntillas, con las manos apoyadas sobre el borde del arcón, para poder atisbar en su interior.

—¿Qué buscas, papá? —preguntó Hanabi.

—Esto —contestó él, mientras levantaba una refulgente caja adornada con pedrería.

—Es terriblemente bonita, papá —dijo Hanabi.

—¿Me la dejas a mí también? —se sumó Hinata.

—No —respondió él—. La caja pertenece al príncipe Nagato, y yo debo ocuparme de que vuelva a su poder.

Todavía de rodillas, el padre se volvió hacia Hanabi y la tomó del brazo, acercándola a él a pesar de sus forcejeos por alejarse.

—¡Me haces daño, papá!

—Lo siento, mi amor —dijo él, aflojando de inmediato el apretón.— No quise hacerte daño, pero es necesario que prestes atención a lo que voy a decirte. ¿Puedes hacerlo, Hanabi?

—Si, papá, puedo prestar atencion.

—Eso está muy bien —aprobó él—. Quiero que lleves esta caja contigo cuando te vayas. Lawrence te protegerá del peligro y te llevará a un sitio seguro muy lejos de aquí. También te ayudará a ocultar este malhadado tesoro hasta que llegue el momento oportuno y yo pueda ir a buscarte, y llevarle la caja al príncipe Nagato. No debes hablarle a nadie de este tesoro, Hanabi.

Hinata rodeó a su padre para ir al lado de Hanabi.

—¿Puede contármelo a mí, papá?

Su padre no hizo caso de la pregunta, y siguió aguardando la respuesta de Hanabi.

—No diré nada —prometió ésta.

—Yo tampoco diré nada —dijo también Hinata, al tiempo que asentía con vehemencia para demostrar que hablaba en serio.

Su padre siguió ignorando a su hija pequeña, porque quería que Hanabi comprendiera la importancia de lo que le estaba diciendo.

—Nadie debe saber que tú tienes la caja, pequeña. Ahora, observa lo que hago —ordenó—. Voy a envolver la caja con esta túnica.

—¿ Para que nadie la vea? —preguntó Hanabi.

—Eso es —susurró él—. Para que nadie la vea.

—¡Pero yo ya la vi, papá! —exclamó Hinata.

—Sé que la has visto —convino su padre. Levantó entonces los ojos hacia Lawrence, al tiempo que decía—: ¡Es tan pequeña...! Estoy pidiéndole demasiado. Santo Dios, ¿cómo puedo dejar que se vayan mis niñas?

Lawrence dio un paso al frente.

—¡Protegeré a Hanabi con mi propia vida y me aseguraré de que nadie vea la caja!

William también se apresuró a ofrecer su compromiso de lealtad.

—Lady Hinata no sufrirá ningún daño —prometió—. Os doy mi palabra, barón Hiashi. ¡La defenderé con mi vida!

La vehemencia de su voz fue un consuelo para el barón, quien asintió con la cabeza para que ambos soldados supieran que su confianza en ellos era absoluta.

Hinata tiró del codo de su padre para atraer su atención. No quería que la dejara al margen. Cuando su papá envolvió la bonita caja en una de sus túnicas y se la dio a Hanabi, Hinata juntó sus manos, expectante, porque supuso que, como le había dado un regalo a su hermana, también le daría uno a ella. Aunque Hanabi era la primogénita y tenía tres años más que Hinata, su padre jamás había mostrado ningún favoritismo.

Le resultaba difícil ser paciente, pero lo intentó. Observó cómo su padre tomaba a Hanabi en sus brazos, depositaba un beso sobre su frente y la abrazaba con fuerza.

—No te olvides de mí, papá —le murmuró—. No te olvides de mí.

Luego, fue hasta Hinata. Ella se arrojó en sus brazos y lo besó sonoramente en la mejilla.

—Papá, ¿no tienes otra bonita caja para mí?

—No, cariño mío. Ahora debes marcharte con William. Dale la mano...

—Pero, papá, yo también quiero tener una caja. ¿No tienes una para que me lleve?

—Esa caja no es un regalo, Hinata.

—Pero, papá...

—Te quiero —la interrumpió, pestañeando para contener las lágrimas mientras la abrazaba fuertemente contra su cota de mallas—. Que Dios te proteja.

—Me ahogas, papá. ¿Puedo turnarme con Hanabi para llevar la caja? ¡Por favor, papá!

Ko, el administrador de su padre, irrumpió en la habitación, gritando. Su entrada sobresalté tanto a Hanabi, que dejó caer el tesoro. La caja se salió de la túnica que la envolvía y rodó por las piedras del suelo con gran estrépito. A la temblorosa luz de las antorchas, los rubíes, zafiros y esmeraldas que la cubrían cobraron vida, lanzando cegadores destellos como si fueran brillantes estrellas caídas del cielo.

