Disclaimer: Ningún personaje de Naruto me pertenece. Lo cual resulta obvio.

1/14 - Número de capítulo en relación al total (Prólogo y Epílogo, incluídos)

¡Hola a todos! ¿Cómo están? Espero que bien. Al fin, después de un tiempito de estar desaparecida, regresé con el GaaHina que había dicho que haría. Este, como pueden ver, es un poquito más largo que el anterior pero no demasiado. No se cómo habrá resultado, dejo tal juicio de valor librado a su opinión, pero espero al menos que alguien lo disfrute. Para los que nunca leyeron una historia mía, no lo saben, o simplemente se olvidaron, les cuento que yo actualizo todas las noches. Un capítulo por día, sin falta. Al menos, es una promesa que hago e intento cumplir al pie de la letra. Como verán, este es un prólogo corto a modo de introducción pero los capítulos son en realidad bastante más largos (e incluso más largos de lo que habitualmente escribo). Mañana, aproximadamente a esta hora, estaré subiendo el primero, y así sucesivamente. En fin, no me extiendo más porque no quiero aburrirlos antes de que siquiera empiecen a leer. Desde ya, muchísimas gracias por darle una oportunidad a mi humilde historia. Gracias a todos los lectores. Y, si no es un abuso a su bondad, me gustaría saber lo que piensan al respecto. Espero les guste. ¡Nos vemos y besitos!


El niño monstruo y la niña que no quería el mundo


Prólogo

"Niños"


Ellos eran niños perdidos, niños olvidados en habitaciones vacías de juguetes rotos. Niños descuidados por el mundo, por aquellos que se suponía debían cuidarlos. Habían estados solos, de una forma u otra, crecido solos. Arrojados sin piedad ni contención a un mundo frío y solitario para el que no estaban listos. Nacidos y crecidos en diferentes entornos, ya fuera en el agradable clima de los bosques o en el árido y abrasante desierto, pero bajo el mismo sol y bajo el mismo cielo y en el mismo viciado mundo que los había acogido en sus fríos brazos de crueles métodos. Era cierto que, en perspectiva, sus historias no eran en nada parecidas. Las personas que los habían olvidado y abandonado y traicionado no eran las mismas, las razones tampoco lo eran, así como no lo eran las consecuencias. Cualquier común observador, diría que ninguno de ellos tenía nada en común, sin embargo, había un común denominador. En todos ellos había una marca, una imprenta que impregnaba cada centímetro de sus pieles, cada rincón de sus pequeños cuerpos y de su ser, pero que era invisible a la vista, con una excepción. Sus ojos, los ojos de aquellos niños olvidados, de aquellos niños marcados, eran diferentes. Podían estar sonriendo o llorando, o podían estar enfadados o asustados, pero sin importar cual emoción manifestaran sus inocentes y redondeados rostros, sus ojos –de distintas formas y colores- lucían vacantes e irónicamente llenos de algo más, algo que ardía y helaba ambivalentemente y que dejaba a quien los contemplaba con una sensación de vacío eterno que no podía ser fácilmente sacudida: La palabra era, soledad. Todos ellos comprendían la soledad y habían aprendido que el peor dolor que existía en el mundo, era no ser necesitado por nadie. No ser recordado ni tomado en cuenta por nadie. Sus infancias, vacías como habían sido, habían transcurrido en silencio, entre gritos silenciados en el interior de sus mentes quebradas. En lugares recónditos de sus cabezas donde podían fingir ser amados. Aún si nunca habían conocido el amor, jugaban a hacerlo. Ellos eran niños, niños perdidos -de rostros sucios y rodillas raspadas- buscando algo que ni siquiera conocían ni sabían donde encontrar. Algo que por mucho tiempo no habían logrado hallar.

Estaban por doquier, ellos sabían que no eran los únicos en el mundo, pero nadie parecía notarlos. A ambos lados de las calles, la gente pasaba pero nadie se percataba. Todos miraban, si, todos los miraban porque ninguno de ellos era invisible, pero ninguno veía. Ninguno los veía realmente. Eran como sombras, sombras que se movían y arrastraban y sobrevivían como podían aun sin ser notadas. Pero, como todo, para sobrevivir, habían necesitado aferrarse a algo, algo que los mantuviera en pie, que los mantuviera en una pieza y respirando. Que les permitiera no enloquecer y perderse en el intento. Algunos lo habían logrado más que otros, pero esa era otra historia. Cada uno de ellos tenía la suya. Su historia, esa que los hacía quienes habían sido, quienes eran y en quienes se convertirían.

Porque estaban rotos, todos ellos estaban quebrados como los mismos juguetes viejos y ajados y olvidados con los que jugaban y que yacían abandonados en el suelo de un cuarto oscuro, y frío, y distante. Todos estaban dañados, de una forma u otra, y habían creído que de la soledad no habría retorno. Que, quizás, estaban rotos más allá del punto del reparo. Pero aún así, de todas formas, se habían permitido soñar. Habían querido creer, porque no había nada ya que pudieran perder. Nada a lo que tuvieran que renunciar. Nada que pudiera lastimarlos. Después de todo, ¿qué había para perder en alguien a quien ya no le quedaba nada?

Nada, esa era la respuesta.