Ahí vamos con una nueva historia. Son una serie de escenas que tienen en común el uso de los espejos. Cabe decir que los personajes no me pertenecen.
Espejos
Eros
La casa de los Hawkeye eran tres mundos unidos bajo el mismo tejado. En el primero estaban los espacios en los que se desarrollaba la vida cotidiana, los únicos en los que todos los habitantes de la casa coincidían. En realidad era un decorado en el que se fingía que todo iba bien, en el que jugaban a ser una familia que se reunía a comer en la gran mesa de pino para comentar cómo les había ido el día. El segundo eran los dominios de Berthold, siempre oscuros y abarrotados. Riza no podía acceder a ellos, ni física y ni metafóricamente, a veces Roy tampoco. Ella en el fondo agradecía esa prohibición porque aquellas habitaciones le producían un miedo atávico que no sabía explicar. El último mundo era el de su madre, con sus eternas puertas cerradas. Lo único que recordaba Riza de aquella mujer eran sus nanas desentonadas, así que aprendió a imaginarla a través de los objetos que había dejado atrás y de los que se servía de forma habitual, como el costurero o las tazas de té. El resto de sus cosas habían sido repartidas entre el desván y la salita situada a la derecha de la entrada.
Aquél saloncito era un apéndice extraño de la casa. Nadie entraba ahí y se había mantenido congelado en el tiempo, como si fuera un insecto atrapado en ámbar. Al parecer su madre había querido hacer ahí una sala de visitas, por lo que su decoración era rica y coqueta. Tenía dos largos sofás de terciopelo que se estaban despeluchando y las paredes estaban empapeladas con motivos florales que habían perdido su viveza. Aún así conservaba aquel aire señorial que, por aquellos tiempos, ya sólo se podía percibir observando la casa desde la distancia.
La pieza clave de aquella estancia era el espejo que decoraba la pared del fondo . Su padre, cuando estaba de buen humor, solía contar lo difícil que había sido transportarlo desde Central. Era grande y pesado, con un marco dorado que ya no brillaba y el cristal estaba moteado por puntitos negros de la humedad. Riza solía observarse en él, intentando adivinar cuáles de sus rasgos habían sido heredados de su madre.
Acababa de cumplir 13 años y estaba sola en casa. Como en todos sus cumpleaños se deslizó a la sala, asegurándose de que la puerta quedara cerrada, aunque supiera que la casa estaba vacía. Las cortinas estaban corridas casi en su totalidad, dejando simplemente un cerco de luz en el que jugaban las partículas de polvo.
Lentamente se deshizo de su ropa, dejándola resbalar sobre la piel hasta que quedó enrollada en sus tobillos. Dando un paso al frente Riza se enfrentó a la imagen de su propio cuerpo como si fuera el de una desconocida. Dejó sus ojos vagar por la curva incipiente de sus pechos y el vello que se empezaba a formar entre sus piernas, rubio y ensortijado. No sabía qué pensar sobre la adolescente que la miraba desde el otro lado. No podía discernir si era bella o una chica del montón. Con dedos temblorosos recorrió la superficie reflejada de las caderas y el vientre, moteadas por las manchas del azogue envejecido. Perdida en su imagen se atrevió a besar los labios que tenía delante. Primero con timidez, sintiendo la superficie lisa y fría del espejo, luego humedeciendo los labios con su saliva para que resbalara más, para que fuera más real. Era como sentir que alguien la quería.
El ruido de la puerta de entrada la sobresaltó. Eran su padre y su aprendiz. Sus voces llegaban tan nítidas que por un momento sintió que estaban a su lado. Sabía que en breve la buscarían así que recogió toda su ropa y escondida detrás del sofá se vistió mientras su cuerpo temblaba de miedo y vergüenza. Permaneció inmóvil hasta que las voces se perdieron por la casa, sólo entonces se atrevió a salir y fingir que nada había pasado aunque todavía tuviera las bragas húmedas y los pezones sensibles. Al día siguiente volvió a la salita con una sábana blanca y tapó con ella el espejo, temerosa de su propio reflejo.
No volvió a enfrentarse a aquel espejo hasta años después y por motivos totalmente diferentes. Ya no quedaba nada de esa curiosidad infantil, sino de cierto masoquismo enfermizo. Tenía 16 años y las precauciones no eran necesarias. Su padre no saldría de su estudio y Roy ya no estaba en sus vidas.
La salita había sido abandonada hacía mucho. Cuando entró sus huellas quedaron grabadas en el polvo. La chica de su reflejo estaba muy cambiada. Sus rasgos se habían definido, pero parecían hundidos, derrotados. Estaba demasiado delgada, con los huesos apuñalando la piel. Atrás quedaron las mejillas sonrojadas y los labios jugosos. Ahora su boca era una línea sin color y las ojeras oscurecían sus ojos. Riza se sentía como si se hubiera vuelto de blanco y negro.
