Nota de la autora: :) ¡Hola! Antes de empezar, si me permitís, unas notas sobre la historia.

Esto es (o será, a la larga) un George & Alicia, durante PoA, con menciones a Alicia & Oliver Wood. Está situado en el invierno del quinto curso de los gemelos (el tercero, por tanto, de Harry y compañía) y voy por libre tanto en el tema de los Prefectos como en las relaciones de pareja – es decir, que no sostengo que en el libro haya muestra alguna ni de Wood & Spinnet ni de George & Alicia... Aún así, me baso en algunas cosas y monto mi ficción desde ahí. ¡Sólo espero que os guste!

Sinopsis: Tendrá los ojos más bonitos que ha visto jamás. Gran cosa. Tendrá una sonrisa de cine que ilumina su cara con un brillo hipnótico, aunque yo creo que no. Tendrá unos labios dulces, prometedores de susurros y besos... ~_~

Pero no es pelirrojo y, desde luego, ¡no la merece!

Pasa, Alicia Capítulo 1: Percy no está tan mal

Tiene los ojos más bonitos que he visto jamás. Tiene una sonrisa de cine que ilumina su cara con un brillo hipnótico. Tiene unos labios dulces, prometedores de susurros y besos y cuando me mira es como si todo se oscureciera a nuestro alrededor; mis mejillas se encienden, mi corazón se acelera y mi estómago empieza un recorrido en montaña rusa.

A veces pienso que hasta me estoy enamorando, sonrío como una estúpida y me siento llena de algo invisible pero que me hace muy feliz y que, imagino, es la esperanza. O la locura, todo podría ser, pero, en todo caso, me doy cuenta, puesto que no soy, con mucho, la única que hace esa cara por aquí, que es cosa de la edad. Descubrimos un chico, nos fijamos en él, empezamos a centrar nuestro mundo en lo que nos hace o nos dice y, poco a poco, acabamos por sentirnos especiales, sólo por la conexión que establecemos entre los dos, conexión que, si tenemos mucha, mucha suerte, nos viene a cambiar la vida. Y supongo que eso también hay en los botes de mi estómago y en la comezón de mis labios, que lo añoran aun cuando no lo han conocido nunca: la excitación que precede a lo que puede ser el punto en que toda mi vida cambia y paso de ser de sólo una, impar, a dejar que nos completemos mutuamente. La más pura felicidad.

Otras veces, en cambio, creo que podría matar a alguien, y que ese alguien sería muy pero que muy concreto.

Se llama George Weasley y tiene una nariz pecosa a la que, de vez en cuando, le pegarías un buen puñetazo, si no fuera porque eres una chica demasiado fina para usar así la violencia o porque, bueno, en el fondo, con lo fuerte que se está poniendo entre hormonas (todas naturales, nada de dopajes muggle, por eso) y Quidditch, igual ni llegarías a darle el puñetazo o, en todo caso, difícilmente se enteraría de nada. Así que, tonta de ti, acabas por expresar las ganas de atizarle mediante imágenes de un armaggedon de lo más realista, que sólo lo incluye a él pero que, a pesar de eso, es de lo más completito. Lo mataría, lo mataría, lo mataría, y ya llevo quince puntos (una animalada, tratándose de mí) quitados por errores tontos provocados por la rabia que me despierta. ¡Cómo me tiene este dichoso Weasley!

