Sé que pone que el fic está completo desde que subí la parte anterior. La razón es que entonces pensaba que lo estaba. Pero con el paso del tiempo y contestando reviews, empezó a ocurrirseme la posibilidad de hacer una segunda parte desde el punto de vista de Clint y compensaros un poco por trollearos en el final de la parte anterior xD con el cockblock de Tony. Así que 12.000 febriles palabras después... aquí estoy.

Más que una continuación, es la misma historia desde el punto de vista de Clint, rellenando todos los huecos que Natasha desconoce. Pero también retoma la historia desde el punto en que lo dejé en la primera parte ;)

Advierto que esta parte es NC-17 (aunque sólo al final). Dicho esto, muchas gracias por la gran acogida de la primera parte. No me lo esperaba!

Me callo ya, disfrutad de la lectura ;)!


Lay me down (ii)

Había un expediente sobre la mesa con el sello de S.H.I.E.L.D en la portada. Clint lo cogió y echó una ojeada a su siguiente misión. En la primera página, además de información personal que iba desde la fecha y lugar de nacimiento hasta el tipo de sangre de su objetivo, había una fotografía sujeta con un clip al portafolio.

La imagen mostraba el rostro de una mujer con poca nitidez, como si hubiesen ampliado el retrato excesivamente, descomponiendo su cara en un sinfín de píxeles borrosos. Además, la fotografía había sido realizada en movimiento. El pelo rojo de la joven se desdibujaba alrededor de su rostro, como una mancha de pintura que un pintor modernista hubiese salpicado sobre el lienzo con una brocha cargada de color carmín.

La piel de la mujer era pálida y ni la baja calidad de la imagen impedía que la atención del observador recayera sobre sus labios. Eran gruesos y sinuosos. El tipo de labios que hacen pensar en rincones oscuros, besos húmedos y dedos deslizándose bajo la ropa.

Clint no podía decir gran cosa de su mirada. La mujer de la imagen no miraba hacia la cámara, sino que tenía el rostro ligeramente ladeado, como si vigilara algo que quedaba a su izquierda. Parecía tranquila y concentrada, como si las cosas estuviesen saliendo exactamente como lo había planeado.

Sin duda eso no era del todo cierto, porque no dudaba que ella no contaba con el agente de S.H.I.E.L.D que la estaba vigilando y fotografiando en ese momento. Aunque con resultados dudosos, la verdad sea dicha.

Los ojos de Clint bajaron de la fotografía al expediente, donde la información sobre la mujer venía precedida por su alias.

VIUDA NEGRA, se leía en mayúsculas y negrita. Ató cabos con rapidez sin necesidad de leer su nombre real (Natalia Romanova) ni la agencia para la cual trabajaba (K.G.B.).

Clint había oído hablar de ella. En realidad, habían llegado a coincidir en una ocasión, aunque no se habían visto. Mientras Ojo de Halcón aguardaba en una azotea a que su objetivo saliera de un rascacielos de Riad, Arabia Saudí, había sido contactado por comunicador para recibir la noticia de que la misión se abortaba. El objetivo acababa de ser asesinado por una agente de la K.G.B. Creían que se trataba de La Viuda Negra.

Eso había sido más de dos años atrás, cuando la espía rusa comenzó a resultar familiar para los agentes de S.H.I.E.L.D Era una luchadora experimentada, buena con las armas de fuego y muy camaleónica. Había desbaratado varias misiones de la agencia y neutralizado a más de un espía.

Era cuestión de tiempo que se convirtiese en un objetivo para S.H.I.E.L.D Y a juzgar por el hecho de que le encargaban la misión a él, a quien recurrían para trabajos rápidos, limpios y desde lejos, era una molestia de la que querían librarse cuanto antes.

Coulson carraspeó al cabo de unos instantes, cuando consideró que Clint ya había tenido suficiente tiempo para estudiar preliminarmente la situación.

—Llevamos meses vigilándola, pero no ha sido fácil —señaló, como disculpándose por la pésima calidad del resto de fotografías que contenía el portafolio. Todas a larga distancia, sin primeros planos, en movimiento y ligeramente borrosas.

Clint se limitó a mirarlo de forma inexpresiva. Era un hombre práctico y por lo general silencioso. Sólo hablaba cuando necesitaba información o tenía algo importante que decir.

—En los últimos meses la Viuda Negra ha interferido en varias de nuestras misiones. El director Furia considera que es un obstáculo que es necesario eliminar —prosiguió Coulson, acostumbrado a los silencios del agente —En el portafolio encontrarás información sobre su próxima misión. Tu objetivo es neutralizarla —Hizo una pausa, para asegurarse de que Ojo de Halcón le estaba prestando toda su atención. Él lo hacía, aunque ya sabía lo que el otro iba a decir —De manera definitiva.

A veces Clint encontraba la solemnidad de Coulson divertida. Nunca llamaba a las cosas por su nombre si podía evitarlo. Prefería utilizar eufemismos, toda una jerga ideada con la intención de deshumanizar la situación. Era parte de la psicología básica de la instrucción. Un agente nunca debía verse comprometido en su trabajo, ni implicarse emocionalmente con sus víctimas.

Por eso se había diseñado un pseudolenguaje para distanciar todo lo posible al agente del objetivo, al verdugo de la víctima. Era más fácil volarle la tapa de los sesos a alguien si pensabas en él como un blanco a eliminar y no como una persona con sentimientos y seres queridos. Si algo había aprendido Clint en sus años como agente era que hasta el más retorcido y enfermo psicópata tenía alguien en el mundo que lloraría su pérdida.

De vez en cuando, tras misiones especialmente complicadas, los agentes debían someterse a una evaluación psicológica para que alguien, hombre o mujer, con un diploma de Harvard y expresión condescendiente pero fría, juzgara si estaba preparado para otro encargo o por el contrario tenía serias posibilidades de perder la cabeza en las próximas 48 horas.

Clint detestaba las evaluaciones. Su trabajo no era agradable pero nunca lo ponía en duda. Si se planteara la moralidad de lo que hacía, si las razones de S.H.I.E.L.D eran legítimas, estaría perdido. Confiaba en la agencia, se contentaba con creer que trabajaba para los "buenos" y que con ello aportaba su grano de arena para que el mundo fuese un lugar mejor y más seguro.

Eso era suficiente para su higiene mental. El psicólogo de Harvard no tenía por qué saber que llevaba la cuenta de las personas a las que había quitado la vida y que de vez en cuando, en las noches en que el insomnio le atacaba, se preguntaba cuántos de ellos merecían realmente morir.

—Hemos recopilado toda la información que hemos podido sobre el objetivo, no es mucha. Pero sabemos que su siguiente misión la llevará a Copenhague. Cuando llegue a Dinamarca, tú ya estarás allí. Tienes tres horas y veinticinco minutos para estudiar el expediente. A las 6:50 p.m. un helicóptero estará esperándote en la pista. Buena suerte, agente Barton.

Clint lo despidió con un ligero asentimiento de cabeza y observó de nuevo la fotografía de la Viuda Negra. Sus ojos se detuvieron durante un instante más de la cuenta en la boca de la mujer. Después sacó la fotografía del expediente, la puso bocabajo sobre la mesa y se dispuso a estudiar a su objetivo.


Clint llegó a Copenhague un día antes que la espía rusa. Según el expediente que le habían facilitado, la Viuda Negra iba a infiltrarse en la delegación danesa de una empresa tecnológica que estaba trabajando en algún prototipo de superordenador que interesaba a la K.G.B.

Por el perfil psicológico de la mujer que contenía el expediente (poco preciso y lleno de generalidades ambiguas que el propio Clint podría hacer deducido por su historial), supuso que la agente Romanova reconocería el terreno antes de llevar a cabo su misión.

Esa sería su oportunidad de anticiparse y estudiarla.

En teoría, eliminarla sería sencillo. Si lo habían elegido a él para "neutralizarla de manera definitiva", era por su discreción. La mayoría de sus objetivos no se percataban de su presencia hasta que una de sus flechas se le clavaba en el cuerpo. Si jugaba bien sus cartas, la Viuda Negra desaparecería del mapa sin saber qué o quién había acabado con ella.

El problema era que no se trataba de un objetivo sencillo. Incluso para la agencia, Romanova era un gran enigma. No dejaba pistas ni supervivientes. Cambiaba de apariencia con facilidad y la K.G.B. la movía de un continente a otro continuamente.

Clint tenía poco material con el que trabajar, más allá del lugar y una estimación de la hora de su próxima misión.

Se preparó para una larga vigilancia. Buscó un lugar estratégico, en un edificio cercano a la empresa tecnológica, para establecer su base. Le fue fácil colarse sin ser visto y forzar la cerradura de la puerta metálica que daba a la azotea.

Aunque se había ganado el sobrenombre por su excelente vista, Clint utilizó unos prismáticos. Distinguir a una mujer que solamente había visto en fotografías borrosas entre los transeúntes que abarrotaban las calles del centro de Copenhague sería poco menos que imposible desde esas alturas.

Estaba acostumbrado a las largas vigilancias así que no se impacientó. Tenía la corazonada de que su objetivo aparecería tarde o temprano. Quizás la palabra adecuada sería certeza. Clint no creía en las corazonadas pero sí en su instinto.

