HOLA CHICAS BELLAS ESTOY DE NUEVO POR AQUI COMPARTIENDO ESTA NUEVA HISTORIA QUE ESPERO LES GUSTE.
SE QUE PROMETÍ A UNA BUENA AMIGA SUBIRLA EL FIN DE SEMANA PERO FUE MUY COMPLICADO PERO AQUÍ ESTA POR FIN
Prólogo
Ultramar
El frío viento nocturno traía consigo el eco de las risas mientras soplaba sobre las mejillas ampolladas por el desierto de los labios resecos y agrietados de Darien. No habituado a semejantes sonidos, Darien se agazapó entre las sombras de la linde del campamento inglés y escuchó. Hacía mucho tiempo que no oía risas.
Pero su vacilación le costó muy cara, porque Rubeus le clavó en la espalda un palo erizado de pinchos.
- ¿Por qué te detienes, gusano? ¡Continúa!
Darien se volvió hacia su señor sarraceno para lanzarle una mirada tan feroz que por una vez Rubeus se echó atrás.
Próximo a cumplir los dieciocho años, Darien había pasado los últimos cuatro años y medio de su vida sometido a la mano implacable de sus adiestradores. Habían sido cuatro años y medio muy largos, de ser golpeado, torturado e insultado. De ver como sus valores, su lengua y su identidad iban siéndole arrebatadas poco a poco.
Finalmente se había convertido en ese animal que ellos decían que era. Dentro de él ya no quedaba absolutamente nada. Ningún dolor, ningún pasado.
Nada aparte de un vacío tan vasto que Darien se preguntaba si alguna vez llegaría a encontrar algo que pudiera hacerle volver a experimentar sentimientos.
Ahora Darien era la muerte, en todos los sentidos de la palabra. Jedite le tendió la larga daga de hoja curvada.
-Ya sabes lo que tienes que hacer.
Sí, lo sabía. Darien cogió la daga y la miró. Su mano era la de un joven en el umbral de la edad adulta, sin embargo ya había cometido pecados y crímenes que lo habían envejecido hasta hacer de él un anciano.
Rubeus lo apremió a seguir adelante.
-Termina deprisa y esta noche comerás bien y podrás disfrutar de una cama.
Darien volvió la mirada hacia Rubeus mientras su estómago gruñía de hambre. Día tras día, sus dueños le daban de comer lo justo para mantenerlo con vida. Tenía que matar por todo lo que fuera más allá de un mendrugo de pan medio podrido y un poco de agua rancia. Así sabían que Darien haría lo que fuese con tal de conseguir una comida decente que apaciguara los dolorosos espasmos del hambre en su estómago. Con tal de poder disfrutar de una noche libre de torturas y dolor.
Oculto entre las sombras, Darien observó a los caballeros ingleses sentados en su campamento. Unos cuantos comían, mientras que otros se entretenían con algún juego e intercambiaban historias de los tiempos de guerra. Sus tiendas se veían incluso en la oscuridad. La noche apagaba sus colores, pero aun así éstos seguían siendo visibles.
Darien volvió a oír la música y las canciones de los ingleses.
Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que oyó el francés de los normandos, y mucho menos cantado. Darien tardó unos minutos en poder recordar y comprender las palabras extranjeras que utilizaban los caballeros.
Darien se puso a cuatro patas, como el animal que se le había enseñado a ser, y se arrastró hacia el campamento. Era una sombra. Un fantasma invisible que sólo tenía un propósito.
Destruir.
Fue deslizándose sin ninguna dificultad por entre los centinelas ingleses hasta que llegó a la más grande y suntuosa de las tiendas. Allí estaba su objetivo para la noche.
Levantando el extremo inferior de la tienda, Darien miró en su interior.
Las ascuas de un brasero dorado puesto en el centro de la tienda proyectaban sombras sobre la tela. Darien creyó estar soñando. Pero lo que veía era real. Aquellas cabezas de dragón, delicadamente talladas y dignas de un rey, proclamaban la encumbrada posición del hombre que dormía en una bendita ignorancia, sus manos aferradas a los cobertores confeccionados con pieles de leones y leopardos de las nieves.
Un hombre que no tenía ni idea de que su vida estaba a punto de terminar.
Darien clavó la mirada en el objetivo. Un golpe rápidamente asestado con la daga y estaría cenando higos y cordero asado. Bebería vino y dormiría sobre un colchón de plumas en lugar de sobre la arena que le arañaba la piel y donde tenía que mantenerse en guardia contra los escorpiones, los áspides y las otras criaturas que buscaban su alimento entre los restos durante la noche.
Una nueva idea le vino a la mente mientras sentía el palpitar de las heridas y los verdugones en su espalda. Volvió a pasear la mirada por el interior de la tienda, reparando en la riqueza y el poder del durmiente tendido sobre la cama. Aquel hombre era un rey. Un gran rey que hacía temblar de miedo a los sarracenos. Uno que podía ser capaz de liberarlo de sus dueños.
Libertad.
