Esta historia no es mía es una adaptación del libro de Lois Faye Dyer y claro esta los personajes son de Stephenie Meyer :) espero que les guste!

Soy nueva en esto así que se aceptan solo críticas constructivas! actualizaree cada que pueda porque estudio :D

Summary:Cuando el guapísimo Edward Cullen la invitó al baile del año, Isabella Swan se imaginó una velada mágica en la que se sentiría como Cenicienta. El reloj dio las doce y todavía estaba en los fuertes brazos del doctor, pero sabía que aquel donjuán no podría ser jamás el padre que necesitaba su hijita… y decidió dejarse de fantasías.

Por primera vez en su vida, Edward estaba oyendo campanas de boda. Sin embargo, necesitaría algo más que un zapato de cristal para demostrarle a Bella el amor que sentía por ella, además de vencer la oposición de su dominante y rica familia.

Capítulo 1

—Eh, Bella… Acaba de entrar el doctor Cullen.

A Isabella Swan no le pasó desapercibida la sonrisa traviesa de su compañera Angela. Miró por encima del hombro y, como siempre, se le aceleró el pulso al ver al hombre alto y cobrizo que se dirigía a una de las mesas que ella atendía en el restaurante Coach House.

El doctor Edward Cullen debía medir un metro noventa, o más, y tenía la constitución de un jugador de rugby. Llevaba el pelo algo largo, y sus ojos eran de un verde profundo, unos ojos brillantes que embrujaban a Bella cada vez que hablaba con él.

Lo vio acomodarse en el reservado donde se sentaba cada vez que iba al restaurante: el tercero contando desde el fondo, al lado de la ventana. Siempre se sentaba en la zona en la que ella atendía, y aquello la halagaba pero también la incomodaba. No era que no le gustara; todo lo contrario. Pero le hacía desear cosas que sabía que no podía tener, y la fuerte atracción que sentía por él no podía ser buena. Edward era demasiado sexy, demasiado rico y demasiado de todo para alguien como ella, una camarera para la que salir el sábado por la noche equivalía a visitar la heladería del barrio con su hija de cinco años.

En los últimos seis meses, Edward había ido al restaurante casi cada mañana. El modo en que la miraba no dejaba lugar a dudas de su interés por ella, y había ido desarmando poco a poco su recelo con su afabilidad y el hecho de que nunca se tomara a mal sus repetidas negativas. Además, las conversaciones que había oído entre otros clientes y él no habían hecho sino aumentar su atracción por él. Parecía que su interés por las personas que frecuentaban el restaurante era sincero.

De todos modos, aunque pudiese permitirse salir por ahí y divertirse de vez en cuando, nunca saldría con Edward Cullen. Había oído que iba de flor en flor, y si quisiese volver a salir con un hombre, no sería con un donjuán.

Se metió una carta debajo del brazo, tomó una bandeja y colocó en ella un vaso de agua con hielo, una taza y una cafetera, antes de dirigirse hacia él.

—Buenos días, doctor Cullen —lo saludó con una sonrisa.

—Buenos días, Bella.

Como siempre, el oír su nombre de labios de Edward Cullen la hizo estremecer por dentro, y sintió una oleada de calor en el vientre.

Decidida a ignorar la reacción rebelde de su cuerpo, mantuvo la vista fija en la taza mientras le servía el café. Luego se puso la coraza, dejó la cafetera en la mesa y sacó su libreta y su bolígrafo. A pesar de que se había preparado, cuando sus ojos se encontraron con los cálidos ojos verdes de él sintió, como tantas otras veces, una especie de chispazo. Luego le sonrió, y Bella casi se derritió.

—¿Lo de siempre? —le preguntó.

Gracias a Dios que su voz no dejaba entrever la agitación que sentía por dentro, pensó con alivio y no poca sorpresa.

—Sí, por favor —respondió él con una sonrisa divertida—. Y de paso podrías ponerme un goteo intravenoso de café solo bien cargado.

—¿Trabajaste hasta tarde anoche? —inquirió ella compadecida. Escrutó su rostro y vio en él las huellas del cansancio. Tenía ojeras y una sombra de barba. Parecía que acabase de levantarse de la cama tras una mala noche, o que no hubiese dormido ni una hora—. ¿O más bien toda la noche?

Él se encogió de hombros.

—Ha habido un montón de llamadas de urgencias.

—Trabajas demasiado.

—Son los gajes del oficio —replicó él con una sonrisa—. Cuando me metí en esto ya sabía que no había horarios.

Ella enarcó una ceja.

—Sí, pero… ¿cómo vas a rendir si no descansas?

Edward le echó un vistazo a su Rolex.

—Tal vez me eche un rato en el sofá de la consulta antes de empezar a recibir a los pacientes.

—Buena idea —Bella oyó a la cocinera llamándola, y se dio cuenta de que llevaban charlando demasiado rato—. Tengo que irme. Le diré a las otras camareras que no dejen que se vacíe tu taza de café.

