Después del verano, ya estoy de vuelta con fuerzas renovadas y novedades. Sé que iba a regresar en agosto, tras la vuelta de mis vacaciones, pero he estado enferma todo el mes. Al parecer, ¡estoy embarazada! Y también harta de nauseas, ardores, reflujos, mareos, dolores de cabeza, etc. He tenido que esperar hasta entrado ya el segundo trimestre para recobrar energías. Con esto que quiero decir que mi constancia de publicación en un principio será la misma, cada domingo, pero que, si en alguna ocasión fallo, estéis avisados de que es por razones de salud que no puedo controlar.

Por cierto, que no lo he comentado antes, será un fanfic corto de unos cinco capítulos y epílogo.


Capítulo 1

Después de cinco años, todavía no se había acostumbrado a verla de esa forma. Vestida de blanco, tumbada, dormida, con las mejillas sin color… No era en absoluto la mujer que él había conocido y, al mismo tiempo, era toda ella. En cada bocanada de aire, en cada cabello movido por la brisa que entraba a través de las ventanas, en cada "movimiento" que a él lo cargaba de esperanza. Definitivamente, jamás se acostumbraría a ver a su esposa en coma.

Le acarició el dorso de la mano, anhelando el calor que antaño le había devuelto la caricia. Ya no había sonrisas, ni miradas cariñosas, ni caricias, ni abrazos y, por supuesto, ni besos. No más de los que él pudiera darle a ella. La había velado durante cinco largos años sin perder la esperanza, a la espera de que ella abriera esos ojos color chocolate que una vez lo cautivaron. Admitía que, en algún momento de debilidad, dudó que ella despertara algún día. Sin embargo, la llama del amor era mucho más fuerte que el miedo. No se rendiría.

Conoció a Kagome Higurashi seis años atrás en una taberna en Irlanda. Estaba disfrutando de una gira por Europa a modo de regalo de graduación de parte de sus padres. Tenía veintitrés años, una carrera y un máster y ganas de comerse el mundo. Esa noche, mientras escuchaba atentamente una antigua leyenda, Kagome le cayó del cielo. En realidad, cayó del segundo piso de la taberna. Apenas tuvo tiempo de sujetarla contra su pecho y, en recompensa, le cayó encima el contenido de una pinta de cerveza que, seguramente, habría caído con ella. ¿Qué decir de ese primer encuentro? Se odiaron. Una chispa saltó entre ellos y explotó en una pelea digna de una taberna irlandesa.

Aún sonreía cuando recordaba aquellos días. Esa primera noche, Kagome le pareció la típica cría estadounidense que solo quería divertirse sin importarle que fuera a costa de los demás. Al día siguiente, tuvo la desgracia de coincidir con ella en una excursión. Durante toda la excursión, cuando uno dirigía la atención hacia el otro, este apartaba la mirada. Al otro día, se encontraron también en un concierto, donde se confirmaron todas sus sospechas sobre la chica insustancial totalmente carente de encanto, pero, a pesar de todo, no pudo apartar la mirada de ella un solo instante. Gracias a eso, pudo apartar de ella a un cerdo sin escrúpulos y muy poca vergüenza que trataba de aprovecharse de la multitud para manosearla. Algo cambió entre ellos en ese momento.

En los días posteriores, la rabia que sintieron el uno hacia el otro en un principio se fue transformando lenta e inexorablemente en un amor tan apasionado que terminaron por casarse aunque solo se conocían de dos semanas. Para la boda, se pusieron trajes irlandeses típicos con muchos colores y luces y celebraron una auténtica fiesta irlandesa. Estaban locos el uno por el otro. Nada podría haber impedido que se casaran ese verano.

Al mirarla, supo que se volvería a casar con ella un millón de veces. Kagome era ese soplo de vida que siempre había necesitado. Era espontánea, enérgica, divertida y muy vital. No había nada en ella que fuera falso o simulado. Su sinceridad era tan desbordante como refrescante para alguien como él. Sus padres, dueños de grandes fortunas, lo educaron en un mundo muy diferente al suyo, donde las apariencias lo eran todo. Todo el que no perteneciera a su clase social tenía que ser alguien que intentaba hincarles el diente. No entendían a la gente como Kagome.

