Capítulo 1

Los personajes pertenecen a S.M y la historia a la fantástica Lynne Graham.

-Por supuesto que no vamos a renovarle el contrato. El Banco Cullen no es lugar para directores de fondos que no saben realizar su trabajo-. dijo Edward Cullen con el ceño fruncido.

Delgado, alto, de pelo cobrizo, guapo aunque de rasgos duros, el señor Cullen era un banquero internacional y un hombre muy ocupado que consideraba aquella conversación una pérdida de tiempo.

Peter, su director de recursos humanos, Carras peó.

-Había pensado que... quizás hablando con Rawlinson conseguiríamos que volviera al buen camino ..

-Yo no doy segundas oportunidades a nadie -lo interrumpió Edward con voz tajante-. Por si no te has dado cuenta, nuestros clientes, tampoco. Está en juego la reputación de mi banco.

Peter se dijo que también estaba en Juego la reputación de Edward como uno de los ban queros más inteligentes del mundo. Edward Cullen, millonario suizo descendiente de nueve generacio nes de banqueros era considerado por muchos como el más brillante de todos ellos.

A pesar de su inteligencia y de su enorme éxito profesional, no tenía piedad con los empleados que tenían problemas personales. De hecho, su falta de humanidad daba pánico.

Aun así, Peter hizo un último esfuerzo para in terceder por el empleado caído en desgracia.

-Su mujer lo dejó el mes pasado...

-Soy su jefe, no su psicólogo -contestó Edward-. Su vida privada no es asunto mío.

Una vez aclarado aquello, Edward se metió en su ascensor privado y se dirigió al aparcamiento. Mientras conducía su Ferrari seguía enfadado.

¿Qué clase de hombre dejaba que la pérdida de una mujer interfiriera en su meteórica carrera? Edward decidió que su empleado tenía que ser un hombre débil y sin disciplina.

Desde luego, un hombre que lloriqueaba mien tras contaba sus problemas personales y que espe raba que se lo tratara de manera especial por ello era un anatema para él.

La vida era todo un reto en sí misma y Edward lo sabía porque había tenido una infancia de felicidad austera cuando su madre se había marchado de casa cuando él tenía dos años. Con ella se habían desvanecido las esperanzas de criarse con amor y cariño.

Cuando contaba cinco años, había ingresado en un internado y sólo había recibido permiso para ir a casa cuando sus notas habían cumplido las eleva das expectativas de su padre.

Desde pequeño le habían enseñado que tenía que ser duro y fuerte y que jamás debía pedir favores ni tener esperanzas de ningún tipo.

Mientras estaba en el atasco de la hora de comer de Ginebra, sonó el teléfono de su coche. Era Paul Correro, su abogado.

-Creo que es mi deber, como tu representante legal. recordarte que tenemos cierto asunto pen diente-. le dijo en tono divertido.

Paul y Edward habían ido juntos a la universidad y Paul se - permitía con Edward ciertas bromas que nin guno otra persona se permitía. Sin embargo, Edward no estaba hoy de humor.

-Ve al grano -lo urgió.

-Llevo un tiempo queriéndotelo decir... pero estaba esperando a ver si sacabas tú el tema. Han pasado ya cuatro años. ¿No va siendo hora ya de que termines con tu matrimonio de conveniencia?-.

Aquella noticia lo pilló de sorpresa, y a Edward se le calo el coche provocando que los demás conductores le insultaran y le pitaran, pero él no hizo ni caso.

-Creo que deberíamos quedar esta semana porque yo me voy de vacaciones el lunes -continuó Paul..

-Esta semana es imposible -contestó Edward.

-Espero no haberte importunado recordándo telo-. dijo Paul.

-No me había olvidado de ese asunto, lo que pasa es que me has pillado por sorpresa -rió Edward.

-Creí que eso no era posible -bromeó Paul.

-Ya te llamaré luego... el tráfico está fatal -contestó Edward dando por finalizada la conversación.

Paul había hecho bien sacando el tema de su matrimonio, un matrimonio de conveniencia en el que Edward no había tenido más remedio que embar carse hacía cuatro años.

¿Cómo se iba a olvidar de que tenía que romper aquel vínculo con un divorcio? Recordó cómo se había visto inmerso en aquella ridícula situación que lo había llevado a casarse con una mujer a la que no amaba para cumplir con las condiciones del testamento de su abuelo.