Siempre hemos estado a la greña, ¿vale?, pero yo creía que eso era lo que él entendía por una amistad normal y, aunque no lo veía con los mejores ojos, por lo menos pasaba. Él es especial, sin ningún respeto por las normas del colegio o, a juzgar por los constantes Aulladores de su madre, por cualquier norma en absoluto. Lo cual explica bastante lo mal que estamos ahora, por cierto. Es culpa de todos nosotros, sus compañeros de Casa, supongo. Todo el sistema de puntos existe, creo, con el propósito bien definido de sustentar nuestra obligación de portarnos bien en una mezcla entre deber, vergüenza por los puntos que pierdes y el amor que puedas sentir no sólo por los colores de tu residencia sino también, para qué engañarnos, por los que en ella viven, a los que sí les pueden importar esos colores, si a ti no. Es decir, que, si, como en el caso de los Weasley, no tienes muy marcado el acato de las normas por ser normas en sí, lo refuerzan con el honor o algún tipo de orgullo patriótico, que tampoco es que tengan demasiado cuando se trata de perder puntos, o, en caso extremo, en lo que puedan decir tus compañeros al perder los puntos que ellos han ganado. Bochorno público, vaya. Bochorno que, travesura tras travesura, les hemos ido perdonando a los gemelos tan sólo por ser ellos, por ser cómo son, por haberlos apreciado tanto. Hacían bromas a Slytherin y perdíamos lo que fuera, sí, a veces diez, a veces cincuenta y, las peores veces, llegábamos al centenar. ¿Nos enfadábamos? ¡No, al contrario! Bueno, habíamos perdido puntos, sí, pero ¡eran sólo puntos! En cambio, Nott era literalmente azul, Malfoy caminaba con las piernas separadas, Crabbe y Goyle apestaban tanto que se olía desde la otra punta del gran comedor, y nosotros nos reíamos y los felicitábamos. ¡Bien hecho, Fred! ¡Vaya idea, George!

¡¡Idiotas!! ¡Deberíamos haberlos abucheado por los puntos para meterlos en cintura, deberíamos haberles parado los pies a tiempo y entonces, sólo entonces, igual George hubiera conservado un mínimo de decencia!

¡¡Argh, cómo le odio!! ¡No entiendo como Oliver, con lo majo que es y con lo responsable que es siempre, puede ni siquiera soportarlos en el equipo! ¡Si hubiera tan sólo un bateador que valiera la pena entre los nuevos! ¡Si Oliver se decidiera a hacerle la prueba a alguno de ellos, sólo por probar, sólo por librarnos de ese asqueroso traidor metomentodo! Pero no, claro: ¡otro momento en que los mimamos demasiado! Son unos bateadores buenísimos, cierto, y tienen justo el físico necesario para hacerlo a la perfección pero, a la vez, les cuesta tomarse el trabajo en serio, les cuesta dejar las bromas para cuando bajamos a tierra y, sobre todo, les cuesta horrores aguantarse las ganas de lucirse entrenamiento tras entrenamiento y limitarse a golpear sencillamente la bola en lugar del efecto de triple giro con tirabuzón del que se sienten tan pedantemente orgullosos. ¡Oh, estúpido George! Si no fuera por Angelina, que últimamente no tiene nada más que Fred y sus encantadoras, o eso dice, locuras en la boca, juro que les rehuiría constantemente, me cambiaría de sitio en el comedor y me sentaría en la primera fila en cada clase, tan lejos como se puede de la última fila, donde siempre se sientan ellos. ¡Es que de verdad que no aguanto más de él y sus constantes comentarios sin gracia!

No es que Fred esté tan mal, de hecho. Tiene su gracia y hasta entiendo que Angie se sienta bien con él. Es mono y simpático y, sobre todo, intenta comprender lo que pasa antes de soltar el comentario más estúpido e inadecuado que se pueda soltar, como hace su molesto hermanito. Con Fred hasta se puede hablar. ¡Con George, o ladras, o ni te molestes!

Y, lo más importante de todo: ¡estoy segura de que Fred hubiera sabido respetar mi intimidad y, por muy a la vista que estuviera, no habría leído mi diario! Él habría sabido que eso estaba mal, que no lo podía hacer, que no estaba bien. Hubiera contenido su curiosidad y ni lo hubiera tocado. ¡De hecho, cualquier persona normal habría entendido que eso no se podía tocar, mucho menos leer de cabo a rabo como si se tratara de una novela ficticia sin importancia para la vida de nadie!

