Disclaimer: Basado en el libro de la perla secreta

Personajes de al autora y J. K. Rowling

No soy dueña de la historia solo de su adaptación

La perla Secreta

……:::::Draco&Ginny:::::……

La multitud que había fuera del teatro Drury Lane se había dispersado en la noche. El último carruaje, con sus dos ocupantes, desaparecía ya calle abajo. Los pocos que habían llegado a la función a pie hacía ya mucho rato que habían abandonado el lugar.

Parecía que sólo quedaba un caballero, un hombre alto de cabellera rubia, con capa oscura y sombrero. No había querido que lo llevaran en el último carruaje que se había marchado. Había dicho a sus amigos que prefería ir caminando a casa.

Pero tampoco era la única persona que quedaba en la calle. Al echar un vistazo a su alrededor, su mirada detectó una figura que permanecía de pie, apoyada en silencio contra el edificio, y vestida con una capa un poco más oscura que las sombras de la noche: una prostituta callejera que compañeras más afortunadas o atractivas habían dejado atrás y que ahora parecía haber perdido cualquier oportunidad de conseguir un cliente elegante aquella noche.

No se movía, y en la oscuridad resultaba imposible saber si lo estaba mirando. Podría haberse acercado hasta él contoneándose. Podría haber salido de las sombras y sonreír. Podría haberlo llamado, y ofrecerse con palabras. Podría haberse alejado rápidamente para encontrar un lugar más prometedor.

Pero no hizo ninguna de esas cosas.

Y él se quedó de pie mirándola, debatiéndose entre emprender la caminata solitaria hacia casa que tenía en mente o participar en una noche de diversión inesperada. No veía a la mujer con claridad. No sabía si era joven, atractiva, bonita, limpia… cualquiera de esas cualidades por las que habría valido la pena cambiar de planes.

Pero poseía una quietud silenciosa que le resultaba intrigante por sí misma.

Al acercársele, se percató de que lo estaba mirando, con unos ojos que parecían ser azules. Llevaba capa, pero no sombrero. Y su pelo pelirrojo cuidadosamente recogido en la nuca. Era imposible saber cuántos años tenía o si era hermosa. La chica no dijo nada y no se movió. No mostraba ninguna artimaña, ni decía palabras seductoras.

El caballero se detuvo a unos pocos pasos de ella. Se percató de que le llegaba al hombro, era un poco más alta que la media, y de que era de complexión delgada.

—¿Quieres trabajar esta noche? —le preguntó.

La chica asintió de manera casi imperceptible.

—¿Y el precio?

Ella dudó y dijo una cifra. Él la contempló en silencio durante unos instantes.

—¿Y el lugar está cerca?

—No tengo adonde ir —murmuró ella.

Tenía la voz suave, carente de la dureza o el acento cockney que había esperado. La miró entrecerrando los ojos. Debería emprender la caminata hacia casa, con sus pensamientos como única compañía tal y como tenía previsto. Nunca había sido propio de él copular con una puta de la calle en la entrada de una tienda.

—Hay una posada en la siguiente calle —comentó él, y se volvió para caminar en esa dirección.

Ella se puso a caminar a su lado. No intercambiaron una sola palabra. La chica no hizo ningún movimiento para agarrarlo del brazo. Y él tampoco se ofreció.

La joven lo siguió entre el gentío de la abarrotada y bulliciosa taberna del Toro y el Cuerno y permaneció en silencio junto a él mientras pedía una habitación para pasar la noche en el piso de arriba y pagaba por adelantado. La prostituta le siguió escaleras arriba. Sus pisadas eran tan delicadas que el caballero hizo ademán de volverse antes de llegar arriba para asegurarse de que seguía allí.

Él le permitió entrar primero en la habitación y cerró la puerta con el pestillo tras de sí, colocando la única vela que había traído en un aplique de la pared, pero el ruido del bar apenas disminuía en la distancia.

La prostituta estaba de pie en medio de la habitación, mirándolo. El hombre vio que era joven, aunque no era una niña. En otra época debía de haber sido guapa, pero ahora tenía la cara enjuta y pálida, los labios secos y agrietados, y los ojos azules marcados con ojeras oscuras. El pelo, de un rojo apagado, no tenía brillo ni cuerpo. Lo llevaba atado en un moño sencillo en la nuca.