Levantó su mano y se la llevó a los labios para depositar un beso. Estaba allí por una muy buena razón. Aquel era un día muy especial para ellos. Aquel día, seis años atrás, se casaron. Sin embargo, nunca habían llegado a celebrar un solo aniversario antes del accidente que la dejó en coma durante cinco años. Cuando lo llamaron del hospital para comunicarle que ella estaba en la UCI, faltaban dos semanas para su aniversario de bodas y él tenía preparada una fabulosa sorpresa que compensaría los últimos meses. En ese momento comprendió que no debió esperar tanto para recordarle lo especial que era.

— Feliz aniversario, cariño.

Se inclinó para darle otro beso en los labios, tan leve y corto que apenas podía hacerle sentir lo que antaño. En el pasado, se habían besado con pasión sin importar el momento o el lugar, desdeñando por completo las apariencias.

— Te he traído orquídeas, tus favoritas. — señaló el jarrón aunque ella no podía verlo — Te prometo que te invitaré a cenar, tú y yo solos, en cuanto despiertes.

Agarró la butaca y la empujó para acercarla a la cama y, así, sentarse cerca de ella. Le gustaba sentarse a su lado y hablarle. Tenía la esperanza de que ella pudiera escucharlo; le hacía sentirse reconfortado. Desde que tuvo el accidente, no había un solo día que no la hubiera visitado.

— De hecho, te prometo que muchas cosas cambiarán cuando despiertes. Nada, ni nadie volverá a interponerse entre nosotros. — le prometió — No volveré a perderte por nada del mundo.

No era tan tonto como para creer que el accidente era el único culpable de su separación. Fue un cúmulo de factores. El primero de ellos y más importante estuvo protagonizado por su familia. Cuando apareció con Kagome en la mansión de la familia, pudo ver, pese a la distancia, como se les arrugó la nariz al fruncir el ceño. Kagome era una sorpresa totalmente inesperada para todos ellos. Aunque su padre y su hermano ya le dejaron caer que no estaría mal echar alguna canita al aire durante el viaje, nadie esperaba que él regresara casado. Muchos menos, nadie esperaba una mujer como Kagome.

Su esposa no les gustó desde el primer instante. Ataviada con sus botas de tacón de aguja hasta las rodillas, la mini falda vaquera que tan bien le sentaba, el top ajustado y su chupa de cuero con tachuelas de la suerte, no era en absoluto la heredera con la que soñaban. Fueron tan formales y distantes con ella como les fue posible, y no dudaron en lanzar pullas sobre lo poco apropiada que era para formar parte de la familia. Ligeras menciones a sus orígenes humildes, a su falta de estudios, a su forma de vestir, a sus modales… Precisamente, todo lo que él consideraba cualidades en Kagome.

A pesar de la presión, fue capaz de capear el temporal medianamente bien hasta que Kikio Tama entró en la ecuación. Kikio era la perfecta heredera que sus padres aprobaban y que habían intentado endosarle desde que tenía uso de razón. Por algún motivo, como esa técnica les funcionó con Sesshomaru y Kagura, creían que sucedería lo mismo con él. Sorprendentemente, no era así. Kikio era hermosa, bien educada y muy rica, jamás lo negaría. Al mismo tiempo, era egoísta, caprichosa y vanidosa. La clase de mujer que se creía el ombligo del mundo y que jamás aceptaría la competencia. Su entrada en la casa lo puso todo más patas arriba si era posible.

Por un parte, sus padres invitaban a Kikio a todas las malditas fiestas y a cuantas cenas y reuniones como les era posible. No había semana en la que ella no pisara la casa por algún motivo. Por otra parte, Kikio insistía en sentarse junto a ellos o entre ellos, si era posible, y no los dejaba en paz ni un solo instante. Sus padres y Kikio no podrían estar más coordinados en cuanto a sus intereses. Mientras tanto, él veía impotente como su matrimonio se hundía por culpa de una mujer que ni siquiera le gustaba. Kagome no soportaba a Kikio, justificadamente, y mucho menos la intromisión de sus padres en su matrimonio.

