Cuando leí esta historia por primera vez, pensé que era el mejor fic que había leído nunca,  la clase de historias que merecen ser conocidas. De ahí que me animara a traducirlo, invirtiendo todos los esfuerzos posibles en que la versión traducida sea tan aceptable como magnífica es la original.

Este trabajo está siendo publicado con pleno consentimiento de WolfieTwins, bajo la supervisión de una de las co-autoras. Y ya conoces la disclaimer; es de Rowling lo que es de Rowling, el resto pertenece a WolfieTwins, y por supuesto, nada de esto se hace con ánimo de lucro, sólo por pura afición.

Con ánimo de mejorar, será mas que bienvenida cualquier crítica o comentario en los reviews. Y esto es todo; espero que disfrutes leyéndolo tanto como yo disfruto traduciendo. ¡Estoy segura de que no te va a decepcionar!.

                                                                                                                         A. B. B.

Y Sólo Quedó Uno

            Cayó la noche, y en el cielo, sobre los árboles, se levantó la luna llena, iluminando la tierra hasta que la bañó y pareció un día espectral(...)La última atadura se había roto. El hombre y sus exigencias ya no le encadenaban.

                                                                                    Jack London.

Rumania, año Doce

El anciano emergió de la estación ferroviaria mirando alrededor aturdido, sólo deteniéndose cuando un coche negro, pequeño y abollado, casi le pasa por encima. Llevaba  bermudas y tirantes floreados, y calcetines deportivos hasta la rodilla debajo de las botas de montaña. Se había colocado un gorro marrón sobre los cabellos plateados que caían sobre su espalda, de modo similar a la barba que le colgaba por delante. Tenía el aspecto de ir a presentarse a un concurso de cantos tiroleses para octogenarios. En sus manos sostenía un bastón nudoso y una gran maleta púrpura, que parecía bastante ligera a juzgar por cómo la apartó del camino del veloz Trabant.

Quizás me estoy haciendo demasiado viejo para esto, se dijo para sus adentros. Parpadeaba a causa de las últimas luces del atardecer veraniego mientras miraba a su alrededor. Bucarest había cambiado mucho desde la última vez que la visitó. ¿Cuántos años haría de esto? No podría responderse a esa pregunta. Monumentos desconocidos se elevaban a su alrededor, increíblemente feos a sus ojos, destacando sobretodo la estatua de un hombre bajito, achaparrado, con una cabeza calva reluciente, aseada barbita de chivo y sonrisa paternal. Aquí una nariz rota, o allí, una estatua sin cabeza. Porqué a los muggles  no parecía importarles mucho eso, no podía entenderlo.

Muchas de las torres y castillos que recordaba habían sido reemplazados por edificios grises, idénticos y anodinos, que brotaban por todas partes como hongos polvorientos. Los únicos retazos de color provenían de las banderas, una mezcla impar – naranja, verde, amarillo...-ondeando crujientes en la brisa. El anciano había vivido mucho tiempo, suficiente para ser testigo de muchos de estos cambios de banderas muggles, y no se le había ocurrido aún preguntarse porqué todos aquellos conflictos y agitaciones conducían a la exhibición de esos particulares.

La gente que se apresuraba por la calle también parecían de algún modo grises y anodinos, y evitaban las sonrisas y el contacto visual con algo que se parecía notablemente al miedo. El anciano sabía que tenía aspecto de extranjero, con su ropa inusual y sus ojos azules, y pensó que aquella debía ser la causa de la desconfianza. Seguramente los muggles no habían adivinado que era un mago; aunque le parecía curioso, más que curioso, que tuviera que estar por una calle del centro de Bucarest y no ver ni a uno solo de los otros miembros de su clase.

Las cosas han cambiado, reflexionó. Cuando era niño –hace muchos, muchos años atrás- los muggles sabían que existían los magos y brujas, y tenían sus propias si bien inacertadas ideas de sus poderes. Ahora el mundo muggle era el único mundo, que se expandía hasta los rincones más apartados de Transilvania con vehículos motorizados, feas construcciones grises, electricidad... En general, un extraño concepto del progreso era lo que le hacía tan desconocidas aquellas antiguas calles.

Detuvo a un grupo de jóvenes que salían de la estación de trenes, y la reserva inicial de estos se disipó momentáneamente cuando oyeron su rumano fluido. Pero las miradas entrecerradas volvieron, sin embargo, cuando les interrogó acerca de unas señales y direcciones que habían dejado de existir mucho antes de que ellos nacieran. Cuando le dieron la espalda y se alejaron a largas zancadas, se acordó de sus propios estudiantes, que debían de estar acabando de disfrutar sus vacaciones. Tenía una responsabilidad con ellos, y no iba a conseguir nada en medio de aquella plaza gris que respiraba contaminación.

Después de vagabundear casi durante una hora, encontró el barrio de la ciudad que buscaba. La pequeña vecindad de magos se veía exactamente igual a como la recordaba, con las diminutas casas de piedra alineadas estrechamente como libros sobre un anaquel, apenas con la anchura de una puerta. Aunque por dentro, como bien sabía, las cosas eran mucho más espaciosas.

Se detuvo frente a una puerta de color amarillo con un número siete de cobre a juego sobre un tirador con forma de cisne. Sacando una varita mágica de alguna parte, golpeó suavemente sobre el cisne. No pasó nada durante unos diez minutos, y el anciano empezó a tararear para sí mismo, con aparente indiferencia. La puerta se abrió un resquicio, resguardada por un muchacho cuyos ojos, oscuros y líquidos se lanzaban con suspicacia sobre el anciano detenido en el umbral.

—¿Está Marina en casa?—preguntó el anciano suavemente.—Le escribí anunciándole mi llegada.

El joven gruñó algo y abrió la puerta apenas lo suficiente para dejar entrar al anciano. Su maleta púrpura, aunque tenía dos veces el tamaño de la apertura, se deslizó fácilmente. Sin más palabras, le condujo hacia la parte trasera de la casa, navegando a través de un laberinto de muebles que realmente ocupaban mucho más espacio del que resultaba obvio desde el exterior.

Empujando unas puertas dobles de cristalera, introdujo al anciano en un jardín trasero con rosas que trepaban las altas paredes de ladrillo, lanzando guiños rojos, rosas y violetas a la mortecina luz del atardecer. Una mujer anciana, visiblemente mayor incluso que el visitante, estaba sentada en una silla con una manta verde esmeralda sobre el regazo. Parecía dormitar, su rostro arrugado inundado de paz. Al oír pasos, levantó los brillantes ojos oscuros y una sonrisa se onduló a través de sus marchitas mejillas.

