High School DxD no nos de nuestra propiedad, pertenecen a sus respectivos autores.

Grimlouck: pensamos igual. En verdad la idea principal, si mal no recuerdo, era tener un equipo únicamente de humanos, pero no lo vimos muy claro. Ciertamente Kuroka no sentía amor hacia Issei, sino aprecio y respeto, como has mencionado. Después de todo, podía haber intentado matarla, pero no lo ha hecho, sino todo lo contrario. De no ser usuario de Senjutsu no habría podido ver a través de su fachada. Aparecerán, pero ya en su momento lo leeréis.

AeroSmith 21: eso solo pasa en los animes ja, ja, ja.

Guest: tiempo al tiempo. Aún queda para su aparición.

Este fic contiene/contendrá violencia, palabrotas y demás cosas. Leedlo bajo vuestra responsabilidad, que yo ya lo he puesto en categoría M.

Hacemos esto por simple diversión, sin ánimo de lucro.

—comentarios normales

pensamientos


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Capítulo 5:

LA HECHICERA


En el país de Inglaterra, más precisamente en su capital, Londres, cierta mujer de largos y ondulados cabellos dorados caminaba con una adorable sonrisa por las calles de la ciudad, disfrutando de aquel día soleado, algo no muy normal en aquel país. Como era costumbre, la capital estaba muy concurrida a mediodía, pero aquello no dificultaba su caminar. Muy acostumbrada a ello estaba.

—Ahhh, qué maravilloso día. Ojalá brillara un sol como este más a menudo —Murmuró mientras alzaba la mirada, sonriendo complacida al sentir como su cuerpo se calentaba gracias al astro rey—. Quizás la próxima vez viaje al sur. Aunque claro, Londres ya es casi lo más al sur que se puede estar en Inglaterra…

Al sur se encontraba la costa de Dover, y junto a esta, el Canal de la Mancha, cuyo clima podía llegar a ser peor que el londinense sin siquiera tener que proponérselo. No por nada la Armada Invencible española cayó allí, después de todo. Y el próximo lugar al sur que tuviera buen clima era…, Francia…

Brrr. El solo pensamiento de tener que ir a país galo le hacía estremecerse. No era que los franceses le hubieran hecho algo aún, pero…, bueno, eran franceses. Y sus visitas al país al otro lado del canal no habían sido precisamente placenteras tampoco. Pese a toda la parafernalia diplomática que profesaban los galos en sus relaciones diplomáticas, la verdad era que el ciudadano promedio bien podría aprender una cosa o dos de aquello.

De pronto detuvo su andar, siendo su sonrisa de alegría por una mueca de pura tristeza al observar a su alrededor.

Y, ciertamente, lo que observaba era para deprimirse.

A cierta distancia podía observar una edificación de cierto tamaño con algunas chimeneas. No parecía fuera de lugar en la gran ciudad, pero aquello no era lo que le entristecía. No, lo que provocaba que se le oprimiera el pecho era la gran masa de niños y niñas que ingresaban, sucios, apresurados, al interior del lugar, seguramente a empezar su siguiente turno de trabajo. Sabiendo la hora, era presumible que aquellos pequeños eran de los pocos privilegiados que tenían un descanso durante su faena, seguramente para almorzar lo que fuera que tuvieran o pudieran conseguir por ahí.

Era otra de las caras que se observaban en la por otra parte gran ciudad. Lejos del centro, uno podía encontrarse frente a frente con las duras realidades de muchas personas y familias que luchaban por sobrevivir en aquel ambiente hostil y pobre, donde no era inusual trabajar más de doce horas al día por unas pocas monedas mientras se arriesgaba la propia piel al contacto con la peligrosa maquinaria que manejaban.

El lugar geográfico tampoco ayudaba. Las calles eran estrechas y sucias, y parte considerable de las viviendas aún no contaba con el moderno sistema de cañerías que había elevado de estatus la ciudad hacía algunos años. La iluminación tampoco había calado profundamente en la zona, y los ropajes de los ciudadanos presentes dejaba mucho que desear incluso para aquellos que no pertenecían a la clase alta de la sociedad.

Se preguntó internamente cuantos de aquellos niños en un futuro no muy próximo ingresarían a los cuarteles como soldados, dispuestos a obtener gloria y aventuras pese a que podrían no volver nunca a pisar su tierra. Para muchos, el morir con honor vistiendo el uniforme rojo del ejército en algún pedazo de arena olvidado más allá de los mares era algo mucho mejor que la mísera existencia que aquí tenían.

De esa forma al menos podían asegurarse ropa, comida y una paga constante, aunque magra, para apoyar a sus familias.

Y no es que fuera difícil para ellos asegurarse una plaza en las prestigiosas fuerzas armadas de la nación. Las guerras coloniales en lugares lejanos del Imperio se sucedían una tras otra en los últimos años, y pese a que uno normalmente pensaría que aquello agotaría las ansias de pelea de los ciudadanos, las glorias y logros obtenidos siempre resultaban en un orgullo nacional que provocaba nuevas oleadas de reclutas dispuestos a expandir los territorios de Su Majestad.

Y la única razón por la que no eran llamados locos por el resto del mundo era porque los otros imperios de Europa hacían lo mismo.

Era el año mil ochocientos ochenta y dos y el Imperialismo Europeo estaba despegando cada vez con más fuerza. Quizá, en solo cuestión de unos pocos años, el mundo estaría aún más dominado por aquella minoría respaldada por tecnología, dinero y acero.

Una campanada sonó a lo lejos. Revisó su reloj de bolsillo, haciendo una pequeña mueca al revisar la hora. Debía irse pronto. Además, si seguía en aquel lugar vistiendo ropas claramente superiores en calidad a la de todos los presentes, sin dudo pronto se vería envuelta en problemas. No era que no pudiese defenderse, pero prefería no tener que recurrir a la fuerza. Por el bien suyo y el de los demás. Se acercó a la carretera, alzando la mano. Un carro se detuvo a su lado. Los caballos relincharon ante tal brusco acto por parte del conductor, el cual les dio un par de golpes suaves como disculpa.

La mujer indicó el lugar al cual quería que la llevase, sorprendiendo al cochero, pero no era quién para preguntar: sus clientes pagaban y él no preguntaba. Así era el negocio. Fue un trayecto un tanto lento para el gusto de la mujer, pero llegó un poco antes de la hora que tanto había esperado durante aquel día. El cochero se despidió luego de recibir su pago. La mujer se volvió para encarar las enormes puertas de acero de aquella residencia.

La majestuosa mansión de la familia Pendragón se alzaba ante ella. A pesar de no residir ya allí, pues la mansión había pasado a manos de su hermano mayor luego de la muerte de sus padres durante un naufragio cuando iban a los Estados Unidos, eran numerosas las veces en las que Le Fay volvía para contemplar sus bellos muros o sus amplios y cuidados jardines. Pero había un par de motivos que superaban a cualquier otro. Los guardias abrieron las puertas al reconocer a la mujer, quien saludó educadamente. Atravesó el camino principal, disfrutando del agradable olor de la hierba, las flores y los árboles. La primavera traía muchas maravillas al país, y ver la floración era algo digno de admirar en aquella mansión.

— ¡Tía, tía!

Un par de niños aparecieron de pronto por entre los árboles, corriendo con gran alegría en dirección a la hechicera. Uno de cabellera oscura y otra de cabellera más clara, aunque sin llegar a rubio, y ambos poseían unos ojos azules que demostraban su procedencia, o al menos que estaban emparentados con la mujer.

— ¡William! ¡Rose!