Ko se paré en seco, deslumbrado por la belleza caída ante él.

—¿Qué pasa, Ko? —preguntó el barón.

Aunque venía a traer al barón un mensaje de Bryant, el comandante en jefe de sus fuerzas, Ko apenas parecía haberse olvidado de su misión mientras recogía la caja y se la extendía a Lawrence. Entonces, recordando el propósito que lo traía, se volvió hacia su señor.

—Milord —dijo— Bryant me ordenó venir hasta aquí para deciros que el joven Hidan el Diablo y sus soldados han logrado abrir una brecha en el muro de defensa interior.

—¿Se lo vio al barón Hidan? —inquirió bruscamente William.— ¿O sigue ocultándose de nosotros?

Ko se volvió hacia el soldado y lo miro.

—No lo sé —confesó, antes de volver su atención nuevamente hacia el barón—. Bryant también me ordenó deciros que vuestros hombres os están reclamando, milord.

—Iré inmediatamente —anunció el barón, poniéndose de pie. Hizo una seña a Ko, para que saliera de la habitación, y luego fue tras él deteniéndose un instante en la puerta para contemplar a sus hermosas hijas por última vez. Hanabi, con sus bucles castaños y sus mejillas de querubín, y la pequeña Hinata, con los brillantes ojos perlas de su madre y su blanco cutis claro, parecían a punto de romper a llorar.

—Iros ahora, y que Dios os guarde —ordenó ásperamente el barón.

Se marchó. Los soldados se apresuraron a meterse en el pasadizo. Tom llevó la delantera para abrir la puerta al final del túnel y asegurarse de que la zona no hubiera sido ocupada por el enemigo.

Lawrence tomó a Hanabi de la mano e inició la marcha por el sombrío corredor con su antorcha llameante en alto. Hinata iba detrás de su hermana, colgada de la mano de William. Cerraba la marcha Spencer, que volvió a colocar el arcén frente a la disimulada entrada del pasadizo antes de cerrar la puerta.

—Papá nunca me dijo que tuviera una puerta secreta —le susurró Hinata a su hermana.

—A mí tampoco —respondió Hanabi en el mismo tono—. Tal vez se olvidó.

Hinata tiró de la mano de William para atraer su atención.

—Hanabi y yo también tenemos una puerta secreta, pero está dentro de nuestras alcobas. No se lo podemos contar a nadie porque es un secreto. Papá dice que nos dará una paliza si lo contamos .¿Tú sabías que era un secreto, William? —El soldado no respondió, pero ella no se dejó amilanar por su silencio—. ¿Sabes adónde conduce nuestro pasaje? Papá dice que al salir de nuestro túnel se pueden ver los peces del estanque. ¿Es allí hacia donde vamos?

—No —contestó William—. Este túnel nos conducirá bajo la bodega. Ya nos estamos acercando a la escalera, y quiero que te estés bien callada.

Hinata echó una preocupada mirada de soslayo a las sombras que la seguían por las paredes. Se acercó a William, y luego miró a su hermana. Hanabi aferraba la caja enjoyada contra su pecho, pero uno de los bordes de la túnica colgaba bajo su brazo, y Hinata no pudo resistir la tentación de asirlo.

—Puedo turnarme contigo para llevar la caja. Lo dijo papá.

Hanabi se indignó.

—No, no lo hizo —gritó. Giró el cuerpo hacia Lawrence para que Hinata no pudiera acercarse a la caja, y se quejó al soldado—. Lawrence, Hinata ha dicho una mentira. Papá dijo que yo debía llevar la caja, no ella.

Hinata no flaqueó en su decisión.

—Pero yo puedo llevarla por turnos —volvió a decirle a su hermana, mientras intentaba de nuevo agarrar la punta de la túnica, pero retrocedió cuando creyó oír un ruido a su espalda.

Se dio la vuelta para mirar. La escalera estaba oscura como la boca del lobo y no pudo ver nada, pero estaba segura que había monstruos acechando en las sombras, tal vez un fiero dragón esperando el momento de abalanzarse sobre ella. Aterrada, aferró con fuerza la mano del soldado y se apretó contra él.

—No me gusta este lugar —chilló—. Aúpame, William.

En el preciso instante en que el soldado se inclinaba para levantarla con su brazo libre, una de las sombras de la pared saltó sobre ella.

Hinata soltó un alarido de terror, se tambaleó y cayó sobre Hanabi.

—¡Es mía! —gritó su hermana, al tiempo que giraba para evitar chocar con Hinata, mientras la sombra embestía a William.

El golpe le hizo caer de rodillas y se derrumbó sobre Lawrence. Los peldaños estaban resbaladizos debido a la humedad que rezumaban las paredes, y los hombres estaban demasiado cerca de los bordes como para mantener el equilibrio. Cayeron de cabeza en el tenebroso hueco, junto con las niñas. Chispas de las antorchas volaron en todas direcciones, al rodar por los escalones ante ellos.

