La Dama de la Luna by Kaiba Kisara
Chapter I: Destino
Atemu había regresado.
La luz de Egipto regresaba sobre una carroza de oro, tirada por sus caballos blancos de pura sangre, soberbio, cautivador y con el brillo natural de todo un rey, entró a la ciudad con su escolta personal.
Las negociaciones con el Imperio Hitita habían sido una excelente victoria para la diplomacia, se había firmado la paz entre el emperador Muwattali y el faraón Atemu. Egipto y Anatolia gozaban, por fin, después de tantos años de guerra, una merecida paz.
Detrás de él desfilaban Mahado y Seth, dos sacerdotes de su cohorte. Y los que, dada la circunstancia, ahora cumplían con la función de guardaespaldas.
Entraron al templo más cercano, el del dios Seth, para agradecer su divina protección en el desierto.
Isis, sacerdotisa y fiel personalidad de su cohorte cercana, se aproximó al faraón que caminaba entre la gente sin preocupación alguna, aunque seguido muy de cerca por Mahado y Seth.
-Majestad... -hizo una leve reverencia, llena de gracia y porte, digna de ella.
-¡Es un placer verte, Isis! -Una sonrisa cubrió el rostro del faraón, abrazándola con cariño.
-Me honra, faraón -le devolvió la sonrisa, suave, simple y pequeña, pero verdadera-. Gracias a los dioses que llegó con bien.
-Tal como lo habías predicho.
Ella asintió.
-Algo en tus ojos no me agrada.
-Oh, Majestad... una tormenta se acerca a Egipto.
-¿Después de tanto que hemos luchado por la paz? -Seth, el sumo sacerdote, de piel tostada y bellos ojos azules, tuvo que calmarse para ni gritar.
-Eso me temo, Sumo Sacerdote.
-¿Qué es lo que has visto, Isis? -La miró Mahado, siempre sereno y con un porte severo.
Isis suspiró, cerrando los ojos para proceder a hablar.
-Una nube negra subriendo Egipto, ni las mismas velas en altares las alejan. Pero hay una voz, frágil y suave que intenta apaciguar a los demonios de la oscuridad... -al abrir sus ojos su mirada se clava en el faraón-. Después todo es incierto, cualquier cosa podría suceder, Majestad.
-¿Una voz?
-Sí, la de una mujer.
-¿Podría ser de la futura Reina de Egipto? -Hay un hilo de esperanza en la voz de Mahado, por lo que el faraón suspira, esa idea no le agradaba.
-Podría ser -sus ojos clavándose en Atemu.
-Descansemos. Hoy ha sido un día largo, muchas emociones encontradas... a veces nublan la mente -caminó por las calles, recibiendo alabanzas y gritos de emoción por su gente. Fue Seth quien lo siguió, velando por su seguridad.
-¿Y... la pregunta es... dónde podemos buscar esa voz?
-La respuesta, desgraciadamente, no la poseo, Mahado... El destino es quien sabe cuando vendrá. Mientras, hay que pedir a los dioses protección para el faraón y el pueblo.
-Bien.
Ambos, frustrados por las noticias del día, caminaron hacia el palacio, tratando de conseguir las respuestas a sus dudas pero lo único que conseguían eran más preguntas.
Esa noche, la mente de Atemu parecía estar en otra dimensión. Un dulce olor a sándalo inundaba la habitación real, y el viento abrazaba a quienes estuvieran cerca. Las palabras de Isis iban y venían tan rápidamente que ya no sabía que pensar, ese olor de tierra en el viento le hizo sentir que algo más estaba por suceder, bueno o malo.
-¿Majestad? -Una voz le hizo voltear.
Allí, arrodillada en reverencia, estaba una joven mujer de cabellos cortos, castaños que brillaban dulcemente, su piel un tanto clara y una ropa elegante pero casual le hizo sonreír; la amiga de infancia que no veía desde que partió estaba frente a él.
