¡Hola mis queridos lectores! Actualización de cuarentena me gustaría llamar a este capítulo. Sé que, al igual que yo, muchos de vosotros estáis confinados en vuestras casas y debido a ello decidí que sería un obsequio perfecto para todos si llegaba a actualizar uno o dos capítulos durante este tiempo. Sinceramente, éste capítulo es más corto que lo habitual, lo admito, pero necesitaba cortarlo ahí porque el siguiente va a ser bastante largo, o eso planeo. En fin, espero sinceramente que os guste y que disfrutéis leyendo.

«Altaïr se preparó por si María les delataba. Pero no lo hizo y se preguntó si tenía algo que ver con que la habían abandonado los suyos en Acre. O tal vez… No. Se quitó aquella idea de la cabeza»— La Cruzada Secreta

Colapso

Noviembre 1991 d.C.

Altaïr clavó sus ojos en ella, incapaz de responder inmediatamente a la cuestión que le había planteado. De todas las preguntas que podía formular relacionadas sobre la pérdida y el duelo el Asesino jamás se imaginó que acabase realizando esa. La única vez que hablaron de Adha fue aquella noche en la que, según la inglesa, habló en sueños. Tenía que haberlo hecho porque nunca le había mencionado tal nombre a María, por lo que no ponía en duda la veracidad de sus palabras. Sin embargo, que le preguntase en un tono tan desesperado cómo había superado su muerte era desconcertante.

María no conocía la relación que había tenido con Adha, ni las circunstancias de su muerte. Esos eran detalles que habían permanecido ocultos en sus recuerdos. Cuando Wafai le preguntó por ella le había respondido casi esquivamente, obviando datos que podrían resultar demasiado íntimos de desvelar. El mercader había tenido razón que no por saber cómo sobrellevar la muerte su pérdida dolía menos. Parpadeó algo consternado, ¿acaso María jamás había perdido a nadie cercano? Creyó que su relación con Robert había sido lo suficientemente íntima ya que intentó vengarle, pero debía haberse equivocado.

Apretó los labios, indeciso. ¿Qué responder? No era una réplica sencilla ni fácil. Lo que la inglesa buscaba era una vía de escape, algo que pudiera hacer para aliviar el profundo pesar que ahora acarreaba. En el caso del sarraceno había sido la venganza, aunque ese era un camino al que ella no podía optar.

—No fue rápido —comenzó intentando encontrar las palabras adecuadas—. Si lo que buscas es cómo lidiar con la pérdida, con el dolor, ahora mismo no puedo ofrecerte una solución porque no la hay.

Alzó la vista, observando sus ojos, cristalinos y perdidos. María no era alguien que escondiera sus sentimientos, jamás ocultaba su molestia o malestar por sus decisiones. Era intrépida y cabezota, pocas veces parecía pararse a pensar más de un segundo antes de actuar. Pero verla así, abatida, era algo que jamás había presenciado. Cuando le habló de la muerte de los ciudadanos en Acre podía oír la culpa en su voz, la rabia por haber sido mano ejecutora de tal masacre. Sin embargo, ahora era distinto, era personal.

—El dolor no se desvanece aunque queramos, María —respondió—. El tiempo ayuda, eso es cierto. Nunca vas a olvidar del todo lo que ha ocurrido, jamás dejarás de sentir que le has fallado, que podías haber hecho más.

Él conocía bien esa sensación. La impotencia de ver cómo a pesar de todo el entrenamiento recibido, de todo el conocimiento acumulado un simple error podía condenar a alguien a una muerte certera. Cuando se enfrentó a Basilik no pensó que quizás Adha se encontrase en otro barco, estaba seguro de que el templario la tendría con él, presa en las bodegas. Al terminar el combate y verla alejarse con la flota se culpó por no prever aquello.

La inglesa bajó la vista, taciturna, no sabiendo bien qué responder a Altaïr. Sus palabras no ofrecían ningún consuelo, sólo verdad. ¿Acaso esperaba otra cosa de él? El Asesino siempre había sido pragmático y comedido. Él tenía razón, no existía ningún truco o secreto para soportar una pérdida; no obstante, parecía tan sereno. Jamás lo había visto decaído o desalentado, más bien nostálgico, casi triste. Escondía muy bien lo que sentía, tal vez porque así educaban a los suyos.