—Gracias —dijo él con otra sonrisa.

Aunque embriagada por aquella nueva sonrisa, Bella se obligó a responder con un asentimiento de cabeza y fue a atender a otro cliente.

Edward la siguió con la mirada mientras tomaba un sorbo de café. Sospechaba que sus intentos por disimular su interés por Bella no estaban logrando engañar al personal del restaurante ni a los otros clientes. Claro que tampoco le importaba demasiado que se dieran cuenta de que le encantaba mirarla. Llevaba el mismo uniforme que las otras camareras: blusa blanca y chaleco y pantalones negros, pero a ella, con esas piernas tan largas, el cabello ondulado y su grácil porte le quedaba distinto. El dueño del restaurante debía haber pensado que con ese uniforme las camareras pasarían desapercibidas, pero Bella destacaba como una rosa en un ramo de margaritas.

Llevaba meses pidiéndole salir, pero cada vez que lo había hecho, ella lo había rechazado. Seis meses atrás se habría encogido de hombros para sus adentros y se habría fijado en otra mujer hermosa. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzaba a entender, desde el día en que había conocido a Bella, había perdido el interés por las demás mujeres.

No podía aceptar el hecho de que lo rechazara una y otra vez; sabía muy bien que se sentía atraída hacia él. Sí, a pesar de que guardaba las distancias con él, y de que permanecía inflexible en sus negativas, podía sentir la fuerte química que había entre ellos. Había salido con muchas mujeres, y estaba seguro de no haber malinterpretado el ligero rubor que teñía sus mejillas cuando hablaban, ni el modo en que bajaba la vista cuando bromeaba con ella.

Era evidente que Bella también estaba interesada en él, pero le había pedido salir al menos una docena de veces, probablemente más, y siempre lo rechazaba diciéndole que no salía con clientes.

De hecho, por los retazos de conversaciones que había oído de las otras camareras, estaba casi seguro de que no estaba saliendo con nadie, y aquello no había hecho sino intrigarlo aún más.

Movió los hombros para aliviar la tensión de sus músculos y estiró las piernas bajo la mesa. Los asientos del reservado, tapizados en vinilo rojo, eran cómodos y, al igual que el resto de la decoración del Coach House, imitaban el estilo de los años cincuenta. Era un local alegre y acogedor, y Edward se había sentido como en casa desde el primer día que había cruzado sus puertas, seis meses atrás. Además, como sólo estaba a un paseo del Instituto Armstrong, la clínica donde trabajaba, se había convertido en su lugar favorito para tomarse un café, desayunar, almorzar o incluso cenar cuando tenía que trabajar hasta tarde.

Paseó la vista por el local y saludó con un asentimiento de cabeza a Fred, un anciano caballero que estaba sentado en un taburete en la barra, desayunando. Fred era un ingeniero ferroviario retirado que aunque contaba ya con noventa y cinco años, aún se levantaba temprano. Edward se había sentado a su lado en la barra más de un día a eso de las cinco o las seis de la mañana.

Tomó otro sorbo de café y se frotó los ojos con los dedos. Había sido una semana de perros, en la que, después de largas horas de duro trabajo, su compañero Jasper Whitlock y él habían conseguido demostrar la falsedad de las acusaciones que había lanzado contra ellos la empresa en la que habían trabajado antes.

Además, en los últimos meses había visto a Jasper enamorarse y casarse, y aunque nunca había expresado sus pensamientos en voz alta, lo cierto era que el ser testigo de la felicidad de su amigo le había hecho replantearse su estilo de vida. ¿Quería encontrar a una mujer que le hiciese sentar la cabeza? ¿Podía ser hombre de una sola mujer?

Con su historial amoroso lo dudaba. Le encantaban las mujeres: sus sonrisas, su cabello y su piel de seda, el modo en que les brillaban los ojos cuando hacían el amor…

No, no podía imaginarse comprometiéndose con una mujer para el resto de su vida. Lo cual lo llevó a preguntarse por qué no había salido con nadie en los últimos seis meses. Inconscientemente, buscó con la mirada a Bella, que estaba en el otro extremo del local. Su risa repiqueteó alegremente mientras anotaba lo que iban a tomar dos clientas, vestidas de ejecutivas.

Reprimió un gruñido y apuró su café. ¿A quién quería engañar? Sabía perfectamente que Bella era la razón por la que no había salido con nadie desde hacía meses.

«O quizá es que he estado demasiado ocupado con el trabajo», pensó, resistiéndose a aceptar que la preciosa castaña fuese la culpable de su inexistente vida amorosa.

A mediados de semana se había pasado dos largas noches en una sala de operaciones de la clínica gratuita en la que colaboraba como médico voluntario, un centro público para personas con pocos recursos en un barrio pobre. Aquella semana las urgencias parecían haberse sucedido unas a otras casi sin descanso.