Con gran alegría se agachó para abrazar a sus amados sobrinos. Hacía un par de semanas que no les veía, por lo que grande era su dicha. Con sus diez y seis años, aquellos pequeños angelitos, que eran numerosas las ocasiones en las cuales podía afirmar que de angelitos tenían poco, eran la alegría de la casa. No pudo evitar volver a su infancia, cuando siempre iba detrás de su hermano a todos lados, ocasionando algún que otro desastre, sobre todo cuando las habilidades de cada uno hicieron acto de presencia. Siempre recordaría con algo de vergüenza cuando incendió parte de la mansión por accidente con su magia, o cuando su hermano destrozó otra parte usando a Caliburn.

— ¿Cómo os estáis portando? ¿Vuestros estudios van bien? ¿Jugáis mucho? Espero no hayáis roto nada.

Los dos niños se taparon la boca con las manos, ocultando sus sonrisas. Le Fay sonrió, teniendo la total certeza de que esos dos pequeños monstruitos habían hecho alguna trastada seria. Con cada uno agarrado por una de sus manos, caminaron hasta el interior de la mansión, donde un hombre anciano, bien vestido y afeitado, realizó una profunda reverencia.

—Miss Pendragón, un placer volver a verla. Tiene su habitación lista para su estancia.

—Muchas gracias, señor Dornez. Es usted tan eficaz como siempre.

—Es un honor su halago, duquesa.

—Ohhh, vamos señor Dornez. No hace falta que se dirija a mí de esa manera. Llámeme por mi nombre.

—Me temo que eso no puedo hacerlo, por lo menos en público.

Ambos se sonrieron. El mayordomo principal de la mansión había cuidado de cuatro generaciones de la familia Pendragón. Creció con su abuelo, cuidó a su padre, y posteriormente también a su madre, luego a ella misma y su hermano mayor y por último a la cuarta generación.

—Está bien. ¡Pero en privado no quiero oír que me hables por otro nombre o título!

—Por supuesto…, Le Fay.

Con una sonrisa de satisfacción y una sonrisa divertida, la ahora conocida como Le Fay Pendragón, hija de los antiguos Duques de Camelot, hermana menor del actual Duque, mano derecha del Rey, atravesó los amplios pasillos de la mansión. Podría atravesarla incluso con los ojos cerrados al conocer cada centímetro de ese enorme edificio. Siendo casi arrastrada por sus sobrinos, Le Fay acabó ingresando en la sala del té, como era conocida una de las pequeñas salas de la mansión, lugar dedicado única y exclusivamente a tomar el famoso té de las cinco.

Al entrar vio a una mujer sentada en uno de los cómodos sillones, acariciando con una mano su abultado vientre mientras que con la otra servía un par de tazas. No era café, sino té, como era de esperarse.

—Has llegado increíblemente puntual —Comentó la mujer al escuchar el reloj marcar las cinco de la tarde.

Le Fay dirigió primero su mirada al vientre y luego a la dueña de aquel abultamiento. Soltó las manos de sus sobrinos, saludando cariñosamente a su cuñada.

—Tengo el don de llegar a donde quiero cuando quiero.

—Eso no es un don. A eso se le llama ser puntual.

—Es casi lo mismo.

Ambas se rieron con alegría.

—Elaine, me alegro de verte. ¿Cómo está el pequeño? —Preguntó Le Fay mientras colocaba su mano en el abultado vientre de su cuñada.

—Estoy bien, gracias por preocuparse.

—Ohhh Elaine. Hace más de una década que somos familia. Ya sabes que puedes tutearme —Se quejó haciendo un adorable mohín mientras se sentaba en el asiento libre.

—Me disculpo, Le Fay. Supongo que a una nunca se le van los viejos hábitos, aunque hayan pasado tantos años desde que dejé de ser una criada —Se excusó Elaine mientras se sentaba con un poco más de cuidado.

Los dos niños procedieron a salir afuera para seguir jugando luego de que su tía les prometiera jugar todo el día con ellos, al menos al día siguiente.

—En momentos como este te envidio un poco.

— ¿Deseas ser madre? Pues deja de espantarlos.

Le Fay sonrío ante la broma de su cuñada.

—No, no está en mis planes casarme o ser madre.

—Aún mantengo la esperanza de tener sobrinos, pero si eres feliz, entonces nosotros también lo somos.

—Me alegro, pero me refería a usar esa vestimenta. No soporto esta moda. Me siento asfixiada y encerrada en mis propias ropas. Tú estás embarazada, por lo que puedes ir más suelta.

—No te creas que tanto. Estos corsés de maternidad son un fastidio. El único momento en que me siento libre es cuando me voy a la cama.

—Coincido.

— ¿Y qué tal va todo por allí fuera? Apenas y puedo salir a los jardines de mi casa.

—Es comprensible. Tus otros dos embarazos no fueron sencillos.

—Lo sé. Solo espero que esta vez no tenga que pasarme los últimos dos meses otra vez en la cama. ¿Recuerdas lo que me costó volver a andar?

—Tus piernas estaban demasiado débiles. Sí, lo recuerdo a la perfección.

—Bien. Pero no me has respondido. ¿Cómo va todo en el exterior?

—Pues…

La leve mueca de la hechicera fue suficiente para hacer entender a la esposa del cabeza de familia de la Casa Pendragón que la situación no era nada agradable.

—Bueno, supongo que estarás enterada del intento de asesinato de la Reina Victoria.

—Sí, Arthur me lo contó.

—Bien, bien. No estaba totalmente segura. Bueno, fuera de eso…

Le Fay procedió a contarle los eventos del mundo, sobre todo los que tenía que ver con el Reino Unido, y no eran precisamente pocos, y mucho menos agradables de contar. Tantas guerras, finalizadas y aún en proceso, las graves consecuencias de la revolución industrial que estaban viviendo, la miseria, hambruna, pobreza… Las dos coincidían en que habían tenido mucha suerte de nacer en una casa como la de los Pendragón. La miseria del mundo exterior no era agradable y ninguna de ellas estaba decidida a sentirla en su propia piel, pero no por ello no iban a ayudarles. Tenían recuerdos y Arthur era de brazo débil ante las peticiones de su esposa, así que la Casa Pendragón, o más bien Elaine Pendragón, financiaba muchos actos benéficos e instituciones, como un orfanato de la capital.

XXXXX

Los días pasaban lentos para Le Fay. Los únicos momentos en los cuales se divertía eran en las reuniones con su cuñada y sobrinos o impartiendo clases. Mientras explicaba los principios de la magia creada por Merlín, el mago o hechicero más poderoso de la historia europea, paseaba por delante de la pizarra, observando los ojos de sus jóvenes estudiantes. ¿El más poderoso de la historia humana? Imposible de saber, imposible de comparar con otros grandes de la historia. Pero aquel no era el tema importante, sino sus estudiantes.

Para su tristeza, la inmensa mayoría de los estudiantes de su escuela, por no decir su casi totalidad, pertenecían a la burguesía y realiza británica. La diferencia entre las clases sociales era visible incluso en las instituciones mágicas. Alguien perteneciente a una clase inferior debía mostrar un gran talento para la magia si quería tener la más mínima oportunidad de ingresar, pero no por ello la vida se volvía más fácil. En todos sus años como maestra había perdido la cuenta de cuántos grandes estudiantes de familias humildes habían abandonado la escuela al no poder soportar el abuso de los niños de cunas de oro, a pesar de sus intentos por abolir tales conductas. Ella misma, como mujer, lo había tenido difícil, pero nada comparado a ser pobre…, y mucho menos una mujer pobre.