El caballero se quitó el sombrero de copa y la capa y vio que los ojos de la chica se desplazaban por su rostro y a través de la fea cicatriz que empezaba junto a su ojo izquierdo, cruzaba su mejilla hasta la comisura del labio y continuaba hasta el mentón. Sintió toda su fealdad: el pelo rebelde, los ojos grises, la nariz grande y aquilina. Y le molestó sentirse feo ante la mirada de una prostituta común.

Cruzó la habitación, desabrochó la capa gris pálido a la joven, que no había hecho ningún gesto para quitársela, y la arrojó a un lado.

Curiosamente, la chica llevaba un vestido de seda azul, de manga larga, escote recatado, cintura alta y sin adornos. Pero, aunque limpio, el vestido estaba descolorido y arrugado. El caballero pensó que debía ser un regalo de un cliente satisfecho unas semanas antes, y que lo había llevado cada noche desde entonces.

Ella levantó el mentón un par de centímetros, y lo contempló sin apartar la vista.

—Quítate la ropa —ordenó él, incómodo ante su tranquilidad, por lo distinta que era a todas las prostitutas que había conocido en su juventud y durante los años que había pasado en el ejército. Se sentó en una silla de respaldo duro junto a la chimenea vacía y la contempló entrecerrando los ojos.

La joven permaneció unos instantes sin moverse, pero luego empezó a desvestirse, doblando cada prenda de ropa al quitársela y colocarla en el suelo a su lado. Ya no lo estaba observando, sino que se concentraba en lo que estaba haciendo. Sólo cuando llegó a la camisa, la última pieza de ropa que le quedaba, titubeó y miró en dirección al suelo. Pero se la quitó también, sacándosela por encima de la cabeza, doblándola como había hecho con las otras prendas y poniéndola encima de la pila.

Se puso los brazos en jarras sin tensarlos y volvió a mirarlo, con la misma mirada fija e inexpresiva de antes.

Estaba demasiado delgada. Muy delgada. Y aun así había algo en la larga esbeltez de sus piernas, en la forma de sus caderas, en su cintura demasiado estrecha y en los pechos turgentes y firmes que excitó al caballero que la estaba observando. Por primera vez se alegró de haber decidido contratar sus servicios. Había pasado ya mucho tiempo sin estar con nadie.

—Suéltate el pelo —le pidió.

Y ella levantó los finos brazos para hacerlo, inclinándose para colocar cuidadosamente las horquillas junto a la pila de ropa. El pelo le caía por los hombros, la cara y media espalda cuando volvió a ponerse en pie. Era un pelo limpio, pero sin vida, ni rojo ni rubio. Levantó una mano para apartarse un cabello de la boca sin dejar de mirarlo.

Él sintió cómo le invadía la lujuria.

—Échate en la cama —indicó a continuación, poniéndose en pie y comenzando a desvestirse.

La prostituta deshizo la cama con delicadeza y se colocó en un extremo, con las piernas juntas, los brazos a cada lado, y las palmas contra el colchón. No se tapó. Volvió la cabeza y lo observó.

Él se desvistió del todo. No quiso intentar esconderse de una puta, intentar ocultar las marcas en la pierna izquierda, que incluso en un espejo le repugnaban, y que debían de repeler a cualquier extraño que no se las esperara. Los ojos de la joven se dirigieron hacia las marcas y luego volvieron tranquilamente al rostro de él. Aquella puta tenía coraje. O puede que ni siquiera pudiera permitirse perder al cliente más repulsivo del mundo antes de ganarse la paga.

Estaba enfadado. Enfadado consigo mismo por haber vuelto a ir de putas, algo que había dejado de hacer años atrás. Enfadado por sentirse acomplejado y avergonzado ante una prostituta. Y enfadado con ella por controlar tanto sus sentimientos que ni siquiera demostraba lo repugnante que le resultaba su aspecto. Si lo hubiera hecho, podría haberla utilizado en consecuencia.

Y ese pensamiento le asqueaba y le enfadaba todavía más.

El caballero se inclinó sobre ella y la agarró por los antebrazos. La movió de modo que quedó cruzada en la cama en vez de echada a lo largo. La agarró por las caderas y la empujó hacia delante hasta que sus rodillas quedaron flexionadas a un lado de la cama y los pies apoyados en el suelo.

Sintió el impacto que producía en lo más hondo de la garganta de la joven y vio cómo se mordía ambos labios al mismo tiempo y cerraba los ojos. Sintió todos los músculos de la chica en tensión, en actitud defensiva. Y esperó, colocado encima de ella e inmerso en lo más profundo de su interior, observándola con los ojos caídos hasta que la chica respiró hondo y obligó a sus músculos a relajarse. Tenía la mirada fija en la de él.