«Estoy demasiado cansado», se dijo. «Por eso estoy pensando todas estas tonterías. Con ocho horas de sueño todo volverá a su sitio».

Bajó la vista a su taza vacía y frunció el ceño. Detestaba ponerse introspectivo y últimamente había pasado demasiado tiempo pensando en su vida. Lo cierto era que, para ser un hombre que casi siempre estaba bien acompañado, a veces se sentía muy solo.

—¿Más café?

Edward alzó la vista.

La camarera morena a la que veía a menudo charlando con Bella estaba de pie junto a él.

—Sí, gracias.

La camarera le rellenó la taza y se fue, dejando que Edward se sumiera de nuevo en sus pensamientos.

Había tenido muchas relaciones, pero ninguna de ellas había sido algo serio. «Y así es como me gusta que sea», pensó. «Pero entonces… ¿por qué estoy aquí, preguntándome si en mi vida no debería haber algo más?».

Se pasó una mano por el rostro y se frotó los ojos. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, pero el frasquito de colirio que solía llevar en él no estaba allí. En su lugar sus dedos encontraron lo que parecía una cartulina pequeña que no recordaba haber puesto allí.

La sacó para ver qué era, y al hacerlo puso los ojos en blanco. Era una tarjeta que su secretaria le había dado para que no se olvidase de que la semana siguiente se celebraba el Baile del Fundador, la fiesta benéfica anual del Instituto Armstrong.

Y no tenía a quien llevar como acompañante. Frunció el ceño y dio unos golpecitos con la tarjeta sobre la mesa. La idea de ir solo no era muy halagüeña. La asistencia a aquel evento era obligatoria para los empleados del centro, pero jamás de los jamases iría sin acompañante.

«¡Qué diablos!», pensó. Dado que la única mujer con la que quería salir en esos momentos era Bella, podría tragarse el orgullo y pedirle que lo acompañara. «Claro que probablemente dirá que no. Ninguna de las otras veces que le he preguntado ha dicho que sí».

Sin embargo, cuando hablaba con ella, aunque la respuesta que le diera no fuera la que quería, Bella siempre le sonreía, y no le iría mal una de sus sonrisas esa mañana.

—Aquí tienes: huevos revueltos muy hechos, tostadas francesas y bacón —anunció Bella, apareciendo a su lado y colocando el plato frente a él.

«Rápida y eficiente, como siempre», pensó Edward.

—¿Quieres que te traiga una aspirina? —le preguntó ella.

Edward parpadeó y la miró confundido.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Como tenías el ceño fruncido, he pensado que a lo mejor te dolía la cabeza.

—Ah, no. O por lo menos aún no. Estaba mirando esto —dijo él tendiéndole la tarjeta.

Bella la tomó.

—¿El Baile del Fundador? Vaya, suena a evento con mucho glamour.

Edward se encogió de hombros, como si a él eso le diera igual.

—Sí, uno de ésos a los que tienes que ir de etiqueta —respondió—. Es una fiesta que organiza la clínica todos los años. Dicen que la orquesta es muy buena y que sólo por la comida vale la pena el esfuerzo de ponerse esmoquin y pajarita, pero ir solo no es divertido. Podrías apiadarte de mí y acompañarme.

Bella apartó un mechón de cabello chocolate de su frente y resistió la tentación de decir que sí. El restaurante estaba sólo a unas manzanas del Instituto Armstrong, y muchos de sus clientes trabajaban allí.

Las empleadas de la clínica que frecuentaban el restaurante llevaban semanas hablando de aquel Baile del Fundador, de los zapatos, vestidos y joyas que iban a lucir y del peinado que iban a llevar.

Por tentador que fuera el enfundarse en un elegante vestido y bailar con Edward, sabía que no podía hacerlo.

—Lo siento, pero no va a poder ser.

Dejó la tarjeta sobre la mesa, junto a su mano, cuidándose mucho de que no se rozaran sus dedos. Ya había cometido aquella equivocación una vez, y la ráfaga de calor que había recorrido su cuerpo la había dejado aturdida.

—Pero gracias por invitarme.

—No me des las gracias —la voz de Edward sonó casi como un rugido, pero de inmediato la miró compungido—. Di que sí.

Bella sacudió la cabeza.

—Ya te lo he dicho: nunca salgo con un cliente.

Edward se echó hacia atrás, ladeó la cabeza y, mirándola con los ojos entornados, inquirió:

—¿Y si no fuera un cliente?

La pregunta hizo reír a Bella.

—Demasiado tarde. Ya lo eres.

—¿Y tampoco sales con exclientes?

Ella negó con la cabeza.

—Vaya.

—Tengo que volver al trabajo —le dijo Bella con una sonrisa. Edward levantó su taza a modo de despedida, y ella se alejó.