William trató desesperadamente de proteger a la niña mientras sus cuerpos caían sobre los afilados bordes de los escalones, pero no pudo escudarla por completo, y Hinata se golpeó la barbilla contra un afilado canto.

Aturdida por el golpe, lentamente Hinata se sentó y miró a su alrededor. La sangre empapaba su vestido, y cuando vio que también había sangre en sus manos, se puso a gritar. Su hermana yacía a su lado, boca abajo, sin proferir sonido alguno.

—¡Hanabi, ayúdame! —sollozó Hinata—. ¡Despierta! No me gusta este sitio. ¡Despierta!

Trabajosamente, William se puso de pie con la niña en sus brazos, y apretándola contra su pecho, corrió por el túnel.

—Calla, niña, calla —le decía una y otra vez, sin parar de correr.

Lawrence fue tras ellos llevando a Hanabi. La sangre goteaba de la herida que ésta tenía en la frente.

—¡Lawrence, tú yTom llevad a Hanabi hasta el arroyo! ¡Spencer y yo nos reuniremos con vosotros allí! —gritó William.

—Ven con nosotros ahora —lo urgió Lawrence, haciéndose oír por encima de los chillidos de Hinata.

—La niña está malherida. Necesita que le cosan la herida —replicó William—. Ve ahora. Te alcanzaremos. Dios nos dará alas —agregó, adelantándose.

—¡Hanabi! —aulló Hinata—. ¡Hanabi, no me dejes!

Al acercarse a la puerta, William le cubrió la boca con la mano y le rogó que se callara. Spencer y él la llevaron hasta la cabaña del curtidor, en los límites del muro defensivo exterior, para que Maude, la esposa del curtidor, pudiera coser la herida. La barbilla de Hinata estaba en carne viva.

Ambos soldados la agarraron mientras Maude se ocupaba de ella.

La batalla tronaba peligrosamente cerca, y el ruido se volvió tan ensordecedor que se vieron obligados a gritar para poder oírse.

—Termina con la niña —le ordenó William a la mujer—. Debemos ponerla a salvo antes de que sea demasiado tarde. Date prisa —gritó, mientras subía afuera a montar guardia.

Maude remató la costura con un nudo y luego recorté los hilos sobrantes. Tan rápidamente como pudo, vendó el cuello y la barbilla de Hinata con un grueso vendaje.

Spencer levantó a la niña y salió tras William. El enemigo, con sus flechas incendiarias, había prendido fuego a los techos de paja de varias de las barracas, y bajo esa brillante luz, los tres corrieron hacia la colina donde los aguardaban sus cabalgaduras.

Se encontraban a mitad de la pendiente, cuando desde la cima descendió un tropel de soldados, inundando el lugar. Otro grupo les cerraba el paso por la retaguardia. Huir era imposible, pero los dos valientes se mantuvieron fieles a su deber. Dejaron a Hinata en el suelo, entre los dos, con sus piernas como única protección contra el ataque, se irguieron uno de espaldas al otro, alzaron sus espadas, y lanzaron su último grito de guerra. Los nobles soldados murieron tal como habían vivido, con coraje y honor, protegiendo al inocente.

Uno de los oficiales de Hidan reconoció a la niña, y la volvió a llevar al gran salón. Natsu, la criada de Hinata, al verla entrar en brazos del soldado, avanzó audazmente de entre el grupo de sirvientes que se apiñaban en un rincón, bajo la mirada vigilante de un guardia enemigo.

Le suplicó al soldado que le permitiera ocuparse de la niña. Por suerte, el oficial consideraba a Hinata un estorbo, y se alegré de poder librarse de ella. Le ordenó a Natsu que la llevara arriba y volvió a salir para unirse a la lucha.

Hinata parecía estar sumida en una especie de sopor. Natsu la apretó contra su cuerpo y subió corriendo la escalera, atravesando la galería rumbo al cuarto de la niña, para alejarse de la masacre. Al asir el tirador de la puerta, sintió que el pánico se adueñaba de ella. Se disponía a abrirla, llorando silenciosamente, cuando un repentino estruendo le hizo pegar un respingo. Se volvió en el preciso instante en que se abrían de golpe las pesadas puertas de roble que daban al gran salón. Por ellas irrumpían soldados que llevaban en alto sus ensangrentadas hachas de guerra y las espadas desenfundadas. Ebrios de poder, se volvieron contra los débiles y los indefensos. Los hombres y mujeres desarmados trataron inútilmente de protegerse con sus manos, en un lastimoso intento de defenderse del ataque del afilado acero enemigo. Fue una masacre innecesaria. Horrorizada, Natsu cayó de rodillas, cerró los ojos y se tapó los oídos para no ver ni oír las desesperadas súplicas de misericordia de sus amigos.