—Cuando… cuando Robert murió —murmuró—, no me sentí así.

La muerte de su mentor había sido un duro golpe para la Orden, pero ella antes de tristeza sintió ira. Jamás pensó que Altaïr pudiera llegar a encontrar a Robert, ni que el Rey permitiese un combate igualado entre ellos. Por lo que afirmaban los testigos había sido una lucha justa, con un digno vencedor. Ricardo había dejado ir al Asesino, asegurando que si había ganado era porque tenía a Dios de su lado, además lo consideró un buen presagio en la batalla que más tarde ganarían.

—Sentí rabia —farfulló—, pensaba que si no te hubiera dicho nada sobre su plan no habrías llegado hasta él. Creí que mis palabras le habían condenado —suspiró—. Pero te conozco, Altaïr, aunque no te hubiera dicho nada lo habrías encontrado. Quizás no en Arsuf, quizás en Jaffa o Jerusalén.

Robert era su comandante, el líder del Temple, muchos hombres habrían muerto por la fe ciega que tenían en él. Ella entre ellos. Sin embargo, en la guerra uno se acostumbra a convivir con la muerte. Un compañero, un amigo e incluso un rey podía morir durante la contienda. La única incertidumbre con la que uno vivía era si vería el sol de un nuevo día. Tal vez por eso su muerte no le había afectado tanto.

—Quería vengarle, no por su muerte, sino por lo que significaba. —La pérdida de su estatus, de su lugar en el mundo, las posibilidades de ascender y convertirse en lo que siempre había deseado ser—. Pero Ziva… a ella le fallé. No pude protegerla.

Mientras la inglesa estaba hablando Altaïr había comenzado a vendar la herida cuidadosamente, escuchándola mientras intentaba no generarle molestias. Tras quitarle la flecha era lo único que podía hacer por ella hasta que la tormenta de arena pasara, eso y atender silenciosamente a sus palabras.

—Tú dijiste que no pudiste proteger a Adha —dijo en tono seco—. ¿También fue así? —inquirió en voz baja—. Yo la vi morí, Altaïr. En mis brazos —susurró—. Ziva estaba perdida entre el caos del combate, buscaba a su familia y me encontró luchando. Ella me vio e intentó venir hacia mí, si no hubiera estado ahí… Si en vez de verme hubiera huido…

El Asesino sabía cuáles eran los pensamientos que pululaban por la mente de la inglesa. La culpa al pensar que si ella no se hubiese encontrado en aquel lugar, si no se hubiera involucrado con la niña el resultado sería diferente. Jamás sabría qué podría haber ocurrido, el pasado es inamovible y aún así seguiría haciéndose las mismas preguntas siempre. Lo sabía porque él también había pasado por ello.

—No, en mi caso no fue así —respondió lentamente, inseguro si continuar hablando.

Nunca había compartido aquella historia con nadie. A pesar de que había contado retazos a Wafai jamás se había sentido cómodo rememorando aquello. Aunque la cicatriz de la muerte de Adha era antigua aún dolía, la culpa se había ido diluyendo con el tiempo pero su recuerdo parecía pervivir en su mente. Apretó los labios, pensando adecuadamente las palabras que iba a decir, qué sería adecuado desvelar a María.

—Adha… —comenzó—. Al Mualim me mandó a buscarla aunque él no sabía que se trataba de una mujer —recordó—. Oímos rumores sobre el «Cáliz», un artefacto parecido a la Manzana o eso sospechaba él. Así que me mandó a buscarlo, pero lo único que encontré fue a ella.

Recordaba su mirada, curiosa y casi divertida cuando le había visto aparecer en la celda donde la tenían cautiva. Había sido una sorpresa para él encontrarla ahí, saber que era ella el «Cáliz» que tanto ansiaban los Templarios. Cuando la conoció sólo era una joven de Tyro con una belleza sobrecogedora y el carácter de una tempestad.

