Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.
La historia es mía y está registrada en Safe Creative. ¡No apoyes el plagio!
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Canción del Capítulo:
Everything has change — Taylor Swift Ft Ed Sheeran
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Capítulo 5: Todo ha cambiado.
—¿Pecosa?
Fue la única palabra que Edward pudo articular, palabra cargada de incredulidad, al ver a la decidida joven que apareció a través de la puerta, como si un ángel viniera descendiendo desde el cielo. Tragó pesado, la situación era irreal, tanto, que creyó sentir como su corazón se detuvo, para después comenzar a latir enloquecido.
Ahí frente a él, estaba ella…, la culpable de sus nuevos sueños y renovadas pesadillas, real, hermosa y peligrosa. Celestial visión que no pudo dejar de recordar y presumió —o más bien esperó— no volver a ver nunca más; sobre todo a esos profundos y achocolatados ojos, que otra vez lo fulminaban.
Consternado, observó cómo sus rosados labios se abrieron para lo que Edward sospechó sería una nueva muestra de desprecio, sin embargo, fue todo lo contrario:
―Ciertamente, el señor Cullen ―dijo Isabella con sus ojos centelleando astutos y atrevidos―, debería dejar de llamarme «pecosa», si quiere que usted y yo, tengamos una conversación civilizada.
Aquella audaz, pero a la vez educada llamada de atención, sacó a Edward de su estado de estupor. De inmediato intentó recomponer su compostura, frente a la pequeña mujer que lo desafiaba con la mirada; que ella fuese la candidata destinada a resolver sus problemas, no podía ser más que una alocada y mala jugada del destino.
Sin duda, no era el único que pensaba lo mismo.
Si bien Isabella, estaba plantada frente a él, con un aparente y deslumbrante aplomo, tampoco le cabía en la cabeza tamaña coincidencia. Que aquel sujeto imposiblemente guapo —que la trató la noche del estreno del Cascanueces, como si fuese un vil guiñapo— y el hermano de Alice —el supuesto señor gruñón, barbón y panzón que ella imaginó—, fuesen el mismo hombre, le provocó ganas de salir corriendo.
«¡Trabajar para semejante insolente será como saltar de un avión sin paracaídas!», pensó, lamentándose de nuevo de haber accedido a la elocuencia de Alice. No obstante, Isabella no era una persona que se amilanara frente a los desafíos y, por sobre todas las cosas, tampoco rompía sus promesas.
Esas fueron las razones que la llevaron a comenzar la entrevista, con una inteligente y encubierta advertencia: «Cuidado, usted y yo podemos conversar, solo si actúa como un caballero». Sin embargo, si Edward volvía a comportarse como un maleducado, no dudaría en decirle unas cuantas verdades, partiendo por aquel «idiota» que picaba en la punta de su lengua desde que abrió la puerta, aunque eso le significara perder la oportunidad de trabajo.
―Civilizada conversación que por supuesto, tampoco incluye la palabra idiota…―contestó Edward adivinando el rumbo de sus pensamientos y una sonrisa torcida se dibujó en sus labios recordando que, lo que más le gustó de los apasionados ojos de la bailarina, fue verlos enojados―. Pase, señorita Swan…—su voz bajó un par de tonos al hacer aquella invitación, se podría decir que hasta fue seductor, claro que Edward, no estuvo consciente de haberlo hecho.
La realidad de las circunstancias a las cuales se estaba enfrentando, es que estaba asustado, aterrorizado de los irracionales sentimientos que le provocaba Isabella Swan; inadmisibles sensaciones que prometió, no volver a experimentar.
Lo poseyó un deseo incontenible de salir de la oficina, quería llamar a Alice y reprocharle cual demente, cómo había sido capaz de mandar a semejante mujer, pero sería una actitud por lejos insensata. Primero, porque no conocía a la chica en lo absoluto como para quejarse de ella. Segundo, porque dejaría al descubierto lo herido que aún estaba su corazón y tercero, si su hermana había elegido a Isabella de entre todas sus amigas para cuidar de Anne, era porque la chica era capaz y de su absoluta confianza.
Sintió que no tenía escapatoria.