Al contrario que ella, su hermano mayor no había pasado por la escuela de magia, pues no poseía poder para su manipulación, pero si su actual cuñada, pero era mayor que ella, y solo una criada. Al pertenecer a la Casa Pendragón, la segunda familia más importante y poderosa del Reino Unido, sólo por debajo de la realeza, recibía el respeto y admiración de sus compañeros, así como su envidia. Ser hija de Uther Pendragón no evitó que sufriera burlas y abusos verbales por parte de sus compañeros. Pero era una mujer de carácter fuerte. Enfrentó a sus abusadores y demostró sus capacidades, que no eran pocas. Fue así que se volvió intocable por méritos propios y, cuando se volvió profesora fue tajante en intentar acabar con ello, pero siendo una de las poquísimas mujeres con responsabilidades dentro de una organización puramente masculina, sus esfuerzos muchas veces resultaban casi en vano. Pero ello no evitó que intentara seguir haciendo justicia.

Era por ese mismo motivo, por su lucha constante tanto en sus años como estudiante como en su tiempo como profesora, que se había ganado una reputación como alguien inflexible en ese asunto. Ya podrías ser el mismísimo nieto de la Reina que a Le Fay Pendragón no podía importarle menos.

De pronto, mientras realizaba un ejemplo sobre un pequeño hechizo de fuego, alguien tocó la puerta, por lo que Le Fay interrumpió su clase.

—Adelante.

—Discúlpenme. ¿Se encuentra presente Miss Pendragón? —Interrumpió un hombre vestido como sirviente de la mansión.

Le Fay pareció sorprenderse por la intrusión del mayordomo de la Casa Pendragón. Aquel hombre era el mayordomo principal de su hermano, por lo que era increíblemente extraño verlo fuera de la mansión sólo. Él siempre iba con el Duque a todas partes.

—Señor Dornez. ¿Qué hace aquí?

—Ha ocurrido un evento nefasto. Su hermano me ha pedido que la lleve a casa —Explicó el mayordomo con gesto sombrío.

Los alumnos comenzaron a mirarse entre ellos, susurrando, pero gracias a la estructura de las aulas de aquella escuela, cualquier pequeño cuchicheo podía ser escuchado a la perfección.

—Por favor, guarden silencio —Pidió Le Fay con educación—. Le pediré a la profesora Brown que me sustituya. No penséis que os librareis de la clase sólo porque me tenga que ausentar.

Le Fay abandonó el aula siendo seguida por el mayordomo de su hermano. Lo primero que hizo fue buscar a la profesora Brown, quien se hizo cargo de la clase. Una vez se hubo marchado, con la consecuente disculpa hacia el director, ambos subieron a un carro que les llevó lo más rápido posible al hogar de los Pendragón. Le Fay intentó sonsacar información al señor Dornez, pero el mayordomo se disculpaba por no poder contarle nada. No es que no supiera, sino que no podía decir nada, ni una mísera palabra.

El semblante sereno de Le Fay se iba resquebrajando con cada minuto que pasaba. Cuando divisó los terrenos de su antiguo hogar dicho semblante estuvo a punto de romperse. Bajó del carruaje casi de un salto y las puertas se abrieron con un simple gesto suyo. No tenía tiempo ni para que los guardias las abrieran.

Desde que había entrado en los terrenos de la mansión, un ambiente pesado y lúgubre le habían calado en el corazón. Todos los presentes estaban como abatidos, tristes y temerosos. Atravesaron a paso veloz el jardín delantero de la mansión, adentrándose en el interior. Conforme avanzaban el ambiente se volvía más y más tenso…, más y más pesado. El mayordomo guió a Le Fay hasta la sala principal. Allí reunidos estaban su hermano y cuñada, así como el jefe de seguridad de la mansión y, para su sorpresa, el hijo de la Reina, el Príncipe Eduardo, Príncipe de Gales. A pesar de que su madre le tenía excluido del poder político, era amigo del actual líder de la Casa Pendragón, y no podía evitar ir a ayudar a su amigo cuando este lo necesitaba, aunque hubiera intentado mantener el asunto en secreto.

—Miss Pendragón. Un placer volver a verla —Saludó Eduardo como lo indicaban sus modales.

—Príncipe.

En cualquier otro momento disfrutaría plenamente de su compañía, pero el gesto serio de ambos varones, así como el destrozado de Elaine, impedían cualquier tipo de saludo amistoso. Con cuidado se acercó a su cuñada, quien sin duda alguna estaba afectada como nunca antes. Sus ojos rojos e hinchados y su aspecto fúnebre le encogieron el corazón.

La mala sensación que había tenido desde el principio se convirtió en puro terror. Algo había pasado, algo horrible a tal punto de tener a su cuñada en aquel lamentable estado, a su hermano furioso y al Príncipe en su hogar, y no por una visita amistosa.

—Hermano, ¿qué ha pasado? —Preguntó mientras abrazaba a su cuñada.

Elaine abrazó a Le Fay como si fuera a desaparecer, pero no lloró. No tenía más lágrimas para sacar de sus ojos. Arthur apretó sus puños tras su espalda hasta que se pusieron blancos y sus uñas atravesaron su piel. Su mandíbula también estaba muy apretada y en sus ojos brillaba la ira incluso a través de sus gafas. Eduardo apretaba los dientes, pero su semblante era más tranquilo.

—Se la han llevado, Le Fay. Se han llevado a Rose.

El cuerpo de la hechicera quedó totalmente congelado. Ya no sentía el calor del sol que se colaba a través de la ventana, calentándola. Un frío mortal había sustituido aquella agradable sensación. Sentía como alguien hubiera agarrado su corazón, aplastándolo sin misericordia. Ni se había dado cuenta de que había dejado de respirar.

Rose…, su pequeña Rose…, su amada sobrina…

— ¿Quién…, cuándo…, cómo…, dónde…, por qué…?

—No lo sé. No puedo responder a tus cuatro preguntas. El cuándo…, hace seis horas.

— ¡Seis! ¡¿Y por qué no me lo has dicho antes?! —Exigió saber a plena voz mientras se levantaba con brusquedad, encarando a su hermano.

Elaine y Eduardo se sorprendieron al ver a la Pendragón fuera de sí. Le Fay siempre había sido una mujer que controlaba sus sentimientos e impulsos, dejando ver a la gente lo que ella misma deseaba dejarles ver. Nunca había perdido el control, ni siquiera cuando fue amenazada o cuando intentaron someterla. Siempre había sabido que Le Fay sólo tenía un punto débil, su familia, y acababan de tocar lo más sagrado para ella, a uno de sus sobrinos.

—Porque tenía la esperanza de que sólo se hubiera perdido, de modo que no te habríamos interrumpido. Todo hubiera quedado en un susto… Pero hasta que no hemos confirmado que la han secuestrado no estaba pensado decirte nada.

— ¡Hermano!

—Le Fay, por favor, cálmate —Pidió Eduardo sin usar honorífico alguno.

— ¡No puedo calmarme! ¡Hace seis horas que mi sobrina ha desaparecido! ¡Debieron haberme avisado al instante!

—Tu trabajo…

— ¡Al diablo mi trabajo! ¡Mi familia es más importante que cualquier otra cosa!

Eduardo tranquilizó su gesto, colocando sus manos en los hombros de la hechicera.

—Lo sabemos y ambos nos disculpamos por ello. Hemos cometido un grave error y ya lo estamos pagando. Pero ya nos hemos puesto en marcha. He ordenado a gente de mi total confianza su búsqueda. Por supuesto todo esto es extraoficial. Nadie ajeno a nosotros sabe sobre el operativo. Los trabajadores de la mansión ya han sido advertidos. Las consecuencias por irse de la lengua serán nefastas para ellos.

—Eso no es suficiente.

—Lo sé, pero no puedo hacer mucho más. El poder lo ostenta mi madre y poca ayuda puedo obtener de mis hermanos.

—No les necesitamos —Escucharon decir a Arthur al mismo tiempo que un sonido metálico resonaba en la sala.