Las discusiones eran cada vez peores aunque siempre lograban reconciliarse. Kagome era una mujer de mucho carácter y fuertes pasiones. Perfectamente podía gritarle, insultarle, lanzarle una lámpara y abofetearle para luego devorar sus labios mientras pugnaba por arrancarle la ropa. Tan rápido como se peleaban, se reconciliaban de forma mucho más satisfactoria. No obstante, pese a que sus disputas tuvieran solución, aquella situación era insostenible. No podían continuar la mayor parte del tiempo irritados por culpa de personas ajenas a su matrimonio que no debieran inmiscuirse en sus asuntos.

Entonces, para ponerle la guinda a un pastel que ya estaba demasiado recargado, su padre falleció con todas sus consecuencias. Tras la pena y el duelo de las primeras semanas, las únicas sin una sola disputa desde que se casaron, el testamento de su padre los ató de una forma nueva. De repente, se vio a la cabeza de una serie de empresas que necesitaban un CEO inmediatamente. Apenas había trabajado hasta ese día junto a su padre y a su hermano, y se vio abrumado por multitud de responsabilidades a las que no estaba acostumbrado. Por consiguiente, tuvo que desatender a Kagome más de lo que habría deseado.

De repente, una noche cualquiera, cuando regresó de trabajar de una horrible jornada de casi doce horas, se percató de lo tremendamente infeliz que era Kagome. Allí, sentada en una esquina del sofá con la cabeza gacha y sin decir una sola palabra mientras su madre, Kikio y Kagura cotorreaban ignorándola deliberadamente, se le encogió el corazón en el pecho. Si ella aún estaba allí, si ella no se había ido, debía ser porque lo quería. No podía haber otra explicación. Decidió que tenía que hacer algo al respecto. Por eso, en las semanas siguientes, organizó un viaje sorpresa para celebrar su aniversario y redujo progresivamente su jornada de trabajo. No sería como su padre. No se perdería la oportunidad de ser feliz para controlar cada decimal de su cuenta bancaria.

La tragedia del accidente de Kagome paralizó su vida durante cerca de un año en el que apenas salió del hospital. Después, empezó a trabajar con el ordenador desde allí. El último año, cada vez salía más. No porque empezara a perder la esperanza sino por la congoja que sentía cada vez que la veía ahí tumbada, atrapada en su propia mente como un castigo por un crimen que nunca cometió.

— Sabía que te encontraríamos aquí.

No pudo sentir menos que sorpresa al escuchar la voz de su madre. Izayoi Taisho no había estado allí desde que él empezó a salir del hospital para hacer algunas pesquisas cuatro años atrás. Entonces, dejó de ser necesario que lo visitara en ese lugar.

Al volverse, su sorpresa inicial se transformó en temor. Su madre había ido acompañada de su hermano, Kagura y Kikio. ¿Qué demonios significaba aquello? Ni Sesshomaru, ni Kagura, ni Kikio se presentaron una sola vez allí en los años anteriores; tampoco preguntaron por el estado de su mujer tras el accidente. Nunca se interesaron por nada, ni por aparentar. Su madre, al menos, aparentaba frente a él preguntando por Kagome.

— ¿Qué hacéis aquí?

— Hemos venido a verte, Inuyasha.

— ¿A verme? ¿A mí? — le contestó a su hermano — Esta es la habitación de Kagome, de mi esposa. — les recordó — Es a ella a quien se visita aquí.

— No tienes que ponerte así, Inuyasha. Solo era…

— Solo era otra forma de despreciarla. — se puso en pie — ¡Largo de aquí!

En respuesta, Sesshomaru torció la mandíbula en una mueca y se volvió para cerrar la puerta de la habitación. Entonces, se quedaron los seis solos, sin los ruidos del pasillo, sin posibles desconocidos escuchando sus trapos sucios.

— Venimos a hablar contigo, Inuyasha. — repitió Sesshomaru.

— No habéis venido aquí en cinco años, no sois bien recibidos.

— ¿Acaso vas a estar enfadado con nosotros toda la vida por culpa de esa mujer? — Sesshomaru avanzó hacia él mientras hablaba — Nos diste la espalda, creyéndote mejor que nosotros, cuando apareciste con ella.