«¡Maldición! ¡No me puede estar pasando esto! —gruñó frustrado en su interior, pensando en que necesitaba una nueva niñera con urgencia y reparando además, en que tenía un solo postulante y ese era, aquel cándido demonio que intuía, sería su absoluta perdición—. ¡No seas marica, Edward! ¡Es tan solo una mujer! ―Se reprochó de inmediato, al notar el rumbo que tomaban sus reflexiones―. Mujer que necesito únicamente por ahora… —intentó auto convencerse—, puedo despedirla en cuanto vuelva de Las Vegas. Ya veré qué hago después…»
Isabella tomó una profunda respiración y se animó a dar el primer paso hacia el descortés y engreído hermano de Alice, sentando muy regio detrás de un enorme y cristalino escritorio, vestido con un impresionante traje tan negro como el ónix, que resaltaba aún más, el estremecedor verdor de su mirada.
Curiosa, hizo una rápida exploración de la oficina.
Detrás de Edward había un ventanal idéntico al de la recepción, hacia la derecha una blanca muralla, donde se hallaba una mesa de dibujo con su respectivo sillín forrado de cuero blanco, encima de ella, lápices, reglas y un plano lleno de prolijos trazos, que se le asemejaron a un moderno edificio. Por sobre la mesa de dibujo, una larga repisa negra, que hacía contraste con el níveo muro, llena de libros que asumió, eran aludidos a la profesión de Edward. Hacia la izquierda un negro y largo buró, sobre este descansaban varios planos extendidos y una grandiosa maqueta; en la muralla, también alba, colgados tres cuadros en blanco y negro de antiguas y preciosas construcciones. A continuación del extenso mueble, una biblioteca donde había más libros, algunas fotos y dentro de un cristalino aparador, una dorada medalla ―que se le asemejó como a la de las olimpiadas― pendía de una larga cinta roja.
«Mi hermano es un importante arquitecto…», recordó las palabras de Alice, imaginando en que quizá la medalla, era alguna especie de premio. Aquello la impresionó, ya que Edward se veía bastante joven.
Finalmente detuvo sus decididos pasos cuando estuvo frente al escritorio, entremedio de dos sillones tan blancos —como en el que estaba sentado Edward—, sin saber muy bien qué hacer; si sentarse sin permiso o esperar a que él se levantara, para ofrecerle el asiento.
Bella lo observó esperando alguna reacción de su parte, mientras Edward contemplaba ensimismado la pantalla del moderno ordenador, que yacía a la izquierda de él. Aquel extraño y rebelde cabello, que llevaba la noche en que se conocieron, estaba más corto y bien peinado, tanto, que en vez del estúpido engreído que ella creía que era, aparentaba ser un niño bueno de mamá, como el príncipe azul que todas las chicas sueñan o como el primer novio, que tus padres desean que lleves a casa: Exitoso, elegante, guapo y correcto. Claramente para Isabella, Edward era todo lo contrario a eso; bueno, exceptuando lo guapo y por lo visto exitoso.
«¡Mierda!», maldijo Edward, clavando la vista en la pantalla de su albo iMac, pretendiendo concentrarse en el levantamiento 3D en que trabajaba, para no volver a mirar las piernas de Isabella Swan, las cuales eran hermosas y torneadas, y por supuesto, mucho menos alucinar con la cremosa piel que se traslucía, tras las incitantes medias con diseño.
Después de todo, pese a que no le gustaban las bailarinas, era un hombre y las atléticas piernas de la muchacha, le parecieron increíbles. Carraspeó para retomar la seriedad que ameritaba la reunión, se acomodó en el asiento y se armó de valor para enfrentar a Bella, que expectante esperaba alguna reacción de su parte.
―Tome asiento, Isabella…―ofreció educado y recriminándose mentalmente por su actitud poco profesional. ¡¿Cómo era posible que estuviera mirando con lujuria las piernas de la «supuesta» futura niñera?!
Isabella se sentó cruzando un tobillo detrás del otro y omitió las gracias, el agradable tono que ocupó Edward, no la engatusaba. La prueba fehaciente para su desconfianza fue que el arquitecto, no se había puesto de pie para ofrecerle el asiento; aunque a decir verdad, jamás esperó a que se comportara como un caballero.