Con lentitud se levantó la camiseta y se dio la vuelta para observar el tatuaje. Era tan grande que sentía que la devoraba por entero, hasta hacerla desaparecer. Hasta que todo su ser se limitaba a aquellas líneas rojas que parecían brillar, formando un patrón tan intricado que perdía todo sentido.
Dolía. La piel aún palpitaba, estaba inflamaba y tan sensible que el roce de la ropa suponía una tortura diaria. A veces el escozor de las heridas curándose era tal que Riza tenía que luchar con las ganas de arañarse la espalda hasta hacerla sangrar, pero no podía. No debía. El tatuaje debía mantenerse intacto hasta que apareciera alguien- Roy, siempre creyó que sería Roy- que lo descifrara.
Cada día regresaba al espejo, pero no se veía a sí misma. Antes incluso de poder encarar sus ojos se daba la vuelta para comprobar que el tatuaje permanecía perfectamente oculto bajo la ropa. Aquello era en lo que se había convertido. Ya no necesitaba besar sus labios para fantasear con que alguien la quería porque ahora sabía que nadie lo haría.
Tánatos
En la guerra un simple trozo de chapa puede servir para el aseo diario. Cepillarse los dientes, peinarse, lavarse la cara. Es curioso como en medio de tanta barbarie se mantenían aquellos rasgos cotidianos de civilización. Riza se arreglaba sin mirarse, odiaba cómo aquel trozo de aluminio distorsionaba su reflejo hasta deformar sus rasgos. Aún así se esforzaba por tener un aspecto impecable porque tenía órdenes de presentarse ante el Alto Mando.
Es campamento trataba de transmitir la idea de orden con sus tiendas bien alineadas y las caminos libres de obstáculos. Sin embargo, aquellas líneas rectas y limpias no lograban ocultar el olor a sudor y a suciedad de quienes conviven en el desierto con el agua racionada. En su andar Riza observaba a los soldados que trataban de matar el aburrimiento; jugaban a las cartas, escribían a sus seres queridos, charlaban entre ellos…lo que fuera necesario para no pensar en lo que dejaban atrás, en lo que les quedaba por delante. Riza jamás imaginó que la inactividad, esa calma tensa que se da entre las batallas, fuera una de las partes más duras de la guerra. En esos momentos la mente empieza a jugar malas pasadas y puede lograr que incluso el soldado más duro sea vencido sin ni tan siquiera haber tenido la oportunidad de luchar.
Una vez en el Puesto de Mando le encomendaron su misión. Al parecer un francotirador estaba haciendo estragos en uno de los enclaves que las tropas de Amestris habían logrado conquistar a un precio demasiado alto. De continuar así se verían obligados a retirarse, regando el desierto de cadáveres con uniformes azules.
El convoy en el que viajaba llegó a su nueva ubicación en plena noche. Los sonidos de los tiros se escuchaban en la lejanía, sin embargo, no había gritos. Riza se asomó por la parte trasera del camión para contemplar la batalla. La ciudad parecía un infierno de llamas y azufre, los edificios no eran más que figuras a contraluz que brillaban como tizones, dándole al escenario un aire de ensueño. Bello y terrorífico.
El campamento estaba situado a las afueras. Allí un oficial le informó de la situación. Acababan de evadir una escaramuza Ishbalí cuya única intención fue la de provocar el caos. La ciudad estaba prácticamente tomada, pero había un problema; no habían logrado requisar los depósitos de agua. Un grupo de rebeldes los defendían a sangre y muerte, apoyados desde las alturas por un francotirador aterradoramente certero. Su misión era la de abatirle y después proporcionar fuego de cobertura durante el ataque.
Lo primero que solicitó Riza fue el inspeccionar los cadáveres de la fosa común. Aguantando la náusea saltó a la zanja para buscar a las víctimas del francotirador. A pesar de los guantes quirúrgicos podía sentir el tacto frío de su piel y el pañuelo alrededor de la boca y de la nariz no era suficiente para ahogar la pestilencia. Riza siempre pensó que la muerte era fría y seca, pero no, era jugosa, llena de líquidos que goteaban cada vez que tenía que mover uno de los cuerpos. Tardó más de lo deseado en localizar a los muertos. Todos tenían algo en común, les habían disparado en el trozo de piel que quedaba expuesto entre el casco y el uniforme. Podrían haber sido alcanzados en otras partes del cuerpo pero aquella regularidad le hablaba a Riza sobre el hombre contra el que competiría. Aquello era un signo de destreza, una marca personal. Aquel orgullo podría suponer una ventaja. Para poder realizar esos disparos el francotirador no podía buscar posiciones excesivamente elevadas porque carecería del ángulo preciso. Riza salió de aquel agujero intentando parecer serena, profesional. Vomitó a dos metros de la zanja.
Entraron a la ciudad al amanecer, aprovechando las sombras y el humo de los incendios. Toda la belleza de la batalla en llamas había desaparecido, a su alrededor sólo quedaban edificios manchados de hollín. Sus guías la condujeron hacia el lugar en el que solía actuar el francotirador; era una callejuela estrecha que serpenteaba hacia la gran plaza en la que se encontraban los aljibes. Los edificios se mantenían más o menos intactos y el suelo estaba regado por los cuerpos que los soldados no habían podido recuperar. Abandonados allí como cebo y advertencia.