—Era una confidente de los Asesinos en Tyro, o al menos cuando yo la conocí, por lo que al principio creí que los Templarios la habían capturado por que sabía la ubicación del «Cáliz» —dijo—. Fue una sorpresa descubrir que era ella. Al haber estado encerrada sabía que entre los nuestros había un traidor, nos ayudó pero fue secuestrada y… —hizo una pausa, un ligero silencio mientras intentaba ubicar en su mente los hechos acontecidos en aquel templo—. Cuando la encontré ya era tarde.

Había intentado no pensar en lo que le podía haber pasado a Adha para morir así. Al principio creyó que la habían llevado a Chipre, pero luego oyó rumores, susurros de una nueva ubicación del Temple. Esas habladurías le habían llevado al desierto, a un templo tan antiguo como aquella tierra, oculto tras una fortificación rocosa.

—¿Qué hiciste? —preguntó María en voz baja, casi con pesar.

—La enterré. —No había podido salvarla, pero al menos tendría una sepultura donde ser recordada, aunque él jamás había vuelto a la zona—. Adha no tenía familia, ni parientes cercanos que yo supiera.

Adha regentaba las zonas de comercio, jactándose de que no necesitaba ningún hombre para poder conseguir lo que quería. Ella se había criado en las calles, entre ladrones y rufianes, sabía muy bien del oficio cuando empezó a informar a los Asesinos. Sin embargo, con el paso de los años, había acumulado una suma considerable para poder vivir sin depender de los trapicheos. Aunque más de una de las joyas que portaba se debían a dichos trabajos. Su belleza podía encandilar al mercader más prudente y pocos desconfiaban de una mujer tan prolífera como ella.

—¿Vengaste su muerte?

Él alzó la vista, clavando sus ojos en los de María, en ellos no había curiosidad sino empatía. Tras la muerte de Robert ella misma había intentado acabar con él por ese mismo hecho, era de esperar que tras una pérdida tan traumática el Asesino también hubiera optado por la misma vía.

—Sí.

Tras el asedio de Acre las órdenes habían sido volver a Masyaf, pronto llegaría el invierno y la zona quedaría bloqueada por la nieve. Altaïr había hecho caso omiso a esas directrices y había ido cazando uno tras otro a todos los que estaban involucrados en la muerte de Adha. La venganza debía de haber curado sus heridas; sin embargo, solamente sirvió para cauterizarlas. Acabar con esos hombres no le devolvería a Adha.

—Pero la venganza no alivia el dolor, María —afirmó—. Te distrae mientras la ejecutas, te obsesiona hasta niveles enfermizos y cuando la consigues sólo sientes vacío.

La inglesa tenía la cabeza baja, sopesando las palabras mientras soportaba estoicamente el dolor de su brazo, al menos ahora era más llevadero. En su estado actual vengar a Ziva era imposible y aunque se recuperase, ¿qué opciones tenía? Ella no era el Asesino, no podía adentrarse en el escondite de los bandidos que los habían atacado y asegurar la muerte de todos sin eso significar también su fin. No, la venganza no era una posibilidad.

—Sólo hay una cosa que se puede hacer ante la pérdida de un ser querido, la única cosa que podemos hacer para honrarles —continuó el sarraceno examinando cuidadosamente el vendaje.

—¿El qué? —preguntó casi con angustia.

—Vivir —respondió—. Vivir y recordarles. Los muertos, por mucho que lo deseemos seguirán muertos, pero sus recuerdos no —dijo con seguridad—. Tras el duelo, tras la pérdida los buenos recuerdos afloran también.

María parpadeó incapaz de comprender aquellas palabras. La única persona a la que había llegado a perder cercana había sido a su abuelo, pero había sido algo esperado en un hombre de tan avanzada edad. Su padre solía contar historias de él a los huéspedes, siempre con una sonrisa en la cara, como si él mismo hubiera vivido aquellos momentos. Ella apenas era un infante y tenía vagos recuerdos de su abuelo, por lo que su muerte no fue un impacto en su vida. Y la separación casi forzada de sus padres y hermanos no había dejado nada más que un sentimiento amargo y agridulce. Hubo un tiempo que había amado a su familia, sobre todo a Jacob, pero al abandonarla ella también desterró aquellos buenos momentos de su mente. Había sido la única forma de mantener la cordura cuando estuvo con Peter, obviar que en algún momento de su vida había sido feliz.

