Disclaimer: Los personajes y las situaciones que les recuerden a Twilight no me pertenece, esta inspirado bajo la obra de Stephenie Meyer. Y la historia es de Karen Potter.

Papá en espera

Argumento:

Querido hijo:

Todavía no has nacido, pero ya me resulta fácil confiar en ti. Necesito desesperadamente aclarar mis confusos pensamientos. Por motivos que algún día comprenderás, siempre había planeado que tú y yo pudiéramos formar nuestra propia familia, pero la clínica de fertilidad ha cometido un terrible error y ahora tu padre biológico quiere formar parte de nuestras vidas. Edward Cullen es un importante empresario… pero la experiencia me hace recelar. Ojala estuvieras aquí ya, sé que sabría si dejarme llevar por lo que mi corazón siente por Edward en cuanto lo viera tomarte en sus brazos…

Te quiere, mamá.

Capítulo 1

¿Qué diría su bisabuela sobre su decisión de tener un bebé sin encontrar primero un marido?

Bella Swan orientó la silla giratoria hacia la ventana y observó el soleado día de otoño de Seattle. Suspiró al divisar la nube que, sospechaba, albergaba el espíritu incansable de su bisabuela.

La vieja mujer, muerta hacía casi diez años, seguía persiguiendo a Bella. Siempre se había metido con su postura, con la ropa que llevaba, la comida que comía, los amigos que tenía.

Bella sonrió. La bisabuela habría sufrido un infarto al oír hablar de un banco de esperma, así que, todo lo que hubiera venido después, habría sido una pérdida de saliva.

Para bien o para mal, nunca conocería a su tataranieta.

En cuanto a sus propios padres, Bella los consideró de pasada. Probablemente estuvieran demasiado ocupados recorriendo el desierto australiano disfrazados de directores de documentales como para preocuparse por su bebé.

Si Bella les hubiera hablado del bebé.

Que no era el caso. Ellos no tenían ni idea de cómo cuidar o proteger a un niño, ¿así que por qué molestarse? Ella y Renesmee serían una familia de dos, y serían la familia más feliz sobre la tierra. Bella había aprendido de unos expertos lo que no tenía que hacer, y estaba decidida a no volver a colocar su felicidad en manos de otros.

La puerta del despacho se abrió, sacándola de su ensimismamiento. Bella giró la cabeza y vio al hombre alto que entraba. Tenía el pelo cobrizo y los ojos verdes, irresistibles como un par de esmeraldas. Sintió una excitación nada familiar pero trató de controlarse. El séptimo mes de embarazo no era el momento adecuado para dejarse llevar por hombres guapos y desconocidos.

Su extremado sex-appeal era casi perfecto con aquel traje Armani y el maletín hecho con la piel de algún desafortunado reptil. Bella se preguntó si lo habría cazado él mismo. Sus ojos verdes no mostraban emoción alguna; ni placer, ni bienvenida, ni amistad. Parecía poderoso, seguro de sí mismo y decidido. Muy decidido.

Bella se sintió al instante intimidada. Rara vez tenían visitantes inesperados en la fundación Prescott. Aunque la placa de la puerta de su despacho decía «directora ejecutiva», ese día ella hacía de recepcionista. En aquella oficina para dos personas, ella y su ayudante se intercambiaban los puestos a menudo, sin importarles el aspecto que pudieran darle al mundo exterior, siempre y cuando el trabajo se realizase.

Bella se enderezó y se colocó la chaqueta del traje de trabajo cubriéndole la panza. Sonrió. Él no.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó ella.

—Estoy aquí para ver a Isabella Marie Swan —dijo él con brusquedad—. ¿Está aquí?

Bella tuvo que controlar el escalofrío que recorrió su espalda. ¿Quién sería aquel hombre tan serio e inquietante y qué tendría que ver con ella?

—¿Está aquí? —repitió él.

—Perdone, ¿está quién?

—¿Está aquí la señorita Swan?

—Lo siento. La señorita Swan no está en su despacho —técnicamente no lo estaba, pero él no tenía por qué saber eso—. ¿Querría dejar algún mensaje?

Cuando Bella se estiró para tomar papel y lápiz, las solapas de su chaqueta se separaron y dejaron ver su avanzado estado de gestación. El hombre se echó hacia delante para ofrecerle la tarjeta y su mano se quedó suspendida en el aire cuando sus ojos se fijaron en el estado de Bella.

