Hola Chicas disculpen la tardanza pero aqui les tengo ultimo capitulo espero que lo disfruten y gracias por seguirme, por las que se anotaron por las que no, muchas pero muchas gracias ya les traere una nuva historia, no las entretengo mas a leer.


Capítulo 17

Edward se aferró a su ira, ignorando un arrebato compasivo hacia Isabella. Parecía desolada, pero él no podía mostrar debilidad ahora. Entró en el vestíbulo y cerró de un portazo. Ella se estremeció. Le había mentido y ahora le tocaba pagar las consecuencias.

—Edward, puedo explicártelo. Yo...

—¡Pensé que tenías un pequeño problema porque habías superado tu fase de timidez y querías expandir tus alas! —espetó él—. Pensé que eras más joven que yo, pero nunca imaginé que tuvieras sólo veinte años. ¡Eres una cría!

—¡No lo soy! —alzó el mentón en gesto desafiante, pero las lágrimas amenazaban con afluir a sus ojos.

—Oh, sí, claro que lo eres —intentó no fijarse en la ropa que llevaba, específica para el sexo en el asiento trasero de su coche, tal y como él le había indicado—. Recuerdo cuando yo tenía veinte años. No sabía nada de la vida —se dio la vuelta, incapaz de seguir mirando a la mujer que aún deseaba pero a la que ya no podía tener—. La pequeña Isabella Winston. ¡Y pensar que te mandé a comprar un tanga abierto!

—¡No me llames así!

Él volvió a mirarla.

—Es lo que eres, aunque nunca te habría reconocido. Supongo que sé cómo te hiciste esa cicatriz del labio, ¿verdad? Oh, por cierto, no le he dicho a Jim nada sobre nosotros. Así no te echará ningún sermón ni querrá matarme a mí.

—Yo no le permitiría hacerte nada —dijo ella con voz temblorosa—. Edward, no lo entiendes. Por favor, deja que te lo explique.

—Creo que sí lo entiendo, al menos en parte. Jim me dijo que te habías graduado a los dieciocho años. Dijo que intentabas hacerte pasar por alguien mayor, sobre todo en el trabajo, y entonces lo comprendí. Pero, ¿por qué tuviste que engañarme a mí? —tragó saliva con dificultad, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta.

Isabella parecía estar frente a un pelotón de fusilamiento. Estaba asustada, obviamente, pero también decidida a luchar por su inocencia.

—Tienes que saberlo todo. Las mujeres de la oficina te vieron desde la ventana. Entonces nos jugamos a la tira más larga quién te pediría una cita. Y la ganadora fui yo.

Él había pensado que no podría sentirse peor, pero se había equivocado. La garganta le ardía y le costaba muchísimo hablar.

—¿Lo hiciste por culpa de un ridículo desafío?

—Más o menos.

—¿Sabías quién era yo?

—Sí.

—Oh, Isabella —se acercó hasta la ventana y contempló el exterior—. De modo que sabías que esto no podía conducir a nada, y aun así... —se calló y negó con la cabeza, incapaz de seguir.

—Yo no... yo no pretendía hacer... hacerle daño a nadie.

Edward no necesitó volverse para saber que estaba llorando. Él también sentía ganas de llorar.

—Bueno, pues a mí me lo has hecho. Y en algún momento tuviste que saber que esto podía ocurrir. Maldita sea, Isabella, me has mentido —apoyó la mano en la pared y agachó la cabeza, luchando por controlarse. Quería acercarse a ella y consolarla, pero no podía hacer eso. No soportaba oírla llorar. Y aún la deseaba.

Ella reprimió un sollozo.

—Tienes razón. Te he mentido y sabía que podías acabar sufriendo. No tengo excusa. Quería que todo acabara la primera noche, pero entonces me di cuenta de que yo también quería estar contigo, y empecé a pensar que tal vez podría funcionar. Iba a decírtelo esta noche, además de confesarte mi edad.

—¿Pensaste que podría funcionar? —se giró para mirarla, incapaz de creer que hubiera dicho tal cosa—. No me importa lo joven que seas. Eres lo bastante mayor para saber esto. ¿Cómo pudiste pensar, ni siquiera por un segundo, que yo esperaría de una mujer de veinte años que abandonara su propósito de explorar, de encontrarte a sí misma... demonios, de madurar? Ni en millón de años te habría pedido eso.

—Pero ¿y si yo no quiero...?