Elaine, Le Fay, Eduardo y el señor Dornez observaron a Arthur agarrar la espada de su familia, la famosa Caliburn. La espada que una vez perteneció a su ancestro ahora brillaba bajo la luz del sol. Arthur la observó detenidamente para después enfundarla y proceder a caminar hacia la puerta de la sala- Entonces Le Fay se puso delante, impidiendo que su hermano diera un paso más.

—Aparta.

—No.

—Le Fay… —Siseó en advertencia mientras su agarre sobre Caliburn se reforzaba.

—Tú no irás a ninguna parte, hermano. Eres la cabeza de la familia Pendragón, y por tanto tienes un deber para con tu país.

—Mi familia está por encima —Usó las mismas palabras que Le Fay había usado antes.

—Lo sé, y es por eso mismo que te pido que dejes que sea tu familia quien se encargue de esto.

El rostro del mayor de los dos hermanos mostró confusión.

— ¿Cómo? No entiendo…

—Lo que has oído. Deja que yo me encargue de encontrar a mi sobrina y traerla de vuelta.

—Le Fay…

—Con todo respeto, pero no creo que sea adecuado —Intervino Eduardo con sincera preocupación en su tono de voz.

—Sabéis perfectamente que puedo ocuparme, y que soy capaz de cuidarme sola —Clavó su mirada en la de su hermano—. Como he dicho, tu papel e importancia es mayor que el mío, y por eso mismo te pido que te quedes aquí y me dejes a mí encargarme de este turbio asunto. Además, amo a mi sobrina, y no tengo temor o vergüenza al admitir que la amo tanto como vosotros a pesar de no haberla llevado en mi vientre. Te juro por mi propia vida que la traeré a casa sana y salva.

Ambos hermanos se sostuvieron la mirada sin intención de dar su brazo a torcer. Elaine y Eduardo estaban preocupados de que pudiera iniciar una verdadera disputa entre ambos para ver quién iría a rescatar a la pequeña Rose. Pero, al final, Arthur suspiró, aflojando el agarre sobre la funda de la espada.

—Está bien, Le Fay. dejaré que te encargues —Elaine caminó hasta su esposo, cogiendo la espada para apoyarla en la pared—. Por favor…, trae de vuelta a nuestra pequeña.

Muy pocos eran los capaces de apreciar el temblor y temor en la voz del Pendragón. Pocos podrían ver la vergüenza y el dolor que sentía por haber dejado que secuestraran a su hija pequeña. Por eso ambas mujeres le abrazaron mientras Eduardo colocaba una mano en su hombro, permitiendo que sólo aquellas paredes pudieran escuchar los sollozos de aquel hombre destrozado. El mayordomo Dornez apretó los labios, secando las lágrimas que le traicionaban en intentaban bajar por sus mejillas. Era padre y no podía imaginar el tormento por el cual estaban pasando. Si él perdiera a uno de sus hijos… No. El simple hecho de pensarlo le helaba el corazón.

—Señor Dornez, prepare mi maleta, por favor —Ordenó Le Fay en cuanto el abrazo hubo finalizado.

El mayordomo realizó una profunda reverencia, abandonando la sala con la mayor presteza. No podía acompañar a la hija de aquel hombre que le llevó a la mansión, pero le prepararía todo lo necesario para que su viaje fuera lo más agradable posible.

— ¿Dónde queda la última pista? —Preguntó a Eduardo.

—Francia, al menos cerca de París.

—Entendido. Pues esa será mi primera parada.

—Tómate todo el tiempo que necesites, y no dudes en pedir ayuda de ser necesario.

—Por supuesto. El Imperio tiene aliados, pero no creo que sea recomendable que lo vaya proclamando a los cuatro vientos.

—Por supuesto. Era solo una sugerencia.

—Y la tendré en cuenta.

Mientras el mayordomo preparaba la maleta de Le Fay, los dos varones y Le Fay ultimaban un improvisado plan para que Le Fay llegase con la mayor presteza a la capital francesa. La situación entre ambos países no pasaba por su mejor momento, pero dudaban que las autoridades intentasen algo contra una de las mujeres más poderosas e importantes del Reino Unido. Un par de horas después los tres miembros de la familia Pendragón se encontraban en el puerto de la ciudad, despidiéndose, pues Le Fay iba a coger un barco que le llevaría hasta suelo francés, atravesando el Canal de La Mancha. El señor Dornez se había quedado custodiando al heredero de la familia, quien obviamente no estaba en buenas condiciones al saber que su hermana estaba desaparecida. Eduardo, por su parte, prefería no estar presente para no llamar en exceso la atención.

Cuando la bocina del barco sonó Le Fay agarró su maleta y subió a bordo. Desde la proa del barco, apoyada en la borda, Le Fay se despidió de su familia agitando el brazo, quienes le devolvieron el gesto, mientras ponía rumbo a Francia. La primera pista que había obtenido era de aquel país. Los secuestradores habían ido al país galo por algún motivo, por lo que era su deber para con su amada sobrina el seguir aquella pista hasta dar con ella. No descansaría hasta que la tuviera entre sus brazos, ni aunque tuviera que ir al mismísimo fin del mundo para conseguirlo.

Bueno, en toda justicia, iba a Francia. No era el fin del mundo, pero quizás sí era el lugar más parecido al infierno ubicado sobre la Tierra.

XXXXX

Francia podía no haber sido su lugar preferido en Europa, pero Le Fay no podía negar que el país desbordaba cierto positivismo y progreso cuando puso pie en la nación gala. Pese a resentirse fuertemente por el colapso de la bolsa de valores en enero de ese año, en el campo y en las exportaciones aún se veía una desbordante actividad comercial y productora que impresionaba a la maga.

La mayor parte de la población de Francia vivía en el campo o en poblados pequeños. La Tercera República era reciente, nacida de la guerra franco-prusiana y con solo cinco años desde que se aprobara su constitución oficial, pero su impacto ya se hacía sentir en los ciudadanos de la ahora nación democrática. Casi un siglo después de la Toma de la Bastilla, por fin se lograba tener una república estable que hiciera progresar al país. Además, pese a ser un país notablemente católico, el gobierno no paraba de promulgar y aprobar leyes laicas, creando un cisma cada vez más grande entre la iglesia y la vida común del pueblo, uno que no terminaba de preocupar a Le Fay respecto a cómo haría la iglesia para mantener su influencia y protección en aquel territorio.

Protección contra el mundo sobrenatural, por supuesto. El Vaticano, pese a que no lo admitiría en ningún momento cercano, estaba fuertemente dolido por las leyes laicas promulgadas desde hacía décadas en los distintos gobiernos nuevos de las Américas. El que ahora perdiera el control de uno de sus bastiones más poderosos en Europa era preocupante en todo aspecto, pero la mujer estaba segura de que pese a las dificultades la iglesia trataría de mantener su manto protector sobre La Galia.

En aquel preciso momento, Le Fay se encontraba en el Área Metropolitana de París. El lugar se había desarrollado y crecido notoriamente desde la llegada de la república, y salvo algunos detalles en los que uno debía fijarse atentamente y unos muy pocos edificios quemados, no quedaban muchas secuelas del levantamiento de la Comuna de París y La Semaine Sanglante o de la toma de la ciudad por los prusianos,todo ocurrido hacía once años atrás.

Por suerte, en aquella ciudad pasaba como una noble más. No era tan usual como en su país natal encontrarse a gente de cabellos y ojos claros, pero era mucho más común que en los países más sureños. El Príncipe Eduardo le había explicado sobre una posible pista en los alrededores de París, pero lo mejor era ir directamente a la fuente, y un lugar de dicha ciudad era el centro de la inteligencia británica en el país galo.