―Bien…―dijo Edward sonriendo con aquella sonrisa atrevida que lo caracterizaba y calló unos segundos, como si estuviese analizando las palabras que iba a ocupar―. Obviamente después de su respetuosa advertencia, como consecuencia de mi maleducado proceder de la última vez, estimo que sería correcto comenzar con buenos días, ¿no cree?
Al escucharlo, Bella tuvo ganas de estallar en carcajadas y a la vez de confrontarlo, para preguntarle si él creía que ella era estúpida. El discurso de Edward iba impreso de varios sentimientos, un toque de diversión y sobre todo cargado a la ironía, pero del que con seguridad carecía, era el arrepentimiento. Por lo visto el hermano de Alice, disfrutaba sacando de las casillas a las personas.
Bella decidió jugar el mismo juego, escondió una sonrisa y usando la misma acentuación contestó―: Buenos días, señor Cullen.
―Buenos días, señorita Swan ―correspondió Edward, ignorando la entonación de la respuesta y dándose cuenta con terror de cómo le gustaba que la rebelde muchacha, que pasó horas recordando, ahora tuviera un nombre y de cómo disfrutaba pronunciarlo.
Decidió echar a un lado por un momento, las alarmantes emociones que lo abrumaban y abocarse al tema de real importancia, que los convocaba; empero, no renunciaría a hostigarla, ver enojada a Isabella, empezaba a convertirse en una irresistible adicción.
―Sus referencias, por favor…―pidió Edward, tendiendo una de sus grandes manos hacia ella, incitándola a que se las entregara.
Bella hizo lo que le pidió, buscando dentro de su bolso.
―Así que… ¿es usted amiga de mi hermana del ballet? ―Investigó el arquitecto con genuina curiosidad.
No recordaba que Alice haya mencionado a la chica antes, pero si era sincero, él nunca retenía los nombres de sus amigas ―salvo el de las antiguas compañeras del colegio―, ya que cuando ella se empeñaba en nombrarlas, era cuando pretendía emparejarlo por enésima vez.
«¡Diablos! ¿Será este uno de sus maquiavélicos intentos?», lucubró comenzando a cabrearse, sinsabor que de inmediato desechó. Alice no sería capaz de jugar con una situación, en la que estuviese involucrada Anne.
«¿No es, obvio?», quiso responder Bella, dado a lo evidente de la consulta, sin embargo, se mordió la lengua y confirmó con un conciso―: Sí ―entregándole sus referencias, dobladas con esmero, dentro de un sencillo sobre.
Edward las tomó, de un diestro movimiento las sustrajo de su envoltura y comenzó a leer, como si en las pocas líneas que describían los estudios y elementales trabajos de Isabella Swan, fuese a descubrir importantes pormenores de su vida.
La verdad es que estaba intrigado por saber cualquier cosa, incluso la más mínima, de la chica que se había colado en sus pensamientos de forma permanente y que por más que lo intentaba, no lograba expulsarla; aunque también la lectura le servía para evadir, al menos por unos miserables minutos, los castaños ojos de la muchacha, tan llenos de vida y que además lo hipnotizaban.
Bella observó inquieta como las expresiones de Edward mutaban mientras leía, como se levantaban o fruncía sus pobladas cejas y como sus ojos brillaban con más intensidad al leer algo, que ella supuso era de su interés.
«Tiene bellas manos», admiró los largos y níveos dedos que firmes sostenían las dos hojas.
―¿Hace cuánto que vive en París, Isabella? ―Edward preguntó de pronto, sin dejar de leer.
―Casi siete meses…―contestó Bella, pensando en qué tenía que ver esa información con la entrevista de trabajo.
―¿Le gusta? ―Insistió, razonando que era una coincidencia «demasiado increíble», que la chica que estaba sentada frente a él, fuese originaria de la ciudad que estaba próximo a visitar.
«Esto me lo explicará, Alice», pensó sin querer darle mayores vueltas a la asombrosa casualidad, esperando que fuera nada más que eso. Todavía quería tener fe en su hermana.
―Mucho ―contestó Bella y esbozó una sonrisa enorme y sincera.
Los meses que llevaba en París, habían sido inolvidables; tanto que, a pesar de que extrañaba a su madre con demencia, deseaba quedarse a vivir en «La ciudad del amor» de por vida.