La Viuda Negra no habría conseguido tal porcentaje de éxito en sus misiones sin preparar el terreno. Tampoco él.

Cuando ella apareció, la reconoció por su pelo. Una nota de color discordante entre la gente trajeada que poblaba la zona empresarial de la ciudad danesa. Fue como si alguien hubiese modificado la cromática de la fotografía a través de los prismáticos de Clint. De los distintos tonos de gris al rojo intenso de su cabellera.

No era el tipo de mujer que pasaba desapercibida, pero de no haber sido por el color de su pelo tal vez lo habría conseguido. Vestía un traje de raya diplomática y llevaba un maletín. Caminaba con el mismo ritmo apresurado que el resto de peatones y hablaba –o fingía hablar –a través de un móvil.

Cruzó el paso de cebra junto a un grupo poblado de gente de negocios. Clint comprendió de inmediato por qué había sido tan difícil conseguir fotografías suyas. Se mezclaba con su entorno con facilidad, del mismo modo que un camaleón adapta su piel para camuflarse.

Llegó a perderla de vista unos instantes, pero la localizó a tiempo para verla entrar en el edificio donde se encontraba el prototipo de superordenador. Clint vaciló unos instantes, preguntándose si su información sería incorrecta y si la Viuda Negra daría el golpe en ese momento, a plena luz del día, en lugar de a medianoche, como pensaba S.H.I.E.L.D

Lo dudaba. Seguramente quería estudiar el edificio desde dentro. La seguridad, los puntos ciegos de las cámaras, las salidas de emergencia. Quizás hacerse con los turnos de los guardias nocturnos y conseguir subrepticiamente alguna que otra tarjeta de acceso.

Por lo tanto, Clint decidió aguardar en lo alto de la azotea a que ella saliera. En caso de necesidad podría abatirla cuando lo hiciera, aunque eso echaría por tierra cualquier intento de eliminarla discretamente.

Tendría más oportunidades. Podría seguirla e interceptarla antes de que llegara al punto de encuentro en que algún enlace del K.G.B. la recogería y la sacaría del país sin dejar huella.

Veintidós minutos y cuarenta y siete segundos después Clint la vio aparecer de nuevo. Ya no llevaba su maletín ni hablaba por teléfono. Se preguntó si habría logrado conseguir el prototipo del superordenador y lo llevaría en un simple pendrive, oculto en algún bolsillo interno de su traje. Lo dudaba pero era una posibilidad que no podía desestimar, así que decidió seguirla.

Abandonó la azotea del edificio y bajó a la calle. La divisó justo cuando giraba una esquina, alejándose de la zona de oficinas.

La siguió a una distancia prudencial. Estuvo a punto de perderla en más de una ocasión, pero el color vivo de su pelo, destellando entre una masa de gente gris y sin rostro, lo mantuvo sobre su pista. Era como un localizador emitiendo una señal que solamente Ojo de Halcón podía oír.

La Viuda Negra se detuvo en un quiosco y compró una revista. Sonrió al quiosquero antes de renovar su camino. Clint vio que tenía una sonrisa agradable de dientes blancos.

Era una mujer hermosa y no dudaba que eso le resultaba de gran utilidad en su profesión. Nadie esperaba que tras ese rostro angelical y esas curvas se escondiera una espía capaz de matar a un hombre utilizando un solo dedo. Esa era una habilidad que no podía ser enseñada en ningún entrenamiento.

Según el informe, además era letal en el cuerpo a cuerpo, experta en artes marciales.

Para el ojo experto, había algo en su caminar fluido, en sus movimientos precisos, que delataba su cualidad de luchadora. Llevaba tacones pero andaba con la misma soltura que Ojo de Halcón en sus botas militares.

Al cruzar un paso de peatones, el maletín de un empresario golpeó ligeramente el hombro de una mujer que llevaba un vaso de cartón relleno de café en las manos. La Viuda Negra esquivó el líquido de manera tan instintiva que sólo Clint se dio cuenta de que debería haberla alcanzado. Se deslizó hacia un lado rápidamente y acto seguido giró para sortear a una pareja que parecía enzarzada en una discusión. Llegó a la acera antes de que el ejecutivo hubiese tenido tiempo siquiera de disculparse con la mujer aficionada al café.

Clint la siguió cuando el contador de semáforo indicaba que sólo quedaban tres segundos antes de que la luz verde se iluminara para los conductores. Al fondo de la calle estaba el famoso Faelledparken y la Viuda Negra se encaminó hacia él.

Hacía un día soleado y el parque estaba lleno de gente haciendo footing y de empresarios comiendo un sándwich aprovechando sus descansos. La espía se mezcló con ellos y se adentró en las veredas sombreadas por hayas hasta encontrar un banco de madera que estaba vacío. Se sentó allí y abrió la revista que había comprado, depositándola sobre sus rodillas.

Sin embargo, no le prestó atención y sacó un móvil del bolsillo de su traje. No realizó ninguna llamada pero pulsó un par de teclas y observó la pantalla durante unos minutos. Clint suponía que estaba revisando la información que había obtenido en su visita al edificio de la empresa tecnológica. Pasados seis minutos, consultó su reloj.

Cerró la revista, guardó el móvil y se puso en pie. Clint salió de detrás del árbol en el que se había apoyado para seguirla a varios metros de distancia.

Los rayos de luz que se colaba entre el ramaje de las hayas hicieron que Ojo de Halcón entrecerrara los ojos, a pesar de las gafas de sol. A pesar de ello no perdió de vista su objetivo en ningún momento.

Al fondo del camino de gravilla se encontraba un puesto de comida y helados. Además del vendedor, había un hombre vestido de negro qué observaba el cartel con los precios. La Viuda Negra se detuvo a su lado.

Todo sucedió con mucha rapidez pero Clint captó el intercambio. El hombre arrojó algo a la papelera que había junto al puesto e hizo un breve asentimiento, a modo de despedida. La rusa no respondió pero lo observó de soslayo.

Él se dio media vuelta y arrolló accidentalmente a un niño al que el vendedor acababa de dar un helado. El cucurucho relleno de vainilla y chocolate cayó sobre la gravilla.

Sin embargo, el hombre de negro no se inmutó. Observó con frialdad el helado destrozado, el puchero del pequeño, y prosiguió su camino.

Clint se dio cuenta de que era un enlace de la K.G.B. Había arrojado a la papelera algo que la Viuda Negra debía recoger. Sin embargo, ella no lo hizo de inmediato.

En su lugar se acuclilló frente al niño que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo algo que Clint no pudo escuchar y señaló el puesto de helados. Él asintió, con el labio inferior tembloroso.

La mujer se incorporó, habló con el vendedor y le dio un billete. Al instante, el hombre le sirvió un helado, igual al que se derretía en el suelo. La Viuda Negra se lo entregó al niño, que dejó de llorar en el acto. Habló con ella, posiblemente para darle las gracias. La rusa se limitó a sonreír y le pasó una mano por el pelo rubio y rizado.

Fue un gesto breve y un poco torpe, como si no estuviese acostumbrada a tratar con niños, o tal vez al contacto físico que no consistiera en un intercambio de puñetazos. Hubo algo en esa simple caricia, en la manera casi tímida en que ella retiró la mano, que produjo la sombra de un escalofrío en Ojo de Halcón.

Un cosquilleo subiendo por la espalda, un espasmo contenido, como cuando te despiertas de un sueño en el que sientes que te estás cayendo. Era como si alguien hubiera cambiado las normas del juego cuando Clint estaba a punto de ganarlo.

No importó que acto seguido la Viuda Negra arrojara su revista a la papelera y extrajera con discreción el papel arrugado que el otro espía había depositado allí para que ella lo tomara. No importó porque ese gesto, tan insignificante en comparación con las cosas que Clint leyó en su expediente, había sido suficiente para que la mujer rompiera a patadas el molde de objetivo militar que tan cuidadosamente habían inculcado en su mente de agente de S.H.I.E.L.D

El contraste entre la indiferente frialdad del otro agente ruso y la incómoda dulzura de Romanova ante el niño del helado había descolocado a Ojo de Halcón. El hombre de negro era el tipo de objetivo que estaba acostumbrado a abatir sin hacer preguntas.

Era el tipo de persona que tampoco las haría. Un asesino, un espía, un instrumento. Tal vez creía trabajar para los buenos como Clint lo hacía, tal vez no. Pero estaba claro que era eficaz en su trabajo y no tenía remordimientos. No se permitía sentimientos que le desviaran ni siquiera momentáneamente de su misión.

Había recibido órdenes de contactar con la Viuda Negra y lo había hecho. Para cuando llegara a su punto de encuentro, habría olvidado por completo al niño cuyo helado había enviado al suelo. No le había dedicado un pensamiento ni siquiera cuando lo tuvo delante.

La Viuda Negra sí lo había hecho. Y aunque se tratara de una agente letal a quien todo indicaba que nunca le había temblado la mano al acabar con un objetivo, ella había visto al niño.

Eso significaba algo, aunque Clint no sabía qué. Sin embargo intuía que sería algo que haría que las noches en que no podía dormir preguntándose si el objetivo a quien había neutralizado merecía morir o no, se multiplicaran.


Los oídos de Clint zumbaban a causa de los golpes recibidos. Su respiración era agitada. Había sangre en la mano izquierda empapando sus dactileras. No era suya.