Ya se habían quedado mirándola antes, pero nunca con tanta intensidad. Era como si la tocaran unas manos invisibles, pero daba más miedo.

La puerta del despacho se abrió y, por el rabillo del ojo, Bella vio entrar a su ayudante.

—Tengo que ir volando a la oficina de correos, pero enseguida vuelvo, Bella.

—¿Bella? ¿No será ése el diminutivo de Isabella, por casualidad?

—¿Quién es usted? —preguntó Bella.

—Mi nombre es Edward Cullen —dijo él mientras dejaba caer la tarjeta, que aterrizó sobre el escritorio. Señaló la panza de Bella con un dedo—, y creo que ése es mi bebé.

Edward observó cómo desaparecía el escaso color de la cara de Bella. Era pálida en cualquier caso, con el pelo castaño y los ojos marrones, pero, si le quedaba algo del color del verano recién acabado, desde luego había desaparecido. De pronto temió que fuese a desmayarse, pero no sería la primera persona en caerse redonda ante esa situación.

Ella se puso en pie lentamente e indicó con una mano temblorosa hacia la sala de conferencias de la fundación.

—Quizá debiéramos hablar en privado —dijo ella.

Cuando cruzaron la puerta, Bella se acercó a una ventana que había al otro lado de la sala. Edward se colocó junto a la puerta, bloqueando la entrada y la salida.

En los minutos que transcurrieron antes de que Bella dijera algo, Edward tuvo la oportunidad de estudiar a la mujer que había puesto su vida patas arriba. Él siempre se había carcajeado cuando la gente decía que las mujeres embarazadas tenían un brillo especial y, sin embargo, Bella Swan era el epítome de la belleza maternal.

Llevaba el pelo recogido y su traje azul era el complemento perfecto a la seriedad que representaba su puesto en la fundación. Con sus pechos redondos y su voluminosa barriga, era difícil imaginar qué aspecto habría tenido antes, pero apostaría a que era una mujer despampanante.

Parecía serena y cautelosa, una mujer que cualquier hombre estaría feliz de llevar a su lado, embarazada o no, y sexy, extremadamente sexy.

Edward se dijo a sí mismo que debía controlarse. Observó cómo Bella se daba la vuelta para mirarlo, tragaba saliva nerviosa y se humedecía los labios. Estudió su aspecto como él lo había hecho con ella. No se quejó. Creía que lo justo era lo justo. No había nada en su expresión que denotara apreciación, pero al menos no hizo ningún chiste.

Bella colocó una mano sobre su panza y lo miró a los ojos. Entonces preguntó:

—¿Podría decirme otra vez su nombre?

—Cullen. Edward Anthony Cullen.

—¿Lo conozco?

—No, señorita Swan. No nos hemos visto nunca.

—¿Entonces por qué piensa que el bebé que llevo dentro es suyo?

—Supongo que conoce al doctor Horace Bentley, de la clínica Morhingstar.

—Sí, pero no entiendo lo que tiene que ver él con usted.

—Hubo una confusión en la clínica.

—¿Qué tipo de confusión? —preguntó Bella abriendo mucho los ojos.

—En pocas palabras, le dieron a usted mi esperma.

—Eso no es posible —dijo ella con un tono de conclusión que estuvo a punto de sacarlo de sus casillas—. A mí me inseminaron con esperma de donante.

—Y yo era el donante —dijo él.

—No me lo creo —contestó Bella furiosa—. ¿Por qué iban a decirle a usted algo así y a mí no?

—Les dije que no lo hicieran —repuso él, dejándola de piedra—. Quería disfrutar del placer de decírselo yo mismo.

Bella expresó su incredulidad con una risotada.

—Si no me cree, llame a la clínica —añadió él.

—No sé el número —dijo Bella volviéndose hacia la ventana en un intento evidente por terminar la conversación.

Edward recitó el número de memoria.

—Llame ahora, señorita Swan —al ver que vacilaba, añadió—. Hágalo.

Bella descolgó el auricular y marcó con rapidez. El doctor Bentley estaba allí, como Edward sabía de antemano. Era una de las ventajas de tener una docena de abogados sedientos de sangre esperando la orden para abalanzarse. Le aseguraba la ayuda instantánea de cualquier persona.

—¿Doctor Bentley? —comenzó Bella suavemente—. Sí, el señor Cullen está aquí ahora. Dice que hubo una confusión en la clínica. ¿Por qué no me advirtieron de ello? Sí, recibí el mensaje de que había llamado usted, pero pensé que era para concertar una cita. ¿No cree que al menos podría haberme vuelto a llamar?