Hinata permaneció impasible al lado de Natsu, pero al ver que su padre era arrastrado hasta el interior del salón, corrió hacia la baranda de la galería y se arrodilló.

—¡Papá! —susurró. Entonces vio a un hombre ataviado con una capa dorada, que levantaba su espada sobre su padre— ¡PAPÁ! —gritó.

Esas fueron las últimas palabras que pronunció. A partir de ese momento, Hinata se sumió en un mundo de silencio.

Dos semanas más tarde, el barón Hidan el Diablo de Lockmiere, el joven que había tomado el control de la tierra de su padre, la llamó a su presencia para decidir qué hacer con ella, y sin pronunciar palabra, Hinata le hizo saber qué había en su mente y su corazon.

Natsu tomó a Hinata de la mano y se dirigió hacia el gran salón para presentarse ante el monstruo que había matado al padre de la pequeña.

Hidan, que apenas tenía la edad suficiente para ser considerado un hombre, era un malvado ávido de poder, y Natsu no era tonta. Sabía que con un simple chasquido de sus dedos o un gesto de la mano podía ordenar la muerte de ambas.

Al entrar al salón Hinata se solté de la mano de Natsu y avanzó sola.

Se detuvo al llegar a la larga mesa donde Hidan y sus jóvenes compañeros estaban cenando. Con rostro inexpresivo y las manos colgando flaccidamente a los lados, Hinata permaneció inmóvil, observando al barón con mirada vacía.

Éste tenía una pata de faisán en una mano y un trozo de pan negro en la otra. De la rala barba celeste que cubría su barbilla colgaban restos de grasa y carne. Durante varios minutos, mientras devoraba su comida, ignoró la presencia de la niña, pero recién después de haber arrojado los huesos por encima del hombro, se volvió hacia ella.

—¿Cuántos años tienes, Hinata? —Hidan esperó un largo minuto antes de insistir—. Te he hecho una pregunta —murmuró, tratando de mantener su levantisco carácter bajo control.

—No debe de tener más de cuatro años —sugirió un compañero.

—Apuesto a que tiene más de cinco —dijo otro—. Es pequeña, pero puede que hasta tenga seis.

Hidan alzó la mano, imponiendo silencio, mientras sus ojos seguían clavados en la niña.

—Es una pregunta muy simple. Contéstame, y mientras lo haces, dime qué te parece que debo hacer contigo. El confesor de mi padre dice que no puedes hablar porque el diablo se ha adueñado de tu alma. Quiere que le de permiso para expulsarlo de tu interior, utilizando métodos sumamente desagradables. ¿Te gustaría que te contara exactamente lo que te haría? —preguntó—. No, no creo que te gustara —se respondió a sí mismo, con una sonrisa afectada—. Desde luego, sería necesaria la tortura, ya que es la única forma de expulsar a los demonios, o al menos así me han contado. ¿Te gustaría estar atada a una mesa durante horas mientras mi confesor hace su trabajo? Tengo el poder de ordenar que lo hagan. Ahora, contesta a mi pregunta y date prisa. Dime tu edad — exigió, con un gruñido.

El silencio fue toda la respuesta que obtuvo. Un silencio escalofriante. Hidan advirtió que sus amenazas no la conmovían. Se le ocurrió que tal vez fuera demasiado necia para entenderlo. Después de todo, era la hija de su padre, y qué tonto, ingenuo y estúpido había sido éste al creer que Hidan era su amigo.

—Quizá no responda porque no sabe cuántos años tiene —sugirió su amigo—. Pasa al asunto importante —lo apremió—. Pregúntale por la caja.

Hidan asintió con un gesto.

—Veamos, Hinata —comenzó a decir, en un tono agrio como el vinagre—, tu padre le robó una caja muy valiosa al príncipe Nagato, y me propongo recuperarla. La tapa y los lados estaban adornados con bellas piedras preciosas. Si la has visto, deberías recordarla —agregó—. ¿Tú o tu hermana habéis visto este tesoro? ¡Contéstame! —ordenó, con una voz chillona de frustración—. ¿Viste a tu padre esconder esa caja? ¿Lo viste?

Hinata no mostró ninguna señal de haber oído una sola palabra de lo que le había dicho. Se limitó a seguir mirándolo. El joven barón dejó escapar un suspiro de fastidio y decidió mirarla fijamente hasta intimidarla.

En un instante, la expresión de la niña pasó de la indiferencia al odio. El puro aborrecimiento que brillaba en sus ojos logró amedrentarlo, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y se le ponía la piel de gallina. Era casi un sacrilegio que una niña de tan corta edad demostrará unos sentimientos tan intensos.