―Veo que es norte americana…―advirtió Edward, posando sus penetrantes ojos en ella, constatando un hecho del cual ya se había percatado. El adictivo acento que Bella tenía al hablar la delataba, pero decidió que esa era una buena oportunidad, para volver a picarla y disfrutar de sus enfurruñados gestos―. ¿Habla perfecto francés?
―¿No lo acaba de leer en mis referencias? ―inquirió Bella, alzando la ceja derecha, comenzando a sentirse indignada, no en vano llevaba varios años estudiando el idioma; para ser específicos, desde que ella ingresó a la secundaria.
―Quien sabe…―dijo Edward encogiéndose de hombros, la incredulidad y la perversa diversión iba impresa en sus palabras―, el papel aguanta mucho… Tal vez solo habla lo básico y yo necesito una niñera que hable correctamente. Además, aquí no especifica ninguno de sus datos personales, más que su ciudad de procedencia y tampoco tiene experiencia cuidando niños, pese a eso deduzco que le gustan, si no, no estaría aquí esta mañana. ¿No le explicó mi hermana las condiciones del trabajo?
Bella frunció el entrecejo y sus labios se abrieron incrédulos. Quiso callar a Edward recitándole un «maravilloso y educado» sermón o en el mejor de los casos, meterlo dentro de una caja y mandarlo directo a Abu Dabi o a un lugar, donde nadie pudiese escuchar sus irreverencias. No obstante, guardó silencio. No le daría en el gusto, no le demostraría que había logrado su objetivo y ella, estaba ofendida con su insultante perorata.
En vez de eso, irguió su espalda y asesinos clavó sus ojos en los de Edward. Intercambio de miradas del cual parecía irradiar rayos y centellas. Mientras la guerra, verde contra chocolate, comenzaba; Isabella hábil, contestó—: Creí que las reseñas personales, estaban obsoletas o mejor dicho, no permitidas en los currículum y por supuesto que me las explicó, no tendría la desfachatez de estar sentada aquí, si no hubiésemos conversado largo y tendido sobre las condiciones del trabajo, pero Alice también recalcó, que era más bien un trabajo de compañía y no de crianza, y creo que para esa labor, estoy perfectamente capacitada.
Edward luchó para esconder su sonrisa.
―Sí, es cierto —aceptó con seriedad, cuando lo logró—. En eso último, tengo que estar de acuerdo con usted. De la crianza de Marie Anne, sólo me preocupo yo.
Al escuchar la categórica afirmación, vino a la mente de Isabella, parte de la conversación que tuvo con Alice, el día anterior:
—Mi hermano es un poco, ¿cómo decirlo…? Obstinado. Es muy cabezota, no le gusta recibir ayuda de nadie, con suerte la mía y solo cuando viaja. Tiene esta extraña fijación que Marie Anne, es únicamente responsabilidad de él y de nadie más…
Ese argumento fue el culpable que Isabella, estuviese aguantando las presunciones de Edward Cullen; porque esa escueta, pero decidora información, le enterneció el corazón. Había imaginado un solitario padre junto a su pequeña hija, una vívida imagen que ahora tenía rostros, el de Edward y el de la preciosa niña de ojos verdes, que pícara sonreía dentro del plateado marco de fotos, encima del cristalino escritorio; trivial adorno que la conmovió aún más, al extremo de casi olvidar, lo enojada que estaba con el cínico hombre que tenía en frente.
«¡Apenas te conozco y ya te odio, Edward Cullen! —articuló en su interior, frustrada en demasía—. ¡Gracias a ti me estoy convirtiendo en bipolar!»
―Pero verá, Isabella…—continuó Edward, trayendo de vuelta a la muchacha de sus contrariadas cavilaciones—. Este no es un puesto de trabajo como cualquier otro, estamos hablando del cuidado de mi hija. No creerá que dejaré pasar por alto, detalles tan importantes como sus referencias personales. ¿Usted, lo haría?
―Por supuesto que no ―Bella aceptó de mala gana, ese era un argumento que no podía rebatir.