La palabra resonó en su cabeza. Si todavía le quedase algo de alma, de buena gana la habría cambiado por una noche de sueño en la que las cadenas no lo mantuvieran aprisionado. Por una vida en la que nadie mandara sobre él. En la que nadie lo torturara.
El pensamiento hizo que sus labios se fruncieran en una mueca de desprecio. ¿Cuándo había tenido él otra cosa? Incluso en Inglaterra no había conocido nada más que el tormento. Nada más que el ridículo.
Darien nunca había tenido un lugar al cual pudiera llamar suyo. «Mátalo y termina de una vez con esto. Come bien esta noche y preocúpate por el mañana cuando llegue.»
Eso era todo lo que sabía. Esa filosofía básica lo había mantenido con vida durante su corta y dura existencia.
Determinado a comer, Darien se arrastró hacia delante.
Artemis despertó al sentir una mano sobre su garganta. Luego sintió cómo una hoja muy fría y afilada le apretaba la nuez de Adán.
-Una sola palabra y estás muerto.
Las palabras, implacables y ásperas, estaban teñidas por un acento que era una extraña mezcla de escocés, sarraceno y francés de la nobleza normanda. Sintiendo que el terror hacía presa en él, Artemis alzó la mirada para ver qué clase de hombre era capaz de infiltrarse entre sus guardias y...
Artemis parpadeó con incredulidad cuando vio a su asesino. Era un muchacho, frágil y muy delgado, que vestía harapos sarracenos. Apestando a hambre y con sus ojos negros vacíos de toda emoción, el muchacho lo miraba como sopesando el valor que podía tener la vida de Artemis.
-¿Qué es lo que quieres? - le preguntó éste.
-Quiero la libertad.
Artemis frunció el ceño ante el niño y el peculiar y marcado acento con el que hablaba.
-¿La libertad?
El muchacho asintió, sus ojos ardían con un brillo fantasmagórico en la oscuridad. Aquellos ojos no pertenecían a un niño. Pertenecían a un demonio que había visto hasta el último rincón del infierno.
Una mitad de la cara del muchacho estaba hinchada y ennegrecida a causa de los golpes y tenía los labios partidos y llenos de grietas. Su cuello estaba en carne viva, como si normalmente llevara un collar de acero contra el que se debatiera sin cesar. Artemis bajó la mirada y vio heridas similares en ambas muñecas. Sí, alguien había convertido en un hábito el encadenar a aquel niño como si fuese un animal. Y el muchacho había convertido en un hábito el debatirse contra sus grilletes.
Cuando el niño habló, sus palabras sorprendieron a Artemis incluso más que su aspecto.
-Si me das mi libertad, yo te daré mi lealtad hasta el día en que muera.
Si aquellas palabras hubieran provenido de los labios de cualquier otra persona, Artemis se habría echado a reír. Pero algo le decía que ganarse la lealtad de aquel muchacho sería toda una proeza y que, una vez que hubiera sido otorgada, esa lealtad sería realmente valiosa.
-¿Y si digo que no?
-Entonces te mataré.
-Si lo haces, mis guardias te capturarán y te matarán. El muchacho sacudió la cabeza en una lenta negativa.
-No me capturarán.
A Artemis no le cupo la menor duda de que así sería. Haber llegado tan lejos ya suponía toda una hazaña.
Contempló sus largos cabellos negros y sus ojos azules. Con todo, su piel ampollada por el sol era más clara que las de los nacidos en aquella región.
-¿Eres sarraceno?
-Soy... - Hizo una pausa. La penetrante agudeza de antes se esfumó de sus ojos para revelar una pena tan profunda e intensa que el verla llenó de tristeza a Artemis -. No soy sarraceno. Era escudero de un caballero inglés, que me vendió a los sarracenos para así poder comprar el pasaje de vuelta a casa.
Artemis se quedó perplejo. Ahora comprendía el lamentable estado en que se hallaba el muchacho. Sólo Dios sabía la de abusos y depravaciones que habrían llegado a infligirle los sarracenos. ¿Qué clase de monstruo vendería un niño a sus enemigos? La crueldad de aquel acto lo abrumó.
-Haré que quedes en libertad - dijo.
El muchacho entornó los ojos para mirarlo con desconfianza.
-Más vale que esto no sea una treta.
-No lo es.
-El muchacho lo soltó y se apartó de la cama.
Artemis lo vio retroceder hasta una de las paredes de la tienda para quedarse en cuclillas allí con una mano sobre la tela, sin duda listo para huir en el caso de que Artemis hiciera algún ademán repentino. Moviéndose muy despacio para no asustarlo, Artemis se levantó de la cama.
El muchacho miró nerviosamente a su alrededor.
-Ellos vendrán a por mí.
-¿Quiénes?
-Mis dueños. Siempre me encuentran cuando me escapo. Me encuentran y entonces...
Artemis vio el horror en el rostro del muchacho, como si estuviera reviviendo lo que fuese por lo que lo habían hecho pasar. El pánico hizo que empezara a jadear.