Ella le daba miedo. Furioso ante su propia reacción, tan extraña ante una niña que era poco más que un bebé, Hidan recurrió una vez más a la crueldad.

—Eres una niña con un aspecto muy enfermizo, con esa piel tan pálida y ese cabello azulado. La bonita era tu hermana, ¿verdad?Dime, Hinata, ¿estabas celosa de ella? ¿Es por eso que la tiraste por las escaleras? La mujer que te cosió la herida me dijo que Hanabi y tú rodasteis por las escaleras, y que uno de los soldados que estaban contigo le dijo que tú empujaste a tu hermana. Hanabi está muerta, ¿sabes? y es culpa tuya—Se inclinó hacia ella y le apuntó con un dedo largo y huesudo—. Vas a cargar con ese gran pecado por el resto de tu vida, por corta que sea. He decidido enviarte al fin del mundo —anuncié imprevistamente—. Al inclemente y frío norte de Inglaterra, donde vivirás junto a los salvajes hasta que llegue el día en que vuelva a necesitarte. Ahora, sal de mi vista. Haces que se me erice la piel.

Temblando de miedo, Natsu dio un paso adelante.

—Milord —dijo—, ¿puedo acompañar a la niña al norte para cuidar de ella?

Hidan volvió su atención hacia la criada encogida de miedo, que aguardaba cerca de la puerta, y se estremeció visiblemente al contemplar su rostro lleno de cicatrices.

—¿Una bruja para cuidar de otra? —se mofó—. No me interesa si te vas o te quedas. Haz lo que quieras, pero sácala ahora de aquí para que mis amigos y yo no tengamos que seguir soportando su asquerosa mirada.

Al notar el perceptible temblor de su propia voz, Hidan montó en cólera. Tomó un pesado cazo de madera de la mesa y se lo arrojó a la niña. Éste pasó volando junto a su cabeza, a muy pocos centímetros.

Hinata no se sobresaltó, ni siquiera parpadeó. Se limitó a permanecer de pie donde estaba, con sus aperlados ojos brillando de odio.

¿Acaso estaba mirando dentro de su alma? La sola idea le hizo sentir un escalofrío en la columna.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Salid de aquí!

Natsu se apresuré a alzar a Hinata, y salió corriendo del salón. En cuanto se encontraron fuera y a salvo, abrazó a la pequeña contra su pecho.

—Ya terminó todo —susurró —, pronto dejaremos este horrible sitio sin mirar atrás ni una sola vez. Jamás tendrás que volver a ver al asesino de tu padre, y yo no tendré que seguir cuidando a mi esposo Ko. Comenzaremos una nueva vida juntas y, Dios mediante, lograremos hallar algo de paz y de alegría.

Natsu estaba decidida a partir antes de que el barón Hidan cambiara de parecer. La autorización para dejar Dunhanshire había sido una liberación, ya que le permitía dejar a Ko también. Su esposo había perdido el juicio durante el ataque al castillo y estaba demasiado confuso para ir a ninguna parte. Tras haber presenciado la matanza de la mayoría de los soldados y del personal de la casa, y haber salvado el pellejo por muy poco, su cordura se había quebrado y se había vuelto tan loco como un zorro furioso; se dedicaba a vagar todo el día por las colinas de Dunhanshire, cargando su zurrón con piedras y pedazos de tierra a los que llamaba sus tesoros. Todas las noches se preparaba la cama en el extremo sur de los establos, donde lo dejaban en paz para que se retorciera en sus pesadillas. Sus ojos tenían una mirada vidriosa y lejana, y alternaba constantemente entre murmullos acerca de cómo iba a convertirse en un hombre rico, tan rico como el mismísimo rey Ricardo, y gritos obscenos porque estaba tardando demasiado en lograr su objetivo.

Tanto los infieles como su jefe, que reclamaban Dunhanshire para sí en nombre del rey ausente, eran lo bastante supersticiosos como para no atreverse a echar a Ko. Mientras el pobre demente los dejara en paz, lo olvidaban. Incluso se veía a algunos de los soldados más jóvenes caer de rodillas y hacer la señal de la cruz cada vez que Ko pasaba a su lado. Este sagrado ritual servía de talismán contra la posibilidad de contagiarse del delirio del idiota. No osaban matarle, ya que creían firmemente que los demonios que se habían adueñado de la mente de Ko podían apoderarse de ellos y tomar el control de sus acciones y pensamientos.

