Inuyasha © Rumiko Takahashi
Primera Parte
I
Narcisos
Su corte estaba completa. Asesores, funcionarios, nobles y plenipotenciarios componían una imagen de colores con sus extravagantes kimonos, ofreciendo un panorama tan alegre como incordiante. El Lord de las Tierras del Oeste había estado preparándose mentalmente para ese momento durante varias semanas sabiendo que su paciencia sería puesta a prueba, su misericordia empujada a nuevos límites y sus capacidades diplomáticas forzadas. Los vericuetos políticos a los que era obligado diariamente no eran en sí el problema, su padre bien le había advertido que serían no sólo aburridos sino obligatorios, sino los participantes, los rostros de nombres ilustres que le restregarían en su cara con sutilezas y falsa candidez sus estatus y rangos, algunos tan excelsos como el suyo, mostrándose no sólo como sus iguales, sino como legítimos contrincantes.
Contrincantes abundaban, pero ninguno llegaba a ser su real rival. Había, después de todo, algo en las características de su dinastía que tenía al resto esperando eternamente la oportunidad de moverse en su contra, fuese del modo que fuese.
Sesshomaru también sabía, porque la ingenuidad era algo de lo que carecía completamente, que sus aliados eran sólo coyunturales.
—¿Milord?
Volvió apenas el rostro, pues ningún noble le debía directa atención a sus subordinados, pero con ese gesto el sirviente sabía que lo estaba escuchando:
—Su presencia es requerida en el Pabellón de los Narcisos.
Contrariado por tan inoportuno momento, giró el rostro y lo miró directamente a los ojos. Jaken tragó saliva con fuerza.
—¿Ahora? —se escuchó preguntar, cuando lo único que tendría que haber hecho era negarse absolutamente.
—Eso me temo, Milord.
Sesshomaru miró al frente una vez más, pensó en que como anfitrión podía darse ciertos lujos e incorporándose fluidamente, decidió que podía atender por unos minutos a las habitantes del tan mentado pabellón, sólo para saciar su aburrimiento. Cuando se incorporó, todos los presentes lo imitaron, ofreciendo al tiempo una profunda reverencia. El líder no dispensó otra mirada y sin más comenzó a caminar; Jaken atrás, cerca.
El bullicio se manifestó muy pronto y desde esa gran distancia Sesshomaru podía escuchar las acusaciones y las defensas de las participantes. A medida que avanzaba, los centinelas se adelantaban para abrir las puertas shoji a su adalid; fue el sonido de sus armaduras lo que alertó a las mujeres que su patrocinador estaba cerca, entonces se quedaron en su sitio, en silencio y a la espera.
Cuando la alta figura del Lord apareció a través de las últimas puertas, las mujeres lo saludaron en afonía y con el respeto que le debían. Él las estudió una por una, adivinando en pocos segundos a qué se debía el alboroto. Por gusto fue que inquirió:
—¿A qué se debe esta barahúnda?
—Milord —Sara era su primera concubina, se creía que su favorita, y por eso siempre tenía la primera palabra; era aquel un arreglo tácito entre las mujeres—, este es un pleito femenino, no esperábamos importunarlo.
—Sin embargo, me mandaron a llamar.
—Jamás pretenderíamos tal cosa —y miró fugazmente a Jaken, acusándolo por su indiscreción—, pero su intervención sería de gran ayuda.
—Habla.
—Se trata de este kimono, Milord —y tomándolo de las manos de otra, lo acercó al líder para que lo inspeccionara—. Kagura asegura que es a ella a quien se lo obsequió.
—¿Pero? —apremió con hastío.
—Yo sé que fue a mí a quien usted agració con su generosidad.
No podía creer, Sesshomaru no podía creer que en ese preciso instante, frente a sus doce concubinas, recordase a su madre y a sus palabras: Tienes en demasía y más que placer, te darán dolores de cabeza. A veces la línea que dividía el rótulo de esas mujeres se hacía borroso; en ocasiones eran las diosas seductoras que existían sólo para satisfacer sus instintos más básicos, esas que conocían cabalmente las artes del amor, y en otras eran un montón de niñas malcriadas buscando el momento para socavar las oportunidades de sus compañeras.