La embajada británica no se encontraba muy lejos de los Campos Elíseos y el Palacio del Elíseo. Es más, se encontraba en una de las calles más famosas de Francia, rue du Faubourg Saint-Honoré, en el distrito 8. Antiguamente había sido una mansión, propiedad de la hermana del Napoleón Bonaparte original, y había sido vendida al Reino Unido para su ocupación por el Duque de Wellington al ocupar este el cargo de embajador en suelo francés, en mil ochocientos catorce. Desde entonces, el edificio se desempeñó con la misma función hasta el presente, siendo un eje importante en la ajetreada vida diplomática franco-británica dados los múltiples roces coloniales entre ambas potencias.

En cualquier otro momento Le Fay se habría tomado el tiempo suficiente para visitar adecuadamente la ciudad, sobre todo aquellos parajes tan maravillosos, pero la misión era demasiado urgente. Nada más entrar en el hotel presentó su escudo de armas, así como informó de su reunión con el embajador. Fue conducida por los pasillos y escaleras de la embajada hasta llegar a una sala de aspecto lujosa desde la cual se podía ver ampliamente la calle. Allí, esperándola, sentado en uno de los sillones que disponía la sala, había un hombre joven vestido con ropas nobles. Éste se puso en pie mientras agarraba un bastón, usándolo de apoyo para ir a donde se encontraba la hechicera.

—Mr. Bradley.

—Ms. Pendragón. Un honor conocerla en persona. Por favor, siéntese.

Mientras el diplomático volvía a su asiento para sentarse, la hechicera se sentó en el sillón que tenía justo en frente. A pesar de no estar en Inglaterra, el diplomático tenía preparado el típico té inglés de las cinco, una costumbre convertida en tradición.

—Tengo entendido que ha venido aquí por nuestro Príncipe Eduardo, un asunto familiar, si no me equivoco.

—Está bien informado.

—Es mi deber y obligación. Demasiado tensas están las relaciones entre nuestro país y Francia como para no hacer mi labor como es debido. Pero también comprendo que este asunto es de suma prioridad. Después de todo hablamos de un hecho que involucra al Duque de Camelot. Sólo la familia real está por encima, lo cual ya nos dice la gravedad del acontecimiento.

—Es por eso mismo que entenderá mi urgencia.

—Por supuesto. ¿Voy directo al grano o desarrollo un poco mi explicación?

—Si la cree necesaria…

—Puede que usted sepa algo que a mí no me haya parecido de importancia —El diplomático cogió su taza, dando un largo sorbo—. Veamos, todo ha comenzado hace poco más de siete horas, cuando me llegó un telegrama del Foreign Intelligence Comitte de la Royal Navy, algo sobre el secuestro de la hija del buen Duque. Por supuesto la prioridad era máxima y el secretismo del máximo nivel. Es por eso que me he hecho cargo de la investigación, sin nadie más.

Obviamente lo primero fue investigar la llegada de personas a través del Canal de la Mancha, ya fueran británicos o extranjeros. No sabemos si los secuestradores son compatriotas o de otros países. En un principio pensé que podría tratarse de franceses, pero lo descarté casi de inmediato. Les conozco y pondría la mano en el fuego a que las altas esferas no usarían una carta como esa para provocar una guerra contra nosotros. Incluso me tomé la libertad de investigar el tránsito de no humanos. Obviamente todo en un amplio margen de horas: entre las últimas dieciséis y doce horas. Descarté también la idea de que hayan trasladado a su sobrina en una caja o bolsa. Después de todo se trata de la hija del Duque y lo que menos querrían es dañar esa valiosa mercancía, por lo que investigué sobre si llegada. Fue ahí, luego de largas y duras horas investigando, cuando me topé con algo interesante:

Un grupo de cuatro hombres, todos de rasgos orientales, que parecían custodiar a la pequeña Rose Pendragón. Raro, ¿verdad? Bueno, en verdad podría no parecerlo: estamos viviendo una época en la cual no es extraño ver a personas de la otra parte del mundo en los países de Occidente. Pero seguramente no hay que ser muy listo para entender que ninguna familia noble dejaría a un niño pequeño a cargo de extranjeros asiáticos. Perdón, me desvío. He intentado investigar a esos cuatro sujetos, pero me temo que no he encontrado nada. Sabían bien cómo moverse, pues entraron en Inglaterra de forma ilegal y borraron sus huellas a la perfección, pues tampoco he podido averiguar su país de procedencia. Podría ser cualquier país asiático. Saben lo que se hacen y han estudiado con anterioridad el país para lograr una hazaña como esta. No tratamos con simples secuestradores.

¿El motivo de sus actos? Me temo que nada he averiguado. Pero sí conozco su siguiente paso: ir a Italia y desde Nápoles viajar hacia Egipto. De ahí en adelante nada. Es un misterio.

Le Fay escuchó atentamente el relato de aquel diplomático. No podía sacar mayores conclusiones a las suyas. No es que el relato no le hubiera servido, pues ahora tenía a su disposición información que antes desconocía. Ahora tenía claro cuál era su siguiente destino. Debía llegar a Egipto siguiendo la misma ruta, por lo que ahora era momento de coger un tren que la pudiera llevar hasta Nápoles y, de ser posible, evitando Roma. No tenía ganas de que el Vaticano metiera sus narices en asuntos privados y delicados como aquel.

—Espero que todo esto que le he contado le sirva de algo.

—Sí, mucho más de lo que cree. Muchas gracias por su arduo trabajo —Agradeció Le Fay luego de terminar de beber su taza de té—. Ahora, si me disculpa, debo coger un tren a Nápoles. No tengo tiempo que perder.

—Por supuesto —Asintió Bradley, poniéndose también de pie—. Enviaré un telegrama a la embajada en Roma y esta lo redirija al consulado en Nápoles para que estén dispuestos a darle cualquier apoyo necesario. Si necesita algo más, no dude en contactarme. Y le deseo mucha suerte encontrando a su sobrina. Sería lamentable para todos que algo le sucediera a un miembro de la Casa Pendragón.

Le Fay no perdió más tiempo del necesario. Agradeciendo nuevamente la ayuda prestada por el embajador Bradley abandonó la embajada, camino de la estación de ferrocarriles. Por suerte había estudiado el idioma francés, como la mayor parte de la nobleza de la época, por lo que no tuvo muchos problemas en pedir indicaciones para llegar. En apenas una hora ya estaba a bordo de un vagón de primera clase camino a, para su mala fortuna, Roma, lugar donde tomaría otro tren hacia Nápoles ante la ausencia de viajes directos al puerto del sur de Italia. Solo esperaba que los secuestradores no se le hubieran adelantado demasiado.

Desgraciadamente para la Pendragón, las cosas no fueron muy sencillas. Al llegar a la ciudad portuaria de Nápoles el cónsul británico apenas pudo ofrecerle más información que la que ya tenía.

—Me puse a investigar apenas obtuve información respecto del asunto —Le informó, apenas Le Fay entrara a la oficina del edificio—. Comprenderá, Ms. Pendragón, que un mero cónsul como yo no iba a tener acceso a los datos necesarios desde el principio, por lo que mucho no pude hacer.

—Pero sí obtuvo algo, ¿verdad? —Le interrumpió, sintiendo como se le iban las fuerzas del cuerpo.

Sabía que se dirigían a Egipto, pero solo eso. ¿Iba a perder el rastro aquí? El cónsul, de apellido Roth, levantó una mano, deteniéndola.

—Sí, obtuvimos algo, aunque no mucho —Le informó, devolviéndole las esperanzas a su espíritu—. Aunque no personalmente, si logré averiguar entre el personal del puerto sobre un grupo que coincide con la descripción de la señorita Rose, escoltada por un grupo de personas con rasgos del Lejano Oriente. Abordaron un barco rumbo a Egipto, donde planeaban desembarcar, así que supongo que intentarán descender en la zona del canal. Debe ser la única zona segura en ese desierto, si me pregunta.