—¿Qué le pasa a nuestro guapo doctor? —le preguntó Angela a Bella cuando se unió a ella tras la barra.

—Anoche trabajó hasta tarde —respondió Bella, yendo hacia la máquina del café.

Angela la siguió. Bella vio que quedaba poco café, y retiró la tapa para sacar el filtro con los posos.

—¿Eso es todo? —insistió Angela inclinándose hacia delante para verle la cara—. A mí me ha parecido que estaba pidiéndote salir otra vez.

—Está bien, sí, lo ha vuelto a hacer —admitió Bella.

—Y espero que esta vez hayas dicho que sí.

—Pues claro que no. Ya sabes que no salgo con clientes —le recordó Bella.

Se había inventado aquella norma al empezar a trabajar allí. Para su sorpresa, el primer cliente que le había pedido salir había aceptado su negativa sin discutir cuando le había dado aquella excusa, así que había seguido empleándola y ningún otro cliente había intentado hacerle cambiar de opinión… hasta que llegó Edward.

Angela puso los ojos en blanco.

—Pero eso es una bobada, Bella. Podrías hacer una excepción —miró por encima del hombro hacia el reservado en el que estaba sentado Edward y suspiró—. Dios sabe que yo la haría por el doctor C.

Bella se rió.

—¿Y no crees que tu marido tendría algo que decir al respecto?

—Umm… Buena observación —contestó Angela y sonrió, haciendo que se le formaran sendos hoyuelos en las mejillas y que sus ojos brillaran traviesos.

Bella tiró el filtro usado con los posos a la basura, puso un filtro nuevo y echó más café molido.

—Exacto, tú también le habrías dicho que no, aunque por razones distintas. El encantador doctor Cullen tendrá que buscar otra Cenicienta a la que llevar al baile.

—¿Al baile? —repitió Angela intrigada—. ¿Quieres decir un baile de verdad?

—Pues sí, quería que le acompañara al Baile del Fundador, una fiesta que organiza cada año la clínica en la que trabaja.

—¡¿Qué? —el grito de Angela hizo que varios clientes giraran la cabeza hacia la barra. Angela agitó una mano para que volvieran a su desayuno—. Desembucha, chica —le siseó a Bella—. Quiero detalles.

—No hay nada más que contar. Me pidió que fuera su acompañante y rechacé su invitación.

—No puedo creerme que hayas desperdiciado una oportunidad así. ¡Es uno de los eventos del año en Boston!

Una tercera camarera se acercó a la barra a por otra cafetera, y Angela la agarró por la manga.

—Jessica, no te vas a creer esto.

La otra chica se detuvo, guardó su libreta en el bolsillo y miró a Angela con interés.

—¿El qué?

—El doctor Cullen le ha pedido a Bella que vaya con él al Baile del Fundador… ¡y le ha dicho que no!

Jessica abrió mucho los ojos.

—¡Bella!, ¿cómo has podido hacer eso? Ni a Angela ni a mí nos invitarán nunca a una fiesta de ésas. Tienes que ir y luego contárnoslo todo con pelos y señales.

Bella puso los ojos en blanco.

—No puedo salir con él, Jessica. Si lo hiciera nadie volverá a aceptar mi regla de que no salgo con clientes —protestó.

—No si no se sabe. Haz que el doctor C. jure que no se lo contará a nadie —se apresuró a decir Angela.

—De todos modos aunque quisiera ir no podría —insistió Bella, probando con otro argumento—. Es una de esas fiestas de etiqueta, y no tengo nada elegante que ponerme: ni vestido, ni zapatos, ni joyas. No voy a ir en vaqueros.

Jessica agitó la mano, restando importancia a aquel problema.

—Mi mejor amiga del instituto es medio dueña de una tienda de ropa de firma y joyas de segunda mano. Puede conseguirte lo que necesites y no te costará nada. Me debe un par de favores. Le pediré que nos deje llevarnos lo que te haga falta y le devolveremos la ropa el lunes a primera hora, antes de que abran. Estoy segura de que no le importará.

Una cuarta camarera, Victoria, se unió a ellas justo a tiempo para oír las palabras de Jessica, y su rostro se iluminó de curiosidad.

—¿A quién le van a prestar ropa de firma y joyas?

—A Bella. El doctor C. la ha invitado a ir con él al Baile del Fundador.

—¿En serio? —exclamó Victoria con unos ojos como platos—. ¡Madre mía! Pues claro que tienes que ir, Bella —le dijo con una convicción absoluta.

—No puedo. Ya sabes que nunca salgo con clientes.

—Bah, más bien no sales con nadie y punto —la picó Angela—. No recuerdo que hayas salido más que con nosotras desde que empezaste a trabajar aquí.

—Es cierto —asintió Angela—. Tienes que ampliar tus horizontes, Bella. Me encanta que te unas a nosotras algún día después del trabajo y el fin de semana, pero… —le puso una mano en el brazo y, mirándola con solemnidad, le dijo—: cariño, necesitas salir con un hombre.