Suspiro y me rasco suavemente la nariz con mi pluma, distraída. Debería de estar haciendo los deberes de Historia de la Magia, claro, un ensayo sobre otra revolución Goblin más, pero, en cambio, llevo media hora sentada delante de un folio en blanco, primero perdiéndome en la contemplación de Oliver, el atractivísimo Oliver, que hace que mis noches de invierno se vuelvan, por lo menos en mi imaginación, mucho menos frías, y después regocijándome enfermizamente en todos los sentimientos negativos que despierta el desleal Weasley. Que no es que no tenga ánimos de hacer los deberes, y más con todo lo que llevamos encima, con los dichosos OWL y todos los trabajos extra que representan (cuando los profes se proponen que aprendamos mucho en muy poco tiempo, se esfuerzan pero bien y consiguen hacer de nuestra vida una pequeña tortura), pero, aunque sé que luego me costará aún más y que no tendré tiempo, entre los entrenamientos y todo, lo cierto es que no paro de distraerme. No consigo que me interese demasiado todo este rollo de guerras para aquí y para allá, y mucho menos cuando son siempre entre enanitos o gigantes y casi nunca interviene ningún humano. Y, además, lo más probable es que Binns ni se lo lea y que puntúe sólo por inspección en diagonal. ¡Yo, desde luego, no soportaría leer más de cien trabajos sobre algo tan insulso!

Como si viniera a rescatarme de los deberes, una forma humana salta sobre el sofá en que me siento, aterrizando a menos de medio metro de donde estoy. Sorprendida, alzo los ojos, esperando los rasgos tostados de Angelina o los mucho más pálidos de Katie. En cambio, como no, tenía que ser él.

- Lilee-Cilee – canta como saludo, con una estúpida sonrisa de oreja a oreja, en cuanto ve que le miro.

Gruño muy sinceramente. ¡Sí que empezamos bien! Mi nombre va degenerando por momentos, y sólo porque sabe que me revientan esos diminutivos ridículos. Sin paciencia, le dirijo una mirada airada y cojo más fuerte mi pluma, dispuesta a volver a mi trabajo en cuanto lo haya saludado. Me apetezca mucho o poco, Historia de la Magia se plantea como una gran alternativa a soportar a George ni un solo instante.

- Idio... – comienzo, nada involuntariamente – Perdona, George – le respondo como saludo, a mi vez, con una sonrisa descaradamente falsa.

- ¡Uy! – suspira él, apreciativo. – ¡Nos hemos levantado lírica!

- Puramente descriptiva – aseguro, con una sola mirada ácida. - ¿Nadie más te soporta ya? ¿Me toca a mí otra vez? – me quejo y saco los labios ligeramente hacia fuera, con un gesto infantilmente enfurruñado.

Como toda respuesta, me saca la lengua mientras se pone cómodo a mi lado.

- Ay, Lilee-Cilee – repite, consiguiendo que se me erice el pelo de la nuca de la rabia por el nombre, – siempre tan huraña. – Chasquea la lengua con reproche. – ¡Así no te va a querer nadie!

Me encojo de hombros y vuelvo a rascarme la nariz con la pluma, mientras ignoro por completo la existencia de George y releo un párrafo del libro de Historia.

Sin ningún disimulo, él pasa un brazo alrededor de mi espalda y se inclina hacia mi libro, inspeccionando lo que hago. El olor de su colonia, demasiado concentrada a tan poca distancia, hace que me separe rápidamente de él, aunque no a tiempo de evitar un estornudo.

- Salud – me dice, todavía inclinado sobre mi libro. - ¿Cómo que empiezas por Historia? Fred y yo siempre lo dejamos para lo último.

- Por suerte – replico, tomándole fuertemente la mano hasta que le hago sacarla de mi espalda – tú y yo hacemos muchas cosas de manera diferente.

