Ni la historia ni los personajes me pertenecen... solo a la increible Stephenie Meyer y a la autora de esta historia.


CAPÍTULO 14

La sonrisa de Edward anunció la buena nueva a la señorita Beasley antes incluso que sus palabras.

—Ha sido niña.

—Y usted la trajo al mundo.

—No era tan difícil después de todo —aseguró tras encogerse de hombros y ladear la cabeza.

—No sea tan modesto, señor Cullen. Yo me desmayaría del susto si tuviera que atender un parto. ¿Fue todo bien?

—Perfectamente. Empezó ayer hacia mediodía y terminó alrededor de las tres y media. Se llama Lizzy.

—Lizzy. Un nombre muy bonito.

—Lizzy C.

—¿Lizzy C.? —preguntó la señorita Beasley con una ceja arqueada.

—Sí. —Temblaba de emoción, algo muy inusual en él.

—¿Y a qué se debe la «C»?

—A Cullen. Figúrese, le ha puesto mi nombre a la niña. El nombre de un vagabundo bueno para nada que ni siquiera sabe de dónde sacó ese apellido. Espere a verla, señorita Beasley. Tiene el pelo tan negro como el carbón, y unas uñas tan pequeñitas que apenas se distinguen. ¡Nunca había visto un bebé tan de cerca! Es increíble.

La señorita Beasley sonrió encantada mientras contenía el pesar por el hijo que nunca tuvo, por el marido que nunca pudo alegrarse de ello.

—Felicite a Bella de mi parte y dígale que espero que Lizzy empiece a visitar la biblioteca en cuanto cumpla cinco años. Nunca es demasiado pronto para despertar el interés de los niños por los libros.

—Se lo diré, señorita Beasley.

Los inmediatamente posteriores al nacimiento de la niña fueron días especiales: Edward se despertaba al oír que Lizzy se volvía en el cesto, se levantaba con Bella para girarla y le decía cositas cariñosas. Los dos se reían juntos cuando el bebé notaba aire frío en su piel y arrugaba la carita preparándose para el adorable llanto tenue que todavía no se había convertido en una molestia. Y cada mañana Edward preparaba el desayuno a los niños, llevaba una bandeja a Bella, a la que daba un beso, y bañaba después a Lizzy C. antes de lavarle los pañales y tenderlos para que se secaran. Le cambiaba el pañal a Lizzy siempre que lograba llegar antes que Bella. Quitaba el polvo de la casa y le dejaba el ruiseñor azul en la mesilla de noche. Hasta que a Bella le subió la leche, esterilizaba las tetinas, preparaba la leche diluida y los biberones. Cocinaba, daba de cenar a los niños y les ponía el pijama antes de darles un beso de despedida a ellos, a Bella y a Lizzy, y se iba al pueblo.

Pero después llegaba lo mejor. Tras el largo día, regresaba a casa y holgazaneaba unos minutos en la cama con la pequeña entre él y Bella, mientras ambos observaban cómo dormía, o tenía hipo o bizqueaba o se chupaba el puño. Y ellos soñaban con el futuro de la niña y con el de ellos, y se miraban a los ojos y se preguntaban si habría otra como ella, una de ambos.

Disfrutaron de tres gloriosos días así antes de que cayeran las bombas.

El domingo Bella estaba acostada en la cama escuchando cómo la Filarmónica de Nueva York interpretaba la Sinfonía número 1 de alguien llamado Shostakovich por la radio cuando, de repente, la voz de John Daly anunció: «¡Los japoneses han atacado Pearl Harbor!»

Al principio, no lo comprendió del todo. Luego, se dio cuenta de la tensión de voz de Daly y se incorporó de golpe.

—¡Edward! ¡Ven rápido! —gritó.

Como creyó que le pasaba algo a ella o a la niña, Edward llegó corriendo.

—¿Qué ocurre?

—¡Nos han bombardeado!

—¿Quiénes?

—Los japoneses… Escucha.

Lo escucharon, como todo el país, el resto del día. Oyeron hablar del hundimiento de cinco acorazados estadounidenses en una pacífica isla hawaiana, de la destrucción de ciento cuarenta aviones y de la pérdida de más de 2.000 vidas de ciudadanos estadounidenses. Oyeron la voz de Kate Smith cantando God Bless America y la banda del Ejército de Estados Unidos tocando el himno nacional. Oyeron las alertas de oscurecimiento de las poblaciones para dificultar posibles ataques enemigos en el litoral occidental, donde se temía una invasión japonesa y donde millares de voluntarios corrieron a alistarse en las Fuerzas Armadas. Se contaban historias increíbles de hombres que se habían levantado de la mesa de un restaurante dejando el plato a medias para ir a la oficina de reclutamiento más cercana y se habían encontrado con que la cola de voluntarios, una hora después de las primeras informaciones radiofónicas, ya tenía una longitud de ocho manzanas.

En Whitney, Georgia, a poca distancia en avión de otra costa vulnerable, Edward y Bella apagaron las luces pronto y se acostaron preguntándose qué les depararía el día siguiente.

Fue la voz del presidente Roosevelt.

Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que será recordada con infamia, los Estados Unidos de América fueron atacados repentina y deliberadamente por fuerzas navales y aéreas del Imperio de Japón. Además, se ha informado que diversas embarcaciones estadounidenses fueron torpedeadas en alta mar entre San Francisco y Honolulú.

Ayer, el Gobierno japonés también lanzó un ataque contra la península de Malaca.

Anoche, el Ejército japonés atacó Hong Kong.

Anoche, el Ejército japonés atacó Guam.

Anoche, el Ejército japonés atacó las islas Filipinas.

Anoche, los japoneses atacaron la isla de Wake.

Y esta mañana, los japoneses han atacado Midway…

Las hostilidades existen. Es innegable que nuestro pueblo, nuestro territorio y nuestros intereses se encuentran en grave peligro.

Con confianza en nuestras Fuerzas Armadas, con la determinación ilimitada de nuestro pueblo, obtendremos el inevitable triunfo con la ayuda de Dios. Pido al Congreso que declare que desde el vil ataque sin provocación de Japón del domingo, siete de diciembre, ha existido un estado de guerra entre Estados Unidos y el Imperio japonés.

Edward y Bella miraron el aparato de radio. Y luego se miraron.

«Ahora no —pensó Bella—. Ahora que todo iba bien, no.»

«Se acabó —pensó Edward—. Me iré como cientos de hombres más.»

Le sorprendió sentir la misma indignación que los demás estadounidenses: por primera vez conocía la equidad de las «cuatro libertades» del presidente Roosevelt porque por primera vez gozaba de todas ellas. Y ser cabeza de familia hacía que fueran más importantes aún.

Esa noche, en la cama, le dio vueltas a la cabeza, incapaz de dormirse. Bella estaba tensa. Después de un largo silencio, se volvió hacia él y lo abrazó posesivamente.

—¿Tienes que ir, Edward?

—Shhh.

—Pero ahora eres padre. ¿Cómo pueden llevarse a un padre con un niño recién nacido y dos más que dependen de él?

—Tengo treinta años. Pueden llamarme a filas. Según la ley, pueden reclutar a todos los hombres entre veintiún y treinta y cinco años.

—Quizá no te llamen.

—Ya nos preocuparemos cuando llegue el momento.

Estuvieron tumbados unos minutos, de la mano, en silencio.

—Voy a instalarte un generador —dijo entonces Edward—. Y también un frigorífico y una lavadora, y me aseguraré de que todo esté en perfecto estado por aquí.

—No, Edward —se rebeló Bella tras aferrarse a su mano y apoyarle la cara en un brazo—. No.