—Ya veo… dígame, Mr. Roth, ¿sabe de alguna forma en la que pueda ir a Egipto ahora?

—No puede hablar en serio —La sorpresa en el rostro del cónsul era total, como si a la mujer le hubiera crecido una segunda cabeza—. Ms. Pendragón, no estará pensando en ir a meterse a una guerra… ¿verdad?

—Es mi deber traer de vuelta a mi sobrina, cueste lo que cueste. No pienso volver con las manos vacías por una simple guerra más en las que se mete el Imperio.

La impresión que provocó su determinación evitaron que el cónsul reparara en la sutil crítica a las políticas imperiales. Roth asintió en su asiento, buscando algunos útiles en su escritorio.

—Si ha de ir, Ms. Pendragón, al menos vaya con la mayor seguridad posible. Un convoy militar camino a Egipto pasará por el puerto en cosa de un día. Le redactaré una carta en la que incluiré las firmas de los embajadores en París y Roma, además de la mía, para que la lleven a bordo hasta Ismailia, lugar donde está el general Wolseley a cargo de las tropas, y se entreviste con él. Sería idóneo que consiguiéramos la firma de alguien en la Oficina del Almirantazgo y de algún alto cargo en la Oficina de Guerra, pero será difícil dadas las circunstancias. Tal vez si demostramos alguna prioridad… ¿Lleva consigo su escudo de armas, o algo que la identifique como miembro de la Casa Pendragón? —Le Fay asintió—. Perfecto. Eso hará todo más fácil. Siéntase libre de usar los alojamientos del consulado. Puede que no sean los más lujosos, pero servirán por ahora.

Las energías volvieron al cuerpo de la hechicera. No todo estaba perdido, pero estaba segura de que en el país de los antiguos faraones la pista perdería consistencia. Esperaba que el Almirantazgo o la Oficina de Guerra no pusiera demasiados reparos en llevarla. No quería tener que ponerse seria.

XXXXX

Llegar hasta Egipto no fue una tarea fácil para la miembro de la cábala mágica. Ya era difícil llegar hasta el país gracias a la Rebelión de 'Urabi comenzada el año anterior, pero gracias a la escalada de conflicto el poner pie en tierra era ahora algo casi imposible. En parte debido a su petición personal, el capitán del barco militar donde iba se acercó a tierra en Alexandría para que los marineros y soldados a bordo pudieran observar las secuelas de la acción ocurrida allí apenas dos meses antes.

Era un paisaje desolador.

Gran parte de la ciudad completa yacía destruida, con una especial notoriedad en aquel sector de más altos recursos, lugar donde solían habitar los europeos. El lugar fue sujeto al saqueo indiscriminado y a varios incendios tras el bombardeo, pero ahora la ciudad al completo estaba bajo control británico. Los fuertes que se ubicaban a lo largo de la costa tenían variadas, aunque profundas, muestras de daños, con uno de ellos mostrándose totalmente destruido por lo que parecía haber sido una explosión interna. Esfuerzos de reconstrucción habían comenzado, pero ante la falta de mano de obra y las constantes amenazas de las tropas egipcias, no se lograba avanzar mucho.

Le Fay intentó hacer que la dejaran descender a tierra, pero incluso la muestra del escudo de armas de los Pendragón fue insuficiente como para que el capitán del navío de bandera británica se propusiera detenerse siquiera medio día en la derruida ciudad. Sencillamente, no había ninguna seguridad en que siquiera le fuera permitido desembarcar por las autoridades, que seguramente priorizarían la seguridad de la noble a costa de evitar su envolvimiento en una posible batalla en aquella ciudad. Además, había otros destacamentos militares, franceses y norteamericanos, que patrullaban las calles, tropas en las que tampoco se podía confiar. La rubia no tuvo más opción que observar desde el mar la cruel muestra del poderío naval de la Royal Navy, la flota que garantizaba la seguridad y apertura de las rutas marítimas comerciales a lo largo de todo el mundo. Aunque…

… Si este era el resultado de aquella amada y aclamada Pax Britannica, no estaba segura de poder quererla.

El navío siguió navegando hasta el Canal de Suez, donde logró por fin descender a tierra para continuar con el motivo de su viaje. Se encontraba en la ciudad de Ismailia, una, al menos por ahora, ciudad todavía no tocada por la guerra, pese a haber sido ocupada por los británicos hacia cosa de dos semanas. También, aconsejada por los oficiales del barco, hizo lo posible para ocultar su cabello rubio y cubrir sus vestimentas de notoriamente alta calidad, al menos al ojo público: eran los mayores indicativos a simple vista de que no solo no era una local, sino que seguramente fuera una europea de alta clase. Si a eso se le añadía la presencia militar extranjera, era muy fácil conectar los puntos.

Arribó el veintinueve de agosto al mediodía, notando un gran movimiento de tropas y equipo. Entre empujones y zamarreos, logró hacerse camino hasta la oficina del que parecía ser un oficial de alto rango en el puerto, quien la observó aparecer en su puerta, más que nada, extrañado, dada la rareza de que hubiera ciudadanos civiles de la corona. Fue solo cuando la rubia le mostró su escudo de armas que reconoció, al menos, la posición social de quien estaba enfrente suyo. Y, pese a no ser un miembro de una casa noble del Reino Unido, no le tomó nada empezar a gritar órdenes a los soldados y marineros alrededor suyo.

— ¡Muévanse, maldita sea! ¡Sigan con su trabajo! ¡Esos suministros tienen que estar en camino a Kassassin al final del día! —La masa de curiosos se dispersó rápidamente ante sus gritos, permitiéndoles comunicarse a un nivel de volumen normal.

El oficial de suministros, un mayor, empezó a hablar con Le Fay dentro de la oficina, a puerta cerradas, en lo que servía dos vasos de agua, ofreciéndole uno a la rubia.

—Saludos, Ms…

—Pendragón. Le Fay Pendragón. ¿Usted es…?

Major Hills, del Ordnance Store Department. Soy el oficial a cargo de los suministros que llegan al puerto, asegurándome de que estén todos antes de salir camino al frente—Tomó un sorbo de su agua y se mantuvo detrás de su escritorio, contemplando la situación que tenía enfrente. La casa de Camelot era muy importante, después de todo, pero siempre había áreas en las que uno podía tener la ventaja contra los nobles u otros de jerarquía superior. Cómo, y solo dando un ejemplo, si él fuera un oficial en una zona de guerra, como sucedía que ocurría en ese momento—. Disculpe que no le ofrezca nada mejor para beber, pero el alcohol no ha sido una alta prioridad últimamente.

—No hay problema. Es comprensible.

—Y bien, Ms. Pendragón, ¿a qué debo la sorpresa de su aparición y llegada en la ciudad egipcia de Ismailia? Dudo que venga en un viaje de placer, menos en esta época del año —Bromeó, aunque con un tono seco.

Le Fay le dio un sorbo a su vaso antes de responder.

—Necesito que me facilite medios para llegar hasta el general Wolseley, donde sea que esté. Es de vital importancia.