—Tú no sabes lo que quieres.

—¡Sí que lo sé!

—Vamos, Isabella. Hace dos días estabas diciendo que no podías comprometerte conmigo porque habías sido muy tímida y querías soltarte el pelo por una temporada.

—He cambiado de idea —dijo ella con la respiración entrecortada.

—Pero hay algo que no puedes cambiar, y es tu edad. Si me hubieras dicho la verdad la primera noche, si me hubieras dicho: «Edward, tengo veinte años», no se habría hablado de compromiso alguno, Isabella.

—Y... y habríamos acabado.

—Sí, por supuesto que sí. Me siento atraído hacia ti, pero mis días de sexo sin ataduras se han acabado.

—¡También los míos! ¿Es que no lo ves? ¡Te quiero, Edward!

Él hizo una mueca. Cuánto había deseado oír aquellas palabras... Y ahora que al fin las había oído, no podía confiar en ella. Dejó escapar un suspiro.

—Sé que lo crees, pero...

—¡Te quiero! —exclamó otra vez, y se arrojó a sus brazos—. No quería amarte, pero no puedo evitarlo —las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Creo que acabo de perder una de mis lentillas y tengo la nariz taponada. Necesito...

—Lo que necesitas es que yo salga de tu vida —dijo él, y con mucha suavidad la apartó. Fue lo más duro que había hecho en su vida—. Puede que no me creas, pero si me voy es porque yo también te quiero.

—¡No! —espetó ella restregándose los ojos—. ¡Por favor, no me digas que lo haces por mi propio bien!

—De acuerdo, no te lo diré —alargó una mano hacia el pomo de la puerta—. Pero es la verdad. Adiós, Isabella —salió y cerró la puerta tras él.

Mientras se alejaba oyó un golpe seco, como si un objeto hubiera impactado contra la puerta. Isabella había arrojado algo. Bueno, después de todo, sólo tenía veinte años.

Isabella lloró hasta que los ojos y la garganta le escocieron. Finalmente, las lágrimas empezaron a secarse y se quedó tendida en el suelo, mirando la puerta. Había agarrado lo primero que tuvo a mano para arrojarlo, que resultó ser la pequeña mochila que había preparado para salir de la ciudad con Edward. Por suerte, no tenía nada que se pudiera romper.

Consiguió arrastrarse hasta la bolsa, se sentó y la abrió. Había metido una caja de galletas de chocolate. La abrió y sacó una. Las galletas la ayudarían a pensar con claridad, y tenía mucho en lo que pensar.

Según sus tests de inteligencia, era casi una genio. Y si una mujer con su coeficiente intelectual, incluso si sólo tenía veinte años, no podía resolver ese problema y conseguir que Edward volviera, entonces, ¿de qué le servían sus neuronas? Así que lo resolvería, porque tenía que conseguir que Edward regresara. En cuanto él salió por la puerta, ella había sabido que era el hombre de su vida.

Y también creía de todo corazón que ella era la mujer de su vida. De modo que si conseguía que volvieran a juntarse, estaría haciendo un tremendo favor a ambos. Esbozó una pequeña sonrisa. Una vez que lo consiguiera, intentaría no recordarle a menudo lo que había pasado. Tal vez una vez al año, en su aniversario de bodas. Y tendrían un aniversario, naturalmente, porque al año siguiente iban a celebrar una boda.

Pero primero tenía que convencer a Edward de que él también quería casarse con ella. En realidad, no tendría que convencerlo de esa parte, pues él ya la amaba. Así se lo había hecho saber. Y como tenía treinta años, querría casarse y tener hijos y vivir en una bonita casa.

Todo lo que necesitaba cambiar era la imagen que Edward tenía de ella, exactamente igual a como planeaba cambiar la imagen de su empresa y la de Slightly Scandalous. Pero tendría que hacerlo pronto, y tendría que causar una impresión imborrable, una que Edward llevara siempre consigo.

Reclutaría a sus amigas del trabajo y a Colin. Aunque sólo lo había visto una vez, intuía una afinidad intelectual entre ellos. Y estaba segura de que Colin podría ayudarla a tenderle una trampa a su hermano. Al día siguiente por la noche tendría la oportunidad perfecta.