Natsu sintió que Dios la había dispensado de sus votos matrimoniales. Durante los siete años habían vivido como marido y mujer, Ko jamás le había demostrado ni una pizca de afecto ni le había dicho una sola palabra amable. Creía que su deber como marido consistía en pegarle para obtener su sumisión y su humildad y así asegurar a su esposa un lugar en el cielo, y asumió su sagrada responsabilidad con un gozoso entusiasmo. Ko había sido un hombre brutal y de mal carácter, que de niño había sido vergonzosamente malcriado por padres complacientes, y daba por sentado que podía obtener todo aquello que se le antojara. Estaba convencido que debía vivir una vida de holganza, y permitió que la codicia dominara todos sus pensamientos. Tres meses antes de que el padre de Hinata fuera asesinado, Ko había sido ascendido al envidiado cargo de administrador general, gracias a su habilidad con los números. Tuvo entonces acceso a la enorme cantidad de dinero procedente de los alquileres de los arrendatarios, y descubrió a cuánto ascendía exactamente la fortuna del barón. La avaricia se apoderé de su corazón, y con ella una amargura ácida como la bilis por no haber sido recompensado con lo que él creía que le correspondía.

Ko era también un cobarde. Durante el ataque, Natsu había sido testigo de cómo su esposo había utilizado a Greta, la cocinera y una querida amiga de Natsu, como escudo contra las flechas que llovían sobre ellos desde el patio de armas. Cuando Greta murió, Ko había colocado su cuerpo encima del suyo y había simulado estar muerto. Natsu sintió gran vergüenza, y ya no pudo volver a mirar a su esposo sin odio. Sabía que corría el riesgo de perder su propia alma, ya que despreciar a una criatura de Dios como ella despreciaba a Ko seguramente era pecado. Agradecía a Dios que le brindara una segunda oportunidad para redimirse.

Preocupada de que a Ko pudiera ocurrírsele ir tras ellas, el día fijado para su partida Natsu llevó a la niña a los establos para despedirse.

Llevándola de la mano, entró en la caballeriza donde vivía su esposo. Vió su zurrón, salpicado de sangre y estiércol, colgando de un gancho en un rincón, y frunció la nariz con disgusto. Olía tan mal como el hombre que se paseaba frente a ella.

Cuando lo llamó, él se sobresaltó y luego corrió en busca de su zurrón para esconderlo a sus espaldas. Se agachó hasta casi ponerse de rodillas, mientras movía nerviosamente los ojos de un lado al otro.

—¡Tú, viejo tonto! —murmuró Natsu—. Nadie va a robarte tu zurrón. Vengo a decirte que me marcho de Dunhanshire con lady Hinata y no volveré a verte nunca más, Dios sea loado. ¿Oyes lo que te estoy diciendo? Deja de mascullar y mírame. No quiero que me sigas ¿entiendes?

Ko soltó una risa sofocada. Hinata se acercó más a Natsu, aferrando sus faldas. La mujer se inclinó para tranquilizarla.

—No dejes que te asuste —le susurró—. No permitiré que te haga ningún daño —agregó antes de volver su atención y desagrado nuevamente hacia su esposo.

—Estoy hablando en serio, Ko. No te atrevas a seguirme. No quiero tener que cuidarte nunca más. Por lo que a mí respecta, tú ya estás muerto y enterrado.

Él no pareció prestarle ninguna atención.

—Pronto voy a cobrar mi recompensa... todo va a ser mio... un rescate de rey —alardeó con un sonoro bufido—. Tal como me lo merezco... su reino por el rescate. Todo va a ser mío... todo mío...

Natsu hizo que Hinata volviera la cabeza para poder mirarla.

—Recuerda este momento, niña. Esto es lo que la cobardía le hace a un hombre.

Natsu no miró atrás. Hidan se negó a ordenar a sus soldados que las escoltaran al norte. Le divertía pensar que ambas brujas tuvieran que caminar. Sin embargo, los jóvenes hermanos Hathaway vinieron en su ayuda. Waldo y Henry, arrendatarios del noroeste, les ofrecieron sus caballos de trabajo y su carro para el viaje, y las acompañaron, fuertemente armados, ya que existía la amenaza de merodeadores acechando en los campos, a la espera de la oportunidad de abalanzarse sobre viajeros desprevenidos.

Afortunadamente, el viaje trancurrió sin incidentes, y fueron bienvenidas a la propiedad del solitario barón Hizashi. El barón era tío de Hinata, y aunque se hallaba en buenos términos con la corona, se le consideraba un forastero y, por lo tanto, muy raramente era invitado a la corte. Por sus venas corría sangre de las Highlands, por lo que lo veían como alguien poco fiable e incluso un poco inferior.

Tenía un aspecto un tanto atemorizador, con su más de un metro con ochenta de alto, su cabello negro muy rizado, y su permanente ceño fruncido. Hidan había enviado a Hinata a casa de este pariente lejano como castigo, pero su exilio a los confines de Inglaterra resulté ser su salvación.