Pertenecía a la mujer que tenía inmovilizada y a la que apuntaba con su arco. La punta de su flecha astada proyectaba una sombra entre las cejas, casi negras en la oscuridad, de la espía.

Ojo de Halcón podía oír los latidos acelerados del corazón de la mujer, golpeando la tela elástica del traje de camuflaje. O tal vez lo que escuchaba eran los suyos.

La pelea había sido dura pero había logrado reducir a la Viuda Negra. Había ayudado el que hubiera logrado herirla en el brazo antes de enfrentarse a ella cuerpo a cuerpo.

La rusa lo había obligado a bajar de su posición segura y buscarla en las distancias cortas, forzándolo así a desperdiciar su principal ventaja. Sin embargo, ese movimiento también había contribuido a debilitarla pues había perdido bastante sangre por la herida de flecha mientras jugaban al ratón y al gato. Posiblemente esa era la única razón por la que era Ojo de Halcón quien tenía la vida de la Viuda Negra en sus manos y no al revés.

Ahora sólo debía soltar la flecha. Abrir la mano y dejar que la saeta se hundiera en su objetivo. Era un movimiento sencillo. Apenas requería energía y ningún esfuerzo. Algo tan simple como estirar los dedos. Un segundo y todo habría acabado para las dos.

Ella estaría muerta. Él habría cumplido su misión y podría regresar a casa. Aquello era lo correcto. Al menos era para lo que lo habían enviado. Por eso la había seguido a lo largo de ese día, hasta que ella cogió un taxi y Clint decidió regresar a la azotea del edificio vecino a montar guardia esperando que apareciera con la oscuridad de la noche.

Podía hacerlo. Lo había hecho muchas veces. No todas sus misiones consistían en "neutralizar" objetivos pero en muchas resultaba necesario. Estaba preparado para ello. Alguien debía ensuciarse las manos para que muchos otros pudieran mantenerlas limpias.

La Viuda Negra era una asesina experimentada. Había acabado con varios agentes de S.H.I.E.L.D. Si fuese ella la que lo tuviese a su merced, no dudaría en apretar el gatillo.

Pero no podía dejar de pensar en bola de vainilla y chocolate derritiéndose sobre la gravilla del parque. La sonrisa que le dedicó al niño. Su mano, la mano que tantas vidas habría arrebatado, enredándose torpemente en rizos dorados.

Tal vez, después de todo, no se merecía eso. Quizás él no era nadie para juzgarla. O a lo mejor se trataba de que ella lo había seducido sin siquiera pretenderlo.

No allí, en ese baño en penumbra, entre golpes y disparos, sino a lo largo de ese día, cuando caminaba por las calles sin saber que él la seguía. Posiblemente había caído en la trampa más vieja del mundo.

En ese momento, ella abrió los ojos que había cerrado momentos atrás, aceptando la inevitabilidad de su muerte. Buscó la mirada de Clint y él pudo ver la confusión en sus ojos azules, oscurecidos por las sombras en las que no conseguía penetrar la luz de emergencia de los aseos. Se preguntaba qué estaba sucediendo, por qué él no la había matado ya.

Ojo de Halcón tensó aún más la cuerda y apretó los labios, sermoneándose interiormente.

"Suelta la maldita flecha. Termina el trabajo".

Si no lo hacía, tenía dos posibilidades: la primera, acabar muerto a manos de la rusa; la segunda, salir con vida pero convertirse en un traidor para S.H.I.E.L.D. Aunque quizás había una tercera salida: tal vez podría dejarla huir, regresar a la agencia y decir que se le había escapado. No tenían razones para dudar de su palabra. Hasta la fecha su hoja de servicios era impecable.

Pero con eso sólo ganaría tiempo, porque entonces enviarían a otro. A alguien con menos escrúpulos que él que la mataría o moriría en el intento. Si su sustituto fallaba, entonces habría otro. Así hasta que tarde o temprano la Viuda Negra fuese historia. ¿Era esa, realmente, una opción? ¿Si él no podía matarla, dejaría que otro lo hiciera?

Clint notaba todos los músculos de su cuerpo en dolorosa tensión. Los dedos con los que sostenía el arco cosquilleaban. El corazón le palpitaba tan rápido, que estaba seguro de que de vez en cuando se saltaba algún latido.

Miró a la espía unos segundos más, buscando una respuesta. Pero quien le devolvió la mirada no fue un objetivo militar sobre el que había leído un informe, fue ella. Natalia Romanova, alias la Viuda Negra.

Y había algo allí, en lo más hondo de sus ojos, que le hizo tomar su decisión.

Fue la corazonada, no, la certeza (porque Clint no creía en corazonadas pero sí en su instinto) de que la Viuda Negra era una igual. Que había un vínculo que no alcanzaba a comprender entre ellos. Que de alguna manera, matarla a ella sería como matarse a sí mismo.

Porque había dos tipos de asesinos en el mundo de las agencias de inteligencia secreta.

Los hombres de negro que golpeaban accidentalmente el helado de un niño, no se detenían y proseguían con su misión. Y los que hacían un alto en el camino para comprarle otro helado y acariciarle el pelo, antes de cumplir su cometido.

Clint quería creer que él era del segundo tipo. Y a su manera, esa diferencia significa algo. Era lo que le permitía dormir por las noches. No todas, pero sí la mayoría. Era lo que hacía que lograra superar todas las evaluaciones psicológicas y mantener la cordura.

Sospechaba que esa mujer era como él, aunque aún no lo sabía.

Fue eso lo que hizo que reconociera la decisión que había tomado desde el primer segundo en que colocó esa última flecha en su arco. No podía matarla.

No quería.

Antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, Clint retiró el arco y la golpeó con fuerza en la mandíbula, dejándola inconsciente.


Cuando Clint era pequeño y quería que sus padres le dieran permiso para algo (ir al cine al aire libre, una excursión del colegio, dormir en casa de un amigo) sabía qué era lo que debía hacer. No tenía que pedírselo a ambos: eso no daría resultado.

Su padre siempre decía que no a todo de manera automática, así que Clint aprendió a dar un rodeo para conseguir lo que deseaba. El rodeo consistía en pedir permiso a su madre. Si lograba convencerla, ella ser encargaría de disuadir a su marido.

En S.H.I.E.L.D las cosas funcionaban igual. Furia se negaría completamente a considerar la propuesta de Clint sobre la Viuda Negra, pero si lograba convencer a Coulson… él persuadiría al director.

—¿Qué es exactamente lo que propones, Barton?

Coulson lo observaba desde el otro lado de la mesa, imperturbable. Era una persona asertiva y difícil de impresionar. Siempre mantenía su tono diplomático, incluso en situaciones de tensión. Eso había sido motivo de varias bromas entre los agentes de S.H.I.E.L.D. Se rumoreaba que Nick Furia había sonreído alguna vez en los años 70 y que quizás Coulson había perdido los papeles en alguna ocasión por algo absurdo, como su perro meándose encima del sofá o descubrir una mosca flotando en su sopa.

Sin embargo, esa vez parecía decidido mantener la compostura. Se sentaba recto en la silla, con expresión distante pero amable y ni una arruga en la corbata. La única muestra que daba de que la situación era irregular y se saltaba de todas las maneras conocidas el protocolo de actuación, eran las miradas furtivas que lanzaba de vez en cuando a la Viuda Negra, inconsciente y esposada de pies y manos a una camilla con correas y sujeciones múltiples, en la celda de seguridad que sólo un cristal blindado separaba de la sala en la que se encontraban.

—Propongo que la reclutemos —expuso Clint, con el tono inexpresivo que acostumbraba a utilizar. Debía tener mucho cuidado a la hora de plantear su propuesta. Era de vital importancia que pareciera una proposición de negocios beneficiosa para la agencia y no un acto de rebeldía que pusiera en duda su profesionalidad si quería que la Viuda Negra y él salieran bien parados de esa situación —Es una agente excepcional. Tiene información que podría resultarnos útil. Sus habilidades son…

—Conozco sus habilidades —le interrumpió Coulson, pero no había sequedad en su tono. Parecía pensativo, como si se planteara las posibilidades de la oferta que tenía ante sí —No hay duda de que podría resultar muy valiosa para S.H.I.E.L.D pero ¿cómo sabríamos que podemos confiar en ella?

—No le dejaremos otra opción —respondió Clint con seguridad. Era algo que había pensado desde todos los ángulos posibles en el largo viaje de avión desde Dinamarca a Nueva York. La había observado, maniatada e inconsciente, con la cabeza inclinada hacia delante y la melena roja oscilando sobre su pecho, preguntándose cómo reaccionaría ella. Aún dormida mantenía el gesto frío y determinado. Aunque el ceño se había suavizado, la forma de su boca denotaba obstinación. Parecía una persona completamente diferente de la que había sonreído al niño del helado.

Para que el plan que Clint había elaborado tuviera éxito, era necesario que ella aceptara formar parte de él. El problema era que no iba a pedirle permiso. Confiaba en que Romanova viera la ventaja de la situación. Estaba seguro de que era el tipo de persona que siempre caía de pie. Una superviviente.