—Así que has venido, Albus—suspiró, e hizo señas al joven para que llevara una segunda silla.—Es maravilloso verte después de tanto tiempo. ¡Y esa ropa...!

—Marina, es un placer verte a ti también—contestó de buen humor, dejando sus cosas. Una vez sentado, señaló las bermudas y la manguera.—Mi atavío turístico, ya ves—rió calladamente.—Trato de armonizar con los muggles, aunque no me esfuerzo mucho. Todos en el tren llevaban botas de gran tamaño y lo que ellos llamaban "ropa de deporte", si bien ninguno de ellos aparentaba muchos deseos de ponerse a hacer deporte allí mismo.

—Radu, por favor, tráenos el té y luego déjanos solos—se dirigió la anciana bruja al joven.

—Ah, ¿él es Radu?—Dumbledore se giró hacia el muchacho.—Minerva me comentó que le conocería. Me ha pedido que le diga que pronto le enviará una lechuza, creo que tiene una pregunta que hacerle sobre algo que quiere enseñar el próximo curso.

El rumano malhumorado irrumpió en una sonrisa.

—Si, trabajé con ella durante el año que pasé en Inglaterra en el Departamento de Cooperación Mágica Internacional, hace ya tiempo. Es una bruja muy capacitada, estaré encantado de tener noticias suyas.

Con un gesto de cabeza a ambos, Radu salió del jardín y cerró las puertas acristaladas con un amplio gesto. Una vez que se hubo ido, Marina comenzó:

—Bueno, supongo que ninguno de los dos quiere empezar a decir cuántos años hace de nuestro último encuentro, ¿verdad, viejo amigo? ¿Qué te trae a esta pequeña parte del mundo? Tu carta era especialmente críptica, incluso para ti.

El viejo mago se recostó en la silla, y observó el jardín detenidamente durante algunos minutos antes de contestar. Aparentaba estar absorto en la contemplación individual de todas y cada una de las rosas. Al final, volvió su atención hacia la mujer, que aguardaba con amable paciencia.

—Estoy buscando un profesor,—dijo simplemente.

—¿Todavía te dedicas a la enseñanza? Pensaba que te habías retirado hace años, cuando Quien-Tú-Ya-Sabes fue derrotado.

—Ah, pero los niños aún necesitan ser educados—dijo él con un dejo de sorpresa en la voz,—para que puedan reconocerlo cuando se vuelva a presentar. El año pasado Voldemort reapareció... en Inglaterra, en Hogwarts.

La anciana jadeó y asió la manta con los dedos crispados.

—Fue desterrado, pero no acabamos del todo con él,— replicó él rápidamente, atendiendo a su angustia.—Pero mucho temo que pueda volver, y antes de lo que esperamos. Ahora nos encontramos con la gran necesidad de encontrar a alguien competente que pueda enseñar Defensa Contra las Artes Oscuras en Hogwarts. El año pasado cometimos un terrible error y contratamos...—se interrumpió y sacudió la cabeza. Luego continuó;—en cualquier caso, nuestros estudiantes se encuentran terriblemente atrasados. El Ateneo Bucaresti fue una de las mejores escuelas de magia de Europa, Marina. Tenía la esperanza de que tú pudieras saber de alguien competente, no, experto en esta materia.

La anciana bruja fijamente a su amigo, pensativa, pero sacudió la cabeza tristemente.

—Llevo retirada muchos años, Albus. Son muchos los magos que se marcharon cuando los muggles empezaron a reducir a polvo nuestro hermoso país. El Ateneo Bucaresti cerró hace treinta años. Yo solía tomar algún estudiante bajo mi tutela de vez en cuando, pero no lo hago desde hace... a ver, diez años, al menos. Ahora vivo sola con mi bisnieto, Radu. No sé como puedo aconsejarte en este asunto.

El joven apareció llevando la bandeja con la tetera, las tazas, y un plato de pastas, que depositó sobre una mesa baja. La pareja permaneció en silencio, perdidos en sus pensamientos, mientras les servía el té.

—Con leche y sin azúcar, si no recuerdo mal,—murmuró la bruja, y el viejo mago asintió con agrado. Las tazas de té fueron repartidas y Radu ofreció silenciosamente el plato de pastas a cada uno. Dejó el plato en la mesa y empezó a retirarse, pero la bruja lo llamó cuando estaba ya en la puerta.

—Radu,—dijo de repente.—¿Existen todavía los rumores de un mago que vive en las montañas, cerca de Rosu si no recuerdo mal, un mago que es capaz de alejar a las criaturas tenebrosas?

El joven dio un paso lentamente hacia su bisabuela, deteniéndose ante ella con el cuerpo ligeramente inclinado.

—He oído decir que hay un mago que ha librado al Cárpato Meridional de vampiros—tembló ligeramente al decir la palabra.—Se dice que no teme a los hombres lobo ni a otros tipos de criaturas oscuras...—Se detuvo para rebuscar en su memoria, parpadeando y cabeceando, como tratando de liberar una información largo tiempo archivada.—No he vuelto a oír nada de él desde hace años. Mi primo Stefan cuenta que fue rescatado de un demonio de las rocas por este mismo mago, pero eso fue hace cuatro años.

—¿Conoce usted el nombre de ese mago, o donde podría encontrarlo?—preguntó Albus inmediatamente, con un súbito brillo en los ojos.

—Se llama...—Radu cerró los ojos, haciendo un esfuerzo por liberar su memoria,—Lupeni. O al menos ese es el nombre que le dio a mi primo, en cualquier caso. Y en cuanto a donde vive... Lo que cuentan acerca de él procede de muchos sitios, pero creo que Stilpescu es el mejor sitio para empezar. Le dijo a mi primo que lo buscara allí, si alguna vez se metía en más problemas.

—Stilpescu es un pequeño pueblo cerca de Monte Negoui—dijo la bruja melancólicamente,—un poco aislado, pero solía ser un lugar muy agradable, donde muggles y magos vivían en armonía como solía suceder en las montañas de nuestro país. Cómo le ha ido durante los últimos cuarenta años... porque estoy segura de no haber estado allí desde hace... oh, no podría decirlo.

—Bueno, al menos ya tengo por donde empezar,—dijo el mago alegremente.--Mañana mismo empezaré la búsqueda de este tal Lupeni, entonces.

