LOS PERSONAJES PERTENECEN A LA QUERIDA STEPHENIE MEYER.

LA HISTORIA ORIGINAL PERTENECE A JL&ER. YO SOLO LA ADAPTO PARA DIVERTIRME.


Este capítulo, el último, esta dedicado a todas aquellas que estuvieron acompañandome desde el principio! Gracias!


10

Bella POV

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—Si crees que voy a ir a las discotecas el sábado por la noche, te equivocas de medio a medio —digo por última vez.

H tiene los labios fruncidos alrededor de una botella de cerveza y me mira con desesperación desde el otro lado.

—No me divertiría, no estoy de humor —añado mientras echo la última porción de konna sobre una rebanada de pan non y me la introduzco en la boca.

Estamos sentadas sobre la alfombra de mi salón, separadas por los restos de la comida india preparada. H insistió en traerla. Teme que todo el trauma de la semana pasada me haga adelgazar demasiado.

Qué más quisiera yo.

H suelta un eructo y se desabrocha el primer bolón de los vaqueros.

—¿Qué hemos estado diciendo durante la hora que acaba de terminar? —pregunta sin aguardar la respuesta—. Que tienes que seguir adelante. Que no puedes pasarte la vida esperando.

—Y no pienso hacerlo —digo, presa de un profundo cansancio.

Me reclino contra el sofá y miro al techo.

—Lo estás haciendo. Te has pasado trabajando todas las horas que Dios…

—Pero si es mi nuevo trabajo —digo, interrumpiéndola.

—¡Y un cuerno! Lo haces para no pensar en Edward. Tienes que superarlo. Y la mejor manera de hacerlo es saliendo y divirtiéndote un poco. Mira, la entrada es libre. Han inaugurado un nuevo bar y habrá música y baile. Tenemos que ir, nos lo pasaremos bomba.

Doblo las rodillas y me las rodeo con los brazos mientras H sigue parloteando. Estoy mareada. Puede que ello se deba a que he devorado suficiente cantidad de comida para alimentar a toda la población de Milton Keynes, pero también puede que se deba a la recurrente sensación de náusea que experimento cada vez que oigo mencionar el nombre de Edward.

No puedo reprochar a H que quiera seguir el camino más práctico. Tampoco le puedo reprochar que me quiera convencer de que salga. Me he pasado una semana pudriéndome como la clase de sustancia incrustada que hay a veces en el fondo de una olla. Si fuera H la que se comportara como si estuviera a punto de llegar el fin del mundo, yo haría lo mismo por ella. Yo preferiría ahogar mis penas en alcohol. Pero ¿ir a este nuevo bar del que ella me está hablando?

Antes preferiría comerme mi propia cabeza.

Sé que soy muy mal pensada, pero la mitad del motivo por el cual H siente tantos deseos de salir obedece al hecho de que Gav se va y ella está firmemente empeñada en no permitir que él se divierta más que ella. Gav le anunció inesperadamente que se iba una semana a no sé qué viajecito de trabajo de su empresa. Es para consolidar la «cohesión» de su equipo de colaboradores, según H, la cual se muestra bastante escéptica al respecto. Cree que las competiciones de moto y de golf son cosas de gilipollas.

Pero yo creo que está celosa.

Como consecuencia de ello, desde que regresé de las VEEI (Vacaciones En El Infierno), H me ha estado machacando con toda la historia del Poder de las Mujeres. Y aunque la quiero muchísimo y le agradezco su apoyo, yo preferiría que se largara y me dejara en paz. No quiero que me saquen de mi mal humor. Me quiero morir. Y H no se entera.

No tiene ni idea.

Para empezar, ¿cómo puede dar por sentado que he estado evitando pensar en Edward? Me he pasado toda una semana sin hacer otra cosa que no fuera pensar en Edward. Me fastidia tanto tenerlo metido en la cabeza que he estado considerando la posibilidad de ingresar en un hospital para que me apliquen un tratamiento de electrochoques.

Edward ocupa todas mis horas de vigilia y bloquea todas las del sueño. Lo he intentado todo para conseguir que se vaya. Me he entregado en cuerpo y alma a mi nuevo trabajo con todo el entusiasmo de un torero en el ruedo, pero he tenido que hacer un sobrehumano esfuerzo de concentración para poder entender las más mínimas instrucciones. Porque, si dejo de concentrarme aunque sólo sea un segundo, vuelvo a pensar en él.

Tal como me está ocurriendo ahora.

—Vamos, mujer —dice H, lanzando un suspiro de desesperación. Alarga la mano y toma la mía—. Ya basta.

—Lo siento. No puedo evitarlo —digo, tragando saliva mientras procuro reprimir la oleada de lágrimas que pugna por asomar a mis ojos.

¿De dónde deben de salir? Eso es lo que yo quiero saber. No es posible que una persona pueda almacenar tanta agua en su interior.

—Mira, por eso precisamente tenemos que hacer planes. No puedes quedarte aquí sentada todo el fin de semana, lloriqueando.

—Vaya si puedo —digo, sin poder controlar mis sollozos.

