Era una mañana fría, los primeros rayos del sol apenas lograban atravesar las gruesas cortinas de color rojo que cubrían las ventanas congeladas. El ambiente estaba helado y Hermione Granger no podía evitar recordar el comentario que la profesora Trelawny le había hecho en su última clase:

"El invierno trae cosas buenas consigo, éste en particular. Es emocionante que vaya a presentarse antes, ¿no crees?"

En aquel momento, Hermione había mirado al cielo, estaba más celeste que nunca. El sol parecía a punto de encender la tierra en un potente y devastador incendio, las aves cantaban y volaban por doquier; simplemente no había manera de que el invierno pudiera llegar antes. Suspiró larga y profundamente antes de salir del caliente y suave lecho de su cama, con cuidado de no tocar el suelo frío se calzó unas pantuflas y caminó hacia la ventana. Corrió las cortinas y observó el paisaje. ¿Por qué no le sorprendía? El cielo estaba gris, había nieve por todas partes y nada de aves. Trelawny era una mujer que con facilidad podría considerarse demente, sus predicciones eran extrañas y pocas veces auguraban cosas buenas... Y sí, su opinión estaba sesgada por lo ocurrido en tercer año, ¿y qué? Era una excelente estudiante y la mayoría de las clases eran de su agrado; debía haber por lo menos UNA que no le encantara. Pero de todos modos, esa mujer se las arreglaba para tener razón.

Muy a su pesar decidió no volver a la cama, los últimos días se despertaba antes de tiempo, generalmente unas dos horas antes de que las clases iniciaran y si volvía a meterse entre las sábanas probablemente no despertaría a tiempo. Al ser prefecta podía disfrutar de muchas comodidades, así que gastaría su tiempo en la bañera, con agua perfumada y alguna tonada relajante de fondo.

Cuando la bañera estuvo llena y las burbujas se esparcían por doquier, Hermione se metió en el agua. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Una imagen fugaz asaltó su cabeza, demasiado rápido como para poder detenerla y lo necesariamente lento para poder admirarla.

Maldición... No de de nuevo.

Ella llevaba la cuenta. Con ésta vez ya eran seis las ocasiones en las que Draco Malfoy era lo primero que veía cuando cerraba los ojos. ¿Por qué pensaba tanto en él? El hurón no le caía bien, había hecho su vida miserable y la había llamado "sangre sucia" tantas veces que podría haber roto algún record. Y con todo eso, últimamente le costaba odiarlo. Malfoy también era prefecto -¿quién diría que sus notas eran lo suficientemente sobresalientes?-, tenían que ponerse de acuerdo con las guardias... Lo que inevitablemente significaba tratar con él más de lo habitual. Harry y Ron constantemente le recordaban nunca soltar su varita y sobretodo, nunca quedarse dormida mientras hiciera guardia con Malfoy. Ella respondía que no era ningún troll, nunca dejaría su varita y nunca podría quedarse dormida.

"Un prefecto no puede quedarse dormido, Ron. Se vería muy mal" le había dicho ella a amigo pelirrojo. A Ronald Weasley no le agradaba la idea en lo más mínimo, la miró serio y ella cambió de tema. Estaba cansada de tener cenas tensas.

Sí, quedarse dormida se vería mal. Pero es difícil dormirse cuando tienes el aroma de la colonia de Malfoy clavado en tu nariz. Y no me desagrada en lo más mínimo...

Por supuesto que eso nunca lo diría en voz alta, menos a Harry y mucho menos a Ron. A su amigo pelirrojo le encantaría que ella renunciara a su puesto de prefecta, y aunque ella movería cielo y tierra por hacerlo feliz aquello estaba fuera de cuestión. De cualquier manera su relación con Ron había estado deteriorándose desde que volvieron de la guerra. A él le encantaba recordarle que Malfoy era un mortífago, que merecía estar en Azkaban y ella simplemente prefería olvidar esa parte de la historia. Pensar que Draco seguía siendo un niño rico obsesionado con la sangre pura era mucho mejor que observar la marca que adornaba su brazo.

Hermione divagaba demasiado, el tiempo pasó volando y antes de lo que imaginaba ya era tiempo de entrar. Nada como una clase de pociones por la mañana...