Durmiendo con el espíritu.
Uno.
Me despierto con un sudor frío; una sensación aguda, cortante, me baja por la columna vertebral y provoca que los dedos se me crispen. Tiro del edredón para cubrirme los hombros mientras el corazón me late a toda prisa.
Y noto el dolor en la muñeca.
Enciendo la lámpara de noche y contemplo la marca. Pronto será otro moretón; es un hematoma que cubre la parte superior de mi muñeca y se prolonga hasta la parte inferior. Tomo el bolígrafo que esta sobre la mesa de noche y añado otra señal a la cuenta que llevo anotando desde hace dos semanas, cuando nos mudamos a esta casa, para dejar constancia de que es la sexta vez que me ocurre.
Seis veces, sí.
Seis veces me he despertado con un ardor en el cuerpo.
Seis veces me he descubierto tumbada en la cama, despierta, demasiado aterrada para volver a dormir.
Por culpa de la voz que me persigue en sueños.
Desde que nos mudamos he venido teniendo estas pesadillas tan extrañas. En ellas oigo una voz masculina.
Nunca veo el rostro de él. Solo percibo su voz, me susurra cosas que no quiero escuchar: que los fantasmas existen, que tengo que prestarle atención, que no me permitirá descansar hasta que lo haga.
Por suerte, soy capaz de mantenerme despierta si me lo propongo. Pero es entonces cuando me agarra, con tanta fuerza que me deja una marca.
Sé que suena descabellado, y al principio traté de encontrar una explicación lógica. Tal vez me había torcido el brazo durante la noche; quizás me había golpeado la pierna con la esquina de la cama, o acaso al darme la vuelta me había colocado en una mala postura.
Intenté convencerme de que los sueños eran producto del estrés por haber tenido que mudarme atravesando la mitad del país; por cambiar de instituto y abandonar a mis amigos. Me imagino que forzosamente tiene que existir un período de adaptación.
Pero ahora estoy segura de que no se trata sólo de estrés. Porque entre las magulladuras, los dolores y las ojeras cada vez más profundas por falta de sueño, noto que la situación empeora por momentos.
–Bella, ¿qué haces levantada? –pregunta mi madre, de pie junto a la puerta de mi dormitorio.
Escondo la muñeca entre la pila de ropa de cama al mismo tiempo que me doy cuenta de que el olor del desconocido –que recuerda al de la manzana con especias– aún impregna las sábanas.
–Estabas gimiendo en sueños –añade.
Echo una mirada a los números de color rojo que lanzan destellos desde mi despertador digital. Son las 4.05 de la mañana.
–Habrá sido una pesadilla –respondo, tratando de restarle importancia.
Mi madre asiente y se pone a juguetear con el cinturón de su bata, en la puerta todavía, hasta que, por fin, aventura el comentario:
–No habrás vuelto a oír las voces, ¿Verdad?
Le examino la cara, preguntándome si podrá asumir la respuesta, y decido que no puede. Así que niego con la cabeza y observo que su expresión pasa de la inquietud al alivio. Deja escapar un suspiro y esboza una sonrisa forzada, aún toqueteando su bata, probablemente dudando de mi cordura.
Pero no importa.
Porque yo también dudo.
No es la primera vez que mis padres me han encontrado despierta de madrugada. No es la primera vez que han protestado por los gemidos, o me han observado con esa mirada asustada, esa que dice que me estoy volviendo loca.
O que se han fijado en mis moretones.
El primero que tuve fue en el tobillo: una enorme mancha color púrpura surcada por varios arañazos. La noche que ocurrió acudí a la habitación de ambos y les pregunté si ellos también oían la voz, si alguien habría entrado a robar en la casa; a lo mejor la voz no era parte de un sueño.
Pero respondieron que no habían oído nada. Se mostraron especialmente preocupados después de que mi padre, por insistencia mía, hubiera efectuado un registro. Era como si estuvieran asustados por mí, y no conmigo.
– ¿Te preparo un poco de leche caliente? –me pregunta ahora mi madre.
–No, gracias –respondo, todavía escuchando la voz de mi sueño. La escucho en la mente; con respiración lenta, acompasada, pronuncia una y otra vez las dos sílabas de mi nombre: Be-lla, Be-lla, Be-lla–. Solo quiero volver a dormirme –miento, al mismo tiempo que alcanzo a verme fugazmente en el espejo del tocador. Venas rojas recorren mis ojos, por lo general de un marrón luminoso, pero hoy tristes, apagados. Y mi pelo es un desastre: un alboroto amasijazo de ondas marrones, recogidas en lo alto de la cabeza en una coleta desaliñada, porque soy incapaz de enfrentarme al esfuerzo que implica mantener una melena en condiciones.
Porque no he dormido una sola noche seguida desde que nos mudamos.
–Buenas noches, mamá –susurro, y me recuesto sobre la almohada para tranquilizarla, de modo que regrese a la cama. Tiro del edredón hasta taparme las orejas y, en silencio, tarareo mentalmente una melodía con la esperanza de serenarme.
Con la esperanza de ahogar el sonido de esa voz.
Hola a todo el mundo esta es mi nueva historia. En realidad es una adaptación del cuento Durmiendo con el espíritu de Laurie Faria Stolarz. Es una hermosa historia que leí hace un par de años y la quise compartir con ustedes. Espero que lo disfruten.
Only Love.