Lazos

Prefacio

Entre la bruma que, delicada, comenzó hacía largo rato ya su ascenso sobre el lago fingiéndose danzante espíritu del aire, dejábase oír el susurro de las hadas que allí habitaban. Estas, desenfadadas, hacían tintinear sus nacaradas alas iniciando una apasionada competición con las campanillas que, arremolinadas en la ribera, creaban una suerte de concierto solo entendido por las ranas que dormitaban bajo lo profundo del lodo.

Rumor del bosque.

Quietud entre los hombres.

Tranquilidad del alma.

Gobierno del silencio roto ante la declamación de un agudo soliloquio puesto en boca de una jovencísima bruja en cuyas pupilas escondía brillos traviesos y divertidos.

—"Señorita Andersen, ¿qué tal su té? ¿Le gusta?" "Uy, querida, está asqueroso, muy malo. Sabe a popó de centauro. No, no, no. ¡Peor! ¡A puré de guisantes con mantequilla!" "¡Oh! ¡Pero qué poco cortés! Es usted un moco."

La pequeña Daphne Greengrass rió ante su propia grosería mientras observaba, con esos curiosos ojos pardos que tanto la caracterizaban, cómo las muñecas de su teatrillo de títeres vivientes obedecían todos y cada uno de los mandatos que ella disponía. ¡Era tan divertido! Su padre se lo había regalado —tras días y días de incesantes súplicas acompañadas de dramáticos llantos— hacía un par de meses y, desde entonces, se había convertido en su juguete favorito. Las horas transcurrían rápidas en la solitaria mansión familiar gracias a las maliciosas conversaciones compartidas entre la Señorita Andersen y su graciosa vecina; a las aventuras del Príncipe "no tan encantador" y su fiel dragón escupefuego; a los amoríos del joven marinero y la hambrienta sirena que solo deseaba devorar su corazón… Mil historias guardaba la mente de Daphne, infinitos cuentos de los que solo libélulas, arañas y otras secretas criaturas serían conocedoras.

—Y entonces la Señorita Andersen le tiró el té a su tonta vecina. ¡Ahora!

Exclamó la pequeña con gran emoción. Mas, justo en el momento en el que su tan querido títere se disponía a culminar la escena, una potente ráfaga de viento forzó su entrada en el cuarto de la niña a través de la ventana consiguiendo que, de manera irremediable, la muñeca se tambaleara sobre las tablillas del teatrillo hasta caer al suelo de forma descuidada.

Irrumpió así lo gélido deteniendo chanzas y juegos, revolviendo los larguísimos cabellos de la bruja y levantando descaradamente la falda de su pomposo vestido. Sin embargo, Daphne, lejos de molestarse, respondió de manera singular. Relegando toda tarea a un segundo plano y olvidando fábulas e historias momentáneamente, comenzó a saltar y a brincar y a reír mostrando una sonrisa que habría logrado opacar todos los soles del Universo. ¿Qué importaba si el piso de abajo retumbaba? ¿Si molestaba a papá en su despacho? ¿Si despertaba a Astoria de la siesta? ¿Qué importaba todo eso cuando era en momentos como aquel cuando se sentía mágica? Pero no ese "mágica" que sus padres aseguraban que era. Ese "mágica" que fluía por sus venas y se mezclaba con su sangre… No.

Verdaderamente mágica.

—¿¡Pero se puede saber qué es todo este escándalo!?

Iris Greengrass abrió la puerta del dormitorio y entró majestuosa como si fuera un pavo real, regalando al mundo canciones entonadas por dos afilados tacones que, semejantes al tic-tac de un despiadado reloj, marcaban la hora de despedida. Adiós a la risa de Daphne; adiós al silente e infantil conjuro que dotaba a los títeres de un alma; adiós, incluso, a las simpáticas brisas invernales…

Transformó el tiempo su animado ritmo y dejóse dirigir por aquella rígida mujer que portaba brillantes zapatos fucsia de reptil extinto.

—¿Pero cómo tienes abierta la ventana así? ¿De par en par? —Preguntó la señora de la casa mientras se aproximaba hacia la ventana con clara intención de cerrarla. Sin embargo, justo antes de que su sombra se volviera figura sobre el cristal, la pequeña Daphne corrió hacia ella y se abrazó a sus piernas convirtiéndose en koala. —¿No te he dicho mil veces que la cierres? Te podrías poner mala, ¿y luego qué hacemos? ¿Mhm?