Hizo una mueca mientras cerraba los ojos acomodándose contra la pared, se sentía cansada tanto física como mentalmente. La herida dolía, pero no tanto como para impedir que sus párpados se cerraran poco a poco. Lo único que deseaba era no soñar, no quería encontrarse perdida en una de sus pesadillas sólo para despertar en otra. El Asesino aún seguía hablando, pero no llegaba a escuchar lo que decía, el sueño la estaba venciendo demasiado rápido.

—¿Altaïr? —preguntó adormilada.

—¿Sí? ¿Necesitas algo?

«No estar sola —respondió su mente—. No quiero morir sola».


Abrió los ojos sintiendo un inusual picor en ellos. Su cuerpo ardía, sus extremidades dolían y el olor a hierbas del ambiente la estaba asfixiando. Parpadeó intentando aliviar la quemazón de sus pupilas sin conseguirlo. Inspiró hondamente hasta que sus pulmones fueron incapaces de acaparar más aire, se sentía ahogada. Ladeó la cabeza, consiguiendo enfocar al Asesino que parecía buscar algo en su alforja. No podía verle el rostro pero se movía casi de forma errática. La hoguera volvía a ser el único punto de luz que iluminaba el cueva, ¿cuánto había dormido?

—¿Altaïr…?

Éste se giró nada más oír su voz, sus ojos estaban oscuros, hundidos; si antes la preocupación anidaba en su rostro ésta se había transformado en desesperación. María parpadeó un par de veces más sintiendo como el picor aumentaba. Reconocía esos síntomas, los había vivido de niña. Cuando tenía seis años había enfermado, apenas recordaba nada, sólo… vagas sensaciones que afloraban en su mente como aletargadas rosas de invierno. El calor, dolor y agotamiento. La necesidad de atesorar hasta el último soplo de aire, con el temor a que fuera el último. Fiebre.

—Voy a morir, ¿verdad? —preguntó en un susurro.

Desde que supo que había sido herida había asumido que iba hacerlo, pese a las pretensiones de Altaïr de sanarla. Sin un hakim estaba perdida. Y si éste le recomendaba que la única solución fuera la pérdida de su brazo su elección era clara. Prefería terminar con su sufrimiento que alargar su vida sólo para que ésta se convirtiera en un calvario. Sin embargo, creer firmemente en que algo va a ocurrir no lo hace más fácil.

—No —respondió—. Iremos a Emesa, allí te curarán.

O, al menos, ese era el plan que tenía el Asesino. María había dormido casi todo el día y la tormenta aún no había amainado, era tan densa que el sol de la tarde apenas iluminaba la entrada de la cueva. Él había permanecido despierto, velando por el sueño de la inglesa. Todo había transcurrido con calma hasta hacía unas pocas horas cuando ella había empezado a sudar profusamente. La fiebre había comenzado a subir de forma descontrolada y lo único que tenía para rebajarla era la poca agua que emanaba del manantial.

—Ambos sabemos que será tarde —musitó lentamente—. Si no es la fiebre, será la infección —dijo tragando saliva al hablar.

—No vas a morir —reafirmó.

Ella se lamió los labios notándolos secos y agrietados.

—No es propio de ti mentir —susurró—. Agua.

Altaïr le acercó con rapidez la cantimplora para que bebiera, haciendo que algunas gotas rebosaran y se precipitaran contra su piel dándole un ligero alivio.

—No lo hago, vas a vivir —aseguró—. He visto a hombres sobrevivir con heridas peores que la tuya.

Aún recordaba lo grave que estuvo Malik cuando llegó a Masyaf, su brazo estaba prácticamente mutilado. La carne destrozada hasta el punto que sobresalía el hueso. Tras entregarle la Manzana a Al Mualim se lo habían llevado al hakim. Había oído que se había desmayado, preso de la fiebre y el dolor. Suplicó que no le amputaran el brazo, pero la elección no había sido suya. Sus heridas eran demasiado graves y Malik un efectivo leal y eficiente, por lo que el hakim había decidido salvar su vida obligándolo a renunciar al trabajo de campo.