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El final del verano era siempre la época mas ajetreada, y la luna nueva lo hizo más ajetreado aún. El  señor Csernais vendría a buscar su poción para la fiebre palúdica, la señora Antonescu tendría su bebé el mes siguiente, y necesitaría la lavanda, los brotes de San Juan y el zumaque para hoy. Además estaban las otras tareas rutinarias; el centeno estaba listo para cosechar, las manzanas necesitaban ser recogidas, y había un boggart en el granero.

Incluso con magia, esto era mucho para un viejo. Estirando su dolorida espalda, Laszlo Virag despidió al último de sus visitantes, y se metió en su casa azul de madera para tener algo de fresco. Aunque era un graduado del Ateneo Bucaresti, la única cosa que realmente se le daba bien era Herbología. Después de su graduación había vivido en la ciudad durante treinta años, cultivando en macetas, preparando tinturas de hierbas desecadas que compraba al boticario o en el mercado de agricultores, pero su sueño siempre había sido tener una casita de campo recostada en las colinas de las montañas transilvanas, donde podría ofrecer sus servicios a una de las pocas comunidades mágicas que aún quedaban en Rumania.

Esta casa había atraído su atención de la manera menos prometedora. Los magos que habían debido abandonar sus tradicionales ciudades del este de Europa a causa del malestar de las guerras muggles, se encontraron también desplazados de sus refugios rurales por todo tipo de criaturas oscuras: magos oscuros, vampiros y hombres lobo habían ocupado Transilvania. Los pocos que decidieron no huir encontraron sus vidas proscritas por precauciones y prohibiciones. No se permitía a los niños caminar hasta la escuela, o volar en escoba; se les enseñaba en casa, bajo el ojo vigilante de sus padres. Nadie se aventuraba a salir tras la puesta de sol, especialmente cuando había luna llena. Las montañas, en particular, estaban consideradas con especial horror, y el propietario de la casita de campo y la pequeña granja había preferido huir a Bucarest para ejercer un trabajo muggle antes que seguir viviendo atemorizado. Con su sueño en mente, Laszlo había comprado la finca por un puñado de knuts, pero nunca hubiera imaginado que tuviera de marcharse.

Entonces llegaron los rumores de que el castillo estaba siendo habitado de nuevo. El castillo se encontraba a ocho kilómetros de allí—pero eran ocho kilómetros a partir del granito dentado, a unos seiscientos metros de altitud desde el pequeño y acogedor otero de Laszlo, entre dos rocas con forma de menhir. Solo durante cuatro o cinco días al año la niebla se despejaba lo bastante de los picos para dar al herbologista una vista de la torre de piedra. Nadie sabía qué o quién exactamente había decidido vivir allí, o si debía ser o no de mal agüero para los aldeanos; había rumores de vampiros, de un triángulo amoroso en el cual no todos los miembros estaban vivos, de orgías de sangre y de hombres lobo merodeadores.

Pero entonces, poco a poco los rumores se fueron acabando, al igual que los hechos reales que habían mantenido aterrorizada a la población de Stilpescu durante tanto tiempo. Ya no fueron encontradas más muchachas desangradas con heridas de pinchazos en el cuello, ni aves estranguladas en las corrientes. El ganado ya no era alborotado por horribles espíritus, ni ningún niño volvió a ser secuestrado de su cuna. Cuando Laszlo cortó sus lazos con la ciudad para venir aquí a hacer realidad su sueño, habían pasado cinco años desde la última vez que alguien había recibido una mordedura de hombre lobo.

Se mudó, arregló el lugar y comenzó las cosechas. Con la ayuda de algunos adolescentes locales, aburridos por no tener una escuela de magia a la que acudir, construyó un corral y un establo. Su jardín mágico contenía tantas hierbas como le permitía mantener el clima sub-alpino, y los aldeanos pronto lo conocieron y empezaron a confiar en él. Todo fue paz durante dos años. Es raras ocasiones recibía visitantes del castillo; dos hombres, cubiertos con capa y sombrero y hablar monosilábico, le compraban plantas mágicas pero poca comida.

Entonces, un otoño por la tarde, llegó la conflagración . Una batalla mágica que duró dos noches, comenzando en luna llena, y cuyos fuegos y gritos fueron vistos y oídos por cada habitante del pueblo. Aquello acabó dejando el castillo en ruinas, y luego todo fue silencio durante muchos meses.

 Un día un hombre se presentó en la granja de Laszlo. Apoyado sobre un bastón de caminante, y sonriendo simpáticamente, dijo que necesitaba algunos ingredientes para pociones... oh, y unas pocas manzanas, también, si estaban en venta. Llevaba la cabeza descubierta, y no hacía ninguna tentativa de ocultar su rostro, pero el herbologista no tuvo ningún problema en reconocerlo como uno de los habitantes recluidos del castillo. Los vampiros no comen manzanas, o por lo menos la mayor parte de ellos, así que estaba claro que el hombre estaba vivo. ¿Era él el único superviviente del enfrentamiento?¿Había sido él quien había estado desterrando todas las criaturas tenebrosas que plagaban las montañas de Transilvania?

Parecía poco dispuesto a contar, pero estaba claro que se encontraba solo y privado de comida, y un mago con tales poderes sería bienvenido allí. Estaba claro que se trataba de un forastero. Su espeso cabello ligeramente ondulado era de una tonalidad castaño clara que podría llamarse incluso rubio en esa zona. Aunque su rumano fuese perfecto, cualquier mago experto podía adquirir el conocimiento de una lengua al cabo de un mes con una poción de polígloto. Además, su discurso resultaba libresco y en ocasiones arcaico, como si hubiera venido a Rumania más como erudito latino que como un alumno charlatán. No sabía húngaro, que era la lengua de la orgullosa minoría transilvana y la de los padres de Laszlo.

Quizás tenía algo que ocultar, algo de lo que huía de su país de origen, pero eso era algo que a Laszlo no le concernía. Le dio el alimento y las hierbas a cambio de la matanza de una escuela de kappas en la corriente de su jardín, y le dijo que debería ir al pueblo y aprovechar al máximo su reputación; podía enseñar a los magos locales a protegerse a si mismos: desde que el Ateneo Bucaresti había cerrado por falta de estudiantes, se había hecho sumamente raro encontrar una persona joven con conocimientos de Defensa Contra las Artes Oscuras.

El mago extranjero pareció indeciso, pero obviamente no quiso aprovecharse de la generosidad de Laszlo sin reembolsárselo. Así, una vez al mes, con la luna nueva, le hacía una visita al herbologista, y pasaba por el pueblo para enseñar hechizos a los niños. Independientemente de lo que los aldeanos le pagaran, él de daba a Laszlo lo suficiente para llevarse bastante harina, azúcar, frutas y verduras para mantener su solitaria existencia durante las siguientes cuatro semanas.