-Tengo que matarte - anunció, poniéndose en pie. Volvió a desenvainar su daga y fue hacia Artemis -. Si no lo hago, ellos vendrán a por mí.
Artemis lo agarró de la mano antes de que el muchacho pudiera hundirle la daga en el pecho.
-Puedo protegerte de ellos.
-Nadie me protege. Sólo me tengo a mí mismo.
Lucharon por hacerse con la daga.
Alguien apartó el faldón de la entrada de la tienda.
-Majestad, hemos encontrado... - La voz del guardia murió cuando los vio debatirse.
El guardia gritó pidiendo refuerzos.
El muchacho dejó caer la daga mientras los guardias irrumpían en la tienda. Artemis contempló con ojos llenos de asombro cómo aquel niño tan flaco luchaba igual que un león acorralado. Si el muchacho hubiera poseído algo de fuerza en sus huesos debilitados por el hambre, no le habría resultado difícil derrotar a los doce hombres que formaban su guardia personal. Pero en su estado actual, los guardias lo hicieron caer al suelo.
Aun así, el muchacho siguió resistiéndose tan furiosamente que, finalmente, hicieron falta cinco guardias para poder mantenerlo inmovilizado.
-Soltadlo.
Sus doce guardias lo miraron como si se hubiera vuelto loco.
-¿Majestad? - preguntó su capitán con voz titubeante.
-Haz lo que te he dicho.
No fue hasta que lo soltaron cuando Artemis reparó en que un brazo del muchacho se había roto durante la pelea. Le sangraba la nariz y tenía un corte en la frente. Con todo, no emitió sonido alguno mientras lo ponían en pie. Se limitó a sostenerse el brazo roto junto al costado mientras los observaba con recelo, como si esperara lo peor de ellos.
El niño ni rogó ni suplicó, y eso dijo mucho a Artemis acerca de los horrores por los que tenía que haber pasado. Había sabido mantenerse firme y desafiante ante todos ellos.
Sus guardias se pusieron en pie, su capitán avanzó para dirigirse a Artemis, pero sin perder de vista al joven.
-Encontramos a dos sarracenos en la linde del campamento, alteza. Estoy seguro de que este muchacho es uno de ellos.
-Nosotros también estamos seguros - dijo Artemis -. Muchacho, cuál es tu nombre?
El joven bajó los ojos. Y cuando por fin habló, su voz apenas fue audible.
-Mis dueños me llaman Kurt.
Artemis frunció el ceño ante el término, una palabra extranjera que había aprendido durante sus primeras semanas en aquellas tierras. Se empleaba para referirse a los gusanos.
-¿Cuál es tu nombre de pila?
-Cuando servía al conde de Ravenswood, me llamaban Sin Darien. Artemis contuvo la respiración al oír el nombre, porque sabía quién era aquel niño.
-¿Eres el hijo de Chiba?
Una vez más, el vacío volvió a los ojos del muchacho.
-No soy hijo de ningún hombre.
Cierto. Cuando Artemis se había ofrecido a devolverlo al hogar de su padre en Escocia, el viejo conde así se lo había dicho. Darien era el único de los muchachos escoceses cuyo padre se había negado a tenerlo consigo.
Sin saber cómo resolver la cuestión ni disponer del tiempo suficiente para ocuparse del chico, Artemis lo había dejado bajo la custodia de Kunsite de Ravenswood.
Obviamente, aquello había sido un error.
Sentirse culpable no era algo que le sucediera muy a menudo a Artemis. Pero en aquel momento se sintió culpable. La sensación le oprimió el corazón con un dolor que no le resultaba nada familiar y ardió dentro de su alma. Aquel pobre muchacho al que nadie quería dependía de él, y Artemis lo había dejado abandonado a un destino que ningún niño debería llegar a conocer jamás.
-Haced venir a un cirujano - le dijo a su capitán -. Y traed comida y vino para el muchacho.
Darien alzó los ojos hacia Artemis con asombro en cuanto le oyó dar aquella orden. Una parte de él todavía esperaba que el rey lo mandara ahorcar o, como mínimo, que hiciera que le diesen una buena paliza. Eso era lo único para lo que servía él. Para eso, y para matar.
-No pongas esa cara de sorpresa, muchacho - dijo Artemis. - Cuando amanezca, te devolveremos al hogar.
Hogar. Aquella palabra era como un sueño, vago e imposible de alcanzar, que no había dejado de obsesionar a Darien durante toda su vida. Era lo que había querido siempre. Un hogar donde lo acogiesen con los brazos abiertos, unas personas que lo aceptaran.
Su padre lo había expulsado de Escocia, donde nadie lo había querido nunca, y en Ultramar los sarracenos lo habían tratado con desdén y cubierto de escupitajos, pero quizás esta vez, cuando fuera a Inglaterra, las gentes de allí querrían tenerlo a su lado.
Quizás esta vez, por fin, encontraría el hogar que tanto había anhelado.
Sí, en Inglaterra encontraría la paz.