Si jugaba bien sus cartas, cada pieza empujaría a la siguiente como fichas de dominó. Él convencería a Coulson. Coulson a Furia. Y Furia a la Viuda Negra. Pero para eso, los beneficios de reclutarla debían compensar los riesgos.

—Haremos correr el rumor de que ha desertado —expuso Clint —La K.G.B. la considerará una traidora. No tendrá a donde volver. En esa situación, S.H.I.E.L.D será su única salida. Si nos traiciona, estará sola y en el punto de mira de las agencias de inteligencia secreta más importantes del planeta.

No era un seguro incuestionable, pero sí lo bastante jugoso para considerar la opción de reclutarla. En cuanto a ella, si quería vivir no tendría más opción que cambiar de bando. Nunca podría regresar a la K.G.B. si creían que había desertado.

—Pensaré en tu propuesta, agente Barton —concedió el agente especial tras un silencio reflexivo.

Coulson era una persona muy diplomática pero Clint sabía que no estaba dándole largas. El hecho de que no desarmara su propuesta en el acto aduciendo la docena de razones por las que contratar a una famosa agente de la K.G.B. suponía una amenaza para la seguridad nacional, era, bajo todo punto de vista, una buena señal.

Si lograba convencerlo, lo habría conseguido. Él sabía cómo lidiar con Furia. Quizás fuera el Director el que daba las órdenes pero Coulson era su hombre de confianza y valoraba mucho su opinión.

La mano derecha de Furia se puso en pie y se dirigió a la salida. Abrió la puerta en silencio, pero en el último momento pareció cambiar de idea y se volvió hacia Clint.

—¿Puedo preguntarte algo, Barton?

El hecho de que lo llamara directamente por su apellido, sin poner el "agente" delante, hizo que adivinara lo que iba a preguntarle. No se trataba de una pregunta profesional.

Clint asintió sin separar los labios. Coulson había escuchado su propuesta, se merecía una pregunta.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué tomarte tantas molestias con ella?

Lo observaba con la intensidad de quien intenta leer un rostro escrito en un idioma que desconoce. En todos los años en los que había trabajado juntos, Clint nunca se había saltado el protocolo. Había cumplido con su deber sin hacer preguntas, había seguido sus órdenes sin cuestionarlas. Siempre había sido predecible. Hasta esa misión, hasta Copenhague. Hasta la Viuda Negra.

¿Por qué lo había hecho? Clint no creía en las corazonadas, pero sí en su instinto. Una corazonada era una creencia ilógica basada en algo irracional. En cambio el instinto era real, algo elemental, primitivo, común a todas las especies. Un sistema natural necesario para la supervivencia.

Su instinto había reconocido algo en esa mujer mientras la apuntaba con su arco y miraba fijamente sus ojos, claros como aguas tropicales pero sin dejar ver sus profundidades. Algo que Clint no podía definir. Algo que había conectado con él a un nivel en que nada ni nadie lo había hecho. Pero, ¿cómo podía decirle explicarle eso a Coulson?

—No lo sé —respondió finalmente. Y era cierto, o no.

Coulson asintió, casi como si hubiese esperado esa respuesta.

—Espero que merezca la pena —dijo, y tras despedirse con un movimiento de cabeza, abandonó la sala.

Clint no se movió hasta que dejó de escuchar sus pasos alejándose por el pasillo de la cárcel de seguridad en la que se encontraban. Entonces se volvió y miró a la Viuda Negra a través del cristal blindado que los separaba.

Ella dormía, ajena a todo. Ajena a que Clint le había curado la herida de flecha, la había cargado al hombro, la había introducido en uno de los aviones militares de S.H.I.E.L.D y la había llevado hasta allí. Ajena a que se había jugado todo ante la agencia por traerla y proponer que la reclutaran.

¿Merecería esa desconocida todo el esfuerzo? Una vez más, su instinto le dijo a Clint Barton que sí.


Unos días después de la reunión con Coulson, trasladaron a la espía rusa a una celda de Seguridad 3 y dejaron de suministrarle sedantes. Entonces Clint pidió permiso para visitarla y le fue concedido.

La Viuda Negra, en latín Latrodectus mactans, era una de las variedades de araña más venenosas. Al principio podías no notar su picadura, percibías apenas un pinchazo, pero a la media hora el veneno se había extendido por tu cuerpo e incluso podía llegar a resultar mortal si no se trataba a tiempo.

Cazaba tejiendo una telaraña con la que enredaba a sus víctimas antes de acercarse y asestarles el mordisco final. Su mayor distintivo era la mancha roja con forma de reloj de arena en su abdomen, resaltando sobre el color negro de su cuerpo.

Clint podía comprender por qué Romanova había recibido ese alias. El pelo rojo, el traje negro. La trampa mortal que tejía alrededor de ti antes de que te dieras cuenta…

Y ahí se encontraba, de pie, esperándole en el centro de la celda. Estaba descalza y llevaba un informe camisón gris bajo el que, pese a todo, se insinuaban sus curvas. Por un instante, cuando sus ojos se encontraron, Clint intuyó en ella un momento de vulnerabilidad. Estaba desorientada tras pasar días sedadas. Lo último que recordaría era a él, apuntándola con el arco. Y ahora, una semana después de aquello, despertaba en una celda, sola.

Sin embargo, esa breve grieta en su armadura de espía rusa se selló pronto y adoptó otra actitud. Clint sabía que estaba calibrándolo, pensando en que cómo utilizarlo para escapar de allí. Le hizo algunas preguntas: dónde estoy, qué vais a hacer conmigo, quién eres. Y entonces, ante las respuestas crípticas de Clint, replanteó su estrategia.

Él lo percibió por el cambio en su lenguaje corporal. Romanova empezó a tejer su telaraña: elevó los hombros y el pecho, ladeó la cabeza, dejando que la melena le acariciara un hombro, y se acercó a él hasta que sólo les separaron los barrotes. Su actitud era seductora pero Clint podía percibir sus ojos analizándolo todo rápidamente, entre caídas de pestañas y lentos parpadeos. Estaba buscando alguna llave o tarjeta para escapar de su celda. Si la encontraba, no dudaría en intentar noquearlo y salir de allí.

No encontró nada y eso pareció decepcionarla. Abandonó en el acto su pose y retrocedió unos pasos, regresando a la frialdad inicial. Clint casi pudo sentir los hilos de su telaraña aflojándose y dejándole ir. Pero no iba retirarse sin al menos un intento.

—¿Por qué me perdonaste la vida? —disparó.

Otra vez esa pregunta. Y esta vez silencio. Clint se limitó a sonreír y se marchó, dejándola de nuevo a solas.


Una semana después llamaron a Clint a la sala de operaciones. Cuando entró, el director de S.H.I.E.L.D y sus dos agentes de confianza estaban allí.

Coulson, con su habitual semblante cordial y con las manos enlazadas frente al cuerpo. Hill, con las manos a la espalda, en pose militar. Entre ellos se erguía Furia, con expresión hostil, los brazos cruzados y su único ojo vibrándole en la cuenca con potencia suficiente para incendiar la telaraña de expedientes, mapas y fotografías de la Viuda Negra que cubrían la mesa de operaciones.

Esperó a que Ojo de Halcón cerrara las puertas para señalarlo con un dedo acusador y decir con tono perentorio: —Si esto sale mal, tú serás el responsable.

El director de la agencia era un tipo duro. Nadie quería cabrearlo y Clint acababa de hacerlo, así que se limitó a asentir silenciosamente. Había imaginado algo así. En realidad, según descubrió en ese momento, nunca se había planteado qué haría si se negaba a reclutar a Romanova. Nunca fue una opción en la que se permitiera pensar.

Después de la admonitoria frase de Furia, Coulson y Hill le expusieron los detalles del reclutamiento de la Viuda Negra. Jerga legal, contratos, fases del "proyecto". En resumidas cuentas, tras un entrenamiento básico, le encargarían misiones, pero nunca sola.

Ya que la idea había sido de Clint, consideraron oportuno que él la "tutelara", dijo Coulson. En realidad querían que la vigilara. Furia intervino para dejarle muy claro que si ella escapaba, lo responsabilizaría de ello y lo enviaría a buscarla y acabar con ella de manera definitiva.

O sería acusado de traición. Eso último no lo dijo en voz alta, pero Ojo de Halcón sabía leer entre líneas.

Le parecía justo. Le fue sencillo no exteriorizar el alivio que sentía, porque en el fondo, todavía había una parte de él que no se atrevía a respirar del todo. La Viuda Negra aún no había dado su opinión sobre todo ese asunto.

Le hicieron la propuesta a primera hora de la mañana siguiente. Furia y Coulson entraron en la celda mientras ella aún dormía, como si quisieran recordarle que estaba a su completa merced. Clint se limitó a esperar fuera, observando todo a través de los cristales de sus gafas de sol.

Notaba su cuerpo tenso, las mandíbulas rígidas y los labios apretados en una línea. Romanova escuchó atentamente el acuerdo que Coulson le ofrecía. Después Furia le dejó muy claro que no tenía alternativa y le advirtió que si trataba de escapar, enviarían a Clint a acabar con ella.

Al oír eso, la Viuda Negra lo miró. Aunque llevaba las gafas puestas, casi sintió su mirada atravesando el cristal, la carne y el hueso y buscando dentro de él. Estudiándolo, valorando si acabaría con ella si huía. Preguntándose por qué no la había matado ya.