Edward se imaginó la explicación del doctor, si en realidad hubiese una explicación para semejante incompetencia.

—No me importa si lo amenazó con mil abogados —dijo Bella finalmente.

—Sólo fueron doce —susurró Edward.

—No deberían haberle dado mi nombre. Si la única conexión entre él y yo es un número en una lista, y su muestra ya no existe, ¿cómo saben que fue a mí a quien se lo dieron? Había otras mujeres allí aquel día.

Edward escuchó los argumentos de Bella pero se negó a considerarlos. No era que no se hubiera puesto en esa situación cientos de veces en su cabeza. Él sabía la verdad. Y pronto, la señorita Swan también la sabría.

—No, no lo entiendo. No tiene ningún sentido. Vuelva a comprobar sus archivos y verá que ha cometido otro error. Ya hablamos sobre mi decisión de hacerlo con un donante desconocido, y pensé que usted había comprendido mis razones.

—¿Sin padre no hay complicaciones, señorita Swan? —dijo Edward en voz baja.

Mientras la observaba, Bella levantó una mano para apoyarse contra el marco de la ventana. Notó que le temblaban los dedos. Edward se puso en pie para sostenerla en caso de que fuera a desmayarse, pero dudaba que fuese necesario. Aquélla era una pequeña mujer fuerte.

Bella cerró los ojos y escuchó, luego meneó la cabeza suavemente.

—No —dijo con firmeza—. No.

Edward se preguntó lo que le estaría diciendo el doctor. Esperaba que no tuviera nada que ver con su comportamiento en la clínica. No quería que nadie se enterara de eso. Él había ido allí para corregir el error de haber almacenado su esperma en primer lugar, luego había amenazado con pleitear a la clínica por la redirección de su preciado esperma. Cuando el doctor le había dicho que iba a ser padre, se había caído redondo.

—No tengo abogado —dijo Bella con una voz que evidenciaba su fuerza de voluntad—. No necesitaré ninguno a no ser que usted insista en darles mi número y mi dirección a hombres desconocidos.

Edward se resintió al ser llamado desconocido, pero no dijo nada. Podía imaginarse cómo iba a acabar esa conversación y no le gustaba en absoluto.

—Como ya he dicho, no acepto este supuesto error. No habrá amniocentesis, ni pruebas de ADN. Es mi hija. ¿Comprende que no pienso regresar a la clínica para hacer visitas prenatales? Muy bien. Al menos comprende eso.

Bella colgó el auricular de golpe y miró a Edward.

A juzgar por el rojo de sus mejillas, estaba furiosa.

—Esa gente es una incompetente.

—Entonces está de acuerdo en que hubo un error.

—No soy estúpida, señor Cullen. Si su esperma se ha perdido, obviamente algo ocurrió. No creo que nunca sepamos eso. Siento que se haya visto implicado, pero se trata de mi bebé. Está sana y eso es lo único que me importa.

—He oído que no piensa hacerse la amniocentesis.

—No lo haré.

—¿Entonces cómo sabe que se trata de una niña?

—Por la experiencia. Soy la última de una larga lista de chicas. Hace tanto tiempo que no nace un niño en mi familia, que ya nadie recuerda cuál era el apellido familiar.

—Es el padre el que determina el sexo del bebé, no el pasado familiar de la madre.

Bella cerró los ojos y tomó aliento tratando de calmarse. Cuando los abrió, la mirada que le dirigió fue letal.

—Si hace que se sienta mejor, me hice una ecografía hace unos meses. No era una imagen muy clara, pero estoy muy feliz con los resultados. Tiene que comprender una cosa. No me importa quién sea el padre. Yo no le hago responsable a usted de ningún error que haya habido en la clínica.

Era evidente que, cuando estaba furiosa, sabía razonar muy bien. Edward esperaba no tener que encontrársela nunca en una negociación. Esos ojos que antes habían sido suaves y serenos, se habían vuelto brillantes y amenazadores.

—Pero el bebé podría ser un niño. Mi hijo.

Bella comenzó a sacudir la cabeza una vez más.

Edward sabía que se estaba resistiendo a la posibilidad de que el hijo fuera de él y, aunque su cabezonería lo irritaba, también lo fascinaba porque, como su madre siempre decía, «cabezón» era su segundo nombre.

—Creo que deberíamos casarnos —dijo Edward finalmente.

—¿Qué? —dijo Bella como si estuviera hablando en un idioma extraño.