A la una de la madrugada, cuando Lizzy se despertó hambrienta, Edward pidió a Bella que dejara la lámpara encendida. A la tenue luz dorada, Edward se tumbó de costado para contemplar cómo Bella daba de mamar al bebé y vio cómo los puñitos blancos de la niña empujaban el pecho teñido de azul de la madre, cómo los mofletes se le hinchaban y se le deshinchaban a medida que obtenía su sustento, cómo Bella formaba un caracolillo con el fino pelo de Lizzy.

Pensó en todo aquello por lo que debía vivir. En todo aquello por lo que tenía que luchar. Sólo era cuestión de lograr la seguridad de Bella y la de los niños antes de irse.

A partir de aquel día no apagaron nunca la radio. Día a día, oyeron hablar de un país desprevenido en guerra. En la ciudad de Washington, los soldados asumieron cargos en centros clave del Gobierno pertrechados con cascos de la Primera Guerra Mundial y antiguos fusiles Springfield. El ocho de diciembre, varios bombarderos japoneses atacaron dos campos de aviación estadounidenses en las islas Filipinas y, el día diez, las tropas japonesas iniciaron el desembarco en Luzón.

Al principio, todo eso le parecía muy distante a Bella, pero Edward llevaba a casa los periódicos que había en la biblioteca y analizaba los movimientos japoneses en mapas que acercaban la guerra a casa. Trabajaba en el edificio del Ayuntamiento, donde ya había instalada una oficina de reclutamiento que funcionaba doce horas al día. Unos carteles situados delante y en el interior del vestíbulo animaban: «Defiende a tu país – Enrólate – Ejército de Estados Unidos.» El país seguía igual. Indignado. Enfurecido. Cada vez más histérico por alistarse.

Edward estaba histérico por sus propios motivos: dejarlo todo listo.

Terminó el generador eólico y le conectó la radio porque ya casi se le habían gastado las pilas y era imposible conseguir otras nuevas. Como el generador eólico no producía electricidad suficiente para el funcionamiento de electrodomésticos de mayor tamaño, instaló un motor de gasolina y una vieja lavadora accionada a mano, además de una caldera casera que funcionaba con queroseno. Estaba junto a la bañera, como un monstruo larguirucho con el hocico caído. El día que la llenó por primera vez, lo celebraron. Los niños tomaron el primer baño, seguidos de Bella y, por último, del propio Edward. Pero era innegable que saber por qué Edward se apresuraba a hacer tantas cosas en casa había disminuido el entusiasmo que esperaban sentir al usar la bañera por primera vez.

La señorita Beasley fue a visitarlos cuando Lizzy tenía diez días, lo que sorprendió a todos. Llevó un jersey y unos patucos a juego para el bebé, y el libro de Timothy Totter y su perro Tatters a los niños; no el ejemplar de la biblioteca, sino uno nuevo que podían quedarse. Los asombró que una desconocida les llevara un regalo, y también el libro en sí, y la idea de que les pertenecía. La señorita Beasley los dejó mirando las ilustraciones con la promesa de leerles el texto en voz alta en cuanto hubiera visitado a su madre.

—De modo que ya estás levantada —dijo a Bella.

—Sí. Pero Edward me mima demasiado.

—Una mujer se merece que la mimen un poco de vez en cuando —replicó y, después, ordenó sin el menor atisbo de cariño en la voz—: Bueno, me gustaría mucho ver a tu hijita.

—Oh… Claro. Venga, está en nuestra habitación.

Bella abrió paso y Edward las siguió para quedarse detrás de ellas con las manos en los bolsillos traseros del pantalón mientras la señorita Beasley se inclinaba hacia el cesto de la ropa sucia y observaba la carita dormida del bebé. Cruzó las manos sobre su barriga, retrocedió un paso y afirmó:

—Tienes una niña preciosa, Bella.

—Gracias, señorita Beasley. Y, además, duerme muy bien.

—Seguro que es de agradecer.

—Sí que lo es.

—Al señor Cullen le gustó mucho que le pusieras su nombre —le contó a Bella para sorpresa de Edward.

—¿Ah, sí? —Bella volvió la cabeza para mirar a Edward, que se encogió de hombros con una sonrisa en los labios.

—Ya lo creo.

Se hizo un silencio tenso antes de que a Bella se le ocurriera ofrecerle algo de comer.

—Tengo pan de jengibre recién hecho y café caliente, si le apetece.

—El pan de jengibre me gusta mucho, gracias.

Regresaron todos juntos a la cocina, y Edward observó cómo Bella servía nerviosa el dulce y el café y se sentaba en la punta de una silla como un pajarillo preparado para alzar el vuelo. De haber podido elegir, seguramente hubiera evitado la visita, pero nadie echaría a la señorita Beasley de su casa, ni siquiera de su dormitorio, cuando iba de visita. Edward se fijó disimuladamente en la bibliotecaria, pero ella apenas le dirigió la mirada. Toda la reunión transcurrió con la misma formalidad con que la señorita Beasley dirigía una visita guiada por la biblioteca a los niños. Le pareció que le apetecía tan poco estar allí como a Bella recibirla. ¿Por qué habría ido entonces? ¿Sólo por obligación, porque él trabajaba para ella?

Al final, la conversación tocó el tema de la guerra y de cómo estaba generando el patriotismo más exacerbado de la historia.

—Las colas para alistarse son tan largas como si fueran para recibir un helado gratis —comentó la señorita Beasley—. Hoy lo han hecho cinco hombres más, sólo de Whitney. James Burcham, Milford Dubois, Voncile Potts y dos de los chicos de los Sprague. Pobre Esther Sprague; primero el marido y ahora dos hijos. Según se rumorea, Harley Overmire recibió también la notificación de incorporación a las Fuerzas Armadas. —La señorita Beasley no se regodeó, pero Edward tuvo la impresión de que quería hacerlo.

—Me preocupa que Edward pueda tener que ir —confió Bella.

—Y a mí también. Pero un hombre tiene que cumplir con su deber cuando llega el momento, lo mismo que una mujer.

¿Era ése pues el motivo de que hubiera ido? ¿Preparar a Bella porque sospechaba que él ya había tomado la decisión? ¿Ganarse la confianza de Bella porque sabía que necesitaría una amiga cuando él se hubiera ido? Edward sintió un enorme cariño por la mujer rechoncha que comía el pan de jengibre con unos modales impecables mientras una puntita de nata le manchaba el fino vello del bigote.

En ese momento, sintió que la quería, y se dio cuenta de que separarse de ella le haría más difícil marcharse. Pero tenía que dejarlos a todos, porque ya había quedado claro que tener la edad para alistarse y no hacerlo significaba tener problemas físicos o mentales, o ser objeto de sospechas y de insinuaciones sobre la situación y el valor de uno.

«Justo después de Navidades», decidió Edward. Esperaría hasta entonces antes de ir a la oficina de reclutamiento y decírselo a Bella. Se merecían pasar unas Navidades juntos.

Se puso a planear las fiestas, para las que quería todos los detalles tradicionales: la comida, el abeto, los regalos y la celebración, por si no volvía a tener nunca ocasión de disfrutarlas. Construyó un patinete para los niños y les compró golosinas y cómics del Capitán Maravillas. También compró una frivolidad para Bella: un juego de damas chinas. Era un juego para dos personas, pero lo compró igualmente como presagio de su regreso.

El 22 de diciembre les llegó la noticia de un gran desembarco japonés al norte de Manila. En Nochebuena, tuvieron noticia de otro, al sur de esa ciudad, que corría el peligro de caer en manos del enemigo.

Después de eso, Bella y Edward acordaron tener la radio apagada lo que quedaba de las fiestas y concentrarse en la alegría de los niños.

Pero Bella lo sabía. De algún modo lo sabía.

Cuando llenaban los calcetines, Bella alzó los ojos y vio que Edward metía en uno un puñado de cacahuetes tostados, casi tan entusiasmado como si fuese suyo y no de Thomas. Notó un hormigueo en la nariz y se acercó a él antes de que los ojos la delataran.