Clemente, su abuelo, había sido un hombre en tregado al trabajo durante toda la vida, pero cuando se jubiló se enamoró de una mujer a la que le doblaba la edad y había empezado a ver la vida de otra manera.

Incluso había llegado a casarse con ella, lo que le había granjeado la enemistad de su propio hijo, el padre de Edward, que era un hombre muy conser vador. Sin embargo, Edward nunca había roto las re laciones con su abuelo.

Clemente había muerto hacía cuatro años y Edward se había quedado de piedra cuando el abo gado había leído las condiciones de su testamento. En una de ellas, Clemente había dejado escrito que, si su nieto no se casaba en un plazo de tiempo estipulado, el Castello Cullen, la ancestral man sión familiar, pasaría al Estado.

En aquel mismo instante, Edward se había arrepen tido de haberle dicho a su abuelo que no creía en el matrimonio y que no pensaba casarse ni tener hijos hasta, por lo menos, los cincuenta años.

Aunque no era una persona sentimental, el Cas tello Cullen significaba mucho para él pues tenía bonitos recuerdos de su infancia allí. Si hubiera querido, se habría podido comprar cien castellos iguales, pero quería ése.

Su familia llevaba habitándolo muchos siglos y la repentina amenaza de perderlo le había llegado al alma.

Un par de meses después, estando en Londres en un viaje de negocios, mientras le cortaban el pelo estaba hablando con Paul desde el móvil so bre los problemas que les había ocasionado el tes tamento de su abuelo.

Como estaban hablando en italiano, creyó que nadie los iba a entender, pero se equivocaba. Cuando colgó el teléfono, la peluquera le dio el pé same por la pérdida de su abuelo y se ofreció a ca sarse con él para que no perdiera el Castello Cullen.

Isabella Swan se había casado con él única y ex clusivamente por dinero. ¿Cuántos años tendría ahora? Sí, había cumplido veintitrés el día de San Valentín. Seguro que seguía pareciendo una ado lescente.

Cuando la conoció, iba siempre vestida de ne gro, con grandes botas y maquillaje de vampiresa. Edward sonrió al recordarlo. Una vampiresa muy atractiva.

Antes de que el semáforo se pusiera verde, se sacó la cartera del bolsillo y extrajo la fotografía que Bella le había entregado y en la que había escrito en broma: «Tu esposa, Bella» y su número de teléfono.

-Así, te acordarás de mí -le había dicho presin tiendo que Edward no se iba a poner en contacto con ella si no fuera por asuntos legales.

«Bésame», le habían suplicado sus ojos.

Sin embargo, Edward no lo había hecho porque Paul le había advertido que, si se dejaba llevar y se acostaba con ella, Bella podría demandarlo luego y obtener una cuantiosa pensión de manutención.

En cualquier caso, Edward se dijo que jamás se ha bía sentido atraído por ella. ¿Cómo se iba a sentir atraído por una chica que había dejado el colegio a los dieciséis años y que era peluquera?

Lo único que tenían en común era que ambos eran seres humanos. Por fin, Edward miró la fotografía. Isabella no era guapa, recordó exasperado por sus propios pensamientos. Tenía las cejas dema siado rectas y la nariz un poco pequeña.

Aun así, Edward no pudo apartar la mirada de su viva sonrisa y sus preciosos y enormes ojos.

-Cuando era adolescente, trabajaba los sábados, y me gastaba todo lo que ganaba en zapatos —le ha bía confesado Edward una vez haciéndole entender que habían llevado vidas muy diferentes.

-Cuando mi abuela conoció a mi abuelo, supo que era el amor de su vida antes de que hablaran... en cualquier caso, no podían hablar porque ella no sabía inglés y él no sabía italiano. ¿No te parece romántico?

Edward no había contestado a aquella pregunta. De hecho, se había mostrado como un muro de piedra ante los intentos de Isabella por flirtear con él. Sí, era un esnob tanto social como intelectualmente y aquella chica no pertenecía a su mundo.

Además, no pensaba seguir la tradición de la fa milia de casarse con cazafortunas. Él se tenía por un hombre mucho más listo que su padre y su abuelo. Por eso, había suprimido aquella inade cuada y peligrosa atracción que sentía por una mu jer que no era la correcta.