El caballero deslizó las manos por debajo de la chica, sujetándola contra el colchón mientras se inclinaba sobre ella y disfrutaba del placer para el que la había contratado. Ella permaneció quieta y relajada mientras él se movía rápida y profundamente en su interior, con los brazos extendidos en la cama, a los lados, y la mirada que recorría la cicatriz de la cara para luego volver a fijarse en sus ojos. En una ocasión bajó la vista para observar lo que le hacía. Tenía el pelo extendido sobre el colchón, a un lado.

El hombre cerró los ojos al descargar en su interior, e inclinó la cabeza por encima de ella hasta que sintió la respiración de la chica contra su pelo. Y junto a la feliz relajación sintió la punzada de un arrepentimiento indescriptible.

Se enderezó y se separó del cuerpo de la joven. Se dirigió hacia el mueble colocado a los pies de la cama donde reposaba la palangana y vertió agua fría de la jarra en el cuenco agrietado, mojó un trapo en él, escurrió el exceso de agua y volvió a la cama.

—Ten. —Le acercó el trapo. La prostituta no se había movido, aparte de juntar las piernas. Seguía con los pies apoyados en el suelo y los ojos abiertos—. Límpiate con esto.

Y el caballero miró hacia sus muslos manchados de sangre.

Ella levantó una mano para coger el paño, pero le temblaba de una manera tan descontrolada que la apoyó otra vez en la cama y volvió la cabeza a un lado, cerrando los ojos. Él le agarró la mano, se la puso con la palma hacia arriba y le dio el paño.

—Puedes vestirte cuando hayas terminado —le comentó, y le dio la espalda para vestirse.

Los débiles ruidos que oyó detrás de él le indicaron que la prostituta había recuperado el control y estaba haciendo lo que le había dicho. Pero cuando finalmente se volvió, se encontró con que intentaba abrocharse los botones de la capa pero le temblaban demasiado las manos. Recorrió los pocos pasos que le separaban de ella, le apartó las manos y le abrochó los botones.

Por encima del hombro vio que la sábana de la cama estaba cubierta de sangre. La había desvirgado.

—¿Cuándo has comido por última vez? —le preguntó.

La chica se concentró en colocarse la capa correctamente.

—Cuando hago una pregunta, espero respuesta —le insistió bruscamente.

—Hace dos días —musitó ella.

—¿Y qué comiste entonces?

—Un poco de pan.

—¿Y hoy has decidido meterte a puta?

—No. Ayer. Pero nadie me quiso.

—No me sorprende. No tienes ni idea de cómo venderte —le espetó.

Cogió su sombrero, abrió la puerta y salió de la habitación. La joven lo siguió. Se detuvo al pie de las escaleras y echó un vistazo en la ruidosa taberna. Había una mesa vacía en un extremo alejado. Se volvió, agarró a la chica por el codo y cruzó la sala en dirección a la mesa. Cualquier cliente que estuviera en su camino se fijaba en él, en su ropa elegante y en su rostro duro, e inmediatamente se apartaba a un lado.

Sentó a la chica dando la espalda a la sala y él ocupó una silla enfrente de ella. Luego ordenó a la camarera que los había seguido hasta la mesa y les estaba haciendo reverencias que trajera una bandeja de comida y dos jarras de cerveza.

—No tengo hambre —repuso ella.

—Comerás —afirmó él.

La chica no volvió a hablar. La camarera trajo una bandeja en la que había un pastel de carne grande y humeante y dos rebanadas gruesas de pan con mantequilla, y el duque le indicó que la colocara delante de la prostituta.

El hombre observó a la chica comer. Saltaba a la vista que estaba hambrienta, aunque hacía esfuerzos por comer despacio. Echó un vistazo a su alrededor cuando los dedos, todavía temblorosos, le quedaron cubiertos de migas, carne y masa, pero es que se trataba de una posada corriente y no había servilletas. El caballero le pasó un pañuelo de hilo de su bolsillo, y tras dudar un instante ella lo cogió y se limpió los dedos.

—Gracias —murmuró ella.

—¿Cómo te llamas?

La joven terminó de masticar el pan que tenía en la boca.

—Gin—acabó diciendo.

—¿Sólo Gin? —El caballero tamborileaba lentamente con los dedos en la mesa mientras con la otra mano sostenía la jarra de cerveza.

—Sólo Gin —repitió ella en voz baja.

