Los quetzales vivían solos. Era una de las muchas cosas que Chel le había explicado durante las largas y perezosas noches de El Dorado, cuando contemplaban juntos el cielo y se ponían al día de sus vidas antes de conocerse. Salvo que estuvieran empollando una nidada, raramente se veían grupos de quetzales. Ni siquiera parejas. Los quetzales eran solitarios, eran territoriales. Se resistían con fiereza a ser capturados, y si se los encerraba languidecían hasta dejarse morir. No se podía encerrar a un quetzal. Matarlo era un crimen penado.

Tulio había escuchado a medias los relatos de Chel acerca de aquellas magníficas aves de penachos esmeralda y pecho rojo. Estaba más interesado en el sonido de su voz que en los datos interesantes sobre la fauna de la región; más centrado en el pelo de Chel que en la noche cuajada de estrellas, más obnubilado por la curva cobriza de su cadera que por los magníficos atardeceres sobre la ciudad, que teñían el oro de los edificios de todas las tonalidades posibles: oro amarillo, oro blanco, oro rojo. Chel era más valiosa que cualquiera de esos tesoros.

Tulio había visto a muchas mujeres… había conocido a muchas mujeres desde el día en que, con trece años y seis reales robados en la bolsa, se había escapado de casa de maese Cabrera, el maestro zapatero. Sus padres lo habían dejado a su cargo en Sevilla, tras un largo viaje desde su yermo pueblo en el sur de la Mancha, con la esperanza de que aprendiera el oficio y se convirtiera en un hombre respetable. Pero Tulio no estaba hecho para la respetabilidad, ni para el dinero pacientemente habido y por tanto escaso. Ni mucho menos para casarse con una "buena chica" y echar hijos al mundo. A Tulio nunca le habían gustado las mujeres respetables, con "madera de esposa"; solían ser recatadas, formales y tan divertidas como un par de alpargatas. A una esposa no se la podía llevar uno a la carrera por las callejuelas de la ciudad, huyendo de la guardia, ni meterla en una pelea de borrachos en una taberna. Las esposas administraban la casa, llevaban las cuentas y velaban por el honor de sus hombres; ninguna mujer que hubiera podido ofrecérsele a Tulio como esposa era una mujer que Tulio pudiera realmente desear. Lo tuvo claro siempre. Al menos hasta que conoció a Chel.

Oh, Chel. Cómo había perdido la cabeza por ella. Chel no se parecía a ninguna de las chicas españolas que había conocido. Ni siquiera se parecía al resto de mujeres de El Dorado. Ella era irónica, traviesa y plena de recursos; su magnífico cuerpo era mucho más ágil y fuerte de lo que parecía, casi tanto como esa mente hecha para las intrigas que poseía. Chel, a todas luces, no necesitaba a un marido. No lo necesitaba a él, y eso, por alguna razón, encendía el deseo de Tulio más que ninguna otra cosa. A veces, cuando descansaban entre dos abrazos furtivos, con los pechos aún agitados y la piel refrescada por el sudor de los amantes, a Tulio se le ocurría que, cuando Chel le hablaba de los quetzales, en realidad hablaba sobre sí misma: un ave magnífica, deseosa de volar lejos, imposible de atrapar. Por eso quería entrar en la estafa. Por eso quería marcharse lejos de El Dorado, extender sus alas y sobrevolar un mundo que para ella era nuevo, convirtiéndose en la deidad que llevaba en su interior.

Él la ayudaría. De alguna manera lo supo desde la primera vez que la vio, aun cuando Miguel y él aclararon con toda severidad que cualquier avance hacia Chel sería transgresión. Imposible resistirse. Ella lo deseaba, y él, ¡cómo la deseaba él! La ayudaría a llegar afuera, a España, hasta el mismísimo fin del mundo. Por ella estaba dispuesto a arriesgar su suerte, su recién ganada fortuna, su vida… estaba incluso dispuesto a poner en peligro su amistad con Miguel, su bien más preciado. Por Chel haría lo que fuera. Allí, bajo la cúpula negro-púrpura del cielo intocado, era Chel, y no él, la diosa, la deidad emplumada, la Quetzalcóatl femenina. Mientras, ella seguía desnuda a su lado, hablando de los quetzales, y mientras así fuera, él se jugaría el alma. Chel, el quetzal. Chel.

Cómo recordaba esas conversaciones escuchadas sólo a mitad, ahora que la metáfora de los quetzales adquiría toda su verdadera, y terrible, envergadura. Tuvo que sentarse, en la única silla de la habitación de aquella ruinosa posada en Cádiz, mientras escuchaba sonar la voz de Chel, lamentando profundamente no haberle prestado más atención en su momento, sopesando en silencio la historia de los malditos pájaros. Los quetzales son pájaros solitarios, Tulio. No se los puede aprisionar. A pesar de que Chel estaba usando otras palabras para decírselo, eso fue lo que Tulio oyó. Soy un quetzal, Tulio, necesito volar libre. No puedes retenerme. Y Tulio supo, al igual que supo que estaba perdido la primera vez que ella lo tocó, que no había nada que él pudiera hacer o decir para evitarlo. Eso era todo. Y agradecía en el alma que Chel siguiera siendo la persona franca y cristalina que hizo que el corazón se le saltara en el pecho una vez, hacía ya dos años, en una ciudad de leyenda. Nada de circunloquios. Nada de subterfugios. Lo mínimo que se merecía era la verdad. No había otra.

-Adiós, Tulio –dijo su voz, esa voz que escuchaba por última vez, y la sombra de Chel desapareció en el umbral, alzando el vuelo, alejándose para siempre y convirtiendo a Tulio, por primera vez en su vida, en un hombre verdaderamente quebrado.


Hola! Soy nueva en esto de los fanfic y aún no domino del todo esta dichosa interfaz (no digamos ya el sutil arte de escribir un fanfiction), pero aquí está mi humilde intento. Éste es el primer capítulo, el de Tulio; habrá dos más. Estáis invitadísimos a comentar, sugerir y emitir críticas. Pero bonito, claro X3