LA MUERTE

¿Cuántas veces esperó a que llegara aquel momento? ¿Cuántas veces fue consciente de que era probable que no saliera con vida de aquella batalla? ¿Cuántas veces quiso encerrar a Kagome en una habitación para que a ella no le sucediera nada? Ojalá lo hubiera hecho. Tumbado sobre la tierra, lleno de heridas de alta gravedad, cubierto por su sangre seca y con varios huesos de su cuerpo rotos, no dejaba de pensar en ella. Así iba a morir, pero, lo peor de todo, era que la persona que estaba junto a él, que moriría con él, era Kagome. Ella estaba allí tumbada, a su lado, luciendo unas heridas tan feas como las suyas, con los ojos cerrados, cada vez más fría, la respiración lenta, muy lenta y pausada… Kagome se moría, al igual que él, y todo porque no fue capaz de protegerla como ella merecía. Si tan solo hubiera podido salvar su vida, moriría como el hombre más feliz de la tierra. Por el contrario, la iba a arrastrar con él al otro mundo.

De repente, la muchacha se removió como si fuera capaz de escuchar sus pensamientos e intentó mirarlo sin éxito. Su frente y sus mejillas estaban cubiertas de sangre, y una estrecha línea atravesaba sus dos preciosos ojos. Durante la pelea, uno de los enemigos la había cegado con una guadaña, de la forma más dolorosa. Aún recordaba su grito, recordaba haberse girado para ver lo que ocurría, sus ojos desgarrados y la sangre empapando su rostro. Fue en ese instante cuando su vida y la de él se perdió. Una Kagome cegada no fue capaz ni de huir, y un Inuyasha intentando protegerla a toda costa no fue capaz de protegerse ni a sí mismo. Finalmente, ninguno de los dos había podido resistir.

— ¿Inuyasha? — murmuró la muchacha — ¿Dónde estás?

La joven empezó a mover su brazo palpando la tierra y el aire en su busca hasta que él levantó su brazo ensangrentado para agarrarla y guiarla. Dejó que llevara su mano a su pecho, y suspiró aliviada al sentir el latido de su corazón.

— Estás vivo… — musitó.

Inuyasha quiso llorar al ver que ella sonreía aliviada por él. La habían cegado, le faltaba una pierna y todo su cuerpo había sufrido cientos de heridas que él no fue capaz de evitar, y ella aún se preocupaba por él. No se lo merecía.

— Kagome, perdóname…

— No tengo nada que perdonar, Inuyasha.

— Estás así por mi culpa… — insistió.

— No, es porque yo no sé defenderme… siempre he sido una carga…

El hanyou sintió como se le clavaba un puñal en el corazón y se iba retorciendo lentamente para aumentar su agonía. Él era el responsable de Kagome, era el encargado de protegerla con su vida. Se lo juró a su madre, a su hermano pequeño, a su abuelo, a Kouga, a Sango, a Miroku, a Naraku… Se lo juró a tanta gente… Y, entre todos ellos, se lo juró a ella, a la persona que más amaba en ese mundo, y le había fallado totalmente. Aunque lo peor de todo era que ella no le culpaba ni un poquito. Al contrario, ella se culpaba a sí misma. ¿Por qué le regalaron a Kagome? Él no se merecía a alguien que lo amara tan incondicionalmente, no merecía a alguien que le perdonara todo lo que él le había hecho sufrir, no merecía tanta bondad, ni tanto amor. Aun así, Kagome seguía a su lado, preocupándose por él, disculpándose por cosas que no eran culpa suya, tendiéndole su mano… ¡Cuánto la amaba!

— Inuyasha… vamos a morir, ¿verdad?

Notó cierto nerviosismo en su voz. Claro, ella era joven, muy joven, y, probablemente, nunca se habría imaginado que su vida terminaría a tan temprana edad. Apretó su mano con toda la fuerza de la que disponía en ese instante y unas lágrimas silenciosas brotaron de sus ojos.

— Mira el lado positivo… — quiso animarlo — por fin podrás estar con Kikio…

¿Kikio? ¿A qué venía Kikio en ese momento? ¿Qué mierdas le importaba Kikio a esas alturas? Lo único que le importaba en ese instante era Kagome, era su vida. Su antiguo amor podía irse a freír espárragos porque él perseguiría a Kagome en el otro mundo. Era consciente de que no merecía tenerla ni en esa vida, ni en la otra después de todo lo que le hizo, mas no pensaba dejarla partir tan fácilmente. La buscaría en la muerte. Iría tras ella hasta alcanzarla, la abrazaría, y nunca más la soltaría.