—Bien, ya constatados sus impecables antecedentes académicos y hemos llegado a un acuerdo —Edward sonrió con regodeada amabilidad—, ahora hágame el favor de contestar las siguientes preguntas…—dio vuelta las referencias, tomó un lápiz y con una letra que se veía prolija, desde donde la bailarina estaba sentada, escribió dos o tres palabras que ella no alcanzó a descifrar. Luego, levantó la vista del blanco papel, para centrar sus ojos hermosos e intensos en Bella, y preguntó—: Señorita Swan, ¿es usted casada?
―¡¿Qué?!
La mera pregunta hizo que la compasión que Bella sentía, se esfumara en una milésima de segundo.
―Si tiene marido. No veo la dificultad de la pregunta —insistió Edward, irrevocablemente hechizado, por los exasperados gestos de la chica; como fruncía sus rosados y tersos labios, unía sus perfiladas cejas o elevaba la derecha para desafiarlo.
―No ―negó categórica y levantó la mano izquierda mostrándole el dorso, para que Edward corroborara que no llevaba alianza.
―La falta de un anillo de matrimonio, no quiere decir nada, señorita Swan. Quizá es casada y su marido es un tacaño…
Bella estuvo tentada en cerrar todos los dedos y solo dejar levantado el dedo del medio, sin embargo, estoica aguantó la pesadez, bajó la mano izquierda a su regazo y la entrelazó con la derecha.
«¡Demonios, serás mi perdición, Isabella Swan!», Edward pensó horrorizado, al darse cuenta de cómo había deseado con desesperación un «no», como respuesta. Aun así, no estaba del todo conforme con la breve información, por lo que obstinado insistió:
—Entonces, ¿ha estado alguna vez casada?
Bella imaginó que si ella fuese un dibujo animado, en ese momento le estaría saliendo humo por la orejas.
«¡Qué insistente!», resopló cansada e indignada lo regañó—: ¡Cómo se le ocurre! ¡Tengo veinte años! ―Se cruzó de brazos e hizo un infantil mohín, considerando la incipiente ronda de preguntas de lo más insolente, al presumir que Edward, la estaba tratando de vieja.
«¿Será que me veo de más edad?», estuvo tentada de sacar el espejo de mano de su neceser de cosméticos, para contemplar su reflejo.
―Mi madre a los veinte años, ya estaba casada y tenía dos hijos —apuntó Edward, pagado de sí mismo.
―Estamos en el siglo XXI…
―Siendo así, asumo que no tiene hijos.
―No.
―Perfecto, al menos ahora, ya sé su edad…—Edward aceptó conforme, tomó el lápiz y volvió a escribir detrás de las referencias.
Bella suspiró aliviada al no tener sobre ella, aunque fuese por un momento, esos penetrantes ojos —que se le asemejaron a dos esmeraldas— que la intimidaban. Era como si Edward, estuviese tratando de averiguar hasta sus más recónditos secretos.
—Continuemos…—indicó el arquitecto, volviendo a mirarla directamente—. Si no tiene marido, no ha estado casada y no tiene hijos, ¿tiene novio?
―¿Esta es una entrevista de trabajo o sobre mi vida privada?
Al escucharla sobrepasada, Edward se largó a reír a carcajadas y Bella no pudo hacer más, que perderse en las masculinas y musicales risotadas y en los alegres ojos que se pusieron chinitos, causándole unas adorables arruguitas en los cantos externos. Esa sonrisa no era cínica, mucho menos ladina, era sincera y hermosa, al extremo que por un instante, creyó ver a otro Edward y no el que ella suponía que era: Un anciano gruñón, atrapado en el cuerpo de un buenmozo joven.
―Señorita Swan…—dijo Edward intentando recuperar el aire—. No estoy interesado en lo más mínimo en su vida íntima, solo quiero asegurarme que no tendrá distractores en su trabajo. Usted…—su voz bajo dos tonos y en esa ocasión, la sensualidad estampada en cada palabra, fue pronunciada de manera absolutamente consiente—, tiene que ser una persona capaz de satisfacer mis necesidades…
―¡¿Sus necesidades?! —chilló Bella, alarmada al oír la sensual cadencia de la afirmación y sin explicación aparente, su corazón comenzó a latir desbocado.
―De atender a mi hija, Isabella.
―Ah, eso…—la joven exhaló con alivio.