Finalmente Romanova apartó la mirada de él y la fijó en Coulson y Furia. Simplemente dijo acepto y entonces, sólo entonces, Clint se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.


La fase de "entrenamiento" de Romanova duró semanas. Entre otras cosas, crearon una nueva identidad para ella americanizando su nombre. Natalia pasó a ser Natasha y Romanova se convirtió en Romanoff. Pero su alias permaneció intacto. Se había ganado su sobrenombre a pulso y S.H.I.E.L.D no tenía intención de esconder que antes había pertenecido a la K.G.B, sino todo lo contrario.

Durante todo ese tiempo, Clint apenas la vio. Se limitó a observarla desde lejos en el comedor de la agencia o en la sala de entrenamiento. Algunos agentes de S.H.I.E.L.D se habían ofrecido voluntarios para entrenar con ella. Todos habían acabado doloridos o con dificultades para moverse durante un par de días.

También era una gran tiradora. En el recinto de tiro de la base había blancos móviles que ella abatía con una puntería que igualaba a la de Clint con el arco.

Sus habilidades eran incuestionables, pero no se relacionaba con sus nuevos compañeros. Solía comer en una mesa apartada, perdida en sus pensamientos. No se mostraba abiertamente hostil pero tampoco sociable. Era evidente que no estaba allí para hacer amigos.

De cualquier modo, nadie intentó acercarse a ella. Tampoco lo hizo Clint.

La observaba en la distancia, dejando que se adaptara. Sentía que conocía a esa mujer de un modo que a ella no le habría gustado. No necesitaba acercarse para saberlo. No necesitaba ser su amigo para sentir que había un vínculo entre ellos, una familiaridad instintiva que no podía explicar.

A veces sospechaba que la Viuda Negra también lo sabía por la manera en que siempre descubría que estaba mirándola. Podía tener los ojos de todo S.H.I.E.L.D sobre ella, pero su mirada lo encontraba a él continuamente.

Entonces mantenían el contacto visual durante unos segundos, y no era incómodo ni invasivo. Era un intercambio de esa energía, de esa tensión que pulsaba entre ellos. Después ella –siempre era ella –apartaba la mirada y Clint descubría una vez más que había estado conteniendo la respiración.


Cuando Furia consideró que ya estaba preparada, les asignó la primera misión. El director se encargó personalmente de informar a Ojo de Halcón, lo cual era poco habitual.

—Intentará huir —le advirtió Furia —A la menor oportunidad escapará y te dejará en la estacada, agente Barton.

Clint sospechaba que si le había informado de la asignación en persona había sido sólo para poder advertirle. Cuando Nick Furia decía algo, la gente solía aceptarlo como una verdad incuestionable. Esa vez, Ojo de Halcón no lo hizo.

Sabía que si tenía la oportunidad Natalia Romanova intentaría huir, hasta ahí estaban de acuerdo. Pero también sabía que no llegaría a hacerlo. Lo sabía, del mismo modo que conocía el momento exacto en que soltar la flecha para habiendo calculado la distancia, la resistencia del viento y la inercia del movimiento de su objetivo.

Si alguien sostenía una viuda negra en la palma de la mano, era muy probable que se llevara un mordisco doble y una nada desdeñable dosis de veneno. Era más que probable, era casi indudable.

Sin embargo, Clint estaba seguro de que no le picaría.

No era una corazonada, porque Ojo de Halcón no creía en las corazonadas, era su instinto.


Durante su primera misión, la Viuda Negra tuvo la ocasión ideal para abandonarlo a una muerte casi segura y desaparecer con un arma biológica por la que le pagarían millones. Cuando llegó su oportunidad, la vida de Clint pendía de la fuerza que era capaz de ejercer con la yema de los dedos de una mano sobre el asidero de la pared de un tren que viajaba a más de 200 kilómetros por hora.

Él la llamó. La llamó tres veces por su nombre. Ni Viuda Negra, ni Romanova. Ni siquiera Natalia. La llamó Natasha. No lo hizo de manera consciente, simplemente lo hizo.

Y ella respondió a su llamada. Lo miró a los ojos, arrodillada sobre la cubierta del vagón, y por un instante las palabras de Furia resonaron en la mente de Clint por encima del sonido del viento que bombardeaba sus oídos.

"Intentará huir. A la menor oportunidad escapará y te dejará en la estacada, agente Barton".

Por primera vez desde que decidió perdonarle la vida, Clint sintió dudas. Pero entonces, Natasha se tumbó sobre el techo del tren, alargó un brazo y lo agarró por encima del codo. Él se aferró a su mano con fuerza y en ese instante sintió, como un círculo que se cierra, que ella nunca más volvería a intentar huir. Que ellos dos nunca volverían a separarse.

Sonriendo, le tendió la mano, la misma con la con la que se había aferrado a la vida, y la Viuda Negra la estrechó.

—Bienvenida a S.H.I.E.L.D, Natasha —le gritó, por encima del viento.


Hasta que le asignaron como misión de "tutelar" a Natasha durante su inserción como agente de S.H.I.E.L.D, Clint solía trabajar solo. No tenía problemas en coordinarse con otros compañeros cuando era necesario, pero su perfil solía conllevar largas vigilancias y trabajos solitarios.

No obstante, acostumbrarse a trabajar con Natasha fue asombrosamente fácil. Durante casi un año, Clint y ella formaron una pareja mortífera que llevó a cabo exitosamente docenas de misiones para S.H.I.E.L.D. Él era letal es las distancias largas, ella en las cortas. Se coordinaban como si hubiesen sido adiestrados juntos y se entendían sin necesidad de palabras. Una mirada, un gesto, era suficiente para reajustar su plan.

Habían ideado su propio lenguaje y se comprendían a la perfección, tanto de servicio como de permiso. Clint sabía que cuando Natasha rehuía el contacto visual significaba que estaba malhumorada. Si no perdía el apetito podía tratarse de cualquier cosa sin importancia como que Coulson había vuelto a asignarles una misión en algún país tropical (el calor húmedo la agotaba y la ponía irritable) o que Clint había previsto muchos de sus ataques en el último entrenamiento cuerpo a cuerpo.

Si perdía el apetito, se trataba de algo serio. Clint había aprendido que remover la comida en su plato, desplazándola de un lado a otro y desmenuzando un mendrugo de pan, significaba remordimientos en el idioma de la Viuda Negra.

A veces sus misiones los llevaban a localizaciones en las que había estado cuando trabajaba para la K.G.B. e incluso en más de una ocasión tuvieron que solucionar algunos problemas para la agencia que ella había ayudado a crear. Natasha se mostraba especialmente silenciosa y concentrada en esas asignaciones y cuando regresaban a la base, se marchaba a entrenar a solas.

Él nunca le hacía preguntas al respecto y se limitaba a esperar a que ella decidiera contarle qué le pasaba por la mente. Una noche, después de regresar de Budapest (una misión infernal en la que Clint llegó a pensar que los dos morirían), Natasha empezó a hablar de su pasado frente a dos cervezas frescas y una bandeja de patatas fritas. Le contó cosas que había hecho y de las que se arrepentía.

Clint había leído algunas de ellas en el expediente que le entregaron cuando le ordenaron matarla pero no dijo nada. Escuchó en silencio y cuando ella terminó, le dijo que ya no era esa persona. Ahora bebía cerveza en vez de vozka, usaba semiautomáticas americanas en lugar de Makarovs y era aficionada a los Giants. Incluso era capaz de comerse los perritos calientes del Papaya's Dog en Midtown West, tan picantes que hacían que a Clint se le saltaran las lágrimas.

Eso logró que ella rememorara la primera vez que los habían probado, cuando Clint se había puesto rojo como la grana después de tragar un bocado y se había bebido su refresco tamaño grande además del de Natasha para luego comerse todo el pan de la bandeja intentando contener las lágrimas. Con eso la nube de oscuridad abandonó su rostro, su ceño se relajó y su sonrisa salió a pasear. Miró a Clint con agradecimiento, lo que no impidió que siguiera tomándole el pelo porque se pasó los tres días siguientes bebiendo cantidades ingentes de líquidos y apretando la lengua contra el paladar.

Clint dejó que se metiera con él, esbozando una sonrisa en la que casi no asomaban sus dientes, sin quejarse cuando ella se comió su parte de la ración de patatas. Y de algún modo ese día inauguraron una tradición.

Después de una misión especialmente complicada o cuando ninguno de los dos podía dormir, solían reunirse en el mismo antro (un tugurio de Brooklyn llamado Hurley's en el que siempre sonaba Johnny Cash y servían las patatas fritas más grasientas del mundo), a beber cerveza y matar viejos fantasmas entre trago y trago.

Con el tiempo desarrollaron otras rutinas. En su tiempo libre iban a partidos de los Giants, al Hurley's o a jugar al billar. Clint se negó a volver a probar nada del Papaya's Dog y durante un tiempo sustituyeron los perritos calientes por comida china.

Había una mesa del comedor de la base de la agencia en Nueva York que parecía tener su nombre escrito. Siempre se sentaban allí, los dos juntos, y el resto de compañeros se mantenían alejados, incluso cuando ellos estaban ausentes.