Aun así, no podía olvidar la última vez que la había visto. En aquella ocasión, Bella lo había mirado con un brillo especial en los ojos y una sonrisa desafiante, como diciéndole que estaba se gura de que iba a encontrar un hombre que creyera en el amor.

¿Lo habría encontrado? ¿Tal vez por eso no ha bía pedido el divorcio todavía?

Mientras se hacía aquellas preguntas, Edward tuvo apenas un segundo para reaccionar cuando una niña irrumpió en la calzada siguiendo a un perro. Frenó en seco y dio un volantazo para no atrope llarla.

El Ferrari se estrelló contra un muro, pero no le hubiera sucedido nada si otro coche no lo hubiera golpeado. Cuando la segunda colisión se produjo, Edward sintió un fuerte dolor en el cuello y se des mayó.

Lo llevaron al hospital con la fotografía de Bella apretada en la mano y avisaron a Carmen, la hermana de su padre. Cuando la mujer de sesenta años llegó al hospital, bastante enfadada, se encon tró con que Edward había recuperado la consciencia pero tenía amnesia.

-¿Ha avisado usted a la esposa del señor Cullen? -le preguntó el médico.

-Edward no está casado -contestó su tía.

-Entonces, ¿quién es esta mujer? -le dijo el mé dico sorprendido mostrándole la fotografía.

Carmen, también sorprendida, estudió la foto grafía y leyó la dedicatoria. ¿Edward se había casado con una inglesa? ¡Madre mía, qué secretos tenía aquel hombre!

Carmen entendía que no hubiera hecho público su enlace porque odiaba a la prensa, pero, ¿cuándo pensaba decírselo a su familia?

En cualquier caso, recibió la noticia con alegría pues eso quería decir que ella se podía marchar al día siguiente con su novio, Eleazer, a inaugurar una galería de arte de Milán como tenían previsto.

Con aquello en mente, corrió a llamar a la mis teriosa esposa de su sobrino.

Cuando Bella entró en casa y vio a su hermana Emma preocupada, sintió un escalofrío por la es palda.

-¿Qué pasa? -le preguntó dejando el periódico sobre la mesa.

-Ha llamado una mujer mientas estabas fuera... quiero que te sientes antes de decírtelo -dijo Emma con madurez a pesar de sus diecisiete años.

-No te pongas melodramática -contestó Bella con el ceño fruncido-. Tú estás aquí, de una pieza, y eres la única familia que tengo. ¿Quién ha lla mado y qué te ha dicho?

-Edward Cullen ha tenido un accidente de co che.

Bella sintió que palidecía.

-¿Ha muerto? -consiguió preguntar.

-No -contestó su hermana pasándole el brazo por los hombros y haciendo que se sentara en el sofá-. La que ha llamado era su tía, pero no ha blaba casi nada de inglés...

-¿Está grave? -preguntó Bella temblando de pies a cabeza.

-Tiene una lesión cerebral y me ha parecido que sí era grave. Lo han trasladado a otro hospital, se gún me ha dicho su tía -contestó Emma apretán dole la mano a su hermana mayor-. Míralo por el lado positivo. Está vivo y mañana podrás estar junto a él.

Bella sintió que se moría por dentro. Edward, su amor secreto, su marido... al que ni siquiera había besado. Edward, tan alto y vital, se debatía en aque llos momentos entre la vida y la muerte en un hos pital.

Bella rezó para que se recuperara, pero siete años antes sus padres se habían matado en un acci dente de tráfico y aquello la hizo estremecerse. Ha bían esperado un milagro en el hospital, pero ese milagro jamás se produjo.

-¿Tú crees que debería ir para estar a su lado?

¿Se atrevía a hacerlo? Sólo era su esposa de conveniencia, pero eso no quería decir que no se preocupara por su bienestar. Al fin y al cabo, su tía la había llamado. Obviamente, eso quería decir que su familia sabía que estaba casado y que creían que su relación era algo más que un papel.

-Te conozco bien y sabía que ibas a querer estar a su lado, así que te he sacado un billete a Ginebra Por internet para mañana por la mañana -le dijo Emma.

-Por supuesto que quiero estar a su lado, pero...

-Nada de peros -la interrumpió su hermana-. No quiero que el orgullo te impida correr a su lado. Eres su esposa y seguro que cuando estéis juntos arreglaréis vuestros problemas. Ahora me doy cuenta de cuánto daño hice a vuestra relación.