Edward accedió a ir con Jim y Alicia al Yucca Lounge, aunque no le apetecía nada. Cada vez que miraba a Jim pensaba en Isabella, y cada vez que veía un gesto íntimo entre Jim y Alicia pensaba en Isabella. Encima, en todo el rato que estuvo escuchando a los Tin Tarántulas, estuvo pensando en Isabella.

En el fondo, no importaba con quién estuviera ni lo que estuviese haciendo. Estaba condenado a pensar en Isabella... Isabella en la hamaca en la primera noche, Isabella superando sus límites sexuales la segunda noche, Isabella desfilando con un tanga abierto, Isabella sollozando mientras él le decía que habían acabado. Y no podía imaginársela sintiéndose agradecida porque él hubiera tenido el buen juicio de romper. Era un pensamiento demasiado doloroso.

Algún día se sentiría noble y virtuoso por lo que había hecho. Algún día el dolor acabaría. Nadie podría vivir mucho tiempo en una agonía semejante. Lo peor de todo era que no podía decírselo a nadie. Según lo veía él, nadie más necesitaba oír aquello, pero eso significaba que tampoco podía desahogarse.

Sin embargo, tenía el presentimiento de que Colin intuía que algo iba mal. Durante un descanso del concierto, había ido a su mesa tan despreocupado como de costumbre y había intentado hacer las bromas de siempre. Pero en un momento de descuido había mirado pensativamente a Edward, y cuando éste se dio cuenta, había apartado la mirada y había seguido con sus chistes. Tal vez Isabella se hubiera puesto en contacto con Colin. Tal vez estuviera planeando presentarse allí esa noche.

Cuanto más pensaba en eso, más probable le parecía que Colin estaba confabulado con Isabella. No había esperado que ella abandonara, aunque eso era lo que debería hacer. Si Isabella pensaba que Colin podía ayudarla, hablando bien de ella, tal vez le hubiera pedido que lo hiciera después del concierto. Bueno, Colin podía hablar hasta quedarse sin aliento. Él no estaba dispuesto a arruinar el futuro de la mujer que amaba, y no importaba cuánto doliera la decisión de alejarse de ella.

Tras el número final del grupo, Edward se preparó, convencido de que Colin iba a tenderle una emboscada para hablarle de Isabella. Jim y Alicia estaban listos para marcharse, pero Edward los retrasó, por si acaso Colin tenía algo que decir. Eso no sería nada bueno, pero si el mensaje era de Isabella... ¿Pero a quién demonios trataba de engañar? Quería creer que Isabella había hablado con Colin. Quería alguna prueba de que ella intentaría recuperarlo.

Nada de lo que ella hiciera funcionaría. Sin embargo, si intentaba algo le aliviaría un poco el alma. Se mantendría a distancia hasta que ella dejara de intentarlo y se diera cuenta de que no podían estar juntos. Aunque, en realidad, deberían estar juntos... si se hubieran conocido unos cuantos años más tarde.

Tal vez la buscara cuando pasara el tiempo. Estaba convencido de que no podría estar con nadie. No después de amar a Isabella.

Colin no apareció. Edward se excusó ante Jim y Alicia y fue a buscarlo. Lo vio rodeado por un grupo de admiradoras, como era habitual. Se metió entre ellas y palmeó en el hombro a su hermano.

Colin levantó la mirada.

—¡Hey, hermano! ¿Cómo es que aún sigues aquí?

—Me preguntaba si querías hablar conmigo de algo.

—No, la verdad es que no —dijo, pero había un brillo en sus ojos—. Vete a casa, tío. La gente de tu edad necesita descansar.

A Edward le dio un vuelco el corazón. Sin duda Colin le había prestado a Isabella la llave que tenía de su casa, y ella lo estaba esperando.

—Eso es lo que tú te crees —dijo, sólo para comprobar su teoría—. Jim, Alicia y yo vamos a salir a tomar algo —era falso, pero pondría en guardia a su hermano.

—Tú mismo —dijo Colin, intentando parecer despreocupado.

Edward sintió la excitación fluyendo por sus venas. Definitivamente, Colin estaba ocultando algo, y él iba a averiguarlo en cuanto llegara a casa.

—Hasta la vista —le dijo a Colin.

—Gracias por venir. El público ha estado genial.

—Sí que lo ha estado —se sentía feliz por su hermano. El Yucca Lounge había estado abarrotado. Pero ahora tenía que irse a casa y decirle a Isabella que no quería volver a verla. No debería esperar tan ansiosamente ese momento, pero la idea de hablar con ella una vez más le hizo acelerar el paso hasta la mesa donde esperaban Jim y Alicia.