—Y conocerlo… en el sentido bíblico —añadió Victoria.

—No voy a salir con un tío por el sexo —protestó Bella.

—¿Quién ha dicho que sea sólo por el sexo? —replicó Angela—. El doctor C. es el hombre perfecto para un romance de fin de semana. Es simpático, y además llevas viéndolo casi a diario desde hace seis meses, así que no tienes que preocuparte de que pueda ser un asesino psicópata. Por no mencionar que tú le gustas y que por lo que hemos oído no le van las relaciones largas —dijo contando sus argumentos con los dedos de la mano derecha—. Lo pasarás bien, y si al final acabáis pasando el fin de semana en la cama disfrutando de un sexo increíble, pues… puedes verlo como un beneficio añadido. Has estado viviendo como una monja y el doctor C es el hombre perfecto para poner remedio a esa situación.

—No puedo pasar el fin de semana con él —protestó Bella, aunque le sorprendió lo tentadora que le resultaba la idea.

No se había puesto un vestido de fiesta ni había ido a un evento de ese tipo desde antes de su corto matrimonio con Patrick, el padre de su hija. El último había sido el Baile de la Cosecha del club de campo de la pequeña ciudad de provincias de Illinois en la que había crecido, al acabar el instituto.

Un año después se había encontrado casada, divorciada y embarazada de seis meses. De todo aquello hacía ya cinco años, y desde entonces no había vuelto a ponerse un vestido de fiesta, ni había tenido una sola cita, ni se había acostado con nadie. No era de extrañar que la idea le resultara tentadora. Sin embargo, hizo un esfuerzo por dar otra razón a sus amigas con la que convencerlas de que no podía ir a ese baile con Edward.

—Además —añadió—, probablemente no podría encontrar una niñera para Nessie con tan poco tiempo.

—Eso no es problema —le aseguró Victoria—. A mis hijos les encantaría que viniera a pasar el fin de semana con nosotros. Ayer mismo me preguntaron cuándo iba a volver a visitarnos Nessie. Nos quedaremos con ella hasta el domingo por la tarde.

Bella se quedó mirando a sus tres amigas. ¿Podía hacer aquello? O, mejor dicho: ¿debía hacerlo?

—Venga, Bells —la instó Angela—. Estás deseándolo.

—Pero es que no debería…

Miró por encima del hombro y encontró a Edward observándola con una expresión inescrutable. El cosquilleo que recorrió su cuerpo no era nada nuevo. Siempre provocaba aquella reacción en ella. Despertaba el deseo en ella.

La anciana señora Coppe, otra clienta habitual, se acercó a él en ese momento como todos los días, para pedirle consejo médico sobre alguna de sus dolencias, y el verlo tratarla con la misma amabilidad de siempre, la enterneció. También le gustaba de él el encanto y la simpatía con que le había visto rechazar el inevitable coqueteo de algunas mujeres sin herir sus sentimientos. Aquello le había hecho preguntarse si sería cierta la reputación que tenía de donjuán. Era indudable que le gustaban las mujeres, sí, pero se conducía como un caballero con todas, independientemente de su edad y su aspecto físico.

Y todo eso no hacía sino aumentar su atracción hacia él… a la vez que su cautela. Su exmarido también le había parecido guapo y encantador en un principio, pero había acabado dándose cuenta, para su consternación, de que su encanto no era más que una fachada. Tras sus bonitas palabras y su apuesto rostro se ocultaba un hombre superficial e infiel.

Aquella mala experiencia con Patrick la había llevado a cuestionarse su propio juicio en lo que se refería a los hombres. Cada día se le hacía más difícil resistir la atracción que sentía por Edward, y quería dejarse llevar por sus impulsos, pero… ¿cómo podía estar segura de que era un buen tipo? ¿Debería ceder sólo por aquella vez? ¿Debería dejar a un lado las estrictas normas que se había autoimpuesto y también su papel de madre soltera y responsable por unas horas para divertirse un poco?

—Venga, Bells, dile que sí —la instó Jessica en un susurro.

Bella miró a sus amigas, cuyos rostros reflejaban afecto y una expresión de «adelante, lánzate».

—¿Seguro que no te importa que Nessie pase el fin de semana con vosotros? —le preguntó a Victoria.

—¡Pues claro que no!

Con una impulsividad repentina y poco característica en ella, Bella asintió y dijo:

—De acuerdo, lo haré.

—¡Sí! —Angela levantó el puño y se rió.

—Vamos, ve a decírselo —instó Victoria a Bella—. Ahora —la tomó por los hombros para hacer que se diera la vuelta y le dio un empujoncito.

Bella inspiró y se dirigió al reservado de Edward, que seguía mirando su taza de café con el ceño fruncido.