Aunque el aspecto de su tío fuera aparentemente hosco e inaccesible, bajo esa fachada latía un gran corazón. En realidad era un hombre afable y canñoso, que con sólo una mirada a su desdichada sobrina, supo inmediatamente que ambos eran almas gemelas. Le dijo a Natsu que no pensaba permitir que una niña se entrometiera en su pacífica existencia, pero enseguida se contradijo, dedicando todo su tiempo a curar a Hinata. La quiso como un padre, y se impuso la obligación de lograr que volviera a hablar. Hizashi deseaba oírla reír, pero le preocupaba el que tal vez sus aspiraciones fueran excesivas.

Natsu también se impuso la misión de ayudar a que Hinata se recuperará de la tragedia que se había abatido sobre su familia. Dormía en la misma alcoba que la niña para poder calmarla y tranquilizarla cuando las pesadillas hacían que Hinata se despertara gritando. Pero después de pasar varios meses mimándola y consolándola sin obtener ningún resultado, la criada de la pequeña dama estaba a punto de ceder a la desesperación.

Firmemente guardados dentro de la mente de la niña se hallaban encerrados fragmentos e imágenes sueltas de esa terrorífica noche en la que murió su padre. A su corta edad, le resultaba difícil separar la realidad de la imaginación, pero recordaba con claridad el forcejeo por quedarse con la caja cubierta de pedrería, cuando trataba de quitársela a su hermana para poder tenerla en su mano, y luego cuando rodaban por los escalones de piedra que llevaban a los túneles situados bajo el castillo. La mellada cicatriz de su barbilla probaba que no lo había imaginado. Recordaba los gritos de Hanabi. También recordaba la sangre. En sus borrosos y confusos recuerdos, tanto Hanabi como ella estaban cubiertas de sangre. La pesadilla que la atormentaba en las oscuras horas de la noche era siempre la misma. Monstruos sin cara, con rojos ojos llameantes y largas colas como látigos, perseguían a Hanabi y a ella por un lúgubre corredor, pero en esos pavorosos sueños jamás era ella la que mataba a su hermana. Eran los monstruos.

Una de esas noches, durante una terrible tormenta, finalmente Hinata habló. Natsu la despertó para sacarla de su pesadilla, y luego, tal como ya era rutina, la envolvió en una de las sencillas y suaves mantas escocesas de su tío, y la llevó al lado del fuego.

La rolliza mujer acunó a la pequeña en sus brazos, y comenzó a hablarle en voz baja.

—No está bien que te portes así, Hinata. Durante el día no pronuncias palabra, y de noche pasas todo el tiempo aullando como un lobo solitario. ¿Eso pasa porque tienes guardado todo el dolor dentro de ti, y necesitas sacarlo afuera? ¿Es así, pequeño ángel mio? Háblame, pequeña. Cuéntame lo que abruma tu corazón.

Natsu no esperaba ninguna respuesta, y estuvo a punto de dejar caer a la niña de cabeza cuando escuchó su tenue susurro.

—¿Qué has dicho? —preguntó, en un tono un poco más seco del que se proponía.

—No quería matar a Hanabi. No lo hice a propósito.

Natsu rompió a llorar.

—¡Oh, Hinata, tú no mataste a Hanabi! Te lo he dicho más de mil veces. Yo oí lo que te dijo el barón Hidan. ¿No recuerdas que apenas te saqué del salón, te dije que estaba mintiendo? ¿Por qué no me crees? El barón Hidan estaba siendo cruel contigo.

—Está muerta.

—No, no lo está.

Hinata alzó la mirada hacia Natsu para adivinar, por su expresión, si le estaba diciendo o no la verdad. Deseaba y necesitaba creerle con desesperación.

—Hanabi está viva —insistió Natsu con un gesto afirmativo—. Hazme caso. Por terrible que sea la verdad, nunca, jamás te mentiré.

—Recuerdo la sangre.

—¿En tus pesadillas?

Hinaya asintió.

—Empujé a Hanabi por las escaleras. Papá me llevaba de la mano, pero me soltó. Ko también estaba allí.

—Tienes todo mezclado en tu cabecita. Ni tu papá ni Ko estaban allí.

Hinata apoyó la cabeza sobre el hombro de Natsu.

—Ko está chiflado.

—Sí, si lo está —convino Natsu.

—¿Tú estabas en el túnel conmigo?

—No, pero sé lo que pasó. Cuando Maude te cosió la herida, uno de los soldados que estaba en el túnel contigo se lo contó. Despertaron a tu hermana y a ti, y os llevaron a la alcoba de tu padre.

—¿William me llevaba en brazos?

—Si

—Afuera estaba todo oscuro.

Natsu la sintió estremecerse y la abrazó.

—Sí, fue en la mitad de la noche. Hidan y sus soldados habían abierto una brecha en el muro de defensa interior

—Recuerdo la pared abierta en el cuarto de papá.