A veces, llegaban hasta Stilpescu historias de tercera o cuarta mano, rumores que decían que aquel mago había acudido a rescatarlos de demonios, vampiros y especialmente de hombres lobo. Laszlo no prestaba atención a tales chismes, pero lo que había podido presenciar en su propio pueblo sólo el año pasado le bastó para convencerse de que el habitante del castillo era un poderoso enemigo de la magia negra.

Ahora se encontraba esperando al viajero, sacando hogazas frescas de su horno de piedra (que funcionaba con madera; sí, aparte de la herbología, Laszlo no era muy buen mago). El habitante del castillo llegaba siempre hambriento, pues prefería bajar andando antes que volando el tortuoso camino de la montaña. Laszlo al menos tenía listo el pan de centeno recién hecho y la mantequilla disponible.

—Buenas tardes,—dijo una voz agradable en la puerta.

Era él. Vestido a la manera de las montañas, donde los sombreros de los magos eran bajos y con amplias orejeras para impedir que los feroces vientos los arrastraran como cometas, tenía calor allí en el valle. Se quitó el sombrero y liberó su largo pelo, recogido en la nuca con un pasador de oro, y colgó su ajustada capa de lana en el respaldo de una silla antes de sentarse a la mesa con el herbologista. Intercambiaron unas cuantas cortesías, pero durante todo el tiempo el excursionista miraba el pan con avidez.

—Hazte un favor, come—urgió Laszlo.—Estoy teniendo problemas con un boggart en el granero; asusta a los gatos, escampa el centeno, ya sabes. Quizás podrías...

--Por supuesto, pero ¿puede eso esperar hasta después de la lección? Prometí estar en el pueblo a las dos, y creo que es ya algo tarde.

--Eso es trabajo para mí—dijo Laszlo, y notó que el extranjero hacía una breve pausa para pensar aquel coloquialismo.—Probablemente me agobiarán toda la tarde con demandas de hierbas, de todos modos.

 No preguntó porqué no montaba nunca una escoba, o si tenía alguna importancia que sus apariciones coincidieran siempre con la luna nueva. Hablaron poco, ya fuera porque el invitado era extranjero o porque temía revelar algo que no debía. Después de una sencilla comida, recogió su capa y su sombrero y empezó a recorrer el dificultoso camino que bajaba al pequeño pueblo.

Viniendo de la montaña fría y desnuda, el calor y la riqueza de la temporada de cosecha casi lo abrumaron. Se detuvo a oler flores, coger una manzana silvestre, y hasta a acariciar la cara de una inquisitiva oveja que se asomaba hacia él desde una raquítica valla de madera. La amenazante niebla de las colinas, las insinuaciones anaranjadas en los álamos y los tejados agudos de las casitas de campo hablaban de un clima en el que el invierno llegaba pronto y con fuerza, pero aquella tarde de agosto era bochornosa. Había un olor a truenos en el aire que picaba en las ventanas de la nariz y ponía a los gatos nerviosos.

El pueblo se componía sobretodo de campos y árboles, y las pocas casas que había se recostaban de tal modo en los huecos que sólo la aguja roja de la iglesia proclamaba que ahí había existencia humana. El profundo verde de los pinos se interrumpía en manchas por los plateados abedules, que brillaban iluminados por los largos rayos del sol de la tarde que lograban atravesar las nubes . En las afueras del pueblo, los hierbajos altos y las derribadas puertas de madera atestiguaban el miedo que había mantenido a la gente apartada del páramo, pero más abajo las arboledas y los céspedes se veían cuidados y aseados. Un profundo riachuelo atravesaba el pueblo por detrás de la iglesia; el borboteo del agua, el canto de las ranas y el tintinear de campanas de las ovejas eran los únicos sonidos que saludaron los oídos del cazador de monstruos, hasta que estuvo lo bastante cerca de la iglesia para oír un grupo de niños risueños. Había alrededor de una docena de ellos, algunos apenas lo suficientemente mayores para leer y adolescentes corpulentos, todos impacientes por recibir la lección.

-—Lupeni, ¡adivine que!—gritó un niño de unos nueve años.

—¿Qué es, Nicolai?—contestó el mago amablemente.

—¡Vi un hinkypunk! Ahí, en el pantano, cuando estaba buscando ranas.¿Y sabe lo que hice?

El hombre sonrió, mezclándose entre los niños que habían empezado a salir de la prisión a la que las Artes Oscuras los había confinado. Con sus varitas de segunda mano, sus pociones hechas en casa, carentes de escuela, estaban preservando la magia en Transilvania para la siguiente generación.

—Hiciste lo que practicamos, ¿no, Nicolai?

—Lo hice! Y me escapé, y—pisó muy fuerte con su piececito—¡lo chapoteé!

—Nicolai ha aprendido bien sus lecciones, Lupeni—Una joven salió de la entrada sombreada de la iglesia, cuyo sótano servía de aula para los magos y las brujas de la aldea. Sonrió calurosamente al hombre, el cual cabeceó en respuesta. —Si yo consiguiera que estudiasen las otras lecciones con el mismo entusiasmo...

—¿Has escuchado a la señorita Viteazul, Nicolai?—preguntó, alborotándole el pelo al niño.—Ella es tu profesora, ya sabes. Yo sólo os visito de vez en cuando para distraeros de vuestros estudios.

El muchacho le dirigió una sonrisa, y el hombre casi sonrió abiertamente a cambio. La mujer empezó a reunir a los niños en manada hacia la puerta abierta, ajustando su paso al del hombre. Ella levantó la vista, buscando su mirada, sus oscuros ojos enmarcados por el pelo negro azulado, y las mejillas pálidas en contraste con los labios rojos. Su cara reflejaba interés, y quizás algo más.

—Le estamos muy agradecidos, Lupeni-- dijo suavemente.—¿Cómo habrían aprendido estos niños a protegerse sin las cosas que usted les enseña?

—Sólo hago lo que puedo—respondió cortante, sin muchas ganas de continuar aquella conversación.

—Si pudiera venir más a menudo...—vaciló. Alcanzaron la puerta que conduce al sótano, pero no entraron.—Hay sitio para que pueda alojarse en el pueblo. Mucha gente le daría la bienvenida en su casa.

Sus mejillas enrojecieron cuando dijo eso. Su palidez no era malsana, pero tampoco poco atractiva del todo; se trataba de una mujer de las montañas que rara vez se aventuraba a la débil luz del sol.