—Que deberíamos casarnos.

—Yo no quiero casarme —dijo estirando la espalda y mirándolo fijamente—. No necesito casarme. Es mi vida, mi propia vida, que es perfecta y, créame, Edward Anthony Cullen, usted no está en ella.

—¿Por qué? —Insistió él, ignorando la satisfacción que había sentido al escuchar su nombre en su boca—. No me diga que es usted una de esas mujeres a las que no les gustan los hombres.

—Me gustan los hombres, aunque no entiendo qué puede importarle a usted eso. Simplemente no planeé involucrar a nadie más en este embarazo. Fue elección mía ser madre soltera, y sigo opinando igual.

—No permitiré que mi hijo sea ilegítimo —gritó Edward.

Bella se quedó callada y él supo que se movía en terreno pantanoso.

—Hay cosas peores en el mundo que ser ilegítimo, señor Cullen.

—¿Como qué?

—Como no ser deseado. Que te dejen al cuidado de alguien a quien no le gustan los niños. Ser menos importante que los deseos de tus padres.

—Si habla por experiencia Bella —dijo él con suavidad—, lo siento.

—Disculpa aceptada —dijo ella estirándose la chaqueta—. ¿Ahora le importa marcharse? Tengo trabajo que hacer.

—¿Cuánto?

—¿Perdón?

—¿Cuánto quiere por el bebé? Podríamos firmar un contrato y considerarla a usted una madre de alquiler. Le pagaré todos los gastos hasta el parto y luego estableceremos una suma cuando haya tenido al bebé y me lo haya vendido.

—¿Vendido?

Edward vio cómo Bella apretaba los puños y los nudillos se le volvían blancos mientras trataba de controlar su ira. A pesar de que admiraba su temperamento, le molestaba bastante el hecho de que no considerara sus derechos como padre. Derechos que él se tomaba muy en serio.

—Mi hijo no está en venta. ¿Qué tipo de mujer cree que soy?

—¿El tipo de mujer que se queda embarazada con el esperma de un donante y luego no le importa quién sea el padre? —dijo él, y en ese mismo instante se arrepintió.

Vio cómo Bella entornaba los párpados y cómo su respiración se aceleraba al ritmo en que abría y cerraba los puños.

—Puede que no sepa quién es el padre de mi bebé, pero sé quién es la madre, y no es una mujer que aguante bien a los tontos. Lárguese.

Edward se sintió como un idiota. Había construido un negocio averiguando lo que la gente pensaba, sus emociones, sus sueños y esperanzas, sus vulnerabilidades.

Y, sin embargo, había reducido a Bella Swan al símbolo de un dólar sin conocerla en absoluto.

Hizo una pausa antes de volver a hablar, preguntándose si habría algún modo de arreglar todo lo que había dicho y hecho desde el momento en que había entrado en su despacho.

—Señorita Swan. Bella —dijo caminando hacia ella lentamente. Se detuvo cuando sólo había un paso entre ambos, considerando si seria seguro hablar con ella desde tan cerca.

Al ver que no gritaba ni salía corriendo ni lo abofeteaba, le tomó la mano.

Le frotó la palma con el pulgar en lo que creyó que era un gesto tierno. Ella se estremeció, pero Edward no creía que sintiera rechazo ante su tacto.

Fue su propia reacción la que lo sorprendió. Con sus manos tocándose, sintió una conexión, una inyección de algo inesperado. ¿Sentiría ella la electricidad que recorrió todo su cuerpo y que casi lo dejó sin aliento?

—Lo siento —dijo él—. Ha sido una estupidez. La he ofendido cuando lo único que quería era expresar mi preocupación por el bebé. Espero que me permita recompensarla. Tengo recursos que están a su entera disposición si necesita algo que no pueda permitirse.

—Lo único que quiero de usted, es su ausencia —dijo ella apartando la mano.

—¿Me está echando?

—Es usted muy listo —dijo ella sarcásticamente—. Una cosa más antes de que se vaya. En alguna parte, allá fuera, hay una mujer que estaría encantada de casarse con usted y tener sus hijos. Váyase, señor Cullen. Vaya a encontrarla y déjeme en paz.

—Sigo pensando que el bebé que lleva dentro es mío.

—Piense lo que quiera. No cambia nada.

—Se equivoca —contestó Edward—. Lo cambia todo, para los tres.

Con una última mirada, Edward se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Puede que la batalla estuviera perdida, pero la guerra acababa de empezar.