—El pasadizo secreto llevaba a las escaleras que daban al túnel. Había cuatro soldados con tu padre, cuatro hombres a los que confió vuestro bienestar. Tú los conoces, Hinata. Allí estaban Tom, Spencer, Lawrence y William. Spencer fue quien le contó a Maude lo sucedido. Ellos os condujeron por el pasadizo secreto, portando antorchas para iluminar el camino.

—Se supone que yo no debo hablar de mi puerta secreta.

Natsu sonrió.

—Sé que tienes una también en tu cuarto —dijo.

—¿Cómo te enteraste? ¿Te lo dijo Hanabi?

—No, ella no me lo dijo —replicó la mujer—. Todas las noches, yo te metía en tu cama, pero la mayoría de las mañanas amanecías en la cama de Hanabi. Me imaginé que habría un pasadizo, porque sé que no te gustan los lugares oscuros y el vestíbulo que debías atravesar delante de tu alcoha era un sitio muy oscuro. Tenias que haber encontrado otro camino.

—¿Vas a pegarme por haber hablado de él?

—¡Oh, cielos, no, Hinata! Yo jamás te pegaría.

—Papá tampoco me pegó nunca, pero siempre decía que lo haría. Estaba bromeando, ¿verdad?

—Sí, así es —respondió Natsu.

—¿Papá me llevaba de la mano?

—No, él no fue con vosotras por el pasadizo. No habría sido honorable escapar de la batalla, y tu padre era un hombre honorable. Se quedó junto a sus soldados.

—Yo empujé a Hanabi por las escaleras, y luego tenía sangre. No lloró. Yo la maté.

Natsu soltó un suspiro.

—Sé que eres demasiado pequeña para entenderlo, pero así y todo quiero que lo intentes. Hanabi se cayó por la escalera, y tú también. Spencer le contó a Maude que le parecía que William había perdido el equilibrio y caído sobre Lawrence. El suelo de piedra estaba resbaladizo, pero William insistía en que alguien lo había empujado.

—Tal vez fui yo quien lo empujó —exclamó Hinata con tono preocupado.

—Eres demasiado pequeña para hacerle perder el equilibrio a un hombre grande. No tienes tanta fuerza.

—Pero quizás...

—No tienes la culpa de nada —insistió Natsu—. Es un milagro que ninguna de vosotras haya muerto. Sin embargo, necesitabas que te cosieran la herida, y por eso William y Spencer te llevaron a casa de Maude. William se quedó afuera, montando guardia, hasta que la batalla se acercó demasiado. Maude me contó que estaba desesperado por ponerte a salvo, pero desgraciadamente, cuando ella terminó de coserte la herida, los soldados del barón Hidan habían rodeado el patio de armas y ya no había posibilidades de escapar. Fuiste capturada y llevada de regreso al castillo.

—¿ Hanabi también fue capturada?

—No, pudieron sacarla antes de que descubrieran el túnel.

—¿Dónde está Hanabi ahora?

—No lo sé —reconoció Natsu— Pero tal vez tu tío Hizashi pueda decírtelo. Es posible que lo sepa. Mañana debes ir y preguntárselo. Te quiere como a una hija, Hinata, y sé que te ayudará a encontrar a tu hermana. Estoy segura de que ella también te echa de menos.

—Tal vez se haya perdido.

—No, no se ha perdido.

—Pero si se ha perdido, debe estar asustada.

—Niña, no se ha perdido. Está a salvo en alguna parte, fuera del alcance de las garras del barón Hidan. ¿Me crees ahora? En lo más hondo de tu corazón, ¿crees que tu hermana está viva?

Hinata asintió. Comenzó a enroscar un mechón del cabello de Natsu en su dedo.

—Te creo —musitó, bostezando—. ¿Cuándo va a venir papá para llevarme a casa?

Los ojos de Natsu volvieron a llenarse de lágrimas.

—¡Ay, mi amor, tu papá no puede venir por ti! Está muerto. Hidan lo mató.

—Puso un cuchillo en la barriga de papá.

—Santo Dios, ¿lo viste hacerlo?

—Papá no gritó.

—¡Oh, pobre ángel mío...!

—Tal vez Maude pueda coserlo, y entonces podría venir a buscarme.

—No, no puede venir a buscarte. Está muerto y los muertos no vuelven a la vida.

Hinata soltó el mechón de Natsu y cerró los ojos.

—¿Papá está en el cielo con mamá?

—Claro que sí.

—Yo también quiero ir al cielo.

—No es tu momento para ir. Primero tienes que vivir una larga vida, Hinata, y luego podrás ir al cielo.

Hinata apretó muy fuerte los ojos para no llorar.

—Papá murió de noche.

—Sí, así es.

Transcurrió un largo rato antes de que Hinata volviera a hablar. Era un murmullo casi inaudible.

—Las desgracias siempre llegan de noche.

Continuará...