El silencio era total. Riza se mantuvo pegada a la pared, buscando una entrada entre los edificios de la izquierda. Tuvo suerte, el interior de las casas estaba medio derruido por lo que pudo pasar de un edificio a otro a través de los cascotes. Había puntos en los que las fachadas se habían derrumbado por lo que Riza se tenía que arrastras entre los escombros intentando ocultar su figura lo mejor posible.
Finalmente encontró un lugar interesante. Era una casa alargada de cuatro pisos, situada justo en la curva de la callejuela, lo que le permitiría vigilar ambos lados. Riza inspeccionó las viviendas, en realidad cuartos minúsculos en los que parecía que vivían familias enteras. No había nadie vivo en el lugar, pero encontró los cadáveres de dos niños abrazados escondidos bajo una mesa.
Escogió su enclave en una habitación de la última planta. En otros tiempos debía haber sido una cocina porque en el centro se encontraban los restos de un fuego y todavía se percibía el olor de las especias. La ventana era larga y estrecha y permitía vigilar sin ser vista. Preparándose mentalmente para lo que sabía que sería una batalla de larga duración se posicionó y cubrió su presencia.
Era mediodía y el calor se había vuelto abrasador. Riza sudaba bajo la capa de camuflaje, notaba cómo las manos se le resbalaban por la culata. Ajustó mejor el rifle contra el hombro, intentando abstraerse de su cuerpo. Intentando no pensar en cómo el suelo se le clavaba en las caderas o en el dolor de los tendones del cuello. Debía olvidarse de sí misma, lo único que importaba era la misión. En la academia le habían enseñado que para ser un francotirador había que perfeccionar el arte de volverse invisible y Riza llevaba toda su vida practicándolo.
Una luz atrajo su atención. Esperó, siendo cómo la adrenalina la aguijoneaba los sentidos. Ahí estaba otra vez, era un reflejo en la tercera ventana del edificio de la derecha. Riza acarició el gatillo, pero en el último momento se contuvo. Apretó los dientes y sintió cómo la mandíbula se tensaba dolorosamente. No era posible que un francotirador que había logrado abatir con perfecta precisión a 24 soldados cometiera el error de permitir que su mira telescópica se reflejara con el sol. Era una trampa. Riza respiró hondo, intentando recordar sus clases en la academia. Los espejos son una de las herramientas más útiles para los francotiradores. Pueden servir tanto como elemento de distracción como para cegar al enemigo, consiguiendo así una ventaja ínfima que había que saber aprovechar. Riza esbozó una sonrisa, hacía mucho tiempo que ella no se dejaba engañar por los espejos.
Siguió esperando. El olor de los cadáveres pudriéndose lo llenaba todo, aún así no apartaba los ojos del otro lado de la calle. Debía estar en el segundo piso, oculto tras aquellas ventanas con cortinas de colores.
Fue tan breve que en realidad su mente no procesó la información, fue su cuerpo el que actuó por instinto. Una de las cortinas ondeó en una ciudad en la que no corría el viento. El disparo sonó atronador en el silencio y el eco rebotó por toda la callejuela. Supo que había acertado porque el rifle quedó visible, apuntándola a la cabeza. Se había equivocado, al parecer el francotirador la había localizado y había subido hasta la última planta para acabar con ella. Riza de quedó unos segundos mirando al frente, casi como si el otro lado de la calle en realidad fuera un espejo en el que podía verse a sí misma encañonando a otro ser humano. Sin embargo, se obligó a a recuperar sus sentidos. Buscó entre sus bolsillos la bengala y la lanzó, dando la señal para que comenzara el ataque.
Los uniformes azules aparecieron por la esquina, temerosos al principio, seguros después. Los ishbalies se plantaron al otro lado de la calle, dispuestos a manchar sus túnicas blancas con la sangre de sus enemigos. Desde su posición Riza comenzó a disparar contando maquinalmente el número de cuerpos que caían al suelo.
Cuando todo terminó se dirigió a buscar el cadáver del francotirador. Lo que en su imaginación era un hombre recio de mediana edad era en realidad un chico de unos 16 años. Delgado y enjuto. La bala le había acertado sobre la ceja derecha, llenado el lateral de su cara de sangre y restos de cerebro. Su único ojo la miraba fija y acusadoramente. Riza se inclinó sobre él y cerró su párpado para dejar de verse reflejada en la pupila muerta.
Próximo capítulo:
A veces para pasar desapercibida hay que ponerse un vestido de lentejuelas y tacones de aguja.
La verdad es que no tengo ni idea de francotiradores, así que leí un par de cosillas. Entre ellas que es habitual que los francotiradores interrogan a los supervivientes y testigos y comprueben los cadáveres para saber cosas sobre el enemigo. De ahí la escena de la zanja. Nunca había escrito una escena de guerra y me ha gustado más de lo que jamás creí.