—Vamos a salir a tomar un café —dijo Jim—. ¿Quieres venir?

—Gracias, pero estoy un poco cansado. ¿Os importa dejarme en casa? —notó que los dos se alegraban de oírlo. No había duda de que querían estar a solas.

Cuando lo dejaron en el camino de entrada, buscó el descapotable de Isabella, pero no lo vio por ninguna parte. La decepción fue tan aguda, que casi olvidó despedirse de Jim y Alicia. En el último segundo recordó que tenía que darles las gracias y les prometió que volverían a verse pronto.

Entonces empezó a subir por el camino. Tendría que vender la casa. Era absurdo, pues no había vivido en ella el tiempo suficiente, pero ya no le interesaba si no podía compartirla con Isabella. Volver a casa cada noche sabiendo que ella no lo esperaba sería una verdadera tortura.

Giró la llave y abrió la puerta. El lunes llamaría a una agencia y...

Se detuvo en el umbral, con la llave en la mano. El salón estaba lleno de floreros y macetas. Rosas, margaritas, crisantemos... Y sobresaliendo de uno de los tiestos había una nota. Edward se acercó y la leyó. Deja que llene de color tu mundo. Con cariño, Isabella.

—¿Isabella? —debía de haber aprovechado que él estaba en el concierto para prepararlo todo. No sabía si se habría marchado, pero de seguir allí, no respondió.

Con el corazón latiéndole con fuerza, atravesó el salón entre las flores. Entonces le llegó un olor irresistible. ¿Podría estar en la cocina? Pero Isabella no cocinaba. Siguió el delicioso olor a pastel de manzana y entró en la cocina.

Isabella no estaba allí, pero la encimera estaba llena de tartas y pasteles. El aroma emanaba de una tarta de manzana recién hecha. Junto a ella había un pastel con un dibujo hecho con azúcar glaseado... ¿Una mujer desnuda? ¿Con los pezones rojos? Sí, así era. Y a su lado, escrito en rojo, había un mensaje: Deja que prepare un poco de excitación. Con cariño, Isabella.

De modo que tampoco estaba en la cocina. Decidió mirar en el dormitorio, imaginándosela tendida en la cama. Mientras atravesaba el vestíbulo se puso a temblar, aun sabiendo que necesitaba ser fuerte y no perder la cabeza.

Isabella tampoco estaba en el dormitorio, pero en la cama había un montón de almohadas, y sobre la cómoda y las mesitas de noches, docenas de velas en soportes de cristal. Entonces se dio cuenta de que en cada almohada había bordada una palabra, y que juntas formaban la frase: Deja que encienda tus noches de pasión. Con cariño, Isabella.

Sólo le quedaba un sitio por mirar. Respiró hondo y volvió a la cocina. Abrió la puerta que daba al patio, esperando ver más velas. Pero el jardín estaba a oscuras y en silencio.

La decepción lo invadió mientras salía. Había estado seguro de que Isabella lo esperaría allí, con un final apoteósico.

Entonces oyó un clic y la canción Secret Garden, de Bruce Springsteen, salió de alguna parte. Y de repente los árboles se encendieron, con cientos de lucecitas colgadas de las ramas.

—Bienvenido a casa, Edward.

Se dio la vuelta al oír la voz y la vio salir entre las sombras. Llevaba el top más corto y los pantalones más ajustados que Edward había visto en su vida.

Se quedó mirándola, sin palabras.

Pero ella parecía saber exactamente lo que quería decir, como si lo hubiera ensayado.

—Edward, puedo ser todo lo que necesites... Una pareja, una compañera y una amante. Me dijiste que esta clase de felicidad no aparece todos los días, y tienes razón. ¿De verdad deseas que me vaya y arriesgarte a perder lo que has encontrado?

—Pero... eres tan... joven —balbuceó, aunque en esos momentos no parecía joven. Parecía tener la edad adecuada para lo que él tenía en mente.

Ella lo miró, erguida en toda su estatura.

—Soy lo bastante mayor para saber que he encontrado al amor de mi vida. ¿Eres tú lo bastante mayor para saberlo?

Él dio un paso hacia ella, arrastrado por la convicción que veía en sus ojos.

—No quiero que te arrepientas de amarme.

—Ni en un millón de años.