—Te amo, Edward —dijo con la mejilla apoyada en el pecho de su marido.

—Yo también te amo —le respondió éste jugueteando con su pelo.

«No vayas», fue lo que no dijo Bella.

«Tengo que ir», fue lo que no respondió Edward.

Y, pasado un momento, siguieron llenando los calcetines.

Para Edward, la mañana del día de Navidad fue agridulce. Le encantó ver cómo a los niños, todavía en pijama, se les iluminaban los ojos al encontrar el patinete, cómo reían mientras hurgaban en los calcetines que tenían en el regazo y probaban las golosinas, y cómo se comían los cómics con los ojos. Era la primera vez que Edward vivía todas esas cosas. Y lo hizo a través de Donald Wade y de Thomas como no había podido hacer nunca de niño.

Bella le regaló una camisa que había comprado por correo y él se la puso para jugar a las damas chinas mientras los niños iban en patinete por el salón y la cocina.

No comieron pavo, como era tradicional. Edward se había ofrecido a llevarse la escopeta de dos cañones de Jacob para intentar cazar uno, pero Bella no quiso oír hablar del asunto.

—¿Uno de mis pájaros? ¿Quieres disparar a uno de mis pavos salvajes, Edward Cullen? Pues va a ser que no. Comeremos cerdo.

Y así fue. Cerdo relleno de pan de maíz con quingombó frito y pastel de membrillo, y la señorita Beasley fue su invitada.

La señorita Beasley, que había celebrado tantas Navidades desdichadas sola brillaba como una luz de neón cuando Edward fue a recogerla en su automóvil. La señorita Beasley, que, aunque pareciera mentira, había logrado que a Bella le hiciera ilusión tener a una extraña a su mesa. La señorita Beasley, que trajo regalos: un juego de té de porcelana de siete piezas decorado con pájaros amarillos y tréboles sobre un fondo de color canela brillante para Bella; un par de guantes de piel de cordero para Edward; un par de automóviles de cristal llenos de caramelos de colores en forma de elefante, cuerno, pistola y tortuga, y otro libro, La nochebuena, que leyó después de comer, para los niños.

El día de Navidad de 1941… pasó volando.

Cuando Edward llevó a la señorita Beasley de regreso a su casita de la calle Durbain, la acompañó hasta la puerta con sus guantes nuevos puestos.

—Quiero darle las gracias por los regalos que nos ha hecho.

—Tonterías, señor Cullen. Soy yo quien debería darle las gracias.

—Estos guantes son… —Dio una palmada y se frotó las manos, agradecido—. Caray, son… Ni siquiera sé qué decir. Nunca nadie me había dado nada tan bueno. Me siento fatal porque nosotros no le hemos regalado nada.

—¿Nada? ¿Sabe cuántas Navidades he pasado sola desde que mi madre falleció, señor Cullen? Veintitrés. Supongo que un hombre inteligente como usted podrá imaginar qué me han regalado usted y Bella hoy.

Solía decirle cosas como ésa, como que era inteligente. Cosas que nadie le había dicho nunca, cosas que le hacían sentir bien consigo mismo. Al mirarle la cara, vio claramente que ese día había significado mucho para ella, aunque su expresión jamás lo dejaría entrever. Seguía con la boca tan fruncida como siempre. Se preguntó qué haría si se inclinara hacia ella y la besara. Seguramente le daría una colleja.

—Bella no sabía qué pensar del juego de té. No le había visto nunca los ojos tan desorbitados.

—Usted sí que sabe qué pensar del juego de té, ¿verdad?

La miró a los ojos un buen rato. Los dos sabían que, cuando se hubiera ido, Bella necesitaría una amiga. Tal vez alguien con quien tomar el té.

—Sí, supongo que sí —respondió Edward en voz baja.

Luego, puso las manos enguantadas en los brazos de la señorita Beasley e hizo lo que el corazón le dictaba: le dio un beso afectuoso en la mejilla.

No le dio ninguna colleja.

Se puso colorada como una grosella y parpadeó rápidamente tres veces antes de meterse a toda velocidad en casa, olvidando despedirse de él.

Cinco semanas después del ataque a Pearl Harbor, Bell Aircraft construyó una enorme fábrica de bombarderos en Marietta. El último automóvil civil salió de la cadena de montaje de Detroit, y Japón había tomado la península de Malaca y las Antillas Holandesas, con lo que había cortado el noventa por ciento del suministro de caucho a Estados Unidos. El director de la Oficina de Administración de Precios, Leon Henderson, aparecía en todos los periódicos del país pedaleando en su «bicicleta de la Victoria» sustitutiva del automóvil. Los ricos abandonaron sus mansiones de la isla de Saint Simons cuando los submarinos alemanes empezaron a patrullar la costa, y los ciudadanos de Georgia organizaron el Georgia State Guard, un ejército civil que estaba formado por aquellos que eran demasiado jóvenes o demasiado mayores, o estaban incapacitados para alistarse, y que se puso a preparar defensas costeras contra una posible invasión alemana. Los reos de Georgia fueron reclutados a la fuerza para que trabajaran las veinticuatro horas del día en la mejora de los accesos a la costa y en la construcción de puentes sobre los que el ejército local defendería su estado.

Y un día, en el aserradero, Harley Overmire apretó la mandíbula, cerró los ojos y pasó el dedo índice de la mano derecha bajo una sierra en marcha.

La noticia tuvo un efecto curioso en Edward. Lo impulsó a llevar a cabo sus intenciones. De repente, decidió que no sólo se alistaría, sino que lo haría en la rama más dura del Ejército, los Marines, para que cuando regresara, los cobardes como Overmire no pudieran volver a mirarlo nunca por encima del hombro. Fue como si estuviera escrito que el mismo día que tomó su decisión la junta de reclutamiento la hiciera irreversible. La carta empezaba con esa palabra infame que ya se había llevado a millares de hombres de sus hogares y sus familias: «Saludos…»

Edward abrió la notificación de su incorporación a solas, junto al buzón. Leyó las palabras, cerró los ojos y respiró hondo. Alzó la vista al cielo de Georgia, azul y soleado. Subió a paso de tortuga el camino de arcilla rojiza y se sentó cinco minutos bajo su acedera arbórea favorita para escuchar los pájaros y la tranquilidad del invierno. No le apetecía nada tener que decírselo a Bella. Prefería ir antes que decirle que tenía que hacerlo.

Cuando llegó a la casa, estaba acostada en diagonal sobre la cama, amamantando a la niña. Edward se detuvo en la puerta y la contempló. Quería grabarse esa imagen en la memoria para cuando llegaran días peores: una mujer con un vestido con el estampado descolorido y el pelo recogido en una trenza color canela, acostada con un brazo doblado bajo la cabeza, los botones desabrochados y el bebé en el pecho. Se arrodilló junto a la cama con un nudo en la garganta y acarició la mejilla de Lizzy con un dedo, que deslizó después por su delicada piel. Apoyó los codos cerca de la cabeza de Bella sin apartar la mirada de la pequeña que mamaba.

«No se lo digas aún.»

—Está creciendo, ¿verdad? —murmuró.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo más le darás de mamar?

—Hasta que le salgan los dientes.

—¿Cuándo será eso?

—Oh, hacia los siete u ocho meses.

«Querría estar aquí para ver cómo le sale cada uno de esos pequeños dientes.»

Desplazó el nudillo de la mejilla del bebé hasta el pecho de su mujer.

—Es así como más me gusta encontrarte cuando entro en casa. Podría estar mirándolos hasta que la hierba fuera más alta que el porche y llegara a las habitaciones, sin cansarme.