- Y tanto – coincide. – No creo que yo quedara bien meando sentado.

Bufo, molesta, y le dirijo una mirada enfadada.

- Ni yo siendo tan ordinaria y poco respetuosa como tú – escupo.

Él se encoge de hombros y entorna los ojos, despreocupado.

- Al final empezaré a considerar hacerte reverencias y hablarte de vos, Licee – comenta, con indiferencia.

- Con mantener tu narizota fuera de mis cosas – murmuro gravemente – hubiera sido suficiente.

- ¿Y perderme todos tus secretitos? – bromea él, con una mirada exageradamente incrédula. – ¡Ay, Liz, si no me lo cuentas, tendré que sacarlo de otro sitio...!

- Sin mi permiso – le recuerdo, taladrándole con la mirada.

Él tan sólo se vuelve a encoger de hombros y, como cambiando de tema, me quita el libro para hojearlo. Lo cual, tratándose de él, siendo un libro de Historia y quedando aún medio curso hasta los OWL, es todo un espectáculo en sí.

- Por lo menos – acaba por seguir, ante mi silencio – por muy irrespetuoso que te parezca, soy algo más listo que tú.

- Sí – coincido – y de mayor serás un gran bromista, con un agudo ingenio que sólo sabrás usar para idear maneras de meterte en las vidas de los demás. O de amargárselas – añado, con una sutil e irónica caída de ojos – que viene a ser lo mismo.

- Te amargo la vida – repite él, como cuestionándoselo.

- Bueno – acepto, pensativa, - sí, lo haces.

- ¿No quieres decir que te la amargas sola? – me echa en cara, casi divertido. – No soy yo quien te ha hecho fijarte en alguien tan patético como Wood.

Ante la sola mención del nombre, me hierve la sangre. Miro rápidamente alrededor para asegurarme de que nadie nos ha oído, aunque lo haya dicho tan fuerte. Como si verme tan preocupada por ser descubierta fuera la mejor broma desde que se inventó la bomba fétida selectiva, ríe entre dientes y sacude la cabeza como no creyéndose mi patetismo. ¡La verdad, no sé cómo lo aguanto!

- No es patético – mascullo agresivamente. – Tú no le llegas ni a la suela del zapato.

- Bota de Quidditch – corrige él rápidamente, con un brillo travieso en los ojos. – Me perdonarás, pero ni siquiera Percy le ha visto sin ellas, y eso que llevan siete años durmiendo juntos.

Otra clásica mención a lo que parece ser su tema preferido: cómo Oliver sólo vive por y para el Quidditch, desde las tempranas horas a que nos hace levantar para empezar con los entrenamientos hasta las intensas veladas que supuestamente dedica íntegramente a planificar los entrenamientos siguientes, noche tras noche.

- Lo que tú quieras – concedo, sin darle mayor importancia a un tema en el que él siempre se regocija – el caso es que tu patética persona tiene mucho que aprender si quiere llegar a ser ni la mitad de bueno que Oliver en nada.

Alza las cejas como incrédulo, pero asiente.

- Vale – dice – yo seré una mierda y no le llegaré a Oliver – exagera, copiando mi entonación con una vocecita aguda – a la suela del zapato, pero es que él, Lilee, no te llega a ti ni – hace una pausa, buscando algo más bajo que la suela del zapato en sí, cosa no fácil – a la tierra que se queda pegada a la suela del zapato.

- Lo que es lo suficientemente bueno para mí – declaro – y lo que no sólo lo puedo decir yo.

- Pero, si estás ofuscada, necesitas que tus amigos te echen una mano.

Río sin ganas.

- Amigos – repito, irónica. - Y tú, ¡¿dónde entras?!

- Donde Angelina y Katie no llegan, parece – arguye, sin aparentar entender mi ofensa.

- Pero tienes que enterarte de lo que pasa a través de un diario privado que robas sin permiso – continuo yo.