―¿Qué otras necesidades presumió que eran? —preguntó Edward disimulando una perversa sonrisa y retozando en la fascinación de irritarla.
―Olvídelo —masculló, desviando la mirada para centrarse en cualquier punto de la habitación, que no fuera el hombre que de pronto le recordó, a un agente interrogador de la CIA.
―Bueno, ¿tiene o no tiene novio? —Edward volvió a la carga y al hacer la pregunta, con pánico reparó que una parte muy profunda de su ser, suplicaba porque la respuesta fuese negativa.
―¿Importa?
—Claro que importa —discutió, pero ahora su argumento era verídico, pues estaba enfocado cien por ciento en el bienestar de Anne—. No pretenderá que si tiene novio, permitiré que vaya a visitarla, para que usted tal vez protagonice una impúdica escena en el living de mi casa, frente a los inocentes ojos de mi hija.
―¿Cómo en las películas? —cuestionó Bella mitad incrédula, mitad divertida. Juzgando la analogía de lo más burda.
―Como en las películas —Edward estuvo de acuerdo.
―¡Eso es absurdo! Usted me ofende, señor Cullen.
―Reconozca que existe la posibilidad.
Bella no quería admitir que Edward tenía razón, pero su naturaleza empática, que la urgía a ponerse en el lugar de él, comprendía que si ella fuese la madre de la hermosa niña que sonreía en la foto, tampoco querría una mujer suelta de cuerpo como niñera, por lo que rendida aceptó:
—Sí, pero «ese», no es mi caso —aclaró a pesar de que no tenía por qué, pero sintió que debía hacerlo. Dejarle en claro al arrogante hermano de Alice, que ella no era ninguna casquivana, si no que una chica buena y decente.
―Entonces, si no existe tal posibilidad, debo asumir que no tiene novio…—concluyó Edward, con cierto alivio.
―No.
«¡Dios, mío! ¡Qué exasperante mujer!», refunfuñó Edward en su mente, ante las constantes evasivas de Isabella para entregar información. Comenzaba a perder la paciencia, no estaba acostumbrado a hacer preguntas y que las personas al responder, se fueran por las ramas.
—No, entiendo. Explíquese, Isabella, ¿tiene o no tiene novio? —demandó.
―Sí, tengo.
Al oír la lamentable confirmación, un dejo de desilusión se apoderó del arquitecto, pero decidió dejarlo para más tarde, junto con todos los perturbadores sentimientos que la chica le generaba y así, cuando estuviese en la soledad de su habitación, poder recriminarse por permitirse jugar ese —al menos para él— peligroso juego.
―¿En qué trabaja?
―¿Necesita también su registro dental? —Bella soltó sarcástica, no entendía qué tenía que ver Riley con todo esto.
La molesta ronda de preguntas particulares era para ella, no la aceptaba, pero la entendía, ya que por muy amiga que fuese de Alice, para Edward era una completa desconocida y él, solo se estaba cerciorando de la seguridad de su hija.
―En lo más mínimo —Edward negó con la cabeza y sonrió para el mordaz humor de la muchacha—. Solo quiero comprobar que no sea un sicópata.
―Está bien…―Isabella accedió vencida, después de todo, la información no era secreto de estado―. Es mi compañero en la compañía de ballet.
―¿Cómo Billy Eliot? ―Edward incrédulo, levantó sus cejas, haciendo alusión a Jasper. No le cabía en la cabeza como una chica tan linda como Bella, estuviera de novia, según él, con un afeminado.
«¿Qué va mal con estas mujeres? ¿Tendrán algo especial los maricas? ―renegó también recordando a su hermana―. No, definitivamente, no.»
―¿Qué? ―inquirió Bella, sin comprender a qué se refería.
―No importa ―dijo Edward, desestimando la pregunta. De pronto esa valiosa información sobre el novio de Bella, le produjo una inexplicable calma―. Presumo que ya no tengo que preocuparme por las escenas impúdicas...
―¿A qué se refiere con esa conclusión, señor Cullen? ―insistió Bella, presintiendo que el insolente hermano de Alice, iba a salir con un comentario homofóbico.