Desoyendo aquella riña disfrazada de cariñosa advertencia, la primogénita de los Greengrass negó varias veces con la cabeza, aferrándose con mayor intensidad a su madre.

No entendía por qué se enfadaba tanto por aquellas cosas. Por qué una tos, el sonar de mocos en un pañuelo o, simplemente, el temblor producido por un fortuito escalofrío se convertían en alarmas por las que Iris corría a llamar al doctor. Lejos estaba la joven bruja de comprender lo que significaba haber nacido bajo la estela del apellido Greengrass. Aún sus ojos vírgenes permanecían ante el horror que mostraba el tapete familiar, donde la letra "M" marcaba las frentes de cientos de brujas que compartían su misma sangre.

Malditas para siempre.

No, Daphne no entendía nada… Pero estaba segura de algo: Que la mirada de su madre, altiva en lo eterno, temblaba cada vez que el doctor venía a casa. Y eso era algo que la aterraba completamente.

—¡Si yo nunca me pongo mala! ¡Nope! —Exclamó la niña alzando la mirada y permitiendo que su silueta se reflejara en los iris azules de su madre. Convirtióse entonces en espectro de agua poseedor de vivaz lengua y cuyo poder le hacía sonar más que convincente. O eso pensaba ella, pues la respuesta que recibió por parte de su progenitora fue vaga y ambigua.

Iris dejó caer su diestra y le regaló una suave caricia a la mayor de sus hijas en la cabeza. Perdió sus dedos entre los mechones de pelo de Daphne, vano intento por desenredar lo que ahora era un nido de lechuzas, y alzó las comisuras de sus labios mostrando una sonrisa de plástico. Luego, rompió el abrazo de su retoño, y emprendió el camino hacia la ventana para cerrarla de una vez por todas.

Imposible de evitar fue que un aniñado mohín se dibujara sobre el rostro de la menor al verse privada del calor que desprendía su madre, sin embargo, el enfado no duró mucho. No cuando, tras aquella ventana ahora sellada, un precioso sueño se tejía.

—Muy bien, jovencita, ahora ponte los zapatos y baja al jardín. Tu padre nos está esperando.

—¿¡En serio!? ¿Ya está? ¿Ya puedo mirar?

Nunca Daphne esperó a ver el leve asentimiento que Iris le dedicó, en su lugar comenzó a correr por todo el cuarto con la alegría y la ilusión que sólo brota en el corazón cuando se tienen 5 años. Entonces, justo en el momento en el que la bruja estuvo a punto de rozar el pomo de la puerta con sus deditos, el autoritario chistar brotó de entre los labios de su madre, deteniéndola de forma súbita en el sitio, como si sus pies se hubieran clavado al suelo por causa de algún conjuro o hechizo.

—Los zapatos. —Repitió Iris lentamente, masticando cada uno de los espacios de su mandato, mientras sostenía con dos dedos un par de brillantes zapatos de charol negro.

Daphne resopló y, tras teatralizar un pesado caminar que incluía la exagerada caída de hombros y el colgar de sus brazos, cogió los zapatos, se sentó en el borde de la cama, y se los puso. Finalizada la tarea y con el entusiasmo haciéndole cosquillas en sus pies, hizo el ademán de bajarse de la cama, mas algo le impidió realizar tal acto…

Vainilla.

Un dulce suspiro con aroma a vainilla inundó sus pulmones, ante lo cual no pudo hacer otra cosa más que cerrar los ojos y dejarse encantar por aquel delicioso perfume.

Vainilla… Vainilla…

Como los helados que tomaba con su padre en las tardes de mucho calor.

Vainilla… Vainilla…

Como el vaho del té que desprendía la taza de la abuela siempre que iba a visitarla.

Vainilla… Vainilla…

Como la crema de manos que usaba su madre desde hacía años, desde el principio de los tiempos.

Suave como la mariposa que descansa sobre los pétalos de una flor, Iris se dejó caer sobre el colchón para, tras pronunciar un tieso "Accio Peine", comenzar a cepillar el pelo de la niña.