- No sé yo si puede considerarse robar a tomar prestada una cosa que está al alcance de todos y devolverla tres horas después, con mis más sinceras disculpas por no haber pedido el permiso antes.

Suspiro pesadamente pero dejo pasar el sofisma, consciente de antemano de que intentar rebatirlo no sirve de nada: tal como le entra, sale.

- No necesito tu ayuda – acabo. – Te puedes creer mi gran salvador pero, me guste quien me guste, ni te debería importar, ni me importa a mí lo que puedas pensar.

Sacude la cabeza y me devuelve el libro.

- Ese tío no te merece – sigue, sordo a mis quejas. – Cometes un error fijándote en él, Lizzie. Hazme caso, ¡no te conviene!

Lo de siempre. Desde que ha descubierto quién me gusta, de un modo tan heterodoxo, por cierto, que no deja de agobiarme con lo mal que lo estoy haciendo, con lo poco lógico que es, con el error que cometo, con lo poquito que Oliver merece. Odio esta cantinela que nunca justifica pero que defiende tan ardientemente. Odio que hable mal de él. Odio que se meta donde no le llaman y se crea lo suficientemente bueno como para decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer. ¡Me gusta Oliver, me gusta mucho y, la verdad, me importa un bledo lo que eso pueda parecerle a ningún Weasley!

- Oh – suspiro, asintiendo irónicamente. – Y, según tú, ¿en quién debería haberme fijado? ¡¿En ti?!

Ríe suavemente, se encoge de hombros y cierra los ojos con cara de sabelotodo.

- Pues mira, no hubiera estado mal – concede, como si le divirtiera mucho la idea. – Por lo menos yo entendería que te fijaras en mí.

- Si no entiendes – le interrumpo, ofendida – que una chica se fije en Oliver es que eres idiota.

Suspira.

- No, no, si yo entiendo que alguien se fije en Oliver – asegura, y se explica con voz de estar diciendo cosas de lo más evidente - ¡Está bueno! Tiene unas espaldas... – admira, con un silbido apreciativo. – Quien no lo puede entender – sigue, después de una pequeña pausa – es él mismo.

- Oliver no entiende que alguien se pueda fijar en él – repito, pidiéndole confirmación de que es eso lo que está dando a entender.

- Pues no – afirma. – Si no tiene como objetivo ganar otro partido de Quidditch, ¿¿para qué sirve??

Inspiro profundamente, rogando un poco más de paciencia. Hemos vuelto al Quidditch. ¡George es de lo más recursivo!

- Tú sí te hubieras dado cuenta – prosigo yo. - ¿Qué pasa, sirve para reírte de alguien?

Vuelve a reír y me pasa un brazo por los hombros.

- Oh, vamos, Licia – sonríe, mientras me acerca a él, casi abrazándome, – ¡sabes muy bien que yo tengo toda una vida aparte del Quidditch y de las bromas, y que tú entras en ella como mucho más que jugadora o examinadora de nuestros inventos!

Le miro con enojo y me aparto de un empellón, volviendo a mi asiento, si bien su brazo se queda alrededor de mi espalda.

- Oh, sí – consiento. – Soy alguien de quien saber todos los secretitos y luego reírte de ellos, aparte de alguien de quien copiarte los deberes de Historia y, si todo lo demás falla, de Runas también.

Sonríe, asiente condescendientemente y se encoge de hombros de nuevo.

- Oliver no te merece – repite, dando por zanjada la cuestión.

- Y, según tú – repito, insatisfecha con el curso de la conversación - ¿quién me merece? ¡¿En quién me debo fijar, oh gran Weasley?!

Duda un instante antes de soltarme y golpearse pensativamente la barbilla.

- No lo sé – dice, por fin. – Oliver no, desde luego. Ni yo, si es lo que piensas que voy a decir – añade, rápidamente, con una mirada seria. – No lo sé. Alguien como Percy – sugiere, con una mueca de resignación.