Bella volvió la cabeza para mirarlo, pero él tenía los ojos puestos en el dedo que deslizaba por el pecho lleno de leche.

—Y yo no me cansaría nunca de que nos miraras, Edward —le dijo en voz baja.

«Bella, Bella, no quiero, pero tengo que irme.»

Pensar en la muerte hace que un hombre diga cosas que, de otro modo, se guardaría para sí.

—Me he preguntado tantas veces si mi madre me abrazó alguna vez, si me amamantó, si le supo mal tener que renunciar a mí. Me lo pregunto cada vez que te veo con Lizzy.

—Oh, Edward… —Le acarició la mejilla con ternura.

En ese momento, lo que sentía por ella era complejo, y se esforzó por entenderlo. Era su mujer, no su madre, pero la amaba como si fuera ambas cosas. Por alguna razón incomprensible, le pareció que tenía derecho a saberlo antes de que se marchara.

—A veces, creo que, en parte, quería casarme contigo porque eres muy buena madre y yo jamás tuve una. Sé que parece extraño, pero… Bueno, quería decírtelo.

—Ya lo sé, Edward.

Edward levantó la cabeza y sus miradas, por fin, se encontraron.

—¿Ya lo sabes?

—Supongo que siempre lo he sabido —dijo, acariciándole el labio inferior con el pulgar—. Me lo figuré la primera vez que te lavé el pelo. Pero sabía que no era la única razón. También me figuré eso.

Se estiró para besarla, de modo que el hombro le quedó por encima de la cabeza de Lizzy, que seguía succionando y tragando sonoramente la leche de su madre. Edward no olvidaría nunca ese instante: el olor del bebé y de la mujer, la calidez de la una contra su hombro y de la otra bajo su mano, apoyada en su pelo. Cuando el beso terminó, contempló los ojos verdes de Bella mientras jugueteaba con su pelo con el dedo pulgar. Y, entonces, se dejó caer despacio boca abajo en el colchón, sin dejar de abrazarlas a las dos.

—¿Qué te pasa, Edward?

Tragó saliva con fuerza, con la cara hundida en la colcha, que olía a ellas y a polvos de talco.

—Has recogido el correo, ¿verdad? —insistió Bella.

Edward paseaba el pulgar entre el pelo de Bella, conteniendo las lágrimas que amenazaban con inundarle los ojos. Ningún hombre lloraba por aquel entonces. Se iban triunfantes a la guerra.

—Estaba pensando que podría preparar pastel de membrillo para la cena —prosiguió Bella con la voz entrecortada—. Sé lo mucho que te gusta el pastel de membrillo.

Al oírla, Edward pensó en el comedor de la cárcel y en las raciones de los soldados, y en el pastel de membrillo con el enrejado por encima de Bella, y tuvo que esforzarse mucho en seguir respirando con normalidad. Pensó cuánto tiempo estaría fuera. Cuánto. El bebé dejó de succionar y soltó un suspiro delicado, quebrado. Edward se imaginó la boquita de la niña separándose lentamente de la piel de Bella y volvió la cabeza hacia ese lado. Cuando abrió los ojos, vio el pezón de Bella cerca de él, de una tonalidad casi violeta, del que los labios húmedos de Lizzy todavía tiraban de vez en cuando a poquísima distancia.

—Prometí a los niños que un día los llevaría al cine. Tengo que cumplirlo.

—Les encantará.

Se hizo un silencio, cada vez más agobiante.

—¿Podré acompañaros? —preguntó Bella.

—Sin ti, la película no sería divertida.

Los dos sonrieron con tristeza. Cuando sus sonrisas se desvanecieron, se escucharon respirar mutuamente mientras absorbían la proximidad y el cariño del otro, y se guardaban ese recuerdo para los días tristes.

—Tengo que enseñarte a conducir el coche —dijo Edward por fin.

—Y yo tengo que hacerte la fiesta de cumpleaños que te prometí.

Se quedaron callados un buen rato antes de que Bella soltara un desolado sonido gutural y sujetara con la mano la parte posterior de la chaqueta de Edward. Y, tras hundir la cara en la colcha, lloró sin soltarlo.

Más tarde, Edward le enseñó la carta.

—Voy a alistarme voluntario en los Marines, Bella —anunció mientras la leía.

—¡Los Marines! Pero ¿por qué?

—Porque puedo ser un buen marine. Porque toda mi vida he recibido el entrenamiento adecuado para serlo. Porque los cabrones como Overmire se están cortando el dedo con el que deberían apretar el gatillo y quiero asegurarme de que los de su clase no puedan, volver a hacer nunca comentarios degradantes sobre mí o sobre ti.

—Pero a mí no me importa lo que Harley Overmire diga de nosotros.

—A mí sí.

Se le avinagró el semblante, lastimada: sin consultárselo, Edward había tomado una decisión que implicaba arriesgar una vida que ella valoraba más que la suya propia.

—¿Y no tengo nada que decir yo sobre si vas al Ejército de Tierra o a los Marines?

—No, señora —respondió Edward con una cara de póquer que recordó a Bella la expresión que adoptaba bajo su sombrero de vaquero los primeros días de estancia en la casa.

Les quedaban nueve días, nueve agridulces días en los que no pronunciaron una sola vez la palabra «guerra». Nueve días en los que Bella se mostró distante, dolida. Llevó a la familia al cine, como había prometido: Bud Abbott y Lou Costello. Los niños rieron y Edward sujetó la mano indiferente de Bella mientras ambos intentaban olvidar el noticiario que mostraba escenas del ataque a Pearl Harbor y otras acciones que habían tenido lugar en el Pacífico desde que Estados Unidos se había incorporado a la guerra.

Enseñó a Bella a conducir el coche, pero no consiguió que le prometiera que lo usaría para ir al pueblo en caso de emergencia. Incluso se negó a salir de sus propias tierras mientras practicaba. En otro momento, en otras circunstancias, las lecciones hubieran sido un motivo de diversión, pero como los dos contaban las horas, las carcajadas escaseaban.

Preparó más leña, sin saber cuántos meses estaría sola, cuánto tiempo duraría la que había almacenado ni qué haría Bella cuando se le hubiera terminado.

Bella le organizó una fiesta de cumpleaños el 29 de enero, tres días antes de que tuviera que irse. La señorita Beasley fue, y tomaron té en las tacitas nuevas de porcelana, pero la ocasión tenía un trasfondo melancólico: un día elegido arbitrariamente para que un hombre que no había celebrado nunca su cumpleaños lo celebrara entonces porque podía ser su última oportunidad de hacerlo.

Luego, llegó su última tarde en la biblioteca. Cuando llegó para trabajar, la señorita Beasley lo estaba aguardando y le dio su última paga con tanto cariño como el general MacArthur una orden.

—Su empleo le estará esperando cuando vuelva, señor Cullen —dijo. Daba igual lo que sintiera por Edward, jamás dejaría de hablarle de usted ni usaría su nombre de pila. A ninguno de los dos le hubiese parecido correcto.

Edward se quedó mirando el cheque con un nudo en la garganta.

—Gracias, señorita Beasley.

—Había pensado, si no le parece mal, que mañana podría ir a la estación de tren a despedirle.

—Se lo agradecería mucho —respondió Edward mirándola a los ojos con una sonrisa forzada—. No estoy seguro de que Bella vaya.

—¿Sigue negándose a venir al pueblo?

—Sí —afirmó en voz baja.

—¡Oh, esa muchacha! —La señorita Beasley juntó las manos y empezó a andar arriba y abajo, agitada—. A veces me gustaría cantarle las cuarenta.

—No serviría de nada.

—¿Cree que puede esconderse para siempre en ese bosque?