De vez en cuando Natasha le preguntaba por qué la había salvado y Clint se limitaba a sonreír o a cambiar de tema. Porque ella no estaba preparada para saberlo.

Clint era una persona contenida, Natasha era fría. Mientras él se limitaba a guardar sus emociones para sí mismo, la Viuda Negra parecía insensible la mayor parte del tiempo.

Sin embargo estaba ahí, esa corriente casi eléctrica fluyendo entre ambos y los dos eran muy conscientes de ella, pero Clint no quería dar pasos en falso ni interferir en su camino. Natasha se estaba reconstruyendo a sí misma y sabía que, si daba el 100% en cada misión, no era sólo porque fuera una gran profesional sino porque quería demostrarle algo a S.H.I.E.L.D, a Furia e incluso tal vez a sí misma.

Su luna de miel duró un año, hasta que Furia lo hizo llamar un día. Le pidió una evaluación sobre Natasha, pese a que durante todo ese tiempo había realizado un informe tras cada misión, valorando su desempeño. Clint intuyó que él y Coulson habían decidido que Natasha había superado la fase dos del proyecto y se había ganado los galones: sería una agente de pleno derecho en S.H.I.E.L.D.

—Creo que podemos afirmar que tu proyecto ha sido un éxito —declaró Coulson, confirmando sus sospechas.

Durante todo ese tiempo, el agente especial solía referirse a la Viuda Negra como "el proyecto" de Clint. De alguna manera eso denotaba su responsabilidad en el plan de convertirla en un activo de S.H.I.E.L.D pero también establecía un vínculo entre ellos. Era el deber de Clint guiarla y protegerla, y después de un año guardándose las espaldas y compartiendo prácticamente las 24 horas del día, la idea de que los separaran le producía un extraño amargor en el estómago. Era una sensación de desposesión, de pérdida, como si le hubiesen cortado la mano derecha y ahora tuviera que aprender a escribir con la izquierda. Sólo que había sido zurdo toda la vida, hasta que la conoció a ella.

Sin embargo, eso significa que hasta Furia había llegado a confiar en ella. Natasha se había ganado a pulso ser una agente de pleno derecho. Se podría decir que la habían ascendido y Clint sabía que eso era importante para ella.

Así que esperó fuera mientras le daban la noticia, con intención de felicitarla cuando saliera. Pero Natasha no lo miró cuando abandonó la sala de operaciones. No sólo rehuyó el contacto visual sino que todo su lenguaje corporal emitía señales disuasorias indicándole que mantuviera la distancia. Si hubiesen estado en el comedor, Clint sospechaba que ella no se habría limitado a perder el apetito sino que le hubiese vaciado el plato encima.

Natasha estaba, por primera vez desde que la conocía, furiosa. Clint la había visto malhumorada antes, incluso molesta (aunque jamás con él), pero nunca enfadada. No había rastro de su frialdad habitual, esa que emanaba de dentro, forjada en el invierno de Siberia. En su lugar había una frialdad impostada, como un montón de nieve arrojado sobre una hoguera, logrando multiplicar las señales de humo.

Clint las interpretó y descubrió que, a su manera, Natasha también odiaba que los hubiesen separado.

—Da igual que trabajemos por separado. Siempre seré tu compañero —dijo él.

Y Natasha se aflojó. La nieve se derritió, apagando los últimos rescoldos y sólo quedó una muda tristeza, estoica y honda. Ese día, Clint le hizo una promesa que no tenía nada que ver con el Proyecto Viuda Negra, y la cumplió.

Viajaron a puntas opuestas del mundo, pasaron días e incluso semanas sin verse, pero siempre mantuvieron el contacto. Se llamaban a menudo, durante las largas vigilancias o las noches de insomnio de uno que coincidían con la comida del otro. Sus conversaciones no eran largas y, a menudo, entre frases y frase había silencios que no resultaban incómodos porque escuchar la respiración del otro les producía la ilusión de que, pese a los kilómetros de distancia, estaban juntos.

A veces, cuando el silencio se volvía triste, Clint hablaba.

—Echo de menos Nueva York —decía. Porque Nueva York se había convertido en el nuevo alias de la Viuda Negra cuando estaban lejos. Nueva York significaba ella, significaba volver a verla —Hasta tengo ganas de probar de nuevo los perritos calientes del Papaya's Dog.

Era automático: la risa de Natasha se colaba por el auricular y rebotaba hasta el espacio, donde un satélite la recogía y la enviaba de vuelta a la tierra, directa al oído de Clint. Y era entonces, sólo entonces, cuando la distancia entre ellos desaparecía.


Clint no era el tipo de hombre que regalaba flores ni bombones, ni preparaba cenas románticas a la luz de las velas o pronunciaba elocuentes declaraciones de amor. Clint era, más bien, el tipo de hombre que se pasaba 38 horas sin dormir y viajaba 7.500 kilómetros para brindar con una botella de vozka con tal graduación que sería más indicado para desinfectar heridas que para ser ingerido por un ser humano con tal de acompañarla en su primera misión sola en la gélida Rusia. El tipo de hombre que hacía guardia junto a la cama en la enfermería de S.H.I.E.L.D cuando resultaba mal herida y aunque no decía nada, se echaba la culpa y asumía riesgos para protegerla en su siguiente misión. El tipo de hombre que escuchaba sus más oscuros secretos sin juzgarla y la ayudaba a enterrar a sus viejos demonios a golpe de pala, con una sonrisa y una cerveza de madrugada. El tipo de hombre capaz de comerse el perrito caliente más picante de la tierra y llorar durante horas con tal de hacerla reír. En definitiva, Clint era el tipo de hombre que nunca diría un 'te quiero' en voz alta, pero lo demostraría de todas las maneras posibles que no necesitan palabras.

Era lo que más tarde Loki consideraba un corazón puro.


A Loki Laufeyson le gustaba el caos, manipular emociones y explotar miedos y debilidades, utilizando la psique humana como su patio de juegos. A juicio de Tony Stark (un gran entendido en la materia) era una diva. Le gustaban las entradas triunfales, el drama y la ironía.

Y encontró en Clint Barton, alias Ojo de Halcón, un gran actor principal para la obra que planeaba representar en la Tierra. Sólo luego, después del recalibrado cognitivo y de salvar Manhattan de una invasión alienígena, Clint empezó a recordar las cosas que había hecho y dicho bajo el dominio de Loki.

Los recuerdos estrella los protagonizaban las caras de las nueve personas a las que había matado o herido cuando sus ojos estaban velados de escarcha y su mente adormecida, pero también le torturaban especialmente las preguntas del dios.

Loki lo había interrogado a fondo sobre S.H.I.E.L.D, su jerarquía, su director, sus miembros… y en algún momento del interrogatorio, el nombre de Natasha había salido a colación. Incluso en esa versión poseída de sí mismo, en medio de apellidos y alias militares, Clint la había llamado por su nombre de pila. No se refirió a ella como la agente Romanoff, como sí lo había hecho con Coulson o Hill. La llamó Natasha.

Y Loki percibió el gran potencial que había en ello. Así que empezó a hacer preguntas sobre ella. Quién era, qué relación les unía, cómo se habían conocido. Después de extraer toda la información personal sobre Natasha que Clint conocía, le hizo una última y clara pregunta.

—¿La quieres, humano?

Clint, con rostro y voz inexpresiva, respondió con la sinceridad con la que había contestado a todas las cuestiones. No es que tuviera otra opción.

—Sí.

Recordaba perfectamente la expresión de Loki, el destello de malicia en sus ojos y el rictus de una sonrisa en sus labios, como la de niño travieso al que se le ha ocurrido su próxima diablura.

—Interesante —murmuró el dios.

Loki había encontrado muy interesantes, divertidos, sus sentimientos por Natasha. Y decidió añadir a su guión de conquista y dominación, una subtrama de tragedia griega. Antes de abandonar la habitación contigua al laboratorio improvisado en el que el doctor Selvig trabajaba en el teseracto, el dios asgardiano le encomendó una última misión.

—La próxima vez que la veas…mátala.


El motor del coche llenaba el silencio cargado entre los dos. Después de su encuentro con Tony Stark y el doctor Banner, Natasha había encendido la radio pero Clint la apagó a los pocos segundos y ella no hizo ademán de volver a conectarla.

El arquero prefería el silencio. Así podía concentrarse en planear una muerte lenta y dolorosa para Stark por haberlos interrumpido cuando Natasha estaba a horcajadas encima de él y sus dedos empezaban a desnudarlo.

Lamentó por enésima vez no haber llevado su arco en el coche, pero no estaban de servicio. Pensó en lo útil que le habría sido tenerlo en el asiento trasero. Tan sólo habría tenido que alargar un brazo para cogerlo, colocar una flecha y soltarla directa a la cara de Iron Man.

Estaba tan excitado que aunque hubiese querido, no habría podido hablar. Natasha tampoco parecía con ánimo de conversar. Conducía a más velocidad de la permitida, haciendo adelantamientos arriesgados y curvas demasiado cerradas. Quizás era su manera de dar rienda suelta a su frustración, aunque en realidad solía conducir así. Practicaba lo que Clint llamaba "conducción agresiva".

No había retirado la mano de la rodilla de la pelirroja, de la misma manera que su erección se había negado a abandonar la escena y seguía ahí, pulsando dolorosamente contra la cremallera de sus vaqueros.