Él la observó en silencio hasta que se terminó la última miga que quedaba en la bandeja.

—¿Quieres más? —le preguntó.

—No. —La prostituta levantó la vista apresuradamente para mirarlo—. No, gracias.

—¿No quieres terminarte la cerveza?

—No, gracias.

El caballero pagó la cuenta y salieron juntos de la posada.

—Has dicho que no tenías lugar donde ejercer tu oficio —recordó—. ¿No tienes casa?

—Sí. Tengo una habitación.

—Te acompañaré hasta allí.

—No. —Retrocedió hasta la entrada del Toro y el Cuerno.

—¿A cuánto vives de aquí?

—No muy lejos. No llega a dos kilómetros.

—Entonces te acompañaré tres cuartas partes de ese camino. Eres una joven inocente. No sabes lo que le puede pasar a una mujer sola en las calles.

La joven soltó una risita discordante. Y se puso a caminar a toda prisa por la calle, con la cabeza agachada. El hombre caminaba junto a ella, experimentando por primera vez en su vida —aunque fuera a través de otra persona— la desesperación de la pobreza, el saber que sus propios problemas, los motivos que lo llevaban a la infelicidad, eran risibles en comparación con los de esta chica, la puta más flamante de Londres.

—Por favor, no me siga más —acabó diciendo la chica, deteniéndose en una esquina donde se encontraba una tienda lúgubre que se anunciaba como agencia de empleo.

—¿No encuentras trabajo? —le preguntó el caballero.

—No.

—¿Lo has intentado?

La joven levantó la vista hacia él y volvió a reírse como antes.

—¿No le parece que este es mi último recurso? —replicó—. Resulta difícil obligarse a morirse de hambre cuando todavía se puede vender una última cosa.

La chica se volvió y estaba a punto de salir corriendo otra vez. La voz del hombre la detuvo.

—¿No te has olvidado de algo? —preguntó él.

Ella se volvió a mirarlo.

—No te he pagado.

—Me ha pagado la comida.

—Pastel de carne, dos rebanadas de pan y media jarra de cerveza a cambio de tu virginidad. ¿Ha sido un trato justo?

La joven no respondió.

—Un consejo —continuó el hombre, cogiéndola de mano y cerrando sus manos alrededor de unas monedas—. No te vendas barata. El precio que has pedido sólo fomentaría el desprecio y que te trataran mal. Y por cierto, yo no te he tratado mal. Deberías pedir el triple de lo que has pedido. Cuanto más pidas, más respeto infundirás.

Ella bajó la mirada hacia la mano cerrada, se volvió y se marchó sin decir nada más.

El caballero se quedó ahí de pie, mirando preocupado cómo se marchaba, antes de volverse y dirigirse hacia calles más elegantes y familiares.

Ginevra Weasley no salió de su habitación al día siguiente. De hecho, ni siquiera salió de la cama durante gran parte de él, sino que se quedó mirando lánguidamente el techo con manchas de humedad o las paredes de un marrón apagado en las que de los cuadros antiquísimos sólo quedaban unas pocas escamas sucias. La chica sólo llevaba la camisa. Su vestido de seda, su único vestido, estaba doblado cuidadosamente encima del respaldo roto en la silla solitaria de la habitación.

Por primera vez en su vida aquel día empezaba a sentirse desesperada y no tenía ni la voluntad ni la energía de liberarse de la desesperación. Había estado a punto de sucumbir, durante el mes pasado, pero la fuerza de voluntad le había permitido aferrarse a la esperanza, a una determinación obstinada por sobrevivir.

Sally, la ayudante de costurera que vivía en el piso de arriba, llamó a su puerta al mediodía, tal y como solía hacer. Pero Gin no contestó. La chica querría hablar, y querría compartir su comida también escasa. Gin no quería compañía ni caridad amable.

Había sobrevivido. Sobreviviría… quizás. Pero había descubierto que, después de todo, la supervivencia no era necesariamente un triunfo, sino que podía hacer que uno se sumergiera en las espantosas profundidades de la desesperación.

Sangró de manera intermitente durante todo el día. Le dolía tanto que a veces se retorcía por el dolor agudo de su virginidad desgarrada.

Y aquello no era el final. Era solamente el principio. Su primer cliente le había pagado generosamente: tres veces más de lo que le había pedido, además de la comida. El dinero le serviría para pagar el alquiler que debía y para alimentarla unos pocos días. Pero luego tendría que volver a salir para continuar con su nueva profesión.