Podía oír a sus compañeras cuchicheando mientras se alejaba, y no pudo reprimir una sonrisa. Victoria, Angela y Jessica eran tres grandes amigas y su mejor apoyo, pero, como ellas mismas le habían dicho, esperarían un informe completo del baile y de su cita con el sexy doctor.

Edward alzó la vista justo cuando llegó a su reservado.

—Si la invitación aún sigue en pie, me encantaría ir a esa fiesta contigo —le dijo Bella sin preámbulos.

Los labios de él se curvaron en una sonrisa con un matiz de satisfacción muy masculino, que no le pasó desapercibido a Bella, y un destello triunfal iluminó sus ojos verdes.

—Ya lo creo que sigue en pie.

—Bien —Bella se sacó del bolsillo la libreta y el bolígrafo—. Es este fin de semana, ¿no? ¿A qué hora?

—Te recogeré el sábado a las ocho. Pero para eso necesitaré tu dirección, claro.

—Claro —murmuró ella.

Le apuntó su calle y el número de su bloque y su apartamento en una hoja de la libreta que arrancó para luego tendérsela. La seductora sonrisa que se dibujó lentamente en su rostro la hizo estremecer por dentro y sentir calor en las mejillas.

—Bueno —se aclaró la garganta—, tengo que volver al trabajo. Entonces, nos vemos el sábado.

Se dio la vuelta para alejarse, pero la sensual voz de Edward la llamó. Se detuvo y giró la cabeza para mirarlo.

—Gracias por decir que sí.

—No hay de qué.

Bella se alejó hacia la barra sintiendo la mirada de Edward en su espalda, como una caricia, pero por suerte un cliente la detuvo y mientras conversaba con él, Edward fue a pagar su cuenta y se marchó.

La incomodaba el hecho de que parecía haber desarrollado un sexto sentido con Edward. Era como si pudiera intuir su presencia cuando entraba al restaurante y su ausencia cuando se marchaba; era como si pudiese notar que estaba mirándola incluso cuando estaba de espaldas a él. El tratar de ignorarlo no había resuelto el problema, ni tampoco los sermones que se había echado a sí misma sobre lo estúpido que sería por su parte ceder a la atracción que sentía hacia él.

Después de su divorcio se había jurado que no dejaría que por su vida desfilara una ristra interminable de novios, que no expondría a su hija a eso, como le había ocurrido a ella. De niña, Bella había tenido una sucesión de padrastros que habían entrado y salido de la vida de su madre después del divorcio de sus padres. Para cuando el tercero la había dejado, igual que los anteriores, y su madre se había enamorado rápidamente de un cuarto, Bella había dejado de ver a los novios de su madre como posibles sustitutos permanentes de su padre. De hecho, en esos momentos su madre se encaminaba hacia su sexto divorcio.

Gracias a que sus abuelos eran gente acomodada y miembros destacados de la comunidad, nunca le había faltado de nada. Había crecido bien nutrida, bien vestida, había ido a buenos colegios y habían tenido una casa muy bonita. Sin embargo, siempre se había sentido sola e insegura en lo emocional. Los almuerzos en el club de campo con su abuela y los montones de regalos, exquisitamente envueltos, que había recibido en Navidad cada año nunca habían compensado la falta de estabilidad que había experimentado viviendo bajo el techo de su madre.

Se había casado muy joven, estando aún en la universidad, y ya entonces soñaba con formar un hogar y una familia. Con la ingenuidad de una joven enamorada había dejado sus estudios para trabajar a jornada completa y así poder mantener a su marido, Patrick, que aún no había terminado su carrera de Medicina. Seis meses después de la boda se había quedado destrozada cuando, al anunciarle a Patrick que estaba embarazada, él se había puesto furioso. La acusó de haberle mentido, de que no había estado tomando la píldora, y una semana después la abandonó e interpuso una demanda de divorcio.

Le dijo que necesitaba a una mujer que trabajara, una mujer que se dedicara a él por entero, y que en su vida no había sitio para un hijo. Incluso había accedido a concederle la plena custodia para que criara al bebé ella sola, ya que no tenía el menor interés en tener derechos de visita. A cambio, ella había renunciado a exigirle cualquier pago en concepto de manutención.

Cuando Patrick mintió a los amigos de ambos, diciéndoles que el divorcio había sido decisión de ella, le habían hecho el vacío, y aquello la había hundido aún más. Sin embargo, aunque detestaba sus desaires y el tener la certeza de que al criticaban a sus espaldas, se negó a ponerse a su altura y responderles como merecían.

El divorcio se hizo efectivo en su sexto mes de embarazo y tres meses después dio a luz a Nessie, una preciosa niña de dos kilos novecientos con el cabello cobrizo y grandes ojos chocolate.