Sesshomaru nunca estaba de humor para atender sus insignificantes querellas.
Tomó el kimono en su mano y analizó la seda. Su excelsa calidad hacía justicia a los bordados de plata y oro y, como siempre, se felicitó por tan acertada elección. Lo acercó a su rostro y con discreción inhaló, buscando distinguir el primer aroma.
Mirando a las participantes dejó que el veneno de sus garras corroyese la fina tela; las escuchó a todas ahogar exclamaciones de horror y vio sus ojos abrirse en sorpresa. Segundos después y ni vestigios quedaron de la prenda; Sesshomaru limpió sus garras con delicadeza e irguiéndose en toda su altura, habló:
—No se me volverá a importunar por cuestiones menores como estas. Quienes se muestren incapaces de mantener la armonía, no recibirán gracia alguna.
Y sin más, se marchó, perdiéndose las caras de descontento que las concubinas, especialmente Sara, le dedicaban a Jaken. A partir de ese momento decidió que bloquearía cualquier cuestión trivial y mundana, nada que no fuese el evento que presidiría a partir de ese día.
Kagome sabía que había abusado de sus vacaciones de verano y de la paciencia de su madre, quien le había concedido todo el espacio y el tiempo que necesitara para su merecido descanso tras haber culminado sus estudios secundarios. Una semana le pareció tiempo suficiente de ocio y al octavo día, puso manos a la obra.
Vestida con su yukata más liviana y fresca limpió y ordenó el depósito, la oficina y el patio; en el momento que decidió guardar la escoba y los trapos, pasó frente al recinto del pozo y en vistas de que aún estaba de día, hacia allí se encaminó. Al abrir la puerta, el hedor del tiempo y la negligencia la saludaron sin miramientos; podía olerse la humedad acumulada y sentirse el frío propio del sitio. Kagome tuvo que dejar la puerta abierta para que ingresara la luz natural, de otro modo el sitio estaba en absoluta oscuridad. Curiosa, se paseó por el lugar, sin recordar cuándo había sido la última vez que había ingresado allí. Nada había fuera de lo normal y sin embargo, sintió algo entraño en la piel cuando descendió los escasos peldaños hasta acercarse al pozo; miró sus sombrías profundidades y el aroma de la tierra le llegó con suavidad.
Iba a iniciar con el aseo cuando una brisa tibia proveniente del pozo llamó irrevocablemente su atención. Sorprendida, se quedó allí de pie sintiendo el aire, sabiendo que nada había de habitual en eso; más curiosa que temerosa, cerró el espacio que la separaba del sitio de la ocurrencia y se asomó. Ahogando una exclamación se irguió, sabiendo que no había forma de que lo que hubiese visto fuese real.
¿Estoy alucinando?
Demasiado interesada para dejar pasar el momento, inspeccionó la profundidad una vez más. Frunció el ceño, viendo un cielo despejado, sintiendo la misma brisa, hasta escuchando el canto de algunas aves.
¿Cómo puede ser posible?
Se inclinó ligeramente y entonces lo sintió. Una fuerza extraña tirar de ella, algo incorpóreo e invisible que la sujetaba y la atraía a la luz que manaba del fondo del pozo. Se sujetó con fuerza del borde, asustada, pero el brío era más poderoso y en menos de un minuto Kagome se vio caer, la escena transcurrir en cámara lenta: su cerebro buscando una explicación lógica a tan extraordinarios e inverosímiles eventos.
Cayó durante algunos segundos, nunca llegando al fondo. Hasta que eventualmente se encontró sentada sobre una superficie fría pero seca. Se incorporó rápidamente, elevando la vista y para su horror era aquel mismo cielo turquesa; inspeccionó las paredes del pozo hasta que decidió que unas gruesas y firmes raíces soportarían su peso. Ascendió con torpeza, en parte debido a su yukata y otra a su falta de habilidad, y demoró lo suficiente como para avergonzarse, pero finalmente llegó a destino. El fantástico paisaje estival que la recibió podría haber oficiado de bálsamo en cualquier otro momento pero en ese, sabiendo certeramente de que no estaba en su casa, le produjo pánico.