—Eso parece —contestó Edward con los ojos puestos en el suelo—. Mire, hay algo que tengo que preguntarle. Algo que me gustaría saber desde hace mucho tiempo—. Se rascó la punta de la nariz y evitó mirar a la señorita Beasley. —Sé que esa vez que esa tal Lula estuvo aquí oyó lo que me contó sobre Bella, sobre cómo su familia la tenía encerrada en esa casa al final del pueblo y sobre cómo, por esa razón, todo el mundo dice que está chiflada. ¿Es verdad?

—¿Quiere decir que nunca se lo ha explicado?

Edward alzó la vista y negó despacio con la cabeza.

—Siéntese, señor Cullen —ordenó la señorita Beasley después de reflexionar un momento.

Se sentaron frente a frente en una de las mesas de la biblioteca, rodeados de aroma de cera, de aceite y de libros. Mientras la señorita Beasley se planteaba la pregunta de Edward, desde la calle les llegó el ruido de unos cascos, de los comerciantes que cerraban sus tiendas y se iban a cenar a casa, de un automóvil que pasaba y se alejaba.

—¿Por qué no se lo ha explicado?

—No lo sé a ciencia cierta. Debe de dolerle hablar de ello. Es muy susceptible.

—Debería contárselo ella.

—Ya lo sé, pero si todavía no lo ha hecho, dudo que vaya a hacerlo esta noche, y me gustaría saberlo antes de irme.

La señorita Beasley meditó en silencio mirando a Edward a la cara. Frunció la boca, la relajó y la frunció de nuevo.

—Muy bien, se lo contaré —anunció, y entrelazó los dedos para apoyarlos en la mesa con el aire de un juez al golpear con el mazo—. Su madre era una chica del pueblo a la que, cuando se quedó embarazada fuera del matrimonio, sus padres enviaron lejos para que tuviera a su hijo. Bella fue el fruto de ese embarazo. Cuando nació, Renee Swan, que era su madre, la trajo de vuelta a Whitney. En tren, según dicen. Los abuelos de Bella las recogieron en la estación y se las llevaron a toda prisa en un carruaje con las cortinillas negras corridas hasta su casa, la que está en las afueras del pueblo. Lottie Swan, la abuela de Bella, bajó los estores y no volvió a subirlos nunca.

»Albert Swan y su esposa eran gente extraña, por decirlo de una forma suave. El era predicador, de modo que es comprensible que les resultara difícil aceptar a la hija ilegítima de Renee. Pero sobrepasaron los límites de la razón al retener a su hija prácticamente como si fuera una prisionera en esa casa hasta el día en que murió. Se dice que se volvió loca en ella y que Bella vio cómo sucedía. Naturalmente, se pensó lo mismo de la pobre Bella, que vivió todos esos años con ese puñado de excéntricos.

«Podrían haber tenido encerrada a Bella para siempre, pero las autoridades los obligaron a dejarla salir para ir al colegio. Así fue como la conocí, claro, cuando vino aquí, a la biblioteca, con su clase.

»Los compañeros de Bella eran despiadados con ella. Usted mismo sabe cuánto después de que esa fresca pintarrajeada de Lula Peak le vomitara toda esa basura en este mismo edificio.

La señorita Beasley agachó tanto el mentón que se le formó una papada enorme.

—Si ese día me hubiera provocado un poquito más —prosiguió—, la habría abofeteado. Es una… una… —Se hinchó y se puso colorada. Luego, sofocó con esfuerzo la cólera—. Si dijera lo que realmente pienso de Lula Peak, sería tan chismosa como ella, así que me contendré. A ver, ¿por dónde iba?

»Ah, sí… Bella no era sociable como los demás niños. Debido a su vida familiar, no sabía relacionarse. Era soñadora y muchas veces se quedaba absorta. Por eso los niños decían que estaba chiflada. No sé cómo lo soportó. Pero, debajo de ese carácter soñador, era inteligente y resistente, al parecer. Supo salir adelante.

»Es sólo un rumor, claro, pero se dice que Albert Swan tenía una querida en alguna parte. Una querida negra, en cuya cama murió. La vergüenza hizo que su esposa perdiera la cabeza y acabara tan tocada como su propia hija, escondida en esa casa sin hablar con nadie, rezando entre dientes. Toda la familia de Bella murió en un margen de tres años, pero eso finalmente la liberó.

»No sé con exactitud cómo conoció a Jacob Black. Sé que repartía hielo, así que supongo que era una de las pocas personas que podía entrar en esa casa. Albert Swan murió en 1933, su mujer en 1934 y su hija en 1935. Las dos mujeres fallecieron en la misma casa que se había convertido en su cárcel. Apenas una semana después de la muerte de Renee, Bella se casó con Jacob y se mudó a la casa donde los dos viven ahora. Todos estos años la casa de sus abuelos ha estado abandonada. Por desgracia, conserva vivos los recuerdos de la gente. A veces creo que hubiera sido mejor que Bella la derribara.

Pues ya lo sabía. Lo asimiló ahí, sentado, maldiciendo a unas personas a las que no había conocido, pensando en unas crueldades demasiado extrañas para poder comprenderlas.

—Gracias por contármelo, señorita Beasley.

—Sepa que no lo hubiese hecho de no ser por esta… puñetera guerra.

En todo el tiempo que hacía que la conocía, la señorita Beasley jamás había dicho una palabra impropia de una dama. Que lo hiciera entonces creó una especie de intimidad entre ambos, el conocimiento tácito de que su partida no rompería un corazón, sino dos. Estiró los brazos por encima de la mesa y le tomó las manos para apretárselas con fuerza.

—Ha sido muy buena con nosotros. No lo olvidaré nunca.

Dejó que le sujetara las manos unos desgarradores segundos y, después, las retiró, se levantó y aparentó severidad para disimular lo emocionada que estaba.

—Y ahora vayase. Vuelva a casa con su mujer. Una biblioteca no es el lugar donde pasar la última noche que va a estar en casa.

—Pero el sueldo… Me ha pagado el día de hoy y no he hecho mi trabajo.

—¿Después de todo este tiempo todavía no se ha enterado de que no me gusta que me lleven la contraria, señor Cullen? Si yo le digo que se vaya, se va.

Edward esbozó una sonrisa, se tocó el ala del sombrero y dijo:

—Sí, señorita Beasley.

Llegó a casa a tiempo de ayudar a Bella a acostar a los niños. La última vez de las cosas. La última vez.

«Volveré a casa, niños, por Dios que volveré a casa, porque me necesitáis y yo os necesito a vosotros, y hacer esto me gusta demasiado para renunciar a ello para siempre.»

Sin comentarlo, Edward y Bella cerraron por primera vez la puerta del cuarto de los niños. Se quedaron en el salón como habían hecho en su noche de bodas, envarados e inseguros porque ella se había mostrado distante y fría con él los últimos días que podían pasar juntos y había llegado la última noche y no habían hecho nunca el amor. Era como si la arena de un reloj fuera cayendo al bulbo inferior.

Edward se metió los pulgares en los bolsillos traseros del pantalón y se quedó mirando la parte posterior de la cabeza de Bella, la forma de su nuca dividida por una gruesa trenza un poco despeinada. Deseaba intensamente hacerlo bien, tal como se merecía esa mujer.

—Me gusta cómo te queda la trenza —comentó inseguro mientras se la tocaba. Se sentía algo inepto en eso de cortejar a una esposa. De haber sido una prostituta, quizás hubiese conocido el procedimiento, pero sospechaba que tenía que ser distinto cuando la otra persona te importaba tanto.

De repente, Bella se volvió y le lanzó los brazos al cuello.

—Oh, Edward, siento haberme portado tan mal contigo.

—No te has portado mal.