El miró hacia lejos, abajo, en el improvisada aula, donde los niños empezaban a sentarse sobre una manta grande extendida en el centro del cuarto.

—Yo no soy...—comenzó bruscamente. Luego se corrigió.—Hago lo que puedo. Por favor, no pregunte más acerca de mí.

La dejó en la entrada y empezó a bajar los escalones, atravesando el aula intercalándose entre los niños charladores.

—Lupeni,—llamó, siguiéndolo al interior del aula.—Había un hombre, un extranjero, preguntando por usted esta mañana. Dijo algo de un trabajo.

—Ah,—pareció indiferente.—Otro que requiere mis servicios, supongo. Puedo verle después de la lección.

Volviendo su atención a los niños, el visitante colocó su capa en el respaldo de la silla y palpó algo en uno de sus bolsillos forrados de lana.

—Hemos visto ya a las criaturas de los campos y las acuáticas—empezó pensativamente.—¿Alguien podría decir qué es lo que nos queda?

—¿Las del mar?— gritó un niño, aunque nunca había visto el mar y posiblemente nunca lo vería.

—¿Del aire?—sugirió una muchacha apenas un poco mayor, dubitativa.

—Muy bien, Verónica.—El mago era tan cálido con los niños como reservado con los adultos. Algo de entusiasmo infantil y curiosidad en él, mezclado con una tranquila melancolía, sugerían que nunca había sido realmente un niño. Había encontrado lo que había estado buscando en el bolsillo, y se arrodilló delante de los asombrados niños, cuyos ojos se abrían de par en par frente a lo que les ofrecía para que lo examinasen; un objeto redondeado, casi hemisférico, con bordes dentados en la superficie rota. Era de un apagado color marfil y moteado de azul.—¿Alguien sabe decirme qué es esto?

—Una cáscara de huevo—adivinaron varios niños de inmediato.

—Un bebé de pájaro salió de ahí.

—Un gran bebé pájaro... ¿Es de un ave maligna, Lupeni?

—Nunca he visto el ave a la cual pertenece este huevo,—dijo el profesor con solemnidad, recostándose sobre sus talones.—No, y espero que ninguno de vosotros tampoco, en este pueblo. Es el huevo de un ave Turul.

—El ave Turul aparece en los momentos de gran festividad y alegría—soltó una niña.

—Excelente, Zsuzsa... ¿Y sabéis qué es lo que hace?—los niños sacudieron las cabezas, escuchando atentamente.—Encanta a todo aquel que lo ve—explicó el profesor,—especialmente a los más dichosos. Se suben sobre su lomo; el ave empieza a volar, cada vez más alto, y los jinetes se arrojan a la muerte. Nadie sabe si es que a las victimas del ave Turul les invade la desesperación durante el vuelo, o si su intensa felicidad los hace inconscientes del peligro de saltar.

Se incorporó sin apartar los ojos de los rostros absortos de los niños.

—Nadie—añadió en voz baja,—ha sobrevivido para contarlo.

—¿Ellos saltan a propósito?—inquirió Nicolai escépticamente.—¡Quizás el pájaro se los quita de encima!

—Todo lo que no tienes que hacer es subirte encima,—sugirió Verónica.

—Bien otra vez, Verónica... pero, como os he dicho, es difícil resistirse al hechizo. El encantamiento que voy a enseñaros.... —pero las palabras murieron en su garganta cuando un movimiento en la parte trasera del cuarto le hizo dirigir la vista por encima de él. Su mirada se encontró con un par de ojos azules, sólo el segundo par de ojos azules que veía en doce años.

El anciano que surgió de la esquina en sombras había estado observándolo un cuarto de hora. Ya no portaba el extraño traje que llevaba en Bucarest, ahora vestía ropa normal, y sus botas estaban gastadas y polvorientas después de varios días de viaje.

Un destello de reconocimiento pasó entre ambos, y sus caras reflejaron una mezcla de emociones largo tiempo ocultas, pero nunca apagadas.

Aquellos despejados ojos azules habían sido la última mirada familiar que el habitante del castillo había visto antes de abandonar la sociedad humana para siempre. La primera corriente de sentimientos que le invadió, sorprendiéndole incluso a él, fueron la calidez y la confianza. El anciano barbudo, tan lleno de energía a pesar de la edad, era un experto en infundir confianza.

Sin embargo, al poco, otros recuerdos le abarrotaron, y los niños observaron con curiosidad cómo el rostro de su profesor se oscurecía con una mezcla de ira, revelación y vergüenza. ¿Por qué estaba allí el anciano?¿Para engañarle otra vez, para hacerle sentirse aceptado cuando en realidad era rechazado y despreciado, para convencerle de vivir una mentira?

—Profesor Dumbledore,—articuló al fin, incapaz de usar su nombre de pila, aún después de los muchos años que habían pasado desde sus días de colegio.—¿Qué le trae aquí?—preguntó en rumano.

—Estoy buscando... —comenzó Dumbledore, también en rumano, reparando en el pelo salvaje del otro y su ropa rasgada por las rocas, y una mirada a su rostro bastó para saber que no había olvidado los males del pasado—...una persona versada en Defensa Contra las Artes Oscuras. Debí haber sospechado que un mago con una reputación como la tuya no podía ser otro que nuestro antiguo mejor estudiante.

—¿Qué quiere de mí?—preguntó fríamente el profesor, obviamente dolido por la referencia al pasado.

—Necesito un profesor.—Dumbledore sonrió. Parecían no afectarle las miradas de suspicacia de su antiguo estudiante y de la señorita Viteazul.—La mejor escuela de magia del mundo lleva dos años sin lecciones de Defensa Contra las Artes Oscuras.

La señorita Viteazul pareció apenada ante cualquier sugerencia de que Stilpescu pudiera perder a Lupeni.

—Nosotros también necesitábamos un profesor, y lo hemos encontrado—le dijo a Dumbledore.—Stilpescu estaría perdido sin él. Si no hubiera matado a aquel hombre lobo hace dos años...—se estremeció.

Sería imposible describir la expresión que cruzó por la cara del cazador de monstruos en aquel instante, pero suficiente es decir que esto no era uno de sus orgullos. Se abrió paso a través de los niños, el anciano, la confusa señorita Viteazul, y salió al exterior.

Dumbledore lo siguió; su avanzada edad nunca había sido un impedimento para moverse con agilidad y rapidez. Se detuvo junto al joven mago, y se dirigió a él en su lengua materna, que no había oído desde hace cuatro años.

—Me alegro de volverte a ver, Remus.