— Kagome, ven aquí…

Kagome reaccionó ante la orden, y comenzó a remover su cuerpo con suma dificultad debido a la falta de su pierna izquierda. Inuyasha tiró de ella con toda la fuerza que disponía hasta conseguir que estuviera semi tumbada sobre él, y, entonces, se incorporó.

— ¿Inuyasha? — preguntó desconcertado al sentirse alzada.

— Shhhhhhhhh.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantar en volandas a Kagome, cosa que nunca le costó. Kagome era tan ligera, tan esbelta… cogerla había sido siempre como levantar una pluma. En ese fatídico día, sus músculos estaban cediendo. ¡Resistiría! Se levantó, tambaleándose al principio por el terrible estado de su cuerpo, y avanzó a pasos lentos y pausados hasta alcanzar las raíces del árbol sagrado, su sitio especial. El lugar donde se conocieron, donde se reconciliaron tantas veces. Ese lugar era lo mejor que habían compartido juntos.

Dio media vuelta para que su espalda quedara pegada a una de las raíces, y se dejó caer hasta quedar sentado sobre la tierra con su dulce carga entre sus brazos. Palpó con auténtica agonía el muslo izquierdo de Kagome hasta notar sobre su mano el corte de una katana, y, después, nada. ¡Maldito Naraku! ¡Maldito fuera por hacerle aquello a Kagome!

— Estamos en el árbol sagrado, ¿verdad?

— Sí… — contestó sorprendido — ¿Cómo lo has sabido?

— Este sitio siempre me hace sentir diferente… huele a eucalipto y a romero… el aire es tan fresco… y me hace sentir especial… solo este sitio me hace sentir así…

Inuyasha sonrió al darse cuenta de que ella percibía exactamente lo mismo que él. Entonces, tosió y tuvo que llevarse la mano a la boca para evitar que su sangre cayera sobre ella. Los latidos de ambos cada vez eran más débiles, su muerte inminente, y, en ese momento, él hizo lo único que le quedaba por hacer en ese mundo. Colocó una mano en la nuca de Kagome y la acercó hasta que su boca abierta y hambrienta alcanzó la de ella. Su segundo beso; probablemente, también el último. La besó como nunca había besado a ninguna otra, le exigió cada suspiro de sus debilitados pulmones, y se exigió a sí mismo la fuerza suficiente para mantener ese beso lo máximo posible. ¡Dios, a cada segundo la amaba más todavía! ¿Por qué nunca se lo dijo?

Rompió el beso al sentir que ella no podía mantenerlo más y la miró. Aun con la falta de una pierna, con su cuerpo ensangrentado y sin sus preciosos ojos, seguía siendo hermosa. Para él siempre lo era.

— ¿P-Por qué? — balbuceó.

— Hace mucho que quería robarte un beso… — apoyó su frente contra la de ella — Te amo, Kagome.

— Yo también te amo, Inuyasha.

La abrazó contra su pecho y no pudo evitar sollozar. Todo estaba acabado para los dos, y la idea de que en el otro mundo no pudiera alcanzarla comenzaba a acosarle. Él la buscaría, pero ¿y si no la encontraba nunca?

— ¡Inuyasha! — la miró al escucharla — Ahhhhhhhhh… duele…

Claro que dolía, morir dolía. Lo que él estaba a punto de hacer por ella le dolería hasta el instante de morir. Llevó la totalidad de su mano hasta su rostro y acarició sus labios tiernamente, pidiéndole permiso. Kagome asintió con la cabeza, entendiendo perfectamente lo que él pretendía hacer para acabar con su dolor.

Inuyasha le dio un beso en la frente y colocó su mano sobre su boca y su nariz, cubriéndolas por completa, sin dejar un solo resquicio por el que respirar.. Levantó la cabeza mirando al cielo con los ojos empañados en lágrimas mientras la sentía removerse entre sus brazos violentamente. No podía mirar. Sentía su boca y su nariz forcejeando contra su mano en un intento por obtener algo de aire hasta que, finalmente, su cuerpo se relajó. La mujer a la que amaba, estaba muerta.

— Kagome…

Fue en ese instante cuando dejó de ver el paisaje que lo rodeaba, su corazón dejó de bombear, y sus músculos se fueron relajando cada vez más mientras su piel se iba enfriando.

Cuando fue capaz de volver a abrir los ojos, vio a la mujer a la que amaba. Kagome ya no estaba herida, tenía sus dos piernas y lo contemplaba con sus dos preciosos ojos color chocolate. No esperó ni un instante, corrió hacia ella, la abrazó, y la besó con la promesa de no soltarla por el resto de la eternidad.

FIN