—Sí que lo he hecho, pero es que tenía tanto miedo…

—Lo sé. Yo también. —Le rodeó el cuerpo con los brazos y le puso la nariz en el cuello. Olía a cosas hogareñas: a comida, a algodón almidonado, a leche y a niños. ¡Ah, cómo le gustaba el olor de esa mujer! Se enderezó y le tomó las mejillas entre las manos—. ¿Te apetece que nos bañemos juntos? Siempre he querido hacerlo.

—Yo también.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

—No sabía si la gente hacía eso.

—Supongo que lo hace —contestó Edward en voz baja mientras le repasaba las facciones para grabárselas en la memoria.

—De acuerdo, Edward.

Tomó una mano de Edward con las suyas, se giró y lo condujo hacia el cuarto de baño. Una vez dentro, él encendió una linterna en un estante mientras ella se arrodillaba para tapar la bañera y abrir los grifos. Edward cerró la puerta, pasó el pestillo y se apoyó en ella para contemplar a su mujer.

—Ponle un poco de jabón líquido —pidió—. No me he dado nunca un baño con burbujas.

Vio que Bella levantaba la cabeza de golpe. Seguía apoyado en la puerta y se estaba desabrochando las mangas, asombrado de que todavía pudieran sentir vergüenza después de que él la hubiera ayudado a traer al mundo a su hija, la hubiera lavado y hubiera cuidado de ella. Pero el sexo era otra cosa.

Bella tomó la botella que había en el borde de la bañera, junto a las cañerías de cobre. Cuando empezaron a crecer las burbujas, se levantó, le dio la espalda y empezó a desabrocharse el vestido. Edward se apartó de la puerta y le sujetó los hombros para girarla hacia él.

—Déjame, Bella. No lo he hecho nunca, pero quiero tener este recuerdo, sólo una vez.

Llevaba un vestido de casa de color verde apagado, tan corriente como la hierba, con botones desde el cuello hasta la barriga. Edward se encargó de desabrochárselo y se lo bajó hasta dejarlo caer al suelo. Sin vacilar, le bajó la enagua y le tomó una mano.

—Siéntate —le ordenó entonces.

Cuando Bella se sentó en la tapa del retrete, puso una rodilla en el suelo para quitarle los zapatos marrones y los calcetines cortos, y después se puso de pie y la levantó, le pasó las manos por debajo de los brazos y le desabrochó el sujetador. Antes de que éste cayera al suelo, le estaba bajando la última prenda de ropa por las piernas.

Se quedó quieto un buen rato, sujetando las dos manos de Bella mientras recorría su cuerpo con los ojos: los pechos pesados, los pezones dilatados, la tripa redondeada y la piel pálida. No hubiera cambiado ni un centímetro de la silueta aunque hubiese podido. Reflejaba maternidad, los hijos que había tenido, el que estaba amamantando. Deseaba que hubieran sido sus hijos los que le habían dado esa forma, pero no la hubiese podido amar más de haberlo sido.

—Quiero recordarte así —dijo.

—Eres demasiado sentimental, Edward. Soy…

—Shhh. Eres perfecta, Bella… Perfecta.

No se acostumbraría nunca a que la adorara. Bajó tímidamente los ojos mientras el agua llenaba la bañera y las burbujas formaban una olorosa nube blanca.

—¿Quién va a desnudarme? —bromeó Edward, que quería poder llevarse más recuerdos. Le levantó el mentón—. ¿Bella?

—Tu mujer —contestó ésta en voz baja, e hizo lo que nunca había hecho con Jacob, lo que Edward tuvo que enseñarle que le gustaba a un hombre. La camisa, la camiseta, las botas, los calcetines y los vaqueros. Y la última prenda, que se encalló en algo al bajar.

Estaban a pocos centímetros de distancia, y los latidos de sus corazones sonaban como martillazos en la habitación llena de vapor mientras ellos se miraban a los ojos y se ruborizaban al pensar en lo que iban a hacer. Edward agachó la cabeza, Bella levantó la suya y se besaron lentamente, dejando que sus cuerpos se rozaran, balanceándose a izquierda y a derecha, sintiendo varias texturas. Edward se enderezó y le deslizó las manos bajo los sobacos.

—Sujétate a mí —ordenó a Bella mientras la levantaba del suelo.

Luego, con las piernas y los brazos de Bella rodeándole el cuerpo, se metió en la bañera. Cuando se sentó, el agua les llegó hasta los codos.

Bella cerró entonces los grifos y, cuando quiso apartarse de él, Edward la sujetó y la retuvo en su sitio.

—¿Adónde vas? —le susurró cerca de los labios.

—A ninguna parte… —dijo ella, y redujo más la distancia que los separaba.

El primer beso fue suave, lleno de expectativa. Dos bocas, dos lenguas que se probaban antes de saciarse. Como las piernas de Bella seguían alrededor de la cintura de Edward, su intimidad bajo el agua dejaba en ridículo la cautela que mostraban sobre la superficie. Aun así, siguieron adelante con el beso, dejando que durara lo que quisiera: las bocas emparejadas, el roce de los labios, las lenguas provocativas, y luego, una repetición perezosa desde otro ángulo. Un empujoncito, una separación, una miradita, una nueva unión de bocas.

Bella apretó las palmas cálidas y húmedas de sus manos en la espalda de Edward, y él se apoyó bien los pechos de Bella en el tórax. La piel de ella era suave, la de él, áspera. Ella era tierna, él fuerte. La diferencia intensificó el beso. El deseo se desató, y Edward la acercó a sí mientras recorría con las manos y los brazos la piel enjabonada por encima y por debajo del agua: una piel tersa y cálida, muy distinta a la suya. Se familiarizó con las caderas anchas, la cintura estrecha, la espalda firme y los pechos voluminosos que reaccionaban al tocarlos.

El agua le besaba los pechos mientras echaba burbujas con las manos sobre los hombros de Edward hasta que pareció que su piel era de satén. Le encontró los tres lunares en la espalda, tres gotas que leyó con los dedos como si fueran un texto en braille. Le recorrió las costillas, los brazos y los omoplatos con las manos para descubrir cada curva, cada músculo, mientras él movía las suyas de modo parecido por su cuerpo.

Se aferraba a él con las piernas, abarcándolo, tan cerca de su cuerpo que no podía distinguir el calor propio del suyo.

—Ya se puede esta noche, ¿verdad, Bella?

—Sí… Sí.

—¿Te dolerá?

—Shhh… —Silenció su pregunta con un beso.

—No quiero hacerte daño —insistió Edward tras separarse de ella.

—Pues vuelve a mi lado con vida.

Ninguno de los dos lo había dicho antes en voz alta. La desesperación pasó entonces a formar parte de su abrazo mientras la urgencia impulsaba a sus manos a acariciar, a explorar al otro. Inspiraron hondo y se quedaron un instante quietos para conservar mejor el momento, el recuerdo.

—Oh…. —suspiró Bella, y echó la cabeza atrás hasta que la trenza le tocó el agua.

Edward emitió un sonido gutural de placer, le lamió la parte inferior del mentón y le besó los pechos. Bella se perdió en sus brazos y él se entretuvo dándole placer, recibiéndolo, viendo cómo abría los ojos y luego los cerraba, cómo relajaba los labios, cómo sacaba la punta de la lengua al sumirse en una especie de letargo. Y, después, Bella empezó a moverse, de modo que agitó el agua, que le golpeaba el tórax. Sus caricias eran rítmicas y Edward apretó los dientes y, después, curvó la espalda hacia atrás como un arco tensado.

El agua se convirtió en azogue. El mañana pasó a ser una ilusión. Sólo existían el aquí y el ahora.

—Oh, Bella, hace tanto tiempo que quería hacer esto.

—¿Y por qué no lo has hecho?

—Esperaba a que dijeras que se podía.

—Ya se podía hace dos semanas.

—¿Por qué no has dicho algo?

—No lo sé… Tenía miedo. Y me daba vergüenza.