Con un gemido de rendición, la estrechó entre sus brazos. Dios, qué sensación tan exquisita volver a abrazarla.

—Te necesito. Te necesito desesperadamente.

Ella se abrazó a él y lo miró a los ojos.

—Los dos nos necesitamos, Edward. Sabes que hacemos una pareja perfecta. Seríamos unos estúpidos si permitiéramos que algo nos separara.

Él se estremeció al pensar lo cerca que había estado de que eso ocurriera. Y todo porque había permitido que una ridícula diferencia de edad le empañara el corazón. Ella era su igual en todos los aspectos, y en algunos incluso lo superaba.

—He estado a punto de cometer esa estupidez.

—Por esto he tenido que salvarte —dijo ella—, a los dos.

Una sonrisa de puro regocijo curvó los labios de Edward.

—Has hecho un buen trabajo, señorita publicista.

Ella lo miró con una expresión seria y un brillo de orgullo profesional en sus ojos.

—¿Te ha gustado el modo en que he dejado mis mensajes?

—Me gusta el modo en que lo haces todo —respondió él apretándola con fuerza.

—Has sido un cliente muy difícil en esta campaña, ¿sabes?

—No puedo creer que hayas hecho todo esto mientras estaba en el concierto de Colín —dijo mientras se preguntaba cómo quitarle aquella ropa.

—He contado con ayuda. Llamé a mis compañeras de la oficina. Ellas me trajeron, de modo que no vieras mi coche aparcado fuera, y luego nos pusimos a decorarlo todo. Se fueron hace media hora.

—¿Entonces saben lo nuestro? —preguntó, emocionado.

—Sí, y ése es sólo el principio. Alicia va a contárselo a Jim, y mañana vamos a ir a ver a mis padres. Tienen que volver a conocerte. Y por cierto, tenemos que ir pensando en hacer un viaje a Oregon para que tus padres me conozcan.

—¿Ah, sí?

—Pues claro. Mejor que sea antes de la boda, ¿no te parece?

—¿Vas a casarte conmigo? —se olvidó de quitarle la ropa al contemplar ese nuevo milagro.

—¿De qué te pensabas que iba mi discurso?

—De ser perfectos el uno para el otro. Pero como eres tan joven, pensé que tal vez querrías... —vio que a Isabella le cambiaba la expresión—. ¿Qué pasa?

Ella dejó escapar una exhalación.

—Lo primero, no quiero volver a oírte esa frase de que «eres tan joven». Y mi discurso, si mal no recuerdas, es acerca del matrimonio, Edward. Mis mensajes por toda la casa eran sobre el matrimonio. Todo este montaje es para llevar a la conclusión de que tenemos que casarnos.

—Oh —de repente la vida era tan maravillosa, que Edward no podía creérselo.

—Así que ¿vas a hacerme una proposición o no?

Él sonrió y le tomó la cara con ambas manos.

—No mientras tengas esta expresión tan seria. Podrías rechazarme.

—¡No lo haré!

Él la besó, y como ella tenía la boca abierta, pudo invadirla con la lengua. Cuando acabó y separó la cabeza, la expresión de Isabella era exactamente la que él quería, aturdida y feliz.

—Eso es —dijo—. ¿Quieres casarte conmigo, Isabella?

Ella suspiró y le hizo agachar la cabeza.

—Sí, sí, un millón de veces sí. Te quiero, Edward.

—Y yo a ti, Isabella —le susurró, rozándole los labios con los suyos—. Aunque seas tan joven —añadió, y ahogó un grito cuando ella le agarró de la entrepierna.

—¿Qué has dicho? —murmuró ella, conteniendo la risa.

—Que eres... lo bastante mayor. Sí, eso es. Lo bastante mayor.

—¿Y tú? ¿Eres lo bastante mayor para saber lo que más te conviene?

—Soy lo bastante mayor para saber lo que es perfecto para mí, y eres tú.

—Buena respuesta.

Mientras el agarre de Isabella se transformaba en una caricia, Edward se inclinó y le susurró una sugerencia al oído. En pocos minutos estaban en el dormitorio, despejando la cama de almohadones para poder encender la pasión, como ella había prometido. Y justo antes de que la penetrara, Edward recordó sus palabras, las mismas que ella le había dicho.

—Esta clase de felicidad no aparece todos los días.

Tenía el presentimiento de que, desde ese momento en adelante, tal vez sí.

Fin