Era una puta. Apartó la vista del techo, y cerró los ojos, agotada. Ya no se planteaba convertirse en prostituta con espanto y la esperanza cada vez menor de que de algún modo podría evitar lo inevitable, creyendo en lo más profundo de su corazón que aparecería algo que la salvara de ello.

Era una puta. Había accedido a que la contratara un caballero, había ido a una posada con él, se había quitado la ropa siguiendo sus órdenes mientras él miraba, se había echado desnuda en la cama al pedírselo, había visto cómo él se quitaba la ropa, y luego le había permitido que la abriera y llevara su placer masculino a las profundidades más recónditas de su cuerpo. Le había entregado su cuerpo para que lo utilizara y aceptado su dinero como pago.

De manera despiadada, enumeró mentalmente los pasos que había seguido para entrar en la profesión que ejercería hasta que fuera demasiado vieja, fea y enferma para atraer incluso al peor cliente. O hasta que ocurriera algo peor.

Pertenecía a una profesión que de sólo con pensar en ella sentía horror y asco.

Era una puta. Una prostituta. Una fulana.

Tragó saliva repetidas veces y con determinación hasta que las ganas de vomitar remitieron.

Pronto, dentro de una semana, estaría otra vez fuera del teatro, esperando atraer a otro cliente, temiendo el éxito.

Aquel caballero oscuro y aterrador que había sido su primer cliente le había dicho que no había sido duro con ella. Que dios se apiadara de ella si algún hombre la trataba alguna vez con rudeza. Sentía calor y sudaba aterrorizaba al recordar de nuevo sus manos, de dedos largos, y lo que le había hecho de modo que pensaba que se moriría del susto y el dolor… y esperaba hacerlo.

Las imágenes de aquella noche brotaron de manera espontánea e inoportuna las heridas del costado y la pierna del hombre; los músculos aterradores y potentes de su pecho, hombros y brazos, su rostro angular y de facciones duras, con una mirada directa y feroz, la nariz prominente y la cicatriz que lo desfiguraba; sus manos tocándola .No tenía ni la energía ni la fuerza de voluntad necesarias para deshacerse de los recuerdos. Y de todos modos no tenía sentido intentar relegarlos a esa categoría. Su profesión consistiría en permitir a hombres como esos que utilizaran su cuerpo a cambio de los recursos necesarios para sobrevivir.

Tenía que recordarlo deliberadamente, acostumbrarse a los recuerdos, aprender a aceptar lo mismo y puede que algo peor, si es que podía haber algo peor, de otros hombres.

Era un intercambio justo, ¿verdad? Porque no sólo tenía que elegir entre la supervivencia y la muerte, sino entre la supervivencia y la muerte lenta y dolorosa de hambre. Nunca, ni siquiera durante aquel día en el que sentía una desesperación abismal, se había planteado el suicidio como escapatoria a sus problemas.

Así que no lo quedaba ninguna elección por hacer. Tenía que alimentarse del único modo que le quedaba. No encontraría otro empleo. No tenía experiencia ni referencias. La señora Fleming de la agencia de empleo se lo había dicho numerosas veces. No se necesitaba ninguna de las dos cosas para hacerse puta, sólo un cuerpo de mujer razonablemente joven y bien formado. Y un estómago fuerte.

Era una puta. Había vendido su cuerpo una vez y continuaría haciéndolo una y otra vez hasta que nadie más la quisiera. Debía acostumbrarse a la idea y al hecho.

Y lo cierto es que debía darse por satisfecha si era capaz de vivir haciendo de puta. Siempre existía la posibilidad de que ocurriera algo peor y más aterrador todavía si la encontraban. Se había cambiado el nombre, y el terror constante que había experimentado antes había disminuido comparado con el miedo muy real de tener que vivir en un entorno que no conocía de nada y al borde de la inanición. Pero no debía confiarse. Siempre existía la posibilidad de que la descubrieran, sobre todo si debía pasar cada noche apostada fuera del teatro Drury Lane y que la viera toda la gente elegante de Londres.

¿Y si Oliver había venido a Londres? Y la prima Marie y Anne habían venido incluso antes que ella.

Cuando Sally llamó a su puerta más tarde, por la noche, y gritó su nombre a través de la cerradura, Gin se quedó mirando al techo y no contestó.

Draco Malfoy, duque de Ridgeway, apoyó un codo en la repisa de mármol del estudio de su casa en Hanover Square y se dio unos golpecitos en los dientes con un nudillo.