Se dejó sucumbir durante unos minutos, yendo y viniendo de un sitio a otro, pensando con fuerza, o intentándolo al menos. Ignorante por completo de su contexto, segura de que no sabía cómo regresar, insegura sobre el poder del pozo de llevarla nuevamente a su hogar, Kagome quiso llorar de angustia. Bajó, deseosa de que la magia que la había traído la regresase, pero nada ocurrió; desesperada, subió una última vez.
Entonces un ruido llegó hasta ella desde el fondo de un valle a su izquierda. Apresurándose, se dejó guiar por los sonidos y desde la altura divisó una procesión avanzar con lentitud pero firmeza. Hombres armados y a caballo, otros a pie, numerosos palanquines, unos más grandes y mejor decorados que otros, estandartes que no conocía y órdenes que llegaban a ella en un lenguaje que le supo demasiado formal.
Parecía el set de una película histórica.
Sin saber qué más hacer, descendió como pudo, temerosa de que se alejasen y no pudiera alcanzarlos. Algo en su cabeza le dijo que lo mejor era no gritarles y que apelara a su velocidad, entorpecida por su calzado inadecuado y el escaso diámetro de su yukata.
—¡Allí! —gritó alguien.
—¡Atentos! —exclamó otro.
La joven levantó la vista de su camino en el momento exacto en que una piedra se interponía en su sendero y tropezó con estrépito, rodando los metros restantes de la suave ladera del valle.
—¡Es una mujer!
—¡Una humana!
Ouch…
Kagome sabía que su tobillo no se quejaba de más y se preocupó ante la perspectiva de haberse lesionado gravemente. Trancos de caballo y un rítmico paso marcial la hizo volver a su realidad y levantando la mirada se encontró con numerosos rostros masculinos escrutarla con severidad.
—Qué bueno que los alcancé —susurró, decidiendo que el alivio preponderaría por sobre su instinto de supervivencia, loco de alerta en ese momento.
—¿Alcanzarnos? —inquirió con humor una voz grave que a medida que se acercaba, los soldados dejaban pasar— ¿Eso llamas a ese rudimentario descenso?
Kagome se sonrojó con fuerza y cuando quiso incorporarse, su tobillo le recordó su accidente y una queja escapó sus labios.
—¿Tadashi? ¿Qué es tan interesante?
La voz femenina llamó la atención de los soldados al tiempo y se abrieron más para dejar pasar la mujer más hermosa que Kagome hubiese visto en su vida; la sorprendió sobremanera ver que su cabello era rojo como el cobre y tan brillante como una piedra preciosa; tenía una marca en el centro de su frente, como un sol, y un maquillaje que parecía parte de su lustrosa piel. Su kimono le habría arrebatado el aliento de no haberlo hecho su fantástica apariencia.
—Una niña, cariño. Rodó con poca elegancia colina abajo, parece que se ha herido.
—Ninguna niña, es una mujer —aclaró, sonriendo maternalmente; en edad le recordaba ligeramente a su madre—. ¿Cómo te llamas?
—Kagome, señora.
—Conozco esa mirada —dijo el hombre, analizando la expresión su esposa.
La mujer le sonrió con seducción y asintió.
—Sí —dijo entonces—, la quiero.
Y sin más, dio media vuelta y se alejó rumbo a su palanquín. El hombre, que Kagome identificó como el líder, suspiró con dramatismo y con unas lacónicas señas dio un par indicaciones; a lo segundos la joven se vio en los brazos de un extraño que con cuidado la sentó en su caballo y sin más por hacer, Kagome se unió a la procesión.
Notita de auto-bienvenida: Primero que nada, espero que esta pandemia les encuentre bien (o dentro de lo que cabe), ojalá anden lo mejor posible. Segundo, algo para pasar el rato: un fic en el que vengo trabajando hace bastante. Espero que les guste y la disfruten un poco. Les mando un abrazo!