Conociendo lo que él piensa de Percy, monto inmediatamente en cólera.

- ¡¿Percy?! – repito, incrédula, demasiado alto. O lo hace para hacerme rabiar y que reaccione exactamente como lo estoy haciendo, o este tío es aún más impresentable de lo que creía. - ¡¿Crees que lo mejor que merezco es a Percy?!

Él sonríe suavemente y alza las manos a lado y lado, como disculpándose.

- Sí – me responde. – Percy no está tan mal.

Sinceramente, me quedo sin palabras. ¡Si me pinchan, no encuentran sangre! Él mismo se da cuenta de lo que ha dicho y ríe con ironía.

- No creí jamás – reflexiona en voz alta – que diría algo así. Increíble, ¿eh?

Con los ojos como platos, tan sólo lo miro, en silencio, esperando que se explique porque, desde luego, yo no entiendo ni jota de su comportamiento. Al cabo de un breve silencio, él parece entender mi actitud, porque se decide a justificarse.

- Va en serio – comienza, mirándome con una mueca. – No sé a quién mereces, sólo que Oliver no es lo suficientemente bueno para ti y, bueno, si me pides que te diga alguien que sí lo es, sólo se me ocurre pensar en alguien como Percy. Puede ser un pedante insoportable a veces, pero es responsable, educado, respetuoso, cosa que últimamente pareces valorar tanto, por cierto – me reprocha, a media voz – y, según mamá, lo mejor que ha salido de nuestra familia desde tiempos inmemoriales. No es que sea el tipo de persona que yo elegiría pero, puestos a encontrar alguien digno supongo que, para una chica normal y centrada como tú Percy debe de ser algo así como una buena opción. ¿No?

Sacudo la cabeza con incredulidad, pero, por lo menos, ahora ya entiendo que no era un insulto lo de sugerirme a Percy como pareja: lo decía intentando ponerse desde mi punto de vista y no desde el suyo que, pese a lo que diga, transforma al estricto y buen estudiante Percy Weasley en un monstruo de cabeza cuadrada y dientes afiladísimos, capaz de arrancarte la cabeza de una dentellada si se te ocurre acercarte cuando tiene cosas que hacer.

Bueno, por lo menos puedo entenderlo. Cosa que no quiere decir que deje de molestarme.

- Soy la clase de chica que ves con Percy – deduzco y le miro con el ceño fruncido.

- Más que con Wood – asiente él. – Percy por lo menos es un buen chico.

Alzo las cejas y hago un ruido despectivo.

- Tú dices que Oliver no me haría caso, con tanto Quidditch y Quidditch – le recuerdo. – Para Percy, en cambio, yo sería el centro del mundo, ¡¿verdad?! Ni libros ni tonterías: ¡su chica!

Se encoge de hombros, aunque parece reconsiderar seriamente lo que ha dicho.

- Con Penélope no le va tan mal – defiende débilmente. – No deja los estudios de lado, pero sí que le importa ella, y mucho.

- Bueno – consiento – son tal para cual. ¿No es lo que siempre decís?

Asiente y baja la mirada, avergonzado de su error. Es casi una visión bonita: ¡¿por qué no sentirá recato con un pelín de más frecuencia?!

- Supongo que no es tampoco lo que te conviene – acaba por admitir. – Tú no eres para nada como él.

- No – acuerdo.

- Supongo – sigue – que, igual, alguien como Diggory...

Bufo, incrédula. Él no soporta a Cedric. Siempre está hablando mal de él, diciendo que es tonto, que no vale para nada, que sólo podía ser Hufflepuff. ¿Y ahora me lo propone? ¡Vamos de mal en peor!

- ¿Lo dices en serio?

Él se encoge de hombros resignadamente.

- Es uno de los mejores chicos de la escuela – explica. – Muy tímido, pero es buena persona, un buen estudiante, serio, tranquilo, responsable... Y – apunta al final – respetuoso.