—Puede que a mí también. No seamos vergonzosos.

—Nunca hice cosas así con Jacob.

—Puedo enseñarte más.

Escondió la cara en el cuello de Edward.

—¿Puedo lavarte? —preguntó Edward.

—¿Quieres hacerlo?

—Quiero estar dentro de ti. Eso es lo que quiero.

—Yo también lo quiero, así que date prisa.

Compartieron el jabón. Se compartieron. Se arrodillaron y dejaron los paños para lavarse y usaron las manos. Se enjabonaron y se besaron, lustrosos como focas. Entrelazaron sus cuerpos y se murmuraron sentimientos tiernos mientras se adoraban con las manos y las lenguas. Y cuando el impulso se convirtió en un dolor placentero, Edward le sujetó los brazos mojados para echarla hacia atrás y liberarle los labios.

—Vamos a la cama —pidió.

Salieron de la bañera y se secaron impacientes con las toallas, sin preocuparles demasiado si estaban secos o mojados, mirándose, dándose un beso rápido, riendo animados: tensos, excitados, dispuestos. Edward recogió los vaqueros del suelo y sacó un profiláctico de un bolsillo.

—¿Qué es eso?

Cerró la mano y la miró.

—No quiero que vuelvas a quedarte embarazada. Ya tienes todo lo que puedes abarcar sin ningún hombre en casa.

—No lo necesitarás.

—No quiero dejarte con uno más en camino, Bella.

Bella se acercó a él, le tomó el profiláctico de la mano y lo dejó en el estante de arriba.

—No puedes quedarte embarazada durante la lactancia, ¿no lo sabías, Edward? —Intentó llevárselo del cuarto de baño, pero él se zafó.

—¿Estás segura? —preguntó.

—Lo estoy. Ven.

Edward tomó la linterna y los dos fueron de puntillas a su cuarto. Una vez dentro, Bella se volvió, se llevó un dedo a los labios y dijo: «Shhh.» Luego, cada uno de ellos sujetó un extremo del cesto para llevar a Lizzy al salón para que pasara ahí la noche.

Una vez hubieron cerrado la puerta, se miraron. El pulso les latían al ritmo de un tartamudeo, pero ninguno de los dos se movió. Solos… De repente, indecisos. Hasta que Bella dio el primer paso, y se unieron deprisa, y se besaron y se aferraron, de nuevo con la impresión de que la arena del reloj iba cayendo. Tan poco tiempo… Tanto amor…

Con impaciencia, Edward la cargó en brazos y la llevó hasta la cama.

—Aparta las sábanas —susurró, y Bella tiró de la colcha y la manta.

Apoyado en una rodilla y en los codos, la depositó en la cama y se dejó caer sobre ella, unidos ya en un beso frenético en el que sus lenguas exploraban a fondo sus bocas mientras sus brazos y sus piernas tomaban posesión del cuerpo del otro. Fue un preludio desenfrenado, lleno de lujuria y de expectativa. Se retorcieron y rodaron por la cama, se empujaron y se estrujaron, movidos por un deseo sexual como ninguno de los dos había sentido nunca hasta ese momento.

Cuando el beso terminó, lo hizo de golpe. Edward arriba, Bella debajo; los dos respirando con dificultad.

—¿Necesitas algo… para que sea más fácil? —La vaselina del bebé estaba sobre la cómoda. La había mirado muchas veces mientras se imaginaba ese momento.

—Te necesito a ti, Edward… Nada más.

Lo silenció con un beso mientras lo atraía hacia sí.

—Quiero que te guste, Ojos Verdes.

Sabía cómo hacerlo. Se lo habían enseñado las mejores en un lugar llamado La Grange, en Tejas. La tocó, con suavidad, con fuerza, con las manos y con la lengua hasta que Bella se dobló como un sauce al viento.

Cuando se introdujo en su cuerpo, Bella cerró los ojos y lo vio con el aspecto que tenía esa primera noche, de pie al borde del claro: delgado y hambriento, receloso y reservado, oculto bajo el sombrero para esconder sus sentimientos, su soledad, sus necesidades.

Cerró los ojos y abrió su cuerpo para ofrecerle un consuelo y un amor que igualaban los de él. Le dolió después de todo, pero lo disimuló bien. Le sujetó la cabeza y se la acercó para darle un beso apasionado con el que tapó un gemido suave. Pero enseguida el gemido obedecía al placer y no al dolor. La llevó a la punta más alta de la copa de un árbol, donde se quedó, convertida por fin en un grácil pájaro que temblaba antes de echar a volar y surcar el aire por primera vez. Al llegar al cielo, dijo su nombre estremeciéndose, elevándose, renacida.

Y cuando su clímax hubo terminado, abrió los ojos y vio que él seguía el camino por el que ella había transitado, observó cómo el pelo dorado le golpeaba con suavidad la frente, cómo los músculos de los brazos le sobresalían como formaciones rocosas, cómo el sudor le perlaba la frente.

Edward se estremeció, gimió y empujó más, arqueando la espalda. Dijo su nombre, pero el sonido se le quedó atrapado en la mandíbula apretada. Para Bella fue magnífico, como una bendición, presenciar el temblor de su clímax. Le sujetó los hombros, y su estremecimiento le pareció más hermoso que el vuelo de un águila.

Cuando se terminó, Edward se dejó caer junto a ella y descansó un brazo en sus costillas mientras esperaba que su respiración volviera a la normalidad. Con los ojos cerrados, soltó una carcajada satisfecha y, después, la acercó hacia sí de modo que sus cuerpos húmedos estaban en contacto.

Volvió la cabeza con aire cansado y dejó que sus ojos la acariciaran.

—¿Estás bien, Bella?

—Shhh —pidió con una sonrisa mientras le tocaba el mentón—. Lo estoy memorizando.

—¿Qué?

—Todo. Los sentimientos que me provocas.

—Oh, Bella…

Le besó la frente y ella le habló con los labios apoyados en el mentón.

—He tenido tres hijos, Edward, tres, pero nunca había experimentado esto. No sabía nada sobre esto. —Lo acercó más a ella—. Y ahora voy y lo descubro nuestra última noche. Oh, Edward, ¿por qué hemos desperdiciado dos semanas?

No tenía la respuesta, sólo pudo abrazarla y acariciarle el pelo.

—Me he sentido como siempre deseé poder sentirme, Edward, como si por fin volara. ¿Por qué nunca me pasó con Jacob? —Se apoyó en un codo para mirarlo a la cara.

Era natural, inocente como ninguna.

—Puede que fuera porque te casaste con un buen hombre que nunca había visitado un burdel —respondió Edward.

—Tú eres un buen hombre, Edward, no digas lo contrario. Y si esto es lo que aprendiste ahí, me alegro de que fueras —aseguró tapándose con las sábanas.

Edward sonrió al pensar en lo imprevisible que era su mujer: podía mostrarse tímida y, acto seguido, ser de lo más directa. Se la acercó y se dijo que tenía motivos para estar contento. El camino que lo había conducido hasta ella había sido tortuoso. Sin La Grange, sin Josh, sin la cárcel, jamás hubiera ido a parar a Georgia. Jamás se hubiera casado con Bella. Pero no quería pensar en ello esa noche.

—Bella, cariño, ¿te importa si no hablamos de eso un rato? Me gustaría hablar sobre… sobre las flores que vas a plantar el verano que viene, y sobre cómo vas a recoger el membrillo y sobre cómo los niños van a ayudarte a pelar pacanas y…

—Vas a estar de vuelta antes de todo eso, Edward. Lo sé.

—Puede.

La arena del reloj caía más deprisa. Bella apoyó la mejilla y una mano en el tórax de Edward, donde oyó los latidos fuertes y seguros de su corazón, y rezó para que ninguna bala los detuviera nunca.