—Y yo morir con las mismas —contestó—. He ido a la guerra, Altaïr, no lo olvides —recordó—. He visto a soldados perder sus miembros por cortes que apenas levantaban la carne, gritar de dolor cuando les amputaban y cauterizaban con acero. Sé que las heridas de flecha no suelen acaban bien.

Tras aquel breve monólogo tomó una bocanada de aire. El aire aún olía a sangre y hierbas, pero al menos sus pulmones aún funcionaban. Su cabeza le daba vueltas, su cuerpo le ardía y dolía en partes iguales. Siempre se había considerado una luchadora, capaz de atravesar todo tipo de adversidades hasta conseguir sus propósitos. Aquel era uno de sus puntos fuertes, no comprendía la rendición. Sin embargo, por mucho que lo deseara uno no podía pelear contra un enemigo invisible. Estaba perdiendo una batalla sin poder luchar.

Intentó moverse ligeramente pero apenas lo hizo un latigazo de dolor le atravesó el cuerpo, obligándola a apoyar la espalda contra la roca respirando entrecortadamente.

—Si te mueves será peor. Necesitas reposo y recuperar fuerzas —comentó—. En cuanto la tormenta pase nos marcharemos, es demasiado peligro intentar adentrarse en ella.

Se le había pasado por la cabeza hacerlo tras verla empeorar. Pero era arriesgado. Las tormentas de arena no eran algo desconocido para el Asesino, había vivido en aquella desértica tierra durante toda su vida y una o dos veces al año las había contemplado. Desde Masyaf había visto su formación en la lejanía, como el polvo ascendía creando un espeso muro de tierra que conseguía repeler todo lo que osaba adentrarse en él. Al Mualim siempre les había advertido de su peligrosidad, de que en caso de encontrarse en medio de una buscar refugio era la única alternativa para sobrevivir.

Si en vez de resguardarse en aquella cueva hubieran seguido su montura no habría sobrevivido, asfixiada por la arena, incapaz de respirar algo que no fuera polvo. Normalmente éstas sólo duraban unas horas, quizás un día, pocas tenían más duración. No obstante, ésta aún no remitía y estaba empezando a anochecer. Tampoco era seguro si ésta se detenía continuar su travesía de noche, los caminos eran traicioneros y en el desierto las arenas movedizas siempre se cobraban la vida de los más incautos. No, si salían tenía que ser nada más despuntar el alba, aprovechando al máximo las horas de sol.

—Si remite esta noche, esperaremos al amanecer —aclaró—. Con algo de suerte llegaremos a Emesa al atardecer del día siguiente.

Tendría que forzar su caballo y cabalgar casi en penumbra para poder avanzar lo suficiente si quería cumplir aquella afirmación, optar por cualquier otra opción alargaría el sufrimiento de la inglesa, cosa que pensaba evitar a cualquier precio.

María le miró con la vista nublada. La picazón aún permanecía y no conseguía adormecer la angustiosa sensación de dolor que se extendía por su cuerpo. Desde la punta de sus adormilados dedos hasta la raíz de su pelo todo ardía, incrementando considerablemente el dolor. Inspiró, intentando controlar al menos su propia respiración. Si no podía luchar contra él al menos se centraría en lo que sí podía hacer. Escuchó al Asesino acercarse hasta ella, en la mano tenía un trozo de carne seca.

—Debes comer algo —aseveró.

Ella le miró cansada, lo cierto era que no tenía hambre. El dolor opacaba la hambruna. No había ingerido nada desde horas antes de la batalla y eso debía haber sido ya más de un día. Sintió su boca salivar, manifestando de forma involuntaria la necesidad de comer algo. Pese a que no tenía interés alguno por alimentarse sabía que si se negaba el Asesino la obligaría. Alzó la mano derecha, asiendo el trozo sin demasiada fuerza. Aquello dolía, pero se negaba a ser alimentada por él.