— Eso no es verdad. — masculló entre dientes.

Fueron ellos quienes les volvieron la espalda con la cabeza bien alta, como si se creyeran dioses. Kagome solo les dirigió palabras amables y buenos deseos. Podían decir que no era una señorita de la alta sociedad, pero, sin duda alguna, era buena. Mucho mejor que la mujer que todavía pretendían encasquetarle.

— ¡No nos has hablado en cinco años! — le reprochó su hermano.

— ¿Por qué iba a hablar con alguien a quien no le importa que esté viviendo un infierno por mi esposa?

— Precisamente por eso queríamos hablar contigo, Inuyasha.

— No puedes seguir así, hijo mío. — intervino su madre.

Bufó indignado. El estado de Kagome no les importó nunca y su estado emocional en los últimos años tampoco. ¿Por qué preocuparse de repente?

— Tenéis mucho morro para venir aquí después de tanto tiempo, pretendiendo que os importo.

— ¡Claro que nos importas Inuyasha!

— ¡Pero ella no os importa! — señaló a su esposa en la camilla — Aun cuando sabéis que mi felicidad depende de su bienestar, ella no os importa.

— Claro que sí, Inuyasha. Estamos aquí por ese motivo… — insistió su madre — Hemos venido para enmendar las cosas.

Aquello sí que era nuevo. La testarudez lo obligó a apartar la mirada de los ojos vidriosos de su madre, a hacerse el duro, a ignorar lo que parecían unas palabras sinceras. Había mucho dolor tras esas palabras, muchos daños causados a su matrimonio. La felicidad que una vez compartieron empezó a esfumarse por causa de su familia. Si hubiera podido marcharse de la residencia familiar, se la habría llevado inmediatamente. Sin embargo, aunque vivían muy cómodamente, el dinero no era suyo hasta que empezara a trabajar como lo había hecho en los últimos años. Solo era un mantenido por aquel entonces. El dinero fue su cárcel y su tortura. Había aprendido cuan valioso era, cuánto le podía arrebatar y cómo podía cambiar a una persona de la forma más dolorosa. No permitiría que volviera a formar parte de la ecuación entre ellos.

A pesar de sus propias advertencias, volvió la mirada hacia su madre y suspiró resignado. ¿Qué perdía por escucharla? Quizás se habían arrepentido realmente. Quizás habían recapacitado y estaban dispuestos a ayudar. Quizás habían terminado por aceptar a la mujer que escogió para ser su esposa. La gente cambiaba cuando perdía a sus seres queridos. Perder a Kagome durante esos cincos años les hizo cambiar mucho. Había reflexionado sobre todos sus errores en ese tiempo y se había propuesto ser mejor hombre y mejor marido para ella.

— ¿A qué se debe este cambio repentino? — cedió al fin.

— No nos gusta verte sufrir tanto, Inuyasha.

— No sufro… — musitó volviendo la vista hacia Kagome — solo añoro…

— Es una pena verla así…

Aquel era el primer comentario compasivo que escuchaba de su madre hacia Kagome. La siguió con la mirada anonadado mientras rodeaba la cama para situarse al otro lado de Kagome. Una vez a su lado, le peinó el flequillo y lo colocó correctamente. Cada dos meses, hacía llamar a una peluquera que le arreglaba la melena a Kagome para mantenerla exactamente como él la recordaba.

— Estaba tan llena de vida.

El comentario de Kikio lo enervó.

— Y sigue llena de vida. — volvió a sentarse junto a la camilla — Os recuerdo que no está muerta.

— Ese es el problema, Inuyasha. Podrías desligarte de ella al fin si estuviera muerta…

No estaba seguro de si eso último fue un comentario compasivo muy desafortunado por parte de un hermano sin el menor ápice de tacto o una indirecta. Se volvió hacia él, atónito por la impresión que le provocaron aquellas palabras. Sesshomaru estaba tan serio como en cualquier reunión del Comité de Empresa. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal en respuesta a su insinuación. Aquella no era una simple visita de cortesía, aunque eso ya lo adivinó cuando los vio entrar.