—¿Y bien? —Entrecerró los ojos oscuros al ver a su secretario, que acababa de entrar en la habitación.

El hombre meneó la cabeza.

—Me temo que no ha habido suerte, Su Excelencia. Saber sólo el nombre de pila de la chica es demasiado poco para empezar.

—Pero es un nombre inusual, Nott—protestó el duque—. ¿Has llamado a todas las puertas?

—A lo largo de tres calles y alrededor de tres plazas —explicó Theodore Nott, haciendo un esfuerzo por ocultar su exasperación—. De todos modos puede que le diera un nombre falso, Su Excelencia.

—Puede —concedió el duque. Frunció el ceño sumido en sus pensamientos. ¿Volvería a estar fuera del teatro otra vez aquella noche? La agencia de empleo en la que se habían detenido… ¿había ido realmente a buscar trabajo alguna vez? ¿Y buscaría otro trabajo ahora que había elegido y empezado con una nueva profesión? Puede que no viviera en aquella parte de Londres. Y puede que le hubiera dado un nombre falso. No había respondido a la pregunta de inmediato.

—Te lo voy a poner más fácil en los próximos días —decidió de repente el duque—. Vas a contratar a una nueva criada para mí. En el puesto que te parezca adecuado,Nott. Puede que de institutriz… sí, creo que de institutriz, si es que la ves capaz de hacer el trabajo. Tengo la sensación de que puede ser adecuada. Hay una agencia cerca de las calles que has estado recorriendo hoy.

—¿De institutriz? —El secretario frunció el ceño.

—Para mi hija —respondió el duque—. Tiene cinco años. Ya es hora de que tenga algo más que una niñera pese a la reticencia de Su Excelencia a que empiece su educación.

Theodore Nott tosió.

—Perdóneme, Su Excelencia, pero me pareció entender que la chica es una prostituta. ¿Acaso se le debería permitir estar a menos de quince kilómetros de Lady Adele?

El duque no respondió, y el secretario, que entendía muy bien lo que quería expresar la mirada de su señor, recordó que no era más que un humilde empleado al servicio de uno de los nobles más ricos del reino.

—Pasarás los próximos días sentado en la agencia —ordenó el duque—, hasta que te diga que ya no es necesario. Mientras tanto, iré habitualmente al teatro.

Nott hizo una reverencia y el duque se apartó bruscamente de la repisa y salió de la habitación sin decir una palabra más. Subió de dos en dos las escaleras hacia sus habitaciones privadas.

«Cualquier puta fue virgen antes.» El poeta William Blake había escrito esa frase en alguna parte, o palabras similares. No había motivo para sentir una culpa especial por haber sido él quien la desfloró. Alguien tenía que hacerlo una vez que la chica decidió su camino. Si hubiera sido su segundo cliente en vez del primero no habría notado la diferencia y aquella mañana ya se habría olvidado de ella. No había mostrado ninguna habilidad, ningún atractivo, nada que hiciera que deseara volver a encontrársela.

No se había planteado que una mujer pudiera sangrar tanto. Y había visto y sentido su dolor mientras desgarraba su virginidad.

Si lo hubiera sabido, podría haberlo hecho de otra manera. Podría haberla preparado, calmado, podría haberla penetrado lenta y cuidadosamente, empujando suavemente a través de su dolorosa barrera. Pero tal y como había ido, se había enfadado con ella y con él mismo. Le parecía que había intentado degradarlos a los dos colocándose encima de ella, imponiéndole su dominio.

Pero al mismo tiempo no le debía consideración alguna. Se había vendido de bastante buen grado, y él la había comprado. Le había pagado tres veces más de lo que le había pedido. Se había quedado bastante insatisfecho más allá del alivio momentáneo que había sentido al liberar su simiente. No tenía motivos para sentirse culpable.

Pero se había pasado el día y la noche incapaz de quitarse a la chica de la cabeza: su cuerpo delgado, su complexión pálida, sus ojos ojerosos y sus labios partidos, su valor tranquilo… No había conseguido olvidar que la pobreza y la desesperación habían conducido a aquella chica a convertirse en la más vulgar de las prostitutas callejeras.

No podía evitar sentirse responsable. No podía olvidarse de la calma con la que había aceptado su destino, ni de la sangre.

Se preguntaba si volvería a encontrarla. Y se preguntaba cuánto tiempo seguiría intentándolo: el mismísimo duque de Ridgeway buscaba a una puta callejera con ojos grandes y sosegados y gestos y voz refinada.

Gin. Sólo Gin, le había dicho.