Remus Lupin no respondió, alzando la vista en cambio hacia las altísimas montañas de granito. Trataba de desterrar el recuerdo de otro lugar, otro tiempo, pero las mismas piedras que lo rodeaban llamaban a su memoria otro paisaje de rocas de granito aguzadas, y un edificio que surgía de la misma sólida piedra.

La última vez que había visto a Albus Dumbledore...

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Inglaterra, año Uno

El palacio de justicia de piedra se encontraba situado sobre una roca azotada por el viento, en un risco desprovisto de árboles en las altas tierras escocesas. Los grises bloques se confundían con el color gris del cielo, y las altísimas puertas estaban orientadas al mar. Una entrada, esto era, a Azkabán.

Los cuatro merodeadores lo habían vislumbrado una vez, bromeando entre ellos sobre su dragón ilegal, tratando de adivinar qué crimen sería lo bastante serio como para ser juzgado ahí.

No había sido usado desde 1942, cuando el derrotado mago tenebroso Grindelwald fue condenado a la muerte por destripamiento. Entonces Dumbledore había estado allí, como ahora, pero Remus prefirió no preguntar.

Siguió a su antiguo director a través de las puertas de hierro, donde ambos pasaron el examen de las varitas mágicas con los trasgos de guardia. La muchedumbre era inmensa pero silenciosa, la gravedad de la situación era tal que afectaba incluso a los reporteros de Semanario Brujo, que estaban allí sin duda para tomar fotos de Sirius en su mejor parecido para hacer suspirar a sus lectores.

Los susurros contenidos se convirtieron en un rugido en el grandísimo pasillo del palacio de justicia, donde los altos y curvados techos, que se elevaban como en una catedral, repetían y amplificaban cada sonido. El suelo era de piedra desnuda, la temperatura cinco grados por debajo de lo que sería confortable, y la sombría decoración a la luz de las antorchas daba la impresión de encontrarse en una cueva subterránea.

Las puertas de madera que separaban el pasillo central de la propia sala de juicios eran de cedro, barnizadas en un profundo tono violeta. Purpúreos eran, también, los atavíos de los guardas que franqueaban la entrada al cuarto donde Sirius sería procesado. Sólo los testigos directos del crimen en sí mismo, y los amigos y confidentes más cercanos del preso serían admitidos en lo que El Profeta había bautizado como el juicio del siglo.

Llamativos racimos de flores acampanadas, también púrpuras, se destacaban a lo largo de toda la entrada de la sala, quedando bastante fuera de lugar con su frescura lozana.

Remus dirigió a Dumbledore una mirada de soslayo.

—Ah, si—dijo el director en tono de excusa,—la luparia... es lo habitual, ya sabes, para mantener toda influencia de la magia oscura fuera de los tribunales; si te fijas han colocado ajo también...

—El ajo no me preocupa—murmuró Remus con los dientes apretados.--Soy su mejor amigo, ¿no se me va a permitir declarar?—Se giró para mirar a Dumbledore a los ojos. Resultaba extraño ver al director serio, solemne, vestido de negro, sin aquellos toques cómicos habituales en él que volvían tan accesible al gran mago.—¿Es que mi testimonio no cuenta para nada?

—No, no—dijo Dumbledore con delicadeza, y su mirada no presentaba ninguna vacilación.—Pero mi testimonio ya incluye todo lo que ambos ya sabemos.—Su voz descendió de un susurro al más bajo de los murmullos, para evitar el riesgo de que cualquiera de la multitud pudiera captar las palabras que habría de pronunciar más tarde.—Desde luego, tendré que decir que Sirius era el Guardián Secreto de los Potter.

Desconfianza y Dumbledore eran dos palabras que Remus nunca hubiera podido pronunciar juntas, ni siquiera en su mente, pero le asolaba que nadie fuera capaz de albergar la más mínima duda sobre la culpabilidad de Sirius.

No es que él pensara que Sirius fuera inocente, ni mucho menos. Pero había varios detalles que no encajaban, y que todos y cada uno parecía haber preferido ignorar hasta suprimirlos por completo, para llevar la espantosa situación a un plano abierto. Remus tenía un mal presentimiento, un algo que no acertaba a explicar a Dumbledore... un instinto animal, si se quiere, pero como era un animal, nadie iba a estar dispuesto a escucharle.

Una rabia burbujeante manó en su interior, como una poción fétida, cuando dio la espalda a Dumbledore y a la sala de tribunal para abrirse paso con el resto de la muchedumbre hacia la sala de observación.

En contraste con el resto del palacio de justicia, la sala rectangular donde eran retransmitidos los juicios al público era de duro mármol blanco, tan aséptico como la sala de urgencias muggle donde una vez habían tenido que llevar a Sirius después de...

...pero ahora no ayudaría en nada pensar en eso. Remus se centró en su cólera para alejar la pena y las memorias, observando cómo empezaban a materializarse sobre el mármol encantado las escenas de la sala del tribunal. Las imágenes que recibían eran más grandes que la escala real, por lo que resultaba fácil pensar que los participantes del juicio podían verlos y oírlos. Remus observó cómo Dumbledore entraba en la sala, era explorado en busca de maleficios o encantamientos confundidores, y luego conducido hacia su lugar en la parte delantera. Otros dos profesores de Hogwarts,  McGonagall y Flitwick, se encontraban ya allí.

¿Vería Sirius que su mejor amigo desde hacía nueve años estaba ausente, y pensaría que lo había abandonado?

Remus volvió su atención hacia los otros que se encontraban con él en el cuarto; un par de personas charlaban, sin preocuparse de bajar mucho la voz, otro par de adolescentes jugaban una partida de gobstones en el suelo de mármol, y otro comía patatas fritas.

—Un hombre va a afrontar un juicio aquí en el que se decidirá su vida—dijo con mucha frialdad.—Lo menos que podrían hacer es mostrar un poco de respeto.

Se giró de nuevo hacia la escena, no esperando una respuesta, o porque ninguno habría prestado atención a un lamentable profesor de escuela de tercera clase a quien nadie identificaba como el mejor amigo de Sirius Black.

Ni siquiera había considerado seriamente la posibilidad de buscar a alguien con la autoridad suficiente para retirar la luparia. Siete años de lecciones con el profesor Binns le habían enseñado que sin todas las precauciones posibles contra las Artes Oscuras en aquel lugar, el resultado del proceso sería puesto en duda, algo que nadie quería en un acontecimiento de tal magnitud. Había esperado encontrarse eso allí, claro, pero inconscientemente había guardado la esperanza de que Dumbledore...