―A nada, Isabella…—dijo con suavidad, restándole importancia a sus dichos, aunque sinceramente su espíritu estaba complacido, convencido de que si él fuese Bella y tuviese un novio bailarín de ballet, también hubiese estado reticente a responder.
Una sonrisa de oreja a oreja se desplegó en los labios de Edward, permitiéndole a Isabella, ver todos sus blancos, relucientes y alineados dientes. Quiso darle un puñetazo. Nadie en este mundo podía tener esa deslumbrante sonrisa y ser al mismo tiempo, un individuo tan despreciable.
Sin dejar de sonreír y mucho menos de contemplarla, Edward llamó a su secretaria, la que se presentó ante ellos segundos después, le entregó las referencias de Isabella ordenándole que las investigara y sigilosa como llegó, salió de la oficina para cumplir la orden de su jefe.
―Bueno, ahora que ya hemos aclarado esos puntos —Edward retomó la conversación, una vez que estuvieron solos— y mientras Emily constata que usted no sea una asesina ―Bella rodó los ojos―, le explicaré mi situación lo más simple y rápido que pueda.
―Lo escucho ―lo instó la bailarina, deseosa de no oír más sandeces y se abocaran de una vez por todas, respecto al trabajo.
―Vulturi Constructions… ―comenzó Edward―… es una empresa con filiales en varios países del mundo, así como también, está asociada a importantes constructoras y a la vez, muchas compañías externas contratan sus servicios. Aquello implica para mí que en algunas ocasiones, más de las que yo quisiera, viajar al extranjero y dejar a mi pequeña hija, al cuidado de otras personas. Esta es una de esas ocasiones y lamentablemente, me ha tomado de improvisto, ya que la niñera ha renunciado por motivos familiares.
La última frase, Edward la pronunció casi con cuidado y cruzó los dedos para que la joven, no reparase en la repentina renuncia y se le ocurriera preguntar qué es lo que había pasado. No sabía si iba a poder esconder de forma adecuada, las fechorías de su hija y qué decir del atentado contra la ropa de Zafrina, si cada vez que lo recordaba, a pesar de lo enojado que estaba con Anne, se partía de la risa como un crío.
―Entiendo…―consintió Bella y para suerte de Edward, sus especulaciones no se centraron en Anne.
Más bien dedujo que a la mujer debía haberle pasado algo grave, como para dejar el trabajo de la noche a la mañana, ya que Alice le había dicho que era una excelente paga.
―Y como ve ―prosiguió el arquitecto con su relato―, necesito con urgencia una nueva niñera, ya que mañana debo viajar a Las Vegas.
—¿Las Vegas? ―preguntó Bella, impresionada por la coincidencia que en sus más remotos pensamientos, hubiese vislumbrado.
―Como escuchó, Isabella ―confirmó Edward y no pudo evitar perderse en el brillo anhelante y amoroso, que destellaron sus ojos achocolatados.
Para Edward fue hermoso. Ver la conexión que la joven tenía con la ciudad por el simple hecho de nombrarla, le hizo preguntarse qué es lo que Isabella había dejado atrás al venir a París. Por un instante deseó sentir ese anhelo o lazo, con algo o alguien, hace muchos años que Edward ya no esperaba nada de la vida.
―¿Extraña «La ciudad del pecado», señorita Swan? ―La duda escapó de la boca de Edward sin siquiera reflexionarla, la necesidad por averiguar más cosas de la chica, era más fuerte que él―. Es mundo abismalmente distinto a París.
―Lo es ―admitió Bella―, pero para mí, no es «La ciudad del pecado», es la ciudad donde vive la gente que amo ―rebatió, pero no lo hizo furiosa, como Edward esperó, sino que pronunciando las palabras con nostálgica dulzura.
Edward observó asombrado, como de pronto frente a él, tenía a otra Isabella. Ya no existía la muchacha rebelde y que estaba a la defensiva ―por culpa de sus insolencias, por cierto―, ahora parecía dulce y llana a contestar sus preguntas, por lo que decidió guardar para sí, lo que él pensaba de Las Vegas: ciudad de drogadictos, alcohólicos, prostitutas y ludópatas.
―¿Sus padres? ―indagó una vez más.
―Mi mamá…
Para Edward no pasó desaperciba, la devoción con que la bailarina, había nombrado a su madre.