—Te escribiré. —Más arena… más latidos… y un nudo en cada garganta.

—Y yo a ti —aseguró Edward.

—Recordaré siempre esta noche, y lo maravillosa que ha sido.

—Recordaré… —Calló para levantarle la cara y que pudiera mirarlo a los ojos, relucientes de emoción—. Recordaré muchas cosas —le aseguró mientras le buscaba un pecho bajo las sábanas y empezaba a acariciárselo con cariño—. Recordaré el día en que me lanzaste ese huevo. Ese día me di cuenta de que me estaba enamorando de ti. Te recordaré cortando panceta por la mañana, y apoyada en la puerta del Whippet mientras los niños fingían conducirlo hacia Atlanta. Y la primera mañana, haciéndote una coleta con una cinta amarilla. Y removiendo la masa de un pastel con el cuenco apoyado en la tripa. Recordaré tu aspecto sentada en la cama de los niños, contándoles un cuento, cuando llego de trabajar. Y os recordaré a todos esperándome bajo la acedera arbórea cuando vuelvo en coche del pueblo. Ah, ése será el mejor recuerdo. ¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gusta sentarme bajo ese árbol contigo? —Le besó la frente y, con ello, hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.

—Oh, Edward… —exclamó aferrada a él, parpadeando con fuerza—. Tienes que regresar para que podamos volver a hacerlo. Todas esas cosas. Este verano… ¿Me lo prometes?

Se volvió hacia ella y la miró fijamente a los ojos.

—Si yo te prometo algo, tú también tienes que prometerme algo a mí.

—¿Qué? —Se sorbió la nariz.

—Que irás al pueblo, que sacarás a los niños de aquí. Tienes que ir, Bella, ¿no lo comprendes? El año que viene Donald Wade tendrá seis años y empezará a ir al colegio. Pero si tú…

—Puedo enseñarle lo que…

—Escúchame, por favor. Tienen que salir de aquí. Llévalos a la biblioteca y toma prestados libros para ellos, de modo que cuando sean lo bastante mayores para ir al colegio sepan a qué atenerse. Quieres que sean menos ignorantes que tú y que yo, ¿no? Mira lo poco que fuimos al colegio y lo mucho que tenemos que luchar por todo. Dales la oportunidad de ser más inteligentes y mejores que nosotros. Llévalos al pueblo y haz que se acostumbren a él, y a la gente, y… y a sobrevivir. Porque la vida es eso, Bella, sobrevivir. Y tú… ve y sigue vendiendo huevos y nata a Purdy. Compra jabón de marca en lugar de hacerlo tú misma en casa. Es mucho trabajo para ti, Bella. Los Marines te enviarán mi sueldo, así que tendrás dinero. Pero invierte la mitad en Bonos de Guerra y gástate el resto, ¿me oyes? Compra zapatos buenos para los niños y todo lo que Lizzy necesite. Y contrata a alguien para hacer lo que haga falta en casa. Y si no he vuelto para la temporada de la miel, contrata a alguien para que abra las colmenas y la venda. Te dará buenas ganancias ahora que el azúcar escasea.

—Pero Edward…

—Escúchame, Bella, porque no tengo demasiado tiempo para convencerte. La señorita Beasley será una buena amiga. Vas a necesitar una amiga, y ella es justa, sincera e inteligente. Ve a verla si necesitas ayuda, y ella te ayudará o encontrará a alguien que pueda hacerlo. ¿Me lo prometes, Bella?

La sujetaba con cuidado por el cuello. Notó cómo tragaba saliva con fuerza.

—Te lo prometo —susurró.

Se obligó a sí mismo a sonreír y bromeó, como sabía que Bella necesitaba en ese momento.

—¿Tiene los dedos cruzados bajo esas sábanas, señorita?

—No —respondió con la voz entrecortada, y soltó una carcajada que era casi un sollozo.

—Muy bien. Ahora escúchame —prosiguió Edward, que le secó la mejilla para decirle lo que había que decir—: Tengo que contarte algo antes de irme. Puede que no estuviera bien que se lo preguntara a la señorita Beasley, pero lo hice, y ella me explicó que tu madre no llegó a casarse nunca y que tu familia te tuvo encerrada en esa casa cuando eras pequeña, y todo lo demás. ¿Por qué no me has hablado nunca de ello, Bella?

Bella bajó los ojos.

—Vales tanto como cualquiera de ellos… Más —aseguró tras levantarle el mentón con un dedo—. No lo olvides, señora Cullen. Eres inteligente, y tienes un par de niños también muy inteligentes, ¿me oyes? Ve a ese pueblo' y demuéstraselo.

Vio que Bella estaba a punto de llorar a lágrima viva.

—Bella, cariño… —La atrajo más hacia él y la meció—. Esta guerra cambiará muchas cosas. Las mujeres tendrán que hacer muchas más cosas ellas solas. Y puede que, para ti, enfrentarte al pueblo forme parte de esas cosas. Recuerda lo que te he dicho. Vales tanto o más como cualquiera de ellos. Y ahora tengo que preguntarte algo, ¿de acuerdo?

De nuevo la apartó un poco para mirarla a los ojos.

—¿Es tuya esa casa?

—¿La del pueblo?

—Sí. La casa donde vivías antes.

—Sí. Pero no voy a volver a ella.

—No tienes que hacerlo. Pero recuerda que si surge alguna emergencia y necesitas mucho dinero para cualquier cosa, puedes venderla. La señorita Beasley podrá ayudarte. ¿Lo harás si algo sale mal y no vuelvo a casa?

—Vas a volver a casa, Edward. ¡Vas a volver!

—Voy a intentarlo, cariño. Un hombre al que le espera tanto en casa tiene mucho por lo que luchar, ¿no te parece?

Se abrazaron mutuamente y desearon que fuera así con todas sus fuerzas. Que cuando Lizzy diera sus primeros pasos, él estuviera ahí, con los brazos tendidos, esperando para sujetarla. Que cuando llegara el verano y fuera la temporada de la miel, él estuviera ahí para encargarse de las abejas. Y que cuando llegara el otoño y la acedera arbórea adquiriera un tono escarlata, él estuviera ahí para sentarse junto a ellos bajo sus ramas.

—Te amo, Bella. Más de lo que te imaginas. Nadie había sido nunca tan bueno conmigo como tú has sido. Hay algo que tienes que recordar siempre: lo feliz que me has hecho. Cuando no esté aquí y te decaiga el ánimo, piensa en lo que te estoy diciendo, en lo feliz que me has hecho preparándome pasteles de membrillo y dándome tres niños a los que quiero y haciéndome sentir especial. Y recuerda lo mucho que te he amado, sólo a ti, la única mujer de mi vida, Bella Cullen.

—Edward… Edward… Oh, Dios mío…

Intentaron besarse pero no pudieron; se lo impidieron las lágrimas, que les llenaban la garganta y les espesaban la lengua. Se aferraron entre sí, con las piernas entrelazadas y los brazos tensos, como si quisieran protegerse mutuamente de la separación del día siguiente.

Pero llegaría. Y se lo llevaría a él y la dejaría sola a ella, y nada que hicieran o dijeran podría impedir que la arena acabara de caer.


Un nuevo capítulo más que les acabo de subir. No sé ustedes pero odio las guerras con todas mis fuerzas, solo acarrean destrucción, muertes, separaciones y dolor. Las cosas estaban perfectas, pero Edward debe ir a la guerra a luchar por su país. Este capítulo es tan triste.

Bueno chicas tengo que seguir estudiando para mi examen de unas horas, cuando vuelva en la noche de mis clases les trataré de subir 2 capítulos más. Nuevamente, siento mucho mucho la demora y seguiré hasta terminar la historia como se debe.

Hasta la próxima actualización, Kassey :)