-Bienvenido, Majestad.
-Levántate Teana... -le sonrió y corrió a abrazarla, tierna y cálidamente, como antes. Olvidando las formalidades que tanto había odiado.
-¿Cómo has estado, Atemu?
-Bien, admiré toda la belleza extranjera y la de nuestro pueblo. Nada que temer, Teana. ¿Qué me dices tu?
-Sin novedad alguna... he aprendido a tocar el sistrum y a bailar.
-Deberías tocar un día para mi.
Y esa sonrisa la cautivó, como lo había hecho desde hacía años. Sintió como un leve bochorno se le subía a las mejillas, algo en el pecho comenzaba a golpearle por lo que tuvo que mirar hacia otro lado, avergonzada.
-¿Sucede algo?
-Nada, Majestad.
Una suave risa.
-Atemu, mi nombre es Atemu.
Ella asintió, algo apenada.
-Atemu...
A kilómetros de allí, en el palacio hittita, una sonrisa frustrada escapaba de unos figura escondida en la oscuridad. ¿Qué se creía Muwattali al firmar la paz con Egipto cuando sabría que podría conquistar todo ese país de riquezas para hacerlo suyo? ¡Maldita diplomacia! ¡Maldita reina que quería la paz!
-Gran padre Muwattali...
-Bakura ¿qué te trae por aquí, hijo?
-Pasaba aquí a desearte prosperidad y felicidad por la paz que se respira en Anatolia.
-Gracias, hijo -hizo una seña para que se acercara.
-Padre ¿por qué has decidido la paz a la soberanía total?
-Porque los dioses lo ordenaron. Tu madre soñó con este día... -miró hacia el cielo, estrellado con una luna que inundaba la ciudad con su radiante luz.
-Pudimos haber conquistado, yo como tu general pu-
-No, Bakura... Nuestra familia ha tenido que enfrentarse con Egipto por generaciones y aún así, con todo nuestro poder no pudimos quebrarlo. Era una orden que estábamos ignorando de los dioses, y ahora... -él volteó hacia su hijo, el silencio que provenía de él no le agradó-. ¿Qué sucede?
-Traición, padre... Algo sucederá.
-¿Estás seguro?
-Sí.
-¿Cuándo?
-Ahora -y, con una daga detuvo el corazón de su padre, hundiéndola en su pecho-. Me traicionaste, a mi y a nuestra sangre guerrera...
Y como una sombra, subió su capucha al rostro, para huir del lugar, un grito y el ruido de los guardias hicieron acelerar su paso. Bakura, de cabello blanco y piel tostada, con una mirada consternada, intranquila y perturbada, huyó de natolia, su tierra natal, cabalgando hacia el desierto para buscar a aquel que ablandó el corazón de su padre: al faraón de Egipto.
Su único cometido en la vida era crear un gran imperio hecho por hittitas y egipcios donde él, Bakura el Terrible, fuera el único soberando de humanos y dioses por igual.
Una sonora risa decoró su recorrido, el relincheo del caballo y la sombra que seguía a su lado. Las nubes parecían plagas en el cielo, grises y dolidas, los dioses sabían que la maldad ahora cubriría Egipto y era la única manera de llorar por el rey caído.
La lluvia no tardó en caer.
Isis despertó rápidamente, aún abatida por las imágenes en su cabeza. Cada segundo era más que cierto que una nueva guerra estaba a punto de comenzar.
-¡Oh, madre Isis, pido protección al faraón y a Egipto!
Esa noche, Seth no pudo dormir. Imágenes confusas iban y venían en su mente. Una sonrisa se quedó plasmada en su memoria, una dulce mujer, extraña y joven, era la dueña de esa mirada azulada como el Nilo y la piel blanca como las plumas de un ibis.
Decidido a descansar, se levantó de la cama hacia el Templo, donde pudo calmar sus pesares bajo el dulce olor del incienso.
El destino ya comenzaba a darse a conocer en Egipto.