Bella se quedó de piedra al oír cómo su hermana se echaba la culpa de su aparente ruptura con Edward.

-Mi relación con Edward no fue bien, pero tú no tuviste nada que ver en ello -protestó.

-Deja de protegerme. Siempre fui una egoísta. Habíamos perdido a papá y a mamá y como tú sa bías que sólo te tenía a ti, ni siquiera te atreviste a presentármelo.

Bella se dio cuenta de que había llegado el mo mento de sacar a su hermana de su error.

-Te equivocas, Emma, las cosas no fueron así.

-Claro que fueron así. Dejaste que te estropeara la boda y el matrimonio. Me mostré horriblemente maleducada con Edward y te amenacé con irme de casa si me obligabas a irme a vivir a otro país. ¡Me metí entre vosotros dos! -insistió Emma-. No me puedo creer lo cruel que fui contigo teniendo en cuenta lo enamorada que estabas...

Bella decidió que no era el momento oportuno para contarle a su hermana la verdad.

-¿Qué te ha dicho la tía de Edward?

-Ha preguntado por ti -mintió Emma cruzando los dedos a la espalda con la esperanza de que aquella mentira animara a su hermana a correr al lado de su marido.

¿Edward había preguntado por ella? Bella no daba crédito, pero se sintió feliz. De repente, sintió una fuerza sobrehumana y se dio cuenta de que se ría capaz de hacer lo que fuera por él.

¡Edward la necesitaba!

El hecho de que un hombre tan duro como él pi diera ayuda sólo podía querer decir que estaba muy grave, así que Bella corrió a hacer la maleta.

-¿Y la peluquería? -se lamentó mientras guar daba la ropa-. ¿Quién se va a hacer cargo de ella?

- Sally -sugirió su hermana refiriéndose a la mano derecha de Bella-. ¿No dijiste que lo hizo de maravilla cuando tú tuviste la gripe?

Tras haber hablado con Sally y con otra pelu quera que solía ir a ayudarlas cuando estaban des bordadas de trabajo, Emma abrazó a su hermana con fuerza mientras recordaba que Edward las había ayudado económicamente.

Lo cierto era que le debía mucho, cuatro años atrás, ambas hermanas vivían en un minúsculo apartamento de un barrio lleno de delin cuencia. Emma siempre había sido una chica inte ligente y Bella no quería que se quedara sin estu diar por la repentina muerte de sus padres.

Bella sintió que había fracasado cuando su her mana comenzó a frecuentar malas compañías y a no acudir al colegio. En aquella época, ella estaba empezando a formarse como peluquera y no tenía dinero ni para irse a vivir a un barrio mejor ni tiempo para intentar domesticar a aquella adoles cente rebelde.

La generosidad de Edward les había cambiado la vida. Al principio, Bella no había querido aceptar su dinero, pero luego se dio cuenta de que aquel dinero le podía dar la posibilidad de que su her mana volviera al buen camino.

Con lo que Edward le había dado, se mudaron al barrio de Hounslow y abrió una peluquería. Su vida había cambiado considerablemente, pero no así su relación con él. Lo cierto era que, desde el mismo instante en el que aceptó su dinero, algo en tre ellos se había roto.

-Prefiero pagar por los servicios prestados -le había dicho Edward haciéndola sentir como una pros tituta-. Así, no hay malos entendidos.

Cuando a media mañana del día siguiente el doctor Lerther recibió aviso de su secretaria de que la señora Cullen ya había llegado, fue a su en cuentro y, al ver a la menuda mujer de pelo chocolate y ojos marrones, se dio cuenta de que no era lo que él había esperado.

-Intenté llamarle antes de salir de Inglaterra, pero no pude encontrar el número. -se excusó ner viosa.

Bella nunca había estado en un hospital tan im presionante y, aunque había tenido que repetir una y otra vez quién era para que la dejaran entrar, na die le había dado noticias de cómo estaba Edward.

Además, se había sorprendido mucho al com probar que Carmen, la tía de Edward, no la estaba es perando. No le había gustado nada tener que pre sentarse como la mujer del señor Cullen, pero no le había quedado más remedio.

-¿Qué tal está Edward? -preguntó retorciéndose los dedos.

-Físicamente, sólo tiene un enorme dolor de ca beza y unos cuantos moratones. -...sonrió el mé dico-. Sin embargo, su memoria ha sufrido daños.