—Eso será complicado —el oficial militar se dirigió a un mapa de la región, apostado en el muro lateral de la oficina—. Apenas ayer, durante la noche, hubo un combate en el pueblo de Kassassin, en el que las tropas locales intentaron atravesar nuestras líneas y llegar a Ismailia, intentando además atacar los cultivos del delta y cortar el canal de agua dulce —A medida que hablaba, su gruesa mano iba señalando la ubicación del pueblo y los lugares importantes que mencionaba—. Fallaron, obviamente, pero todos los implementos están siendo movidos con la mayor celeridad hasta la zona para proseguir con el avance. La aparición de unidades militares de ferrocarril y el telégrafo ayudan, por supuesto, pero el espacio en el transporte sencillamente no es suficiente. Nosotros en el departamento solo podemos hacer algunas cosas, pero son los del comisariado de transporte los que deben sortear ese desastre —El oficial dirigió ahora su mirada de vuelta a la fémina, quien le observaba expectante—. Asegurarle medios para llegar será complicado, y le puedo asegurar que el general estará ocupado preparando la fuerza de relevo. Comprenderá que deberá esperar unos días, cuanto menos.

A Le Fay no le gustaba jugar sus cartas tan pronto las obtenía, pero sabía que en ocasiones era necesario hacerlo. Lentamente, y ante la mirada atenta del comandante, extrajo de su bolso de viaje oculto bajo sus ropas un papel, papel que le extendió al oficial. Éste lo tomó y revisó de una ojeada, abriendo sus ojos desmesuradamente ante lo que veía, antes de devolverle la mirada a la noble.

—Podríamos habernos ahorrado un poco el drama si me hubiera mostrado esto desde el principio —indicó, devolviéndole la carta firmada por el mismísimo Lord del Almirantazgo británico, así como por el General en Jefe, el príncipe Jorge. Le Fay se encogió de hombros—. ¿Alguna consideración más? —Preguntó en lo que buscaba algo con la mirada a través de la ventana. Al poco tiempo, a juzgar por su cambio de expresión, lo encontró.

—No me preocupa que el transporte sea agitado o incómodo. Necesito velocidad, no lujos. Esa sería mi única preocupación.

—Entiendo —El oficial se asomó por la puerta de la oficina, dando un grito al exterior.

Al poco tiempo, otros dos oficiales aparecieron, estos acompañados de un pequeño destacamento de soldados, todos armados. Intercambiando unas pocas palabras con ellos, el Major volvió al interior de la oficina para dirigirse a la Pendragón.

—Ms. Pendragon, los captains Hastings y Howard la escoltarán hasta el cuartel del general Wolesley. Cuente con ellos para cualquier inquietud que se le ocurra. Cualquier asunto posterior tendrá que discutirlo con el general, aunque dudo que tenga problemas.

—Agradezco la ayuda, major Hills —Le Fay se bebió de golpe el agua que le quedaba, enderezándose y acomodando sus ropas para no llamar tanto la atención en el exterior—. Espero le vaya bien en el futuro.

—Igualmente, Ms. Pendragón.

XXXXX

Ser escoltada por un piquete de soldados con dos oficiales a la cabeza era una buena forma de llamar la atención localmente. El hecho de que llevaba sus ropas europeas cubiertas por mantas o similares no hacía más que avivar las especulaciones, varios de los soldados comentando libremente la visión dado que, asumían, la persona dentro de la formación era un prisionero local, por lo que no entendería el idioma. Los dos oficiales, sin embargo, a pedido de ella, mantenían una pequeña charla, con el volumen no muy alto, a fin de poder informarle disimuladamente cómo iban las cosas por la zona.

—Dicen que el general planea enviar una carta pidiendo un entrenamiento más estricto para los hombres —Comentó el primero, el capitán de apellido Hastings. El segundo, el capitán Howard, le siguió el juego.

— ¿En serio? Pero si estos son la élite de la caballería. Escuché que la carga contra los egipcios tuvo menos de diez bajas.

—Dicen que está exagerando. La verdad yo estoy sorprendido: no hubiera podido dirigir una carga de caballería durante la noche y capturar 11 cañones enemigos con tan pocas pérdidas.

—Bueno, por algo son la élite de la caballería después de todo.

El recorrido terminó cuando el grupo vio aparecer la estructura usada por Wolesley como centro de mando. La bandera del Imperio Británico ondeaba orgullosa en las alturas, y una permanente guardia de los famosos Casacas Rojas vigilaba el perímetro. El capitán Hastings se adelantó con un par de soldados hasta la caseta de guardia en la entrada, intercambiando unas palabras, para que luego la puerta fuera abierta. El grupo ingresó al edificio, deteniéndose en la entrada.

—Sargento —Habló Hastings, dirigiéndose a un miembro de la escolta—. Tome el mando del destacamento hasta que yo o el capitán Howard regresemos a tomar el mando.

—Sí señor.

—Ms. Pendragón, por aquí por favor.

Dejando atrás al piquete de soldados, la noble y los dos oficiales siguieron adentrándose en las entrañas de la estructura. Pasaron el patio interior y atravesaron un par de puertas hasta llegar a un pequeño vestíbulo, donde un secretario que llevaba unos papeles y estaba a punto de tocar la puerta a la oficina donde presuntamente estaba el general se les quedó mirando extrañado. Antes de entrar al lugar, sin embargo, la rubia alcanzó a vislumbrar una corta sonrisa de anticipación en los rostros de ambos militares, sonrisa que borraron al quedar a la vista del oficinista.

—Capitanes —Se repuso rápidamente, aunque con una fuerte mirada de reproche dirigida a los dos oficiales—. Deberían saber que no pueden traer prisioneros a la oficina del general sin el debido aviso y procedimiento. Incluso si fuera un civil, traerlo hasta la oficina del mismo general a la primera ocasión solo porque pueda tener un poco de información útil es demasiado, ¿no lo creen?

Vaya, pensó Le Fay, la discriminación hacia los locales es más fuerte de lo que imaginaba. ¿Será por mis ropas?

Dispuesta a comprobar su teoría, la maga procedió a quitarse las mantas que cubrían su cuerpo, dejando al descubierto su cabello rubio y ropas de calidad claramente europea. La impresión en el rostro del secretario fue total.

—Creo que no me he presentado, ¿verdad? —Se inclinó ligeramente, como si se estuviera presentando a otro miembro de la nobleza en un evento formal—. Mi nombre es Le Fay Pendragón, miembro de la Casa de Camelot, y he venido autorizada por el Almirantazgo y la Oficina de Guerra a tener una audiencia con el general Wolesley —Palpó su bolso de viaje, asegurándose de que estuviese a la vista del oficinista—. Aquí están la carta con la autorización y el escudo de armas de los Camelot, si es que duda de la veracidad de mis palabras.

Su siguiente pensamiento fue que, si estuviera en un banquete de su hogar, ni la comida de diez personas sería suficiente para rellenar el espacio que quedó entre los dos labios del secretario. Su boca abierta de la impresión se cerró tras unos largos segundos, pero la palidez de su piel no desapareció. Temblando, asintió torpemente en lo que golpeaba suavemente la madera que los separaba de la oficina de Wolesley.

—E-e-el g-general la a-atenderá dentro de poco. Espere aquí por favor. Si tiene sed, siéntase libre de servirse agua del escritorio.

Y luego desapareció tras la puerta. Los dos capitanes que la escoltaron estallaron en risas bajas, palmeándose las espaldas mutuamente mientras sacaban algo de agua de donde el secretario indicara que estaba. Ante la extrañada mirada de Le Fay, uno de ellos se apresuró a explicar.

—El secretario lleva un tiempo creyéndose alguien superior a quién es —comentó Howard, recuperándose el aire de tanto reírse—. Pertenece a una casa noble de bajo nivel, pero cree que nadie sabe que sus padres lo obligaron a entrar al ejército para que se le quitara la actitud arrogante que tenía.

—El ser el secretario del general hizo que se le subieran los humos, —tomó la explicación Hastings, limpiándose unas gotas de agua de los labios—. Así que el major Hills pensó que una probada de lo que era la humildad podría…, ayudarle, por así decirlo.