La inglesa no comprendía el porqué Altaïr se preocupaba tanto por ella. No era inusual, cuando ambos viajaban juntos había actuado igual, pero la desconcertaba. Sabía que, pese a su oficio, el Asesino tenía buen corazón, o al menos eso quería pensar. Excluyendo el incidente en Damasco jamás había actuado contra su voluntad y, además, se había disculpado hacía poco por ese hecho. ¿Quizás se sentía responsable? Al haber vencido al Temple la había despojado de sus sueños y pretensiones. Una mujer guerrera no era habitual y mucho menos en Tierra Santa. Sabía que su viaje había empezado porque ambos tenían como destino el este, regresar al continente y así continuar sus caminos por separado.

Pero, ¿ahora? Si él hubiera sido otro tipo de persona tras la batalla se habría marchado hacia Masyaf, dejándola atrás sin montura, herida y destrozada emocionalmente. Sin embargo, el sarraceno no era así. Sino amable, comedido y paciente. Virtudes de las que ella carecía casi por completo. Incluso poseía la suficiente empatía para intentar consolarla durante su duelo. Él era bueno. Tal vez su trabajo consistiera en sesgar la vida de aquellos que hacían miserables a las gentes de esa tierra, pero dudaba que sacara placer alguno de ellas.

—¿Por qué cuidas de mí? —preguntó incapaz de acallar ese pensamiento—. Esto no ha sido tu culpa, no como lo que ocurrió en Acre como para que te sientas responsable —añadió—. No me debes nada.

Al contrario que ella a él. Había casi perdido la cuenta de las veces que el Asesino por algún motivo la había salvado. En Chipre, en el barco, en Acre… La única vez que ella había podido devolverle dicha retribución había sido en la anterior batalla. Era irónico que él pudiera salvarla sin recibir ningún rasguño y al revés ella acabara encontrándose en ese estado.

—No lo hago por eso —respondió—. Hemos viajado juntos durante semanas, creo que me conoces lo suficiente como para saber por qué lo estoy haciendo.

Ella hizo una mueca, intentando mostrar una sonrisa irónica sin conseguirlo.

—Altaïr, el buen samaritano —dijo.

—No soy ningún santo.

—No he dicho que lo seas —contestó—. Me cuidas porque no me quieres dejar morir —repuso—. Pero, ¿por qué? Podrías haberte marchado, dejarme en el desierto y continuado tu camino.

—¿Habrías hecho tú eso si hubiera sido al revés? —preguntó mirándola con curiosidad.

«No —pensó con rapidez—. No podría».

Ella no lo habría abandonado. Si el Asesino hubiera estado malherido se habría negado a irse sin él. Uno no dejaba a un soldado herido en el campo si podía salvarlo, al menos no cuando la batalla ya había acabado. Eso era lo que le habían enseñado durante su estancia en el Temple. Cuando los ejércitos se retiraban, aparte de hacerse cargo de los muertos, también atendían a los heridos. Pero ella no lo habría dejado por unos dogmas que ya no seguía. Sino por quién era. Altaïr era, a pesar de todo, lo más parecido a un amigo que tenía en Tierra Santa. Y uno no deja morir a sus amigos.

—Sabes que no —respondió.

Vio como el sarraceno acercaba un paño húmedo para humedecerle la piel. Ella parpadeó, enfocando su rostro mientras actuaba minuciosamente. Él actuaba con lentitud, eliminando el sudor y refrescando su cuello y las zonas expuestas. Sus orbes dorados colmados de preocupación y algo más, borroso y profundo, que no conseguía identificar. María sonrió ladeando la cabeza, haciendo que en su mente un fugaz y peligroso pensamiento conectara en un pestañeo.

«Voy a echarlo de menos —caviló—. Lo voy a extrañar».

Aquella relevación la golpeó sin avisar. Si moría o si se separaban definitivamente el resultado era el mismo. Iba a extrañarle. Era cierto que había intentado no pensar en él desde que abandonó Damasco debido a las condiciones que se habían dado. Pero la situación había cambiado. Tenía que decírselo, al menos él debía de saberlo. Estaba agradecida de haberle conocido, de haber hecho aquel viaje juntos, incluso de todos sus discursos aburridos y moralistas. Se alegraba de que si moría al menos no estaría sola.