— ¿Qué queréis? — preguntó directamente.

— No se trata de lo que nosotros queramos, Inuyasha.

Su madre intentaba sonar conciliadora inútilmente.

— ¿Entonces?

— Ya han pasado cinco años.

Esa fue la primera vez que su cuñada abrió la boca. Después, la siguió Kikio.

— ¿No crees que esto se ha alargado demasiado?

La comprensión lo atravesó como un rayo. Estaban insinuando que era hora de desconectar las máquinas que mantenían con vida a Kagome para darle una muerte digna. Solo que, en ese caso, dudaba mucho que fuera la piedad y los buenos deseos para Kagome los que impulsaran esa sugerencia. La idea le horrorizó tanto como la primera vez que un médico, tres años atrás, le insinuó que estaba en sus manos decidirlo de allí en adelante. ¡Demonios, era su esposa! La había amado con toda su alma, la seguía amando como el primer día. ¡Jamás!

Se levantó de golpe, tan bruscamente que la butaca sobre la que estaba sentado cayó al suelo.

— ¡Sobre mi cadáver! — bramó.

— Inuyasha, sé razonable…

— ¡Cállate! — le ordenó a su hermano — Tú no tienes derecho a opinar sobre la vida o la muerte de mi esposa.

Ambos hermanos se enfrentaron, el uno frente al otro, ninguno dispuesto a ceder ante el otro. Así se habían enfrentado desde que eran niños y así lo harían por siempre.

— ¡Pero piensa en ella, Inuyasha! — la madre se interpuso entre los dos hermanos — Está ahí atrapada, entre la vida y la muerte, sola…

— No está sola… yo estoy con ella…

— Ella no lo sabe, Inuyasha.

— ¡Ni tú tampoco!

Se aferraba a la idea de que ella lo escuchaba, de que ella lo sentía cerca… No podían robarle eso o se moriría.

— Mientras haya esperanza y yo viva, Kagome seguirá conectada a esa máquina y no hay más que decir.

— ¿Cómo puedes ser tan egoísta? — lo retó Sesshomaru — No eres tú el único que se ve comprometido con esta situación.

— ¿Y en qué demonios te compromete a ti, Sesshomaru? No me has preguntado ni una sola vez por ella en cinco años…

— No debes mal interpretar a Sesshomaru. — fue el turno de Kagura de dar explicaciones — No es que no hayamos estado preocupados por ti, es que…

— ¡Repito que es ella quien ocupa esta habitación! — la interrumpió con los puños apretados — ¡Es ella quien ha sufrido un accidente! ¡Ella está en coma!

— Y ella te tiene atrapado. Os tiene atrapados a los dos… — su madre tomó aire antes de continuar, instándolo a imitarla para que ambos se calmaran igual que hacía cuando era un niño — Le has dado lo mejor, Inuyasha. Has contactado con los mejores especialistas, has pagado el más caro instrumental, la has mantenido en las mejores condiciones… Ya has hecho todo lo que podías hacer.

Miró con otros ojos la habitación en la que reposaba Kagome. A ojos de ellos era un lugar lujoso, bien decorado y limpio, digno de alguien de su estatus social. Una habitación carísima y de carísimo mantenimiento para que reposara su princesa. Para él, solo era una habitación, igual que cualquier otra. Estuviera allí o en otro sitio, Kagome seguiría tumbada sobre esa camilla sin poder despertar. Dijera lo que dijera su madre, él no dejaba de pensar que aún no había hecho cuanto podía hacer por ella.

— Quiero que os marchéis de aquí ahora mismo.

— Inuyasha…

— Jamás volveréis a pisar esta habitación y, por supuesto, jamás volveréis a hablarme si es para decirme que debo dejar morir a mi esposa.

Y eso era todo. O eso, al menos, pensaba él hasta que Kikio volvió a hablar, interrumpiendo la silenciosa partida de sus familiares.

— Ni siquiera estabais juntos cuando ocurrió el accidente.