Cálido ardía el pecho de Daphne ante muchas cosas: La tarta de grosellas negras, la visión de un perrito ladrando feliz en la calle, el chapoteo al que se entregaba descalza en el jardín después de una lluviosa mañana… Un sin fin de cosas, sí. Pero había una que superaba en lo infinito todos esos pequeños placeres.

Su madre cepillándole el pelo.

—Uno… dos… tres…

Susurraban ambas féminas ante cada pasar del peine por la basta melena castaña de la menor. Tierno e inusual gesto realizado sólo en ocasiones muy especiales, esas en las que Iris se perdía en los vibrantes lúmines de su retoño y descubría el eco de cariñosos brillos que creía mudos hacía mucho tiempo.

—Cincuenta y seis… cincuenta y siete… cincuenta y ocho...

Aquel hipnótico canto poco a poco indujo a Daphne en una suerte de trance líquido donde, abandonándose por completo, dejóse poseer por una naturaleza felina. Tanto fue así que juró podría comenzar a ronronear como si fuera un gato.

—Noventa y ocho… noventa y nueve… y cien.

Cien.

Así como ocurría en todos los cuentos de hadas, la princesa debía peinar sus hermosas trenzas exactamente un número de cien veces. De no hacerlo de este modo, toda su gracia, belleza y poder, desaparecerían instantáneamente. ¡Puff! Con fervor así la pequeña lo creía y, por consiguiente, imitaba sin titubeo alguno. Muchas lágrimas derramaría Daphne hasta darse cuenta de que ella no era ninguna princesa, sino una bruja.

—Vamos. —Pronunció Iris una vez culminó su tarea para, seguidamente, abandonar el lecho y dirigirse hacia el jardín de su hogar.

Partió con ella el agradable olor a vainilla, logrando que el hechizo que mantenía presa a la menor se rompiera. Abriendo ya los párpados y dando un pequeño salto, Daphne Greengrass dejó atrás el recuerdo de algo con lo que soñaría aquella noche, y agilizó sus pasos para así dar alcance a su madre.


Pastel de calabaza, melcochas, pudin flameante, bollos de Bath… Estos eran tan sólo algunos de los manjares que, aquella tarde, adornaban la ya de por sí adornada mesa del jardín de los Greengrass. Harold, patriarca de la familia, había dejado la preparación de todos aquellos exquisitos platos en manos de sus Elfos Domésticos, siempre bajo amenaza de perder los dedos con el calor de la plancha de no quedar estos tal y como mostraban los libros de recetas. Así pues, la comida no podía tener otro aspecto más que el de delicioso.

Mas no solo la mesa lucía fantástica, toda la parcela exterior estaba magníficamente decorada para la ocasión: Serpentinas que se confundían con las hermosas flores trepadoras en la pared de la Mansión y que cambiaban de color a placer; pequeños dragones confeccionados en papel de seda y que sobrevolaban el lugar mientras escupían brillante confeti; globos tintados en mil sombras de violetas; y, lo que más resaltaba de todo, una enorme pancarta compuesta por cientos de rosadas peonías que versaban de este modo:

"Feliz Cumpleaños, Daphne"

—¡Papa!

Súbita interrumpió la voz de Daphne el pequeño momento de paz que Harold se había concedido pues, organizar la fiesta de cumpleaños de una niña había resultado ser una tarea más ardua de lo que pudiera haber imaginado jamás. Tantos sitios a los que llamar, tantas citas por concertar… Floristas, decoradores y, sobretodo, confiterías extranjeras que pudieran proporcionarle riquísimos dulces para su hija, pues solo un paladar como el de la pequeña Greengrass podía apreciar los chocolates Alionka y los bombones Lastochka antes que cualquier marca nacional. No cabía duda de que, en su crianza, había desarrollado gustos caprichosos.

—Daphne. —Pronunció escuetamente el hombre mientras recibía el impacto de la menor quien, como un tornado, se precipitó sobre el regazo de su padre.

Escondió entonces el rostro en el torso de su progenitor para, tras demostrar un cariño fríamente correspondido, separarse y contemplar aquel maravilloso escenario que había sido creado para ella. No tardaron sus simpáticos labios en tomar la forma de un gracioso "oh", expresión ante la cual Harold no pudo hacer más que descubrir una leve sonrisa bajo el tupido y oscuro bigote que caracterizaba su semblante.