Abrió la boca pero estas no salieron, sino algo parecido a un alarido mientras se apoyaba contra la pared. Una punzada de dolor le atravesó el cuerpo, sus pulmones se quedaron sin aire y, siendo incapaz de contenerse, un grito sordo escapó de sus labios. Sintió como su vista se nublaba, su cabeza parecía a punto de estallar y en sus tímpanos en eco de la voz del Asesino parecía intentar averiguar de dónde provenía el dolor. Aunque Altaïr había intentado bajarle la temperatura su cuerpo aún estaba en llamas y sus músculos palpitaban candentes contra su piel. Su mente sólo podía enfocarse en el dolor.

—¿¡María!? ¡María!

El lejano grito de su nombre de los labios del sarraceno le hizo alzar la cabeza, observándole casi sin verle. Todo estaba borroso. Todo dolía. Se sentía incapaz de hablar, de reaccionar. Intentó decir algo. Cualquier cosa, pero las palabras no le salían. Quería respirar, seguir controlando su respiración pero sus pulmones tampoco parecían querer almacenar todo el aire que ella intentaba respirar. ¿Así se sentía morir? ¿Así de agónico era dejar ese mundo? Su mente no lograba formular ningún pensamiento coherente. Quiso luchar, enfocarse en algo que no fuera el dolor, pero era imposible.

—¡María!

Lo último que consiguió ver antes de sumirse en la oscuridad fueron los orbes de Altaïr. Asustados. Desesperados. Aterrados.


Parpadeó varias veces, escuchando en la lejanía voces y el sonido metálico de las espadas al chocar. Cerró los ojos fuertemente sintiendo una ligera punzada de dolor en el hombro. Se llevó a éste la mano derecha, notando enseguida la textura de las vendas. Al apretarlas se incorporó con rapidez, abriendo abruptamente los ojos. Se sostuvo la cabeza, intentando acordarse dónde estaba. Recordaba la batalla, la trágica muerte de Ziva y luego estar con Altaïr en una lúgubre cueva de la que aparentemente no podían salir. Tras ello sólo había dolor, fiebre e imágenes y voces inconexas. Rostros de personas que no conocía, palabras lejanas que no tenían sentido y el suave arrullo de una voz cálida y familiar.

Miró a su alrededor, se encontraba en una habitación pequeña de altos muros y escasamente amueblada. Había una silla junto a la cama donde estaba postrada, un arcón al fondo donde descansaban sus pertenencias y una mesilla junto a ella con una vela completamente consumida.

—¿Qué…? —dijo con voz áspera y desconocida.

Tenía el hombro vendado y el brazo izquierdo en cabestrillo para evitar el movimiento. Su pecho estaba completamente oculto tras las vendas y en el costado derecho un extenso moratón comenzaba a tornarse rosado. No recordaba siquiera haberlo visto antes. Se levantó, sintiendo su cuerpo débil y sus músculos agarrotados, como si hubiera dormido durante varios días. Altaïr le advirtió de que había estado inconsciente casi uno entero durante su estancia en la cueva, ¿había caído inconsciente antes de llegar a Emesa? Parecía lo más probable. Sin embargo, aquella habitación no parecía la típica de una madrasa o de la guarida de los Asesinos.

Los muros eran de amplios ladrillos de piedra, el suelo estaba cubierto de losas grabadas con relieves en los bordes y la ventana se encontraba cerrada tras unas celosías de madera. Su estructura casi le recordaba a los habitáculos de la fortaleza de Acre. El sol se colaba a través de las rendijas, proyectando la sombra que daría la luz del amanecer. La habitación tenía que estar entonces orientada al este. Se enfocó en los ruidos que la habían despertado, aún podía oírlos. Lejanos, difusos, pero seguían ahí.

Caminó con lentitud hasta la ventana, abriendo la celosía con cuidado, siendo cegada momentáneamente. Lo primero que notó fue el frío. Inspiró hondamente haciendo que sus pulmones se llenaran de aire casi helado. Una familiar sensación que no había sentido desde que abandonó Inglaterra. Parpadeó acostumbrándose a la luz, fijándose en la lejanía.

—Montañas —murmuró.