―¿A qué se dedica su mamá?
―Es educadora de párvulos ―contestó llena de orgullo, porque para Bella su madre, era una mujer digna de admiración.
Renée Higginbotham era la prueba en vida, que cuando crees que todo está perdido, la fe mueve montañas; cada obstáculo que superó, ahí estuvo Isabella como testigo. De la nada, solo con su amor, fortaleza y tenacidad, había logrado criar una hija, estudiar y tener una vida bastante más feliz, que muchas de las personas que jamás han tenido problemas de dinero.
―Quizá…―dijo Edward evaluándola, preguntándose si sería capaz de soportar que su ropa se convirtiera en queso gruyere―, llegó el momento de probar que usted, también lo lleva en la sangre…
―¿Lo de educadora de párvulos? ―cuestionó Bella, divertida con la analogía.
Ella creía que ni en un millón de años, le llegaría a los talones a Renée.
―Exacto…―concordó el joven padre, decidiendo que la respuesta para el eventual asesinato de la ropa de Bella y todo lo que tuviera que pasar, se la dejaría al destino―. Bien Isabella, cabe decir… que aunque nuestra escueta conversación, no me dice mucho de usted, aparte de que es una destacada alumna y bailarina, que asumo le gustan los niños, tiene veinte años, habla perfecto francés y tiene un novio… ―Edward frunció el ceño y negó con la cabeza―. Olvídelo... El punto es, que debido a la premura de la situación y yo no tener el tiempo suficiente para buscar a alguien de confianza, supongo que no me quedará más, que confiar en el criterio de mi hermana.
―¿Eso quiere decir que estoy contratada?
«Bienvenido a tu propio infierno, Edward Cullen», sentenció el arquitecto, claramente perturbado y como nunca agradecido de su viaje de negocios, así podría escapar lejos y no tener que ver a Isabella. No obstante, sus gestos y postura no demostraron el temor que experimentaba, mucho menos se notó cuando con convicción contestó―: Claro, si usted acepta.
Bella, solo pudo asentir, estaba algo desorientada a esa altura de la entrevista. Edward, la había hecho pasar por todos los estados emocionales, para de pronto postular de la nada, que lo único que valía después de todo lo que habían conversado, era la opinión de Alice. De nuevo, quiso darle un puñetazo.
Edward, al ver la respuesta silenciosa pero positiva de la joven, se puso de pie, con pasos felinos rodeó el escritorio, llegó hasta ella y le ordenó―: ¿Vamos?
―¿Dónde? ―inquirió Bella, especulando por qué loca prueba la haría pasar ahora, después de la larga ronda de incómodas preguntas.
―Mañana me voy a Las Vegas, ¿recuerda? ―explicó Edward, como si fuese algo de lo más obvio.
―¿Y?
―Y no pensará que la dejaré a cargo de mi hija, el mismo día que me vaya. Ahora mismo iremos por sus pertenencias para que se instale, presentarle a Anne y explicarle las reglas de la casa.
―¡¿Usted va a llevarme?! ―chilló la joven, alarmada de la rapidez con que habían avanzado las cosas y de tener que estar en un espacio cerrado, que implicase menos de diez metros cuadrados, con Edward Cullen.
―Temo que tendré que sacrificarme ―soltó con indiferencia y encogiéndose de hombros―. Después de usted…
―¡Pero yo aún necesito preguntarle muchas cosas! ―Pidió Bella algo frustrada, dándose cuenta de que por estar discutiendo con Edward, ella había aceptado el trabajo, sin haberle hecho ni una miserable consulta.
―¿Salario? ¿Prestaciones médicas? ¿Horario, días libres? ¿Cómo es Marie Anne? Todas esas preguntas y más, me las puede hacer en el camino. Señorita Swan…
Edward hizo un galante gesto con una de sus grandes manos, invitándola a salir de la oficina, cosa que Bella hizo algo azorada pensando en que jamás imaginó, que se podía acariciar su nombre, con tan solo pronunciar las palabras.
Bueno al fin Bella y Edward se han encontrado, ¿qué pasará ahora?
Ansiosa espero sus teorías y lindos comentarios...
Esperando que las que puedan estén cuidándose en casa, nos leemos pronto!
Besos
Sol