Madura de una vez, se reprendió a si mismo. Hace tiempo que deberías saber que Dumbledore no es omnipotente, y no puedes esperar que te proteja toda tu vida.

Además, ambos habían pasado las dos últimas semanas tratando de persuadir aburridos burócratas anónimos para hacerles doblegar algunas normas menores, y había sido en vano. Habían solicitado hablar diez minutos a solas con Sirius; luego diez minutos con Sirius y cualquier hombre o bestia que el ministerio eligiera, con tal de que no fueran dementores; finalmente Remus había decidido conformarse con los diez minutos con los dementores, mientras pudiera llevar consigo una simple tableta de chocolate para impedirles reducir a Sirius a un monólogo balbuceante de lágrimas y autorrecriminación. A pesar de sus argumentos cuidadosamente redactados y sus apelaciones al precedente legal (¡qué erudito tan amable y confiado se había vuelto! Era nauseabundo), fue rechazado. Ahora no podía declarar, decir la única cosa que sabía con seguridad para argumentar en contra de la culpabilidad de Sirius; que antes de ser entregado a los dementores, Sirius lo había negado todo.

Remus Lupin sabía mejor que nadie sobre la tierra que Sirius nunca había negado sus crímenes; Remus era también la única alma viviente que había experimentado de primera mano el terror que inspiraban a Sirius los guardias de Azkabán, y podía jurar por su vida que ninguna confesión que hiciera en presencia de éstos tendría validez alguna.

Lo único bueno del juicio es que Sirius se mantendría lejos de las desalmadas criaturas encapuchadas durante unas horas. Apareció en ese momento flanqueado por un par de trolls cabelludos, que manejaban porras, pero positivamente lindos comparados con los dementores. Todos los que se encontraban cerca del banquillo de los acusados arrugaron la nariz, Dumbledore incluido; afortunadamente, el mármol encantado no transmitía olores. Remus trató de descifrar la expresión del rostro de Sirius, pero los ojos del prisionero estaban abatidos.

Una mezcolanza de recuerdos deshilvanados discurrieron por su cabeza en el momento de empezar el juicio, y montó en cólera cuando el testimonio progresó exactamente como él había temido; nadie creyó las protestas de inocencia de Sirius. El juicio del siglo no había durado más de dos horas; había sido un caso de abrir y cerrar de ojos.

Todas las veces Sirius había cargado con la culpa, mientras James, Peter, Lily y él habían salido impunes. La vez que habían provocado el accidente de un aeroplano muggle, y casi había muerto el piloto. La vez que habían interrumpido la Copa del Mundo de Quiddich, al transformar las bludgers en cuervos.

Las docenas de noches que casi habían sido atrapados mientras estaban transformados, todas esas veces Sirius había salido adelante con un imaginativo guión que lo implicaba sólo a él mismo.

Sus primeras tentativas débiles de llevar a cabo el encantamiento patronus juntos en la vieja aula de Historia de la Magia, en Hogwarts, Sirius había sido hábil con el hechizo, como lo era con todo, pero los falsos dementores que habían conseguido a partir de espíritus mutables habían dejado en él un horror persistente. Aquella había sido la primera vez que alguno de ellos había podido ver a Sirius con miedo.

Y a lo largo de todos aquellos años escolares, Sirius nunca lloró. Ni en la muerte de su padre, ni por los castigos injustos o las amenazas de expulsión. Nada de eso pudo provocarle las lágrimas. Pero sí había llorado la semana pasada, culpándose por la muerte de James y Lily, y Remus lloró también, porque lo que ahora veía en presencia de los dementores eran las imágenes de Sirius. Sirius, el chico que nunca dejaba de reír, que cuando conoció a Remus juró que lo haría feliz, y lo cumplió, ahora estaba vacío de todo salvo tristeza y culpa.

Remus cayó en la cuenta en aquel momento, reconstruyendo de otra manera cómo habían sido sus autorrecriminaciones, que Sirius nunca había mencionado a Peter. Algo no iba bien. Algo no encajaba.

No pretendía invertir la sentencia; sólo quería la verdad. ¿Por qué tenían esa postura en aquel aspecto?¿Habría alguien, en algún lugar, que quería ver a Sirius acusado de traición?¿Habría algún traidor, en una posición más elevada sobornando al tribunal, a los guardas, a aquel espantoso juez con ojos vacíos que era capaz de decir "cadena perpetua en Azkabán" de la misma manera que Remus decía a sus clases "dos rollos de pergamino"?

Aunque la luna se encontraba apenas en cuarto creciente, cuando oyó la sentencia Remus pensó que había sido cosa buena que no le dejaran asistir porque le hubiera caído una buena condena por morder al juez. Se acercó al mármol todo lo que pudo durante los últimos momentos del juicio, con la esperanza de ver por última vez la inteligencia y la salud en la cara de su amigo. Cuando otro espectador lo empujó para apartarlo de su camino, Remus le gruñó y usó su peor lenguaje.

—Que la viruela caiga sobre ti, chupa-almas hijo de dementor,—escupió.—Sirius es mi amigo.

Esto logró hacerles retroceder un poco, y él continuó con los ojos fijos en el mármol. El rostro de Sirius siempre había sido muy expresivo; Remus pudo ver ahora la rabia y la consternación en él, mezclado con el impacto de la sorpresa y tal vez un dejo de resignación.

No, resignación no. No Sirius. Por favor.

Tuvo que girarse de espaldas cuando los trolls intervinieron para llevarlo a la celda para la entrega a Azkabán, empujándolo, tirando de él como si fuera...

....menos que humano. Por experiencia Remus sabía demasiado bien acerca de eso, pero resultaba mucho mas doloroso vérselo hacer a alguien a quien admiraba.

Bien, el odiaba ahora a los humanos, y ya no iba a pretender nunca mas hacerse pasar por uno de ellos.

Empujando a los desconsiderados observadores con sus chismes y patatas fritas, se abrió camino para salir de la sala y cruzó corriendo el pasillo vacío hasta atravesar las puertas de la calle. Caía una lluvia ligera, que olía a musgo y pantanos, refrescante y pura después del miasma asqueroso de la sociedad humana. Consiguió salir de allí antes de que se formara una larga cola en la entrada de magos y brujas para recuperar sus varitas, antes de que Dumbledore apareciera y le obligara a mentir diciendo que la declaración le había parecido satisfactoria, que creía en la culpabilidad de Sirius Black y que se había hecho justicia.