A lo largo de aquellos cinco años desde el nacimiento de Nessie, Bella había mantenido su promesa de darle a su hija una vida mejor de la que ella había tenido. Iba a trabajar, asistía a clases nocturnas para terminar sus estudios universitarios, y pasaba el poco tiempo libre que tenía con su pequeña.

Algún hombre que otro le había pedido salir, pero ella los había rechazado a todos sin el menor arrepentimiento. El celibato y la soltería no le parecían un precio elevado si con ello Nessie podía disfrutar de una infancia estable.

Sabía que sus amigas estaban convencidas de que necesitaba tener una vida social y un hombre con quien compartir la cama, pero estaba decidida a mantener su promesa y a no repetir los errores de su madre. Por eso les había pedido que no le dieran detalles sobre su vida a los clientes que se interesasen por ella y que no les hablasen de su hija. Ellas le habían dado su palabra.

Por suerte no había conocido a ningún hombre que despertase en ella demasiado interés, y desde luego ninguno con él que se le pasara por la cabeza acostarse… pero entonces había aparecido Edward. Un buen día entró en el restaurante, le sonrió, y desde ese momento muchas noches había tenido vividos sueños en los que hacía el amor con él. «Quizá el salir con él me ayude a sacármelo de la cabeza», pensó.

Esa tarde, al acabar su turno a las dos, corrió a casa para ir a recoger a su hija, a la que dejaba todos los días al cuidado de su vecina, Sue Clearwater, una mujer con una actividad increíble para sus setenta y ocho años. Nessie y ella se despidieron de Sue, y cruzaron el pasillo para entrar en su apartamento.

El día que se mudaron allí, Sue había llamado a su puerta con una bandeja de galletas recién horneadas y una cálida sonrisa. Y cuando la niñera de Bella se fue a vivir a otra ciudad, Sue se ofreció a cuidar de Nessie mientras ella estaba en el trabajo o en sus clases, y entre ellas se había formado una relación muy estrecha, casi como si fueran una familia.

—¿Qué tal el colegio, Nessie? —le preguntó a su hija mientras ponía la tetera en el fuego.

—Bien —contestó la niña, sacando tres platos pequeños del armarito junto al fregadero—. Claire y yo estamos trabajando en un proyecto.

—¿Ah, sí?, ¿qué tipo de proyecto?

Mientras Nessie colocaba con cuidado cuatro galletas de mantequilla de cacahuete en uno de los platos sobre la mesa del rincón, Bella sacó dos tazas de otro armario.

—Estamos construyendo una casa en miniatura, y va a tener una caseta para nuestros perros —Nessie empujó una de las galletas unos milímetros a la izquierda, miró el plato con ojo crítico, y asintió, como complacida con el resultado. Alzó la vista hacia su madre, y añadió con ojos brillantes—: Vamos a practicar para cuando tengamos perros de verdad.

—Ya veo.

Bella abrazó a su hija y besó sus sedosos rizos cobrizos. La tetera pitó en ese momento y soltó a la pequeña para ir a apagar el fuego. Vertió el agua caliente en las dos tazas, puso una bolsita de té English Breakfast en la suya, echó unas cucharadas de cacao en polvo en el de Nessie y se dirigió a la mesa con ambas tazas. La chiquilla se había sentado en una silla y estaba balanceando las piernas con entusiasmo.

—¿Sabes, cariño?, me temo que pasará bastante tiempo hasta que podamos tener un perro —le dijo Bella, poniéndole la taza delante antes de sentarse también.

—Lo sé —Nessie dirigió una sonrisa serena a su madre y removió su cacao con mucha concentración.

—A mí también me gustaría tener un perro —continuó Bella—, pero ya sabes que el casero no nos deja tener animales en el apartamento.

—No pasa nada, mamá —replicó Nessie. Sorbió el cacao de su cucharilla con un «ummm» de satisfacción, y bebió de la taza—. Voy a pedirle un perro a Papá Noel para Navidad —entornó los ojos, pensativa—. Aunque creo que para eso también tendré que pedirle una casa con jardín, ¿no?

—Em… sí, claro.

Bella no podía decirle que Papá Noel no podría traerle ninguna de esas dos cosas, pero aún estaban en primavera, y con un poco de suerte se le olvidaría para cuando llegara el invierno. Claro que, con la determinación que Nessie había mostrado en otras ocasiones, tan impropia en una niña de su edad, dudaba que se le fuese a olvidar. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que confiar en que lo olvidase.

—¿Y con qué estáis construyendo Claire y tú esa casa?

La pequeña se lanzó a describirle con entusiasmo las dos cajas de zapatos que habían unido con cinta adhesiva, y que habían recortado fotos de perros de una revista.

Las tazas estaban ya casi vacías antes de que Nessie terminara su recital de los acontecimientos del día. Bella la miró por encima del borde de su taza de té y sonrió al ver a su hija romper un trozo de galleta y metérsela en la boca con mucha delicadeza.