Bella tomó asiento y lo miró sorprendida.

-¿Su memoria?

-El señor Cullen se dio un fuerte golpe en la cabeza y estuvo inconsciente varias horas. Des pués de un golpe así, lo normal es sentirse deso rientado durante un tiempo, pero por desgracia en su caso parece que va a ser más largo de lo normal.

-¿Qué quiere decir eso? -preguntó Bella con la boca seca.

-Le hemos hecho unas cuantas pruebas y todas arrojan el mismo resultado: Edward confunde las fe chas.

-¿Las fechas?

-Ha olvidado los últimos cinco años de su vida -le informó el médico-. Está perfectamente resta blecido y recuerda todo lo demás sin ningún pro blema, pero esos últimos cinco años están borra dos.

-¿Está usted seguro? -preguntó Bella con in credulidad.

-Sí, ni siquiera se acuerda del accidente.

-¿Cómo le ha podido pasar una cosa así? -pre guntó Bella preocupada.

-No es raro perder la memoria después de un golpe fuerte en la cabeza. A veces, ni siquiera es necesario un golpe, basta con un trauma emocional o un estrés prolongado para que se produzca un episodio de amnesia, pero no es el caso de su ma rido. En cualquier caso, irá recuperando la memo ria poco a poco.

-¿Cómo se lo ha tomado?

-Cuando le informamos de que su cabeza omi tía cinco años enteros de su vida, se mostró muy sorprendido.

-No me extraña...

-Antes de decírselo, el señor Cullen quería que le diéramos el alta para volver a trabajar. Es obvio que para un hombre con un carácter tan fuerte y una mente tan trabajadora es difícil acep tar un incidente inexplicable.

Bella se quedó de piedra al darse cuenta de que, si Edward había olvidado los últimos cinco años de su vida, ni siquiera se acordaría de ella.

-Es una suerte para nosotros que haya venido usted porque le va a ser de gran ayuda -dijo el mé dico.

-¿Carmen no está?

-Creo que se ha ido esta mañana para acudir a un compromiso social -contestó el doctor Lerther.

Atónita, Bella tragó saliva. «¡Muchas gracias, tía Carmen!», pensó para sí. Era evidente que en aquella familia no se querían mucho. Entonces, Bella se sintió todavía mucho más en deuda con él y se dio cuenta de que se moría por verlo.

Le pareció deshonesto por su parte seguir ha ciéndose pasar por su esposa, pero no podía hacer nada porque le había prometido que jamás revela ría a nadie las condiciones en las que se habían ca sado.

Por eso, decidió decir la verdad a medias.

-Edward y yo hemos estado... distanciados -de claró.

-Le agradezco su sinceridad y le aseguro que esto no saldrá de aquí, pero me gustaría pedirle que no le contara usted al paciente nada que lo pudiera preocupar -le rogó el médico-. Aunque él no quiere admitirlo, todavía está en observación y no quere mos que nada impida su completa recuperación.

Bella asintió.

-Es una suerte que esté usted aquí porque su marido necesita a alguien cerca en quien poder confiar. No se deje engañar, está débil.

-No me puedo imaginar a Edward débil -contestó Bella con un nudo en la garganta.

-Le ruego que haga usted de escudo protector entre él y todos los empleados que van a querer lle narle la cabeza de preocupaciones. El Banco Cullen debe sobrevivir de momento sin él. El señor Cullen necesita tranquilidad y, además, ya su pondrá usted que es mejor que su condición no lle gue a la prensa para que el mundo financiero no se tambalee.

A Bella el mundo financiero le importaba muy poco, pero Edward le importaba mucho y se prometió a sí misma que iba a estar a su lado hasta que hu biera recuperado la memoria.

-¿Lo puedo ver?

El médico recordó la sorpresa de su paciente cuando se le informó de que estaba casado y, ante la pregunta de Bella, se imaginó a una adorable cris tiana a la que estaban a punto de tirar a los leones.

Rezó para que Bella Cullen fuera más fuerte de lo que aparentaba. Quizás, con un poco de suerte, fuera capaz de hacerle frente a su despótico marido. Lo cierto era que el doctor Lerther no te nía muchas esperanzas de que así fuera.

Bella tomó aire y siguió a la enfermera. Estaba a punto de volver a ver al único hombre que la ha bía hecho llorar en la vida...