Había hecho todo el camino desde su escuelita de Nowheresville en escoba (que antes había pertenecido a James, no pienses en eso), pero no confiaba en que pudiera ser capaz de volar en aquel momento; apenas podía andar. La visión se le emborronaba a causa de la lluvia, las lágrimas, o una mezcla de ambas, y echó a correr desde el palacio de justicia hasta la granja donde se encontraba la entrada al mundo muggle. Cogería un tren, calculando qué hacer ahora que él era el único que quedaba.

Los muggles que encontró de camino a la estación de tren le lanzaban duras miradas heladas que acompañaban a la lluvia; un hombre lloroso con túnica negra y sombrero picudo, transportando una escoba. Finalmente encogió la escoba al tamaño de una varilla, y ocultó el sombrero y la túnica. Tenía frío con sólo una camisa de algodón y unos vaqueros sobre la piel, pero comprendió que no debía haber muchos magos en aquella zona. Se recordó a si mismo otra vez que el palacio de justicia no había sido usado más que tres veces en los dos últimos siglos.

Justo donde no alcanza la vista, más allá de las olas, se encontraba la fortaleza de Azkabán. Con un estremecimiento, cayó en la cuenta de que los muggles no estaban al corriente de esto.¿Podrían ver la prisión? Sabía que no podían ver a los dementores, pero sí sentirlos. Nadie es inmune a los dementores. Su rostro reflejó amargura cuando reflexionó que los muggles locales probablemente pensaban que las lágrimas eran tanto una parte del mago típico como los sombreros picudos o la escoba.

Compró un billete y pronto se encontró viajando hacia el sur en un tren casi vacío, un tren de ninguna parte hacia ninguna parte, dejar atrás su tercer trabajo de maestro en tantos años.

Estaba harto de todas aquellas gilipolleces, también. Harto de tener que mentir, ocultarse, e ir a hurtadillas, viajar veinte millas furtivamente cada noche de luna llena para ir a una choza en mitad del campo a preferir conseguir un descanso.¿Y para qué? Para tener el privilegio de enseñar a unos medio squibs a provocarse daños cerebrales con encantamientos alentadores.

¿Qué más daba si se dedicaba a matar gente cada mes o si por el contrario se portaba como el mago más apacible y confiado de los alrededores? El resultado era el mismo; el odio, la mentira y el escándalo se elevaba cuando le descubrían, y siempre lo hacían.

Su rabia sofocante creció aún más cuando pensó en sus dos primeros empleos, y ahora en éste. Nunca antes habían tenido un graduado de Hogwarts dando clase en la Academia Pufflepod, y el director se mostró bastante dispuesto a admitir que sí, que el trabajo del profesor Lupin exigía viajar mucho, y por tanto el personal podía esperar ausencias periódicas...

Era difícil decidir qué resultaba peor, que se estuvieran mintiendo a sí mismos o que realmente fueran tan estúpidos como para no darse cuenta...

Y el haber tenido que estar ausente tantas veces, en medio de ninguna parte, le había impedido darse cuenta de hasta qué punto estaban amenazadas las vidas de James y Lily.

Dulce, pequeña Lily... valiente y atento James... y el pobre y ratonil Peter, quien---¿por qu Sirius no había mencionado a Peter? Había tantos huecos en esta horrible historia, esa noche trágica que había destrozado la amistad eterna de Lunático, Canuto, Colagusano y Cornamenta, quedando...

...sólo Lunático. Lunático, el hombre lobo. Bien, pues, ¡maldita sea! Si era un hombre lobo, tal vez tendría que serlo de verdad para variar.

Su odio y su furia sólo consiguieron aumentaron en intensidad más que disminuir durante el trayecto del tren, tanto que cuando finalmente llegó a pie a la academia, la desvencijada construcción de piedra ofendió a cada uno de sus sentidos. Era noche cerrada, los estudiantes estaban dormidos, pero Remus no podía esperar ni un minuto.

Lanzándose escaleras arriba hasta su despacho, hizo las maletas a toda prisa, metiendo su escasa ropa—apenas nada más que trajes de diario y unas capas de viaje,—en una maleta. Sus movimientos furiosos aminoraron un momento al ver el maletín que guardaba en lo alto del ropero, y que todavía estaba casi nuevo. ¿Dónde encontraría uso para aquello durante aquel remanso? Podía sacar directamente de su cabeza todo cuanto sus pobres estudiantes pudieran absorber. No necesitaba transportar volúmenes de material sin necesidad. Profesor R. J. Lupin, proclamaban las doradas letras en el lomo. No volveré a necesitar esto, pensó amargamente, y se volvió hacia la puerta.

Paró. Se veía en su imaginación en la estación de King´s Cross, donde soportó nerviosamente en el andén la espera del tren que le conduciría a su primer empleo. Sirius, riendo y bromeando junto a él en el andén, de pronto se quedó callado y extrañamente nervioso."Yo...esto, nosotros....mm- pensamos que te vendría bien esto". A toda prisa, colocó un paquete mal envuelto en las manos sorprendidas de Remus. "Será mejor que te vayas ya, Lunático, o perderás el tren".

Sólo mas tarde, a lo largo de aquel largo y desangelado paseo al primero de una serie de pueblos pequeños y aún más pequeñas escuelas, hizo girar el brillante cuero entre sus manos y pasó los dedos sobre su nombre dorado. ¿De Sirius?

Bien, se lo llevaría, decidió. ¿Cuánto de Sirius estaba destinado a perder?¿Y cuánto a conservar?

Se marchó, cerrando de golpe la puerta, sin importarle mucho a quien podría despertar. Fue a ver al director, golpeó rudamente la puerta y luego abrió para entrar sin esperar autorización.

—¿Qué pasa?—preguntó el profesor Bumblesnore. Trataba de mantener en equilibrio una anguila sobre la nariz.

—Dimito,—soltó Remus.

Bumblesnore dejó caer la anguila y se sentó directamente encima, tartamudeando un poco.

—Usted, Lupin, dimitiendo? ¿Y puedo preguntar por qué? Usted nunca....

Remus consiguió tomar control de su temperamento, pero no pudo evitar que se le escapara una sonrisa sardónica, que tiraba de una esquina de su boca.

—Bien, verá usted, resulta que... soy un hombre lobo. Y ahora mismo siento la urgente necesidad de salir hacia Rumanía a comer un poco de gente.

Sacudió un pedazo de pergamino -su carta de dimisión- sobre la mesa, y salió de la oficina en busca de aire libre.

Infantil, quizás. Es lo que hubiera hecho Sirius.

Pero ahora él tendría que ser Sirius por los dos.