—¿Todo esto para mí? ¿Por mi cumple?

—Sí, todo por tu cumple. Mira, hay caramelos de los que te gustan. —El Sr Greengrass ofreció entonces un caramelo de toffe envuelto en curioso papel con grabados de letras en alfabeto cirílico y el dibujo de bonitas matrioshkas que la bruja cogió con incontrolable avidez.

—¡Son de los que me da la yaya cuando vamos a Moscú! ¡Ñam, ñam! —Anunció Daphne. Enseguida, se metió el caramelo en la boca y continuó con su infantil charla, dejando que lo dulce se hiciera dueño de sus labios. —¿Dónde está la yaya? ¿Va a venir?

Pregunta sin respuesta, pues todo discurso fue interrumpido por la entrada de Iris quien, con una preciosa y aún adormecida Astoria arropada entre sus brazos, se aproximó hacia la mesa.

—Veo que ya has conjurado el hechizo. —Dijo mientras elevaba su mirada hacia el cielo. Sobre ellos se alzaba una invisible cúpula cuyo cometido era el de impedir que el frío se volviera invitado de honor en la fiesta. Así, gracias a un leve movimiento de varita, floreció la Primavera en pleno Invierno. —Bien, no quiero que nadie se queje hoy, ya sabes lo criticones que son los Goyle. Por no hablar del perfeccionismo de Lucius… ¡Y los Nott! Qué insoportables, espero que Claudia no venga. Esa vieja decrépita...

Rápidos se movían los labios de la Sra Greengrass imitando el boqueo de un pez fuera del agua. Daphne viró su mirada hacia la figura de su agitada madre intentando reconocer todos aquellos nombres que la mayor pronunciaba. Desconocidos en lo absoluto. Aburrida de aquel acto, volvió los ojos a su padre regalándole una expresión más que confusa y un leve tirón en su corbata. No permitiría que su pregunta quedara sin resolver.

—No, Daphne. La abuela no va a venir. —Negó Harold para disgusto de la niña. Sin embargo, el pesar que asolaba su tierno corazón no duró mucho tiempo. No cuando su padre guardaba secretos aún sin desvelar. —Pero sí van a venir muchos amigos de la familia y, ¿sabes una cosa? Traerán a sus hijos a tu fiesta. Creo que todos tienen tu misma edad.

—¿¡En serio!? ¿Y podré jugar con ellos? —Preguntó Daphne muy emocionada mientras se removía en el regazo de su padre.

—Claro.

—¿Y serán mis amigos?

—Solo si te portas bien.

—¿Amigos como Pansy?

—Como Pansy.

La mención de Pansy Parkinson, amiga desde el primer pestañeo de ojos y hermana de juegos y travesuras, llenó de dicha el alma de la bruja, quien no dudó en demostrarlo besando la mejilla de su padre.

—¡Entonces seré muy buena! ¡Lo prometo!

Promesa cuya veracidad superaría a la expuesta en un Juramento Inquebrantable.

Sin perder ni un segundo más, Daphne se despidió de la confortabilidad del regazo de su padre y corrió por el jardín hasta hallar algunos juguetes que, otrora, abandonó allí sin reparo alguno. Ordenándolos por nivel de importancia y según su corazón latía por ellos, los dispuso de graciosa manera en espera porque, aquellos extraños niños, quisieran ser sus amigos animados por la posibilidad del juego.

Todo listo, solo quedaba esperar a que el rumor de las hadas trajera voces nuevas.


A lo lejos, una lágrima invisible derramada.

Mejillas pálidas y manchadas de mentira, traición y horror.

Iris Greengrass se posicionó tras su marido y, colocando una mano sobre su hombro, siguió con ojos saturninos la menuda figura de su pequeña.

Oh, Daphne… Tan joven, tan ingenua… Que solo un regalo pudo ver donde la maldad germinaba entre venenosas intenciones. Nunca en sus cándidos pensamientos osaría llegar la idea de que, su maravillosa fiesta de cumpleaños, no era más que una vil excusa para perpetuar el estatus, el poder, la sangre… Nunca, que entre esos niños que a punto estaba de conocer se encontraba aquel que sería su futuro esposo... Nunca, que los cuentos de hadas jamás se cumplirían.

Daphne Greengrass, no era una princesa.

Era una bruja.