—Pero si hasta has gastado Winner Takes It All.

Resuello ruidosamente y me sueno la nariz.

—Me gusta Abba.

H me mira, haciendo una mueca.

—Tendrías que salir un poco más.

—Cállate.

Lanza un profundo suspiro de preocupación.

—Mira, apuesto a que Edward no lo está pasando tan mal.

Vuelve a mirarme con expresión belicosa. Hasta tal punto se ha tomado el comportamiento de Edward como una ofensa personal que me alegro de que jamás lo haya conocido. Creo que, si se tropezara con él en un lugar público, sería capaz de estrangularlo. Ya me imagino el reportaje del Evening Standard:

HOMBRE ATACADO

EN LA COLA DE LA CAJA DEL SUPERMERCADO

El tenorio de veintisiete años Edward Cullen fue brutalmente agredido esta mañana con un paquete de guisantes congelados en Tesco. La atacante, Helen Marchmont de Brook Green, que no se arrepiente de sus actos, negó haber sufrido un ataque de enajenación mental transitorio. «Se lo merecía», les dijo a los atónitos compradores antes de ser conducida a la comisaría de policía de Shepherd's Bush. Cullen fue posteriormente dado de alta del hospital tras haberse sometido a una intervención de dos horas de duración para eliminarle una mazorca congelada que había quedado alojada en su cuerpo. Los cirujanos declararon que sufriría una cojera permanente. Sin embargo, a raíz de una declaración de la señorita Marchmont, una enfurecida multitud, armada con todo tipo de hortalizas podridas, se congregó delante del nido de amor de Cullen y fue necesaria la intervención de las fuerzas de la policía antidisturbios…

Asiento con la cabeza y me sueno la nariz para calmar a H. El hecho de secarme el rostro con un paño de cocina impedirá también que ella adivine lo que estoy pensando. Porque no quiero reconocerlo. No quiero decirle que apuesto a que Edward se siente tan afligido como yo. Cabe incluso la posibilidad de que se sienta diez veces peor. Y a pesar de que me ha hecho más daño de lo que yo jamás hubiera podido imaginar, la idea de que él esté sufriendo me entristece todavía más.

¿Mujer Liberada de los Años Noventa? No creo.

—No quiero hablar de Edward —digo—. Dejemos este asunto.

Pero H no ha terminado.

—No está aporreando tu puerta ni suplicando perdón —señala.

—No, pero…

—Te ha llamado un par de veces y después, ¿qué? Nada. Ha dejado de insistir. Te ha destrozado el corazón y le importa una mierda. En mi opinión, se trata de una simple cuestión de respeto y, francamente, aquí el respeto brilla totalmente por su ausencia.

Inclino la cabeza en silencio. H tiene razón. No puedo decir nada, pero muy a pesar mío estoy todavía a la defensiva.

H lo adivina.

—¿Oiga? ¿Está Bella? Te fue infiel.

—No se acostó con ella.

—Ah, y en tal caso no importa, ¿verdad. ¿Quieres que vuelva?

Me froto las sienes. ¿Cómo puedo responder a la pregunta? Porque mi corazón está gritando SÍ. Por supuesto que quiero que vuelva. Esta semana he pasado por todo tipo de sentimientos, desde la cólera asesina a la indignación y el desaliento más absoluto, pero lo cierto es que le echo de menos. Y le quiero.

Rectificación.

Le quería.

Sin embargo, quiero que vuelva a pesar de todo. Pero quiero que vuelva el Edward con quien hice el amor en la playa. Quiero que vuelva el Edward que me abraza toda la noche. El Edward que me hace reír y consigue que todo se arregle.

Pero no, no quiero que vuelva el Edward que fue capaz de acostarse con Sally Briston y, peor todavía, de mentirme al respecto durante toda una semana.

Y aquí es donde me quedo atascada.

Porque ambos Jacks son la misma persona.

H frunce el entrecejo.

—Si lo ha hecho una vez, lo volverá a hacer —me advierte—. Los tíos así lo hacen siempre.

—Lo sé.

Adivino que está a punto de administrarme una dosis de cariño despiadado.

—Si quieres una relación en la que no te puedas fiar de él, adelante. Pero no me vengas a llorar cuando todo salga mal.

—Yo no quiero eso y tú lo sabes.

—La confianza es lo más importante —sigue despotricando H—. Si no es eso lo que quieres, lo tienes clarísimo. Además, Edward lo ha estropeado todo, así de sencillo. Es muy duro de aceptar, pero a su debido tiempo te dejará de doler.

—¿Tú crees?

—Pues claro.

—Entonces, ¿por qué me siento tan confusa?

—Porque crees que lo estás echando de menos. Pero en realidad sólo echas de menos lo que él representaba… la seguridad y todas estas cosas.

—Ah —digo con un hilillo de voz, como si me acabara de explicar la solución de un problema matemático y yo todavía no lo hubiera entendido.

Se pone pesadísima cuando asume el papel de terapeuta y, a juzgar por lo que veo, la cosa no ha hecho sino empezar.