Suspiro suavemente.

- Pero Oliver, que es todo eso y Gryffindor, no te gusta – me quejo, cansada.

- Oliver, no – asiente él. – Bliblee – gime, y yo le dirijo una mirada ofendida por lo que ya ni reconozco como mi nombre y que no entendería si no fuera por el claro tono de apelativo, - tienes que ver que él no te conviene. ¡Te equivocas, con él! Puede estar bien físicamente, pero ¡no merece la pena!

- Eres un pesado – estallo, harta. - ¡¿Desde cuándo se mide quién merece a quién en una pareja?! Oliver es un tío genial y tú no eres quién para decir otra cosa. ¡¡Estoy hasta la coronilla de tus continuas quejas sobre él!! Y, para empezar, ¡ni siquiera te he pedido opinión! Por Merlín – exclamo, mirando enfadadamente el techo - ¡ni siquiera te dije lo que sentía! ¡Tuviste que leerlo de mi diario, sin mi permiso, traicionando la poquita confianza que pudiera tener en ti!

Ríe suavemente y se echa hacia atrás, apoyando la cabeza en el sofá.

- ¿Ah, - empieza, muy flojito – pero aún creías en mi decencia?

Esa pregunta, casi incomprensiblemente, me pone tan furiosa que me levanto de un salto, cojo mis libros sin mucho cuidado y, asegurándome de darle un buen golpe con las piernas al salir, corro hacia mi habitación. ¡Idiota! Tiene la desfachatez de defender, encima, que todo es culpa mía. ¡¡Idiota, idiota, más que idiota!! Yo confiaba en todos los que me rodeaban lo suficiente como para no proteger mi diario con los típicos hechizos que todo el mundo usa. Seré ilusa, sí, y querré confiar en todo el mundo pero, la verdad, ¡no veía quién ni por qué podía traicionar así mi intimidad! Y parece una chorrada, y parece casi infantil, pero supone mucho, muchísimo. Más de lo que él entenderá jamás. ¡Más de lo que nunca podrá reparar! Escribir un diario es estúpido, infantil, imprudente y lo que quieras y, sobre todo, es casi una incitación a que alguien lo lea, como él se aseguró de dejar claro desde el primer momento. Dejarlo abierto, sin protección, sobre la cama, fue un descuido estúpido, vale, pero ¡sólo fue un descuido! Confiaba en mis compañeras y confiaba que nadie más entrara en mi habitación. O, aunque lo hicieran, confiaba que sabrían entender la importancia de todo eso. ¡¿Es tan imbécil como para no entender por qué me hiere que lo leyera?! Si escribía un diario era porque estaba (y sigo) hecha un lío, porque necesitaba dejar un registro de mis pensamientos y sentimientos, lo bastante confusos, a causa de la edad, como para necesitar una reflexión posterior como para entenderlos. ¡Si lo ponía por escrito no era para que un listillo como él viniera y lo leyera, sino para poderlos releer yo y aclararme un poco las ideas! Y, en todo caso, si un listillo viene y lo lee, lo menos que esperas es que sea, como poco, un Slytherin sin escrúpulos. Confías en tus mejores amigos, crees que todos entienden la importancia de un espacio donde escribir lo que sea de manera perfectamente íntima y aislada, poner lo que piensas sin ningún tipo de filtro artificial. ¡Un diario es un refugio! Y tú, desde dentro del refugio, ¡¿de quién esperas un cañonazo que te lo derribe, de tus enemigos o de tus amigos?!

George es una alimaña infantil e irrespetuosa que nunca dejará de sorprenderte para peor. George es un ser despreciable que no solo invade lo único que tienes tuyo de verdad sino que, por si eso no fuera poco, se pone a hacer comentarios críticos sobre lo que ha leído, considerándote poco menos que una boba por haberte ido a fijar en alguien que no es de su agrado. ¡¿Quién se cree que es?! ¡Argh, estoy harta de él!