Natasha suspiró con fastidio cuando entraron en la autopista que abandonaba Manhattan. Al sur quedaban Nueva Jersey, Maryland y más allá el estado de Virginia. Por la velocidad que llevaba, parecía dispuesta a llegar a México para la cena.

Sin embargo, Clint no creía poder aguantar hasta entonces. Divisó un motel de carretera cinco minutos después. Un destartalado edificio prefabricado en forma de L y con pintura verde desconchada en las paredes. Le pareció suficiente.

Apretó brevemente la rodilla de Natasha e hizo que su mano subiera por el muslo.

—Para el coche —le dijo y señaló el motel que queda a su derecha con un movimiento de cabeza —Allí.

Natasha lo miró y sus labios se entreabrieron. Clint sintió que la necesidad de besarla y tocarla se multiplicaba. Ella lo leyó en sus ojos pero no dijo nada. Simplemente aceleró, entró el desviadero derrapando y estacionó en los aparcamientos del motel con un frenazo tan brusco que Clint tuvo que poner la mano en el salpicadero para no salir disparado hacia delante.

Aún no se había quitado el cinturón cuando Natasha ya estaba saliendo por la puerta del coche. Había cogido su bolso del asiento trasero y aguardaba con impaciencia a que Clint bajara del Sedan para poder cerrarlo. O quizás el coche no le importaba en absoluto y sólo quería que él se diera prisa en llegar a una habitación.

Como fuera, Clint obedeció. El Sedan emitió un pitido cuando Natasha pulsó el botón de las llaves que activaba el cierre centralizado. Caminaron en silencio, más rápido de la cuenta, hasta la recepción de motel.

Un tipo aburrido con una hortera camiseta hawaiiana y una barba rala llena de migas ojeaba una revista para hombres con aire aburrido detrás del mostrador. Natasha se encargó de todos los trámites de la reserva. Pagó con tarjeta, cogió la llave de la habitación de la que pendía una pesada bola de billar a modo de llavero, agarró a Clint por la cremallera de su sudadera y lo guió por el pasillo hasta el cuarto que acababan de reservar.

Ninguno de los dijo una palabra, tampoco se tocaron. Natasha soltó la sudadera de Clint cuando llegaron frente a la puerta que una chapa plateada identificaba como la habitación 28. Introdujo la llave en la cerradura y empujó.

Clint pudo ver brevemente una habitación pequeña, empapelada con un horrible estampado de flores secas, cortinas amarillentas que llegaban hasta el suelo ocultando un pequeño ventanal y en el centro, una cama cubierta con sábanas gastadas. Ni siquiera había edredón. Una vieja cómoda hacía las veces de armario y sobre la mesita de noche había una lámpara abollada.

No era gran cosa pero habían estado en lugares peores. A Clint le habría bastado con un pedazo de suelo resguardado de miradas indiscretas y de molestas interrupciones. Esa pequeña habitación serviría para su propósito.

Natasha parecía pensar lo mismo porque en cuanto entró tras ella y cerró la puerta, se abalanzó sobre él.

En realidad fue algo mutuo. Cuando la rusa se giró, Clint ya tenía las manos extendidas hacia ella. Natasha le rodeó el cuello con las manos al mismo tiempo que lo besaba, estrechándose contra él. Clint pudo notar sus pezones, tensos, a través de la ropa. Un instante después sintió sus labios. Carnosos y suaves, aplastándose contra los suyos. Abrió la boca y Natasha coló su lengua dentro. Él respondió, sintiendo que el corazón le latía más al sur del pecho de lo que lo había hecho nunca.

Sus lenguas describían curvas húmedas, rodeándose la una a la otra entre jadeos. Las manos de Clint bajaron por la espalda de su compañera hasta enterrarse en su trasero. Cuando hundió los dedos en su carne, Natasha gimió, pero no de protesta.

En su lugar se retiró un poco, lo justo para poder bajar la cremallera de la sudadera de Clint. Él apenas oyó el click final. Todo lo que escuchaba era el suave ronroneo que ella emitía, en forma de respiraciones agitadas y pequeños gemidos. El dorso de la mano de la espía rozó su erección al soltar el cierre y Clint la sintió palpitar con fuerza.

Como respuesta emitió un jadeo, bajo y ronco, que la boca de Natasha absorbió con avidez. Se vio obligado a retirar las manos de su cuerpo para que ella pudiera quitarle la sudadera. Antes de que tuviera oportunidad de volver a tocarla, hizo lo mismo con su camiseta gris. Clint alargó los brazos y Natasha se la sacó por la cabeza. La dejó caer al suelo y después lo empujó, contra la puerta.

El arquero sintió la hoja contra la espalda desnuda. La madera estaba fría en contraste con la temperatura de su cuerpo. Clint pensó que podría incendiarla cuando Natasha se le acercó y deslizó sus manos a lo largo del torso firme y compacto. Después se inclinó sobre él y besó el hueco entre sus clavículas. Siguió hasta el pectoral y Clint sintió la punta de su lengua asomando entre los labios para lamerle el pezón hasta convertirlo en un botón duro.

Soltó aire sonoramente y Natasha lo miró, desde abajo, entre las pestañas. Eso fue suficiente para que el impulso de volver a tocarla creciera. Le puso una mano en la nuca, por debajo de la melena roja, y la guió de nuevo hasta su boca.

Después cerró los dedos sobre su pecho, por encima de la ropa. Bajó la otra mano por su espalda, tanteando el cierre del sujetador. Lo soltó tras un breve forcejeo que hizo que ella sonriera contra su boca, rompiendo el beso.

La expresión de diversión de su cara desapareció cuando Clint la besó en la oreja, haciéndole cosquillas con su aliento. Después bajó por su cuello, dejando un rastro de caricias y saliva. Natasha se aferró a sus hombros como si temiera perder el equilibrio. Clint continuó descendiendo hasta llegar al tirante de su camiseta. Lo apartó y besó la piel que había debajo mientras sus dedos describían círculos sobre los senos de la mujer a través de la tela.

Cuando Clint ya había besado cada rincón desde su oreja al escote, Natasha se lo apartó con firmeza. Se retiró un paso y mirándolo a los ojos, empezó a levantarse la camiseta, descubriendo centímetro a centímetro el vientre blanco y plano.

Clint la detuvo antes de que siguiera, sujetándole suavemente las muñecas.

—No —dijo. Su voz sonó áspera y autoritaria. Los ojos de Natasha se agrandaron, confusos pero excitados. No hizo ademán de liberarse. Dejó que fuera Clint quien la desnudara, subiendo los brazos para facilitarle el trabajo. Él retiró la tela roja pausadamente, sin tirones. Después la arrojó lejos, sin seguirla con la mirada.

Entonces Natasha bajó los brazos y el sostén desabrochado, negro y con encaje, se deslizó hasta caer al suelo revelando su pecho. Clint estudió durante unos segundos la curva de sus senos blancos, la aureola del mismo color que sus labios y los pezones tensos.

Después se acercó, en un paso rápido y fluido, y le puso las manos en la parte trasera de los muslos. Como en una de sus rutinas de entrenamiento, Natasha respondió a sus movimientos de manera automática y le rodeó el cuello con las manos y las caderas con las piernas.

Clint notó la fuerza de los músculos de sus muslos abrazándole la pelvis. Buscó su boca y la encontró con rapidez. De nuevo se enzarzaron en una enredadera de lenguas y pequeños mordiscos hasta que, avanzando a ciegas, llegaron hasta la vieja y arañada cómoda.

Depositó allí a Natasha y ella le soltó el cuello pero no las caderas. Se recostó, apoyándose en la pared, con los labios húmedos e hinchados, respirando agitadamente.

Clint le agarró un pecho con una mano y se lo llevó a la boca. Notó la piel suave y rugosa del pezón contra la lengua. Trazó un círculo alrededor de él y luego lo empujó arriba y abajo. Ella gimió. Él la mordió. Despacio, un toque de dientes sobre la tierna carne, explotando la curva donde el dolor y el placer se confunden.

Notó la mano de Natasha acariciándole el pelo y lo tomó como una invitación. Lamió entonces el otro pezón, que hasta el momento se había limitado a acariciar con el pulgar. Mientras tanto sus manos bajaron.

El botón del pantalón de la espía se hundía en el pliegue de su abdomen. Su entrepierna estaba tan íntimamente apretada contra la erección de Clint que apenas había espacio para maniobrar. El arquero soltó un gruñido contra su seno cuando logró desabotonarlo. Peleó unos instantes con la cremallera antes de comprender que era imposible bajarla en esa posición.

Desistió, rodeó a Natasha por la cintura y volvió a alzarla. Ella se abrazó a él y se dejó llevar hasta la cama. Clint la tumbó sobre la grisácea sábana que la cubría y se retiró, obligándola a estirar las piernas. Entonces la descalzó, bajó la cremallera de su pantalón con una mueca grave de triunfo y tiró de la prenda hasta que el cuerpo de la rusa quedó desnudo a excepción de unas bragas negras.

Natasha tenía las piernas torneadas por horas de entrenamiento. Los gemelos eran musculosos y los muslos firmes. Eran unas piernas capaces de noquearte de una patada o de estrangularte con la potencia de una anaconda. Clint había notado su fuerza rodeándole la cadera. Quería sentirla de nuevo, desde dentro de ella. Se inclinó y le bajó las bragas.