Eso no era verdad o no estaba seguro de que lo fuera. El día del accidente fue confuso en más de un sentido para él. Como parte de su nuevo plan de reducción de jornada, ese día logró regresar a casa a las cinco de la tarde, un nuevo récord. Sin embargo, al llegar no fue recibido con palabras de amor, besos y abrazos. Por el contrario, Kagome se marchaba y parecía molesta, por no decir irritada, con él. Se había puesto su chupa de cuero. Pasó a su lado sin decirle una sola palabra, sin mirarle, como si él no existiera. Tardó unos segundos en reaccionar, sorprendido por ese comportamiento tan anormal en ella, antes de seguirla. Solo tuvo tiempo de ver la moto que ella conducía alejarse por el camino de grava hasta desaparecer.

La llamó durante horas, preocupadísimo. Kagome no le cogía el teléfono e incluso llegó a colgarle en alguna ocasión intencionadamente. Creía que iba a arrancarse los pelos de la cabeza cuando le llamó un agente de policía preguntando por el marido de Kagome Higurashi. Cuando estaba en una sinuosa carretera de montaña no muy lejos de allí, un camión la había golpeado por detrás, lanzándola por la ladera. Creyó que se moriría mientras escuchaba al agente. Condujo hacia el hospital con manos temblorosas que perfectamente podrían haber provocado un segundo accidente. Allí, aunque no recibió las peores noticias, fueron de mal en peor. La primera y más sorprendente fue que Kagome estaba embarazada de diez semanas y lo había perdido.

A partir de ahí, escuchó acerca de huesos rotos, contusiones, fracturas, colapsos, heridas… Le dijeron tantas cosas que ni siquiera podía recordarlas todas. No le dijeron que no estaban seguros de cuándo despertaría del coma o si tan siquiera despertaría hasta que pasaron un par de semanas. Quizás esperaron tanto porque les dio pena. Acababa de perder un hijo de cuya existencia ni siquiera tenía constancia y a su esposa. ¿O ya la había perdido antes? ¿Qué hacía en esa carretera? ¿Estaba huyendo de él? ¿Lo había dejado tal y como osó insinuar Kikio?

— ¿Y tú qué sabes sobre eso? — dio un paso hacia ella para enfrentarla — ¿Por qué diríais tal cosa?

Kikio se achantó repentinamente como si hubiera dicho algo que se suponía que no debía decir. Los dedos le cosquillearon por las ganas de estrangularla en ese instante y, de hecho, haría justamente eso si no empezaba a soltar prenda. O eso habría hecho si no hubiera sucedido algo en absoluto planificado. Escuchó un gemido muy familiar, tanto que el corazón se le aceleró como en una apasionada danza africana. Aquel era el sonido más precioso que había escuchado en toda su maldita vida.

Se volvió con el corazón en un puño hacia su esposa en trance desde hacía ya cinco años. Acababa de fruncir el ceño, arrugaba la nariz y fruncía los labios. ¡Se estaba despertando! Si hubiera sabido que una discusión con su familia frente a ella surtiría tal efecto, los habría arrastrado hasta allí años atrás. Ignorando por completo el tema que lo preocupaba segundos antes o incluso que su familia estaba allí, corrió hacia la camilla y se inclinó sobre ella como un niño sobre un caramelo. Sabía que ella despertaría. La había velado durante todos esos años a la espera de que lo hiciera porque, en el fondo de su corazón, sabía que no lo abandonaría. Resolverían sus diferencias inmediatamente y se permitirían el lujo de ser felices el resto de sus días.

— Kagome…

Volvió a gemir en respuesta e incluso movió los hombros, acomodándose sobre el colchón. Apreció cada movimiento suyo como una bendición divina. Su esposa estaba de vuelta.

— Estoy aquí, contigo, mi amor.

Como si ella lo supiera, volvió la cabeza en su dirección. Entonces, después de cinco años desde la última vez que se hundió en aquellas lagunas de chocolate, Kagome abrió los ojos. Durante unos instantes se dedicó a pestañear, como cualquiera que acabara de despertar, intentando enfocar la vista hasta que la centró en él. ¡Lo estaba viendo!

— Hola, mi amor.

El horror de su mirada no era precisamente la respuesta que él esperaba. Adivinó lo que sucedía antes incluso de que ella se lo confirmara.

— ¿Quién eres?

Continuará…