—Tengo una sorpresa para ti, Nessie —le dijo—. ¿Qué te parecería quedarte a dormir este fin de semana en casa de Jake y Leah? —le preguntó, refiriéndose a los hijos de Victoria.

—¡Aaah, sí, sí, sí, sí! —exclamó la pequeña entusiasmada con ojos brillantes, botando en su silla—. ¿Puedo llevarme mi mochila y mi muñeca Lilia-Mae y mi Pony Encantado para que Leah y yo juguemos con ellos?

—Pues claro.

Bella se rió cuando Nessie se bajó de su silla de un brinco y se lanzó a sus brazos, encaramándose a su regazo mientras enumeraba todas las cosas que quería llevarse con ella.

Las dudas asaltaron a Bella cuando estrechó entre sus brazos el cálido cuerpecillo de su hija. Aquél era su mundo, y le encantaba: Nessie, aquel pequeño apartamento que compartía con ella, su trabajo, las clases… Una cita con Edward Cullen, y más aún tratándose de un evento tan exclusivo como el Baile del Fundador, era como salir de los límites de ese mundo, de todo lo que conocía.

Sin embargo, la verdad era que sus amigas tenían razón. A veces se sentía sola y ansiaba la conexión emocional y física con una pareja. En ese momento no había sitio para una relación seria en su vida, ni en un futuro cercano, pero quizá no hubiera nada de malo en que aprovechara aquella oportunidad de ser Cenicienta por una noche antes de regresar a su tranquila rutina con Nessie.

Apoyó la mejilla en la cabecita de su hija, inspirando su olor a champú, jabón y ceras de colores, y escuchó cómo le contaba excitada todo lo que iba a hacer ese fin de semana con Jake y Leah.

A Edward no le sonaba el nombre de la calle que Bella le había apuntado, y cuando llegó a casa esa tarde, encendió el ordenador para buscarlo en Internet. Entró en Google Maps, tecleó el nombre y la pantalla le mostró en el mapa de Boston la localización exacta.

Frunció el ceño. Si no se equivocaba, aquella zona no debía estar a más de dos o tres kilómetros de la clínica gratuita en la que colaboraba como voluntario. Pinchó en el vínculo «cómo llegar», y en la casilla de origen tecleó su dirección. A los pocos segundos una línea le mostró la ruta entre los dos puntos en el mapa y vio que, tal y como había pensado, estaba a sólo unos minutos de casa de Bella en coche, y ésta a un paseo a pie de la clínica gratuita. Era un barrio de clase media-baja.

No era que le importara la diferencia de estatus entre ellos, pero aquello le hizo pensar en lo poco que sabía de Bella aparte del lugar en el que trabajaba.

Algunos días la había visto sentada en un reservado al fondo, estudiando en sus descansos, y cuando se lo había comentado a ella le había dicho que estaba intentando sacarse una carrera universitaria. Sin embargo, aparte de que estaba estudiando y de que trabajaba como camarera, era un misterio para él. Se preguntó si viviría sola o si compartía apartamento con una compañera de estudios.

Durante las breves conversaciones que habían mantenido, ella nunca había mencionado a su familia, por lo que no sabía si tenía hermanos o hermanas, o si sus padres vivían allí, en Boston. Se preguntó cómo habría sido su niñez, de qué clase de familia provendría y dónde habría crecido.

Trataba con la misma amabilidad y respeto a clientes como la señora Blake, una anciana pobre y viuda que cada día contaba las monedas para pagar su café y su donut, que a otros, como Felix, el director del Instituto Vulturi, que a veces iba a almorzar allí. Y nunca le había parecido que la gente importante como él la intimidasen en lo más mínimo, lo que le hacía pensar que debía haber crecido acostumbrada a tratar con gente influyente y acomodada.

Sin embargo, no había reconocido su apellido, lo que indicaba que aunque su familia fuese de Boston y tuviesen una buena posición social, no se movían en el mismo círculo social que sus padres. Los Cullen se habían hecho muy ricos gracias a la empresa de transportes que habían establecido, lo que lo convertía a él, como hijo único, en el heredero de una fortuna tan inmensa que resultaba casi indecente.

Sabía que su padre pensaba que le había dado la espalda al negocio familiar al hacerse médico, y esa elección había abierto una brecha entre sus progenitores y él, pero sobre todo con su padre.

Los quería, muchísimo, pero no podía ignorar ni su pasión ni su firme compromiso con la medicina.

Se preguntó si los padres de Bella estarían conformes con que estuviese compaginando un trabajo de camarera con sus estudios… y aquello lo llevó de nuevo al principio, al hecho de que estaba intrigado por cada faceta de la misteriosa señorita Swan.

Sí, había muchas cosas que no sabía de aquella preciosa castaña, pero eso sólo la hacía más intrigante, y su expectación se incrementó. «El sábado por la noche desvelaré el enigma», se prometió.