—Ingenioso —reconoció la maga, sin poder evitar sentir un poco de molestia ante el hecho de ser usada para gastarle una broma a otro oficial.

La puerta de la oficina se abrió, provocando que ambos oficiales se pusieran serios en sus lugares. El secretario, el color algo devuelto al rostro, salió por esta, quedándose al costado de la entrada.

—El general Wolesley la recibirá ahora, Ms. Pendragón.

Asintiendo, la rubia entró a la oficina después de despedirse de ambos oficiales, quienes hicieron un corto saludo antes de retirarse del lugar. Una vez dentro, esperó pacientemente sentada frente al escritorio en lo que el hombre que era general sin todavía alcanzar los 50 años leía la carta entregada por ella. Una vez realizada la tarea, se la devolvió junto con su escudo de armas, contemplativo.

—Esto me pone en una situación complicada, Ms. Pendragón —Habló finalmente, tras unos segundos de silencio—. Voy a necesitar que me diga que necesita exactamente, aunque aun así puede que sea difícil entregárselo. Estamos en contra de una rebelión generalizada y bien armada, y no podemos desviar muchos recursos a lo que sea que desee que hagamos.

—No le pediré mucho, general. Solo que me reporte cualquier aparición de un grupo de al menos cuatro personas de rasgos del Lejano Oriente que lleven consigo a una pequeña niña de rasgos ingleses.

— ¿Necesita encontrar a este grupo?

—Es de suma importancia.

— ¿Tiene alguna idea de donde pueden estar?

—Les seguí el rastro hasta Egipto, como indica la carta. Planeaban descender a tierra aquí, aunque desconozco en qué lugar. Es muy probable que intenten seguir hacia otro país, y que su objetivo en este país sea hacernos perder su rastro usando la guerra.

—Si ese es el caso, no tiene por qué preocuparse —le aseguró el veterano, poniéndose de pie y caminando hasta el mapa en el costado del lugar. Era un mapa mucho más general y a mayor escala que el que tenía el oficial del puerto, observó la rubia, en lo que Wolesley analizaba el papel con ojo experto.

— ¿Por qué lo dice, general?

—Esta rebelión acabará dentro de poco: en un plazo de máximo tres semanas planeamos dar el golpe definitivo y acabar con la revuelta. Estamos cortando el tráfico para entrar o salir del país, fuera de Alexandría que está custodiada también por otros países, así que si efectivamente desembarcaron no podrán salir. Incluso si lo intentan, nuestros soldados se darán cuenta de ello. Aquí resalta cualquiera que no sea local.

—Ya veo…

— ¿Puedo preguntar por qué necesita saber esta información?

—Me temo que no. Solo algunas personas saben de este asunto, y de la importancia que tiene.

—Entiendo, no hay problema. Le notificaré apenas tenga noticias —El oficial de alto rango se volvió a sentar tras su escritorio, aparentemente contemplando algo—. ¿Qué planea hacer hasta entonces?

—La verdad… —La mirada de la maga se desvió al mapa, adornado con símbolos militares—. No lo he pensado.

—Hum… en ese caso, ¿le interesa observar al ejército? Dado lo poco que hay para hacer aquí, dudo que sea aburrido, además que podría servirle para el futuro. Puedo darle acomodaciones en el cuartel hasta que tenga que irse, y en caso de que acompañe al ejército en campaña puedo facilitarle una escolta y una tienda.

No era una mala oferta.

Y así, respaldada por el Assistant-General Garnet Wolesley y las firmas de las poderosas personalidades en Londres, Le Fay se encontró viviendo brevemente en Ismailia, con el capitán Howard y un piquete de caballería asignados como su escolta.

Los siguientes días pasaron como un suspiro. Le Fay, con sus siempre presentes ansias de conocimiento satisfechas por el capitán que actuaba como su escolta, observó a las fuerzas británicas desembarcar, apertrecharse y acampar en la ciudad, y algunas pocas salir a reforzar a la guarnición cercana de Kassassin. Escribió un relato de los acontecimientos, así como su progreso, en una carta dirigida a su hermano. No dudaba en que sabría los resultados de la guerra antes de que llegara la carta, pero era una forma de indicarle que todo estaba bien. Además, apostaba lo que fuera a que le daría un pequeño infarto si supiera que su querida hermana estaba metida en medio de una de las guerras coloniales que a ella tanto le disgustaban.

El nueve de septiembre, poco después del amanecer, una fuerza egipcia intentó nuevamente apoderarse del canal de agua dulce y del ferrocarril en Kassassin. Tras varias horas de combate, los locales fueron repelidos y regresaron a sus posiciones iniciales gracias a una redada del general Willis. Luego de eso, el general Wolesley arribó a la localidad con la que sería la fuerza principal, yo entre ellos. Los días siguientes, el general en persona realizó reconocimientos de las posiciones egipcias, observando que no mantenían guardias nocturnas más allá de la defensa principal gracias al agotamiento de la tropa. Durante la noche del doce al trece de septiembre las tropas marcharon por el desierto hasta las posiciones egipcias. El príncipe Arturo estaba entre los comandantes, liderando la Brigada de los Guardias.

Los locales los avistaron a seiscientas yardas poco antes de las seis de la mañana, con las primeras luces del día, y abrieron fuego. El humo de los cañones y fusiles egipcios oscureció la visión de los defensores, y las tropas británicas cargaron a la bayoneta contra las defensas. Los soldados británicos llegaron a las líneas enemigas casi al mismo tiempo, chocando contras las filas de agotadas tropas egipcias. Aunque hubo una notable resistencia en el flanco derecho egipcio, lugar donde estaban las tropas sudanesas, al cabo de una hora la defensa colapsó, y las tropas que no fueron sobrepasadas se vieron obligadas a retirarse o perecer.

La derrota fue total. La caballería persiguió a los derrotados hasta El Cairo, lugar donde tiraron abajo la rebelión al día siguiente. Ante el surreal escenario, reminiscente de aquellas historias de heroicas cargas de caballería, fue reforzado por el conteo de bajas: nuestras fuerzas solo tuvieron cincuenta y siete muertos, y la mayor parte de los casi trescientos ochenta heridos fueron producto del calor. En contraste, casi dos mil egipcios perdieron la vida, y el resto del ejército se dispersó ante la derrota.

Cuatro días después de la restauración de poder del Jedive, dieciocho de septiembre, el general Wolesley se entrevistó con Le Fay. Un grupo de soldados había observado a un grupo que coincidía con las características del que buscaba la noble, y habían embarcado el día anterior camino a Calcuta, en la región de Bengala del Raj británico.

Agradeciendo el hospedaje y asegurándole que le recomendaría para recompensas por su apoyo a la familia en un momento de necesidad, Le Fay se apresuró a embarcar, esta vez en Alexandría, en un barco de bandera británica, esta vez camino a la India, a la vez que su carta iba camino a Londres en otro transporte imperial, aprovechando el expedito y nuevo servicio postal militar.


erendir: bueno, pues aquí un nuevo capítulo de esta historia. No está abandonada, pero sí es cierto que las actualizaciones no son para nada seguidas por X motivos. Pero dejando eso a un lado ¿alguien se esperaba la aparición de Le Fay? Esperamos haya sido una sorpresa.

RedSS: Pues lo único que se me ocurre decir es "cómo agarré tanto vuelo." La verdad la parte de la guerra en Egipto planeaba fuera más corta, apenas una mención, pero luego me lie con las fechas y, sumado a lo complicados que son los brits para definir sus cosas históricamente hablando, terminé diciendo "jódanse" y rehaciéndolo todo desde Italia. Diría que este es el capítulo en el que más he contribuido hasta ahora, y supongo que el motivo es obvio. Hasta el siguiente.