H se levanta. Alarga la mano para cogerme la mía y me ayuda a levantarme.

—¿Qué haces? —protesto.

Me arrastra al cuarto de baño y enciende la luz.

—Bueno pues —dice, cruzando los brazos. Señala con la cabeza el espejo del botiquín—. ¿Qué es lo que ves?

Veo el reflejo de nuestras imágenes. Tengo los ojos hinchados y parece que me hayan arrastrado de espaldas a través de un seto. Además tengo un grano del tamaño de Manchester en la barbilla.

—H, esto es una bobada —gimoteo.

—No, no lo es.

Pongo los ojos en blanco y la miro a través del espejo.

—¿Qué quieres que diga?

H no me hace caso. Me vuelve a mirar.

—Les presento a Bella Swan, la chica que soporta que se le caguen encima desde arriba porque es demasiado débil para actuar por su cuenta. Ésta es la chica capaz de salir con un mentiroso y farsante hijo de puta que no le dice que la quiere, que se la lleva de vacaciones y que por poco la mata antes que confesar la verdad…

—¡Ya basta! —la interrumpo, enfureciéndome por momentos—. Lo abandoné, ¿no?

H se muerde los labios.

—Exactamente.

Nos miramos la una a la otra un buen rato. Vuelvo a pensar en las vacaciones, pero Edward me ha robado todos los buenos recuerdos porque lo que hizo borra por entero la mejor semana de mi vida. ¿Y qué fue lo peor de todo? Que yo ni siquiera lo sospechaba. Estaba tan alelada que ni siquiera se me pasó por la cabeza que él pudiera llevar una granada que nos haría saltar por los aires. Al final, comprendo el argumento de H.

—Tienes razón —digo.

—No te merece.

Lanzo un suspiro y sacudo la cabeza.

—No, no me merece.

H me da un fuerte abrazo antes de apartarse. La sigo hasta el salón y la observo mientras retira las bandejas de cartón de la comida y las arroja a un rincón.

—Bueno, se acabó. Ya no quiero ver más caras largas, señora —me anuncia. Se acerca al estéreo y pone un CD—. Esto es para ti. —Sube el volumen—. Antes tenía miedo, estaba petrificada —canta, haciendo una mueca como si fuera Tom Jones.

Sabe que su medicina de cariño despiadado ha dado resultado, pero para mayor seguridad, hace lo de siempre. Me hace reír.

—No sabes cuántas noches me he pasado compadeciéndome de mí misma —añado, rebosante de afecto por ella.

Sube de un salto al sofá y me toma de la mano para que yo suba tras ella. Gritamos con Gloria Gaynor, dando unos ridículos pasos de baile en el reducido espacio.

—Y ahora, ¡vete! Sal por la puerta, no vuelvas la cabeza para mirar hacia atrás, aquí tu presencia ya no interesa.

Nos hacemos señales de advertencia con los dedos la una a la otra y yo me siento inmensamente reconfortada.

—¿No eres tú el que quería hacerme daño con sus mentiras? —Me palmoteo el pecho con las manos—. ¿Me vine yo abajo? ¿Me desplomé y morí?

Berreamos I will survive, con tal fuerza que tardo un rato en oír el timbre de la puerta.

Salto al suelo y bajo el volumen del estéreo. Estoy sudando.

—¿Has oído el timbre de la puerta? —le pregunto a H, corriendo hacia el interfono.

—No.

Me paso un rato contestando por el micrófono, pero nadie me responde. Bajo corriendo a la puerta de entrada. Estoy sin resuello cuando la abro. Miro hacia la calle, pero no veo a nadie. Cierro la puerta y, cuando vuelvo a pulsar la luz de la escalera, veo la carta sobre el felpudo.

El corazón me late fuertemente en el pecho cuando subo con ella al apartamento.

—¿Qué es? —me pregunta H cuando regreso al salón.

Está preocupada y quita el CD. El apartamento se queda súbitamente en silencio.

—Es una carta —contesto—. De Edward.

Miro la carta y la miro a ella.

Me tiemblan las manos.

Edward ha tenido que entrometerse justo cuando estaba empezando a recuperar la fuerza.

—¿Te la ha entregado en mano? —me pregunta H.

—No. Estaba en el felpudo.

H se acerca y ambas contemplamos el sobre.

En la parte anterior dice A. CROSBIE. ÚLTIMO PISO, escrito de puño y letra de Edward con un bolígrafo de tinta verde.

A. Swan.

No Bella Swan.

Ni siquiera hay el dibujo de un sello.

A. Swan… podría ser cualquier Swan.

Hasta el director de mi sucursal bancaria tiene el detalle de dirigirse a mí como A. L. Swan. Bella Lauren. (Mi papá estaba un poco encaprichado de Lauren Bacall cuando yo nací.)

Contemplo la carta, tratando de adivinar su contenido. Ni siquiera hay un S.C.U.B.D.A. (Sellado Con Un Beso De Amor) escrito en la solapa posterior. Nada. Husmeo el sobre. Tampoco percibo ninