El rey de la maldición

Apenas despuntaba el alba cuando Jareth abrió los ojos. Lentamente se deslizó hacia fuera del hueco, dejándose caer mientras cambiaba la forma de su cuerpo. Se giró hacia el árbol sacando a las dos lechuzas del mismo hueco. La más pequeña se esponjó levemente al sentir el frío y eso le hizo sonreír.

—Lo siento Toby, esta vez no puedo llevarte conmigo —susurró.

Se adentró en la arbolada, buscando un sitio adecuado en donde devolverles la forma original.

Los miró solo por un instante antes de ponerse de pie, dedicándole una última mirada al enorme árbol ya seco, que lo había cobijado por la noche.

Inclinó levemente la cabeza a modo de respetuosa salida.

Se acomodó el cuello de la camisa y siguió la vereda de piedra rosada, dejando detrás el parque, buscando el edificio en que la noche anterior había interrumpido la invocación. Aún estaban los bomberos, y algunos vecinos parecían preparar una mudanza temporal mientras se determinaban las causas de la explosión, que apuntaba a una falla en la instalación de gas.

—Pobres gatos —dijo alguien, mientras que los bomberos reunían los cadáveres dispersos alrededor.

—¿No son perros? ¡Son enormes!

—Debieron salir volando con la explosión.

Jareth entornó la mirada. Si esos gatos hubiesen logrado su cometido, por la cantidad que había, el edificio completo estaría lleno de cuerpos tambaleantes, sin sentido ni razón, y seguro el mundo gritaría por el horror de lo que sugeriría tal hecho, más parecido a las historias del fin del mundo.

Dándose cuenta de que no había manera de que lo dejaran pasar al área que habían delimitado, hizo un movimiento con los hombros, sacudiendo el chaleco mientras nadie miraba, y la ropa que llevaba pronto se convirtió en un uniforme de bombero. Inclinando levemente la cabeza para que ninguno lo mirara, pasó por entre ellos, rodeando el lugar, pasando la punta de los dedos en busca de cualquier vestigio de magia que quedara.

Tuvo un leve cosquilleo. Podía sentir la magia, pero tardarían varias noches de conjuros cuidadosos antes de volver a lograr que los hongos nacieran.

De pronto, tuvo una revelación.

Si él, que de entre los grandes hechiceros de todos los reinos, destacaba por sus dotes de videncia, no había encontrado algo tan poderoso como una Reina de tierra y hojas, era porque no la estaba buscando en el lugar adecuado.

Miró a su alrededor. La magia había sido expulsada de ese mundo desde el siglo V, pero si ese era el caso, solo podría saberlo hasta la noche, cuando la luna le ayudara a ampliar su campo de visión, lo que le daba tiempo para buscar a los lobos.

No pudo evitar el sonreír. Tenía la ventaja, la reina no podría poner a los goblins en su contra, ni podría usar a los golems de las montañas ni a cualquier otra criatura, al menos no en las mismas cantidades a las que tendría acceso del otro lado.

Rodeó el edificio despojándose del uniforme y recorriendo el estrecho callejón en el que los vecinos del edificio dejaban la basura.

No podrían haber ido demasiado lejos, aunque lo cierto era que tampoco podía asegurar cuántos cait sidhe habían cruzado el umbral antes de que se diera cuenta de que existía, por lo que bien podrían estar siguiendo el rastro de los primeros.

Se detuvo antes de cruzar la calle ya que la luz roja detenía el paso peatonal.

Dejó escapar un suspiro. Si jugaba bien sus piezas podría ganar, y sin tener que pedirle ayuda a nadie. Con algo de suerte, su propia magia se estabilizaría, volvería a su castillo más poderoso que nunca. Hasta podría darse el lujo de visitar a la bruja del norte y cobrarle por el mensajero que despedazó innecesariamente.

Mientras cruzaba la calle, el destello del sol, reflejado en el escaparate de una tienda, lo deslumbró levemente.

"Es casi seguro que corrieron a esconderse", pensó con respecto a su escolta.

Cambió de dirección, tratando de localizar la mejor opción disponible de escondite. No quería usar su magia para eso, le irritaba de sobremanera.

Sin embargo, parecía ser su día de suerte. No muy lejos de ahí, en otro de esos estrechos callejones entre edificios, distinguió entre un montón de periódicos arrugados, lo que innegablemente eran los lobos que buscaba.

Se llevó la mano al mentón, realmente se sentía aliviado de que prefirieran quedarse como animales y no como dos enormes hombres desnudos, evidentemente agazapados uno junto al otro. Eso hubiese provocado una situación incómoda con la policía.

—¿Qué tal su noche? —preguntó con cierto acento mordaz —. Yo la pasé bastante bien.

Uno de los lobos levantó la cabeza, poniéndose de pie lentamente y sacudiendo el pelaje.

Jareth miró por sobre su hombro. Dos hombres iban por la calle. A simple vista podrían dar bien la talla que necesitaba. De cualquier forma, tampoco era que tuvieran derecho a ponerse exigentes. Extendió la mano haciendo un rápido movimiento que los obligó a acercarse a él.

La magia que había tomado de ese viejo árbol era completamente afín a él y lo notaba en la soltura.

Los dos hombres entraron al callejón, como ajenos a sí mismos, y Jareth les indicó a los lobos que se dieran prisa para vestirse.

Mientras ellos hacían eso, él salió de nuevo a la calle, mirando a un lado y a otro, buscando un sitio en que pudiera darles algo de comer. Seguramente habían agotado sus energías en la cacería de la noche anterior, y como no pensaba dejarlos almorzarse a ningún ciudadano, tendría que hacerse cargo.

Creía recordar que el rey Fichid, padre de Fiacro, había instaurado las leyes de no agresión en cuanto se percató de que los humanos ya no eran un rebaño dócil y fácil de cazar. La cantidad de lobos desollados luego de la invención de las armas de fuego, le habían hecho considerar una nueva perspectiva. No había escuchado que el horror por los hombres lobos azolara ese mundo, así que, aunque le constaba que Fiacro no era ni la mitad de prudente, tampoco lo creía capaz de derogar esas leyes por capricho.

Distinguió un local, a todas luces grasiento, insalubre, pero con una carta que iba de las hamburguesas a las costillas. Era verdaderamente indignante, pero no iba a poder alimentar a dos lobos de la talla de esos dos, con pie de manzana.

—Andando muchachos, hay que reorganizar el plan.

Sorprendentemente vestidos, ambos caminaron detrás de él y no hicieron ningún remilgo cuando notaron a dónde se dirigían, menos aun cuando el muchacho que los recibió y les sugirió el "especial Big Jeff", que consistía, cada orden, en un abundante surtido de costillas en salsa BBQ, una hamburguesa dentro de la cual había dos salchichas, y algo que llamar "un puñado" sería impreciso para calificar la grosera cantidad de aros de cebolla y patatas fritas.

—Traiga otra —dijo Celtchar al muchacho, que lo miró con espanto, para luego girarse hacia Jareth, este, con los labios apretados y un gesto indescifrable en el rostro, supo que aquél joven había sentido simpatía por su creciente falta de apetito.

—¿Le puedo ofrecer el pie de manzana? Es horneado, no frito.

—Por favor.

—Majestad —llamó Celtchar gravemente, aguzando la mirada para fijar la vista en algo detrás de Jareth, este solo levantó una ceja, sin dejarse impresionar por la forma poco delicada en la que se había relamido los labios.

—¿Qué pasa?

—Nos están vigilando.

Jareth se sintió tenso. No había percibido nada, sin embargo, no se sentía capaz de dudar del lobo. No se giró, solo se inclinó levemente al frente.

—¿Es un hada?

—No, en absoluto. Es una mujer. No es mi intención ser indiscreto, pero se trata de la mujer con la que durmió anoche.

—¡Yo no dormí con ninguna mujer! —exclamó Jareth, perfectamente consciente del tono risorio que había adoptado tanto su voz como su expresión al defenderse de un modo tan infantil.

—¿Jareth?

El rey Goblin sintió cómo se helaba cada parte de su cuerpo, incapaz de concebir en la realidad que Sarah realmente lo hubiera reconocido, o en todo caso, que le hubiese encontrado.

—¡Ba! —exclamó Toby.

—Había escuchado sobre el príncipe del laberinto —dijo Celtchar —, ha sido muy prudente de su parte esconderlo aquí, Su Majestad.

—¿Eh? —preguntó Jareth, negándose a girar la vista.

Aun entre el bullicio del sitio, fue capaz de escuchar los pasos de Sarah, acercándose.

El rostro inexpresivo de Celtchar dejó entrever un ápice de curiosidad. Por su parte, el joven Conall no dejaba de mordisquear un hueso de las costillas, dejando escuchar el incómodo crujido, sin embargo, sus ojos permanecían fijos, dándole la total apariencia de un animal que valoraba si se trataba de una situación de riesgo o no.

—¿Jareth? ¿En serio eres tú?

Jareth respiró profundamente.

—No se preocupe, Su Majestad —insistió Celtchar —. El secreto de su primogénito está a salvo, lo juro por mi honor.

—No conozco a esa mujer, y Toby no es mi hijo —se apresuró a decir, lo que provocó una sonrisa en el otro.

—¿Su nombre es Toby?

Cualquier posibilidad de usar algún hechizo estuvo perdida cuando Sarah lo abrazó por la espalda, rompiendo a llorar.

—Sí eres tú.


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