Estaba en las alturas. Desde aquel lugar podía ver la nieve ya cuajada en las cumbres, bajó la vista, observando un inmenso lago que era alimentado por el deshielo de éstas. La orilla de éste era pedregosa, típico de una zona en la que el verde queda relegado en la época invernal. Se acercó más, sacando la cabeza por la ventana, queriendo identificar de donde provenía los sonidos que aún oía. No llegaba a ver más allá, pero sí las edificaciones que se extendían inclinadas hacia la parte inferior de donde se encontraba ella. Aquello no era Emesa.

Un fuerte ruido la sobresaltó, consiguiendo que se girara de inmediato al comprobar que el grueso portón se había abierto. Ahí, perplejo, estaba Altaïr, vestido con unas túnicas que jamás había visto.

—¿Dónde diablos estamos? —preguntó ella con voz suave pero peligrosa.

No era que no se alegrara de ver al Asesino. Lo más probable era que si estaba viva fuera gracias a él. Ella se había rendido antes de quedarse inconsciente, pero Altaïr no. La perseverancia era uno de sus puntos fuertes. Sin embargo, a pesar de haber sobrevivido se sentía confusa e insegura. Él le había dicho que en Emesa podrían tratarla, que si llegaban a la ciudad sus heridas serían sanadas. Y, pese no haberla visitado nunca, sabía que no se encontraban allí.

—María…

—He preguntado que dónde estamos, Altaïr —le interrumpió—. No cómo, ni por qué. Dónde.

Vio como el Asesino apretaba los labios, casi con aprensión. Lanzó un ligero suspiro haciendo un gesto con la mano, casi como una muestra de recibimiento.

—Bienvenida a Masyaf.

Continuará…

¡Sí! Otro cliffhanger, pero este es uno que llevo pensando desde que inicié la historia. No hay manera alguna de que María aceptase ir a Masyaf por voluntad propia siendo ella una ex Templaria, más que nada porque sería considerada una enemiga y ya vimos lo que ocurrió en Acre. En el siguiente capítulo explicaré cómo es que está en Masyaf, cuánto tiempo ha pasado e intentaré aclarar todas las dudas que tengáis sobre el tema. En fin, espero que este capítulo os haya alegrado la cuarentena. Y ahora a responder a vuestros maravillosos comentarios, los que tenéis cuenta os responderé por MP.

Diego Rodríguez, ¡gracias por tu review! De verdad que intento actualizar más de seguido, es más el siguiente capítulo me gustaría publicarlo a mediados de Mayo, pero no prometo nada. Me alegra muchísimo que lo hayas leído tantísimas veces y que te guste tanto.

Aline, ¡gracias por el comentario! Escribir el duelo es muy difícil, sobre todo en las circunstancias de María. Ella jamás ha perdido a nadie cercano emocionalmente, no de verdad. Se había apegado mucho a Ziva, como una hermana pequeña molesta y curiosa. Altaïr no puede eliminar el dolor pero ofrece consuelo como mejor puede.

Jo11, ¡gracias por comentar! Espero que pudieras ponerte al día y que la actualización te haya gustado. Intentaré actualizar más seguido en la manera de lo posible. Estoy cegada en que esta historia la tengo que terminar tarde lo que tarde.

Diego, ¡gracias por el comentario! ¡Espero que las cosas vayan bien por Mexico con todo esto de la cuarentena! Me alegra que te gustara la reacción de los personajes, intento hacerlos lo más humanos posible y además darles la evolución que corresponde con las situaciones que viven. Por mí no existe ningún problema en avisarte, pero también podrías hacerte una cuenta y añadir esta historia a favoritos y alertas, y de esta forma automáticamente la propia página te envía un correo cada vez que actualice.

En serio, muchísimas gracias por vuestros maravillosos comentarios y lecturas. ¡Ahora más que nunca debemos estar unidos y disfrutar de las pequeñas cosas de la vida! Así que un saludo a todos mis lectores. Un abrazo a la gente de: España, México, Perú, Brasil, Estados Unidos, Venezuela, Indonesia, Reino Unido, Argentina, Polonia, Canadá, Chile y Francia. ¡Hasta la próxima!