La mujer apoyó el peso de su cuerpo sobre la espalda y los talones para facilitarle el camino. Cuando estuvo completamente desnuda se incorporó para hacer lo propio con él. Desabrochó el botón de sus pantalones y bajó la cremallera de golpe. La erección de Clint se estiró, casi con un suspiro de alivio. Después, ella, o él, tal vez los dos –Clint no sería capaz de recordarlo más tarde –bajaron el bóxer y los vaqueros.

Hubiera querido separarle las piernas y simplemente hundirse en ella, incapaz de esperar un segundo más, pero no había perdido del todo la cabeza. No aún.

Ella le leyó la mirada y se levantó, desnuda. Le besó en la boca al mismo tiempo que rodeaba con una mano su pene. Clint se tensó, notando un pinchazo tirante de placer deseando liberarse, cada músculo de su cuerpo contraído en un esfuerzo por contenerse.

Pensó en detenerla para que aquello no terminase donde no debía, pero Natasha lo soltó al cabo de unos segundos y se alejó unos pasos. Clint la siguió con la mirada, demasiado aturdido por el placer para comprender, hasta que ella se agachó junto a su bolso. Él ni recordaba que lo había llevado con ella. La pelirroja sacó un preservativo y desgarró el envoltorio con los dientes.

Regresó junto a él y con pulso firme y movimiento pausados se lo puso. Después volvieron a besarse y Clint tanteó entre sus piernas, deslizando dos dedos por el vello rizado hasta llegar a la resbaladiza entrada. Natasha gimió audiblemente y se apretó contra su mano.

Ahora, pensó Clint, y la recostó en la cama. Su pelo rojo le rodeaba el rostro brillante de transpiración. Apenas se veía el azul de sus ojos. Sus labios parecían más carnosos de lo habitual. Su pecho subía y bajaba rápidamente en respiraciones cortas y poco profundas. Las piernas estaban abiertas y levemente flexionadas, aguardando.

El arquero se inclinó sobre ella, con las rodillas y una mano apoyadas en el colchón. Natasha alzó las caderas hacia él, en una invitación. Clint se agarró el miembro con la mano libre y deslizó la punta entre las piernas de la mujer. No hacia dentro, sino de arriba a abajo, rozando en cada pasada su sexo. Y cada vez ella se estremecía, presa de un escalofrío. Él también, disfrutando de posponer el placer.

Hasta que ella le rodeó la muñeca con una mano y lo miró directamente a los ojos.

—Clint —exigió. No hizo falta que añadiera más. El mensaje era claro: hazlo ya o te mataré.

Y él quería obedecer, lo deseaba con todas sus fuerzas, pero antes debía hacer una cosa.

—Fue por lo que sucedió aquel día en Copenhague.

Natasha lo miró confundida, sin soltarle la muñeca. Tardó unos segundos en comprender que él estaba retomando la conversación que habían mantenido en el coche, antes de que la cosa se les fuera de las manos y Stark los interrumpiera. Ella le había preguntado por qué no la había matado aquella vez. Él le había respondido que no pudo hacerlo, que ya sabía por qué.

La espía había entendido o había creído entender su respuesta. Pero Clint necesitaba asegurarse.

—¿Qué sucedió? —preguntó ella, su voz sonaba cargada y grave.

—El niño del helado, ¿lo recuerdas? En Faelledparken. Tu enlace tiró su helado al suelo y se fue. Tú te detuviste y le compraste otro.

Ella lo miró unos instantes, aturdida. Clint supo el momento exacto en que recordó porque el azul de sus ojos ganó terreno a sus pupilas.

—¿Me perdonaste la vida por qué le compré un helado a un niño? —preguntó, despacio. Tenía pinta de preguntarse si la excitación interrumpía la sinapsis entre las neuronas de Clint.

Él sonrió. Una sonrisa tensa, sin enseñar los dientes.

—Te perdoné la vida porque te vi —contestó, mirándola fijamente a los ojos —Te vi.

No dijo más. Los ojos de Natasha se iluminaron de compresión. Esa comprensión instintiva, automática, que hacía que se comunicaran sin palabras, que se sintieran tan cómodos el uno con el otro. Entonces, cuando estuvo seguro de que ella entendía, se deslizó dentro.

Ella ahogó un gemino y se aferró a su espalda, clavándole las uñas en los omoplatos y rodeándole el cuerpo con las piernas. Clint se movía dentro y fuera de ella, apoyando el peso de su cuerpo sobre en sus manos para no aplastarla. Natasha se mordía el carnoso labio inferior, hundiendo las uñas en sus omoplatos cada vez más profundamente. Él la miraba a los ojos, siempre a los ojos, adentrándose con penetraciones lentas y perezosas.

Una fina película de sudor les cubría la piel. El somier chirriaba, ahogando sus gemidos, y las sábanas grises se ondulaban bajo el peso de sus cuerpos, formando pequeñas dunas de tela. Cada enviste le provocaba una oleada de placer que nacía de su sexo y se extendía en todas direcciones, dejando rígida su espalda.

De pronto Natasha le puso una mano en el pecho y Clint se detuvo. Ella sonrió, le apretó las caderas con los muslos y lo obligó a girar.

Entonces él quedó bocarriba, con la pelirroja encima. El movimiento hizo que el colchón empujara la mesita de noche y la lámpara se cayera. Clint pensó –o tuvo lo más parecido a un pensamiento que podía en ese estado –que le habrían añadido una nueva abolladura. Natasha marcó el ritmo ahora, rápido y delirante, las palmas apoyadas sobre los pectorales de Clint, sus uñas dejando marcas en la piel. Él la sujetaba por las caderas, acompañando sus movimientos con sus callosas manos. Pensó que, si seguían así, en algún momento saldrían chispas o humo del punto de fricción.

Supo que ella iba a correrse, lo adivinó por la manera en que los músculos se le tensaron alrededor de su miembro, por el arco de su espalda y la curva que formaron sus labios. Cuando el orgasmo llegó y Natasha dejó de moverse, sacudida por un estremecimiento tan profundo que agitó todo su cuerpo, Clint la contempló, grabándose en la memoria la expresión de su rostro, cada gesto, el gemido final. Y sólo cuando la Viuda Negra lo miró a los ojos, Ojo de Halcón se dejó ir tras ella.


—México —propuso Natasha.

—No está lo suficiente lejos de Stark —descartó Clint. Podía imaginarse en la playa junto a ella hasta que algo les tapaba el sol. Al abrir los ojos descubrían a Stark planeando en el aire con su traje de Iron Man y proponiéndoles que fueran a comerse un burrito los tres juntos.

—Suiza. Los Alpes —sugirió la pelirroja, metiendo la llave en el contacto del coche. Aún tenía el pelo aplastado por detrás y los labios ligeramente hinchados. En cuanto a Clint, las marcas de sus uñas seguían grabadas en su cuerpo.

—Tampoco.

Tony Stark apareció en la mente de Clint, derritiendo la nieve con los propulsores de su traje y llamando a la puerta de la cabaña perdida en la que él y Natasha se encontraban.

—Ni siquiera Asgard está demasiado lejos para Stark —argumentó ella. Giró la llave y el motor del Sedan arrancó con un rugido. Abandonaron el motel y se reincorporaron a la autopista.

—¿La India? —sugirió el arquero, pensativo. Le resultaba más difícil visualizar a Stark con su traje de Ironman entre un montón de vacas. Eso le daba un pequeño consuelo.

—Puede que Banner regrese allí.

—Tailandia.

Seguro que a Stark le encantaría recibir masajes tailandeses, pero resultaba poco probable que Pepper Potts lo permitiera. Parecía un lugar seguro.

Natasha lo miró durante unos segundos, leyéndole el pensamiento.

—Vale —dijo finalmente. Después pisó el acelerador a fondo y ella y Clint se perdieron en la carretera, en lo que sería el principio de unas largas, largas vacaciones.


Hola!

Si habéis llegado hasta aquí, os merecéis un templo xD La motivación principal para continuar la historia fue explicar realmente por qué Clint le perdonó la vida. Tendría que haber visto algo en ella, algo diferente, que le llevara a tomar esa decisión y reclutarla para S.H.I.E.L.D (o al menos eso es lo que yo doy por sentado que pasó, siguiendo lo que se da entender en la película). Un toque de humanidad que no vio en otras víctimas. La Viuda Negra es bastante fría y por lo visto hizo cosas de las que se arrepiente en su pasado, así que asumo que él vio en ella el potencial de cambiar. Sólo se me ocurrió el gesto del niño y el helado que posiblemente sea una chorrada pero significó algo. Y el resto más o menos ya lo sabéis ;) La escena del hotel me ha costado sudor y lágrimas y no se cómo ha quedado, que a mí las escenas de sexo se me dan pena xD Y en cuanto al final, no pude resistirme a cerrarlo como la parte anterior, con Tony (aunque sea sólo en sus mentes) y la imagen de las largas vacaciones a la vuelta de la esquina :)

Espero que os haya gustado y como siempre, me encantaría saber qué opináis! Gracias de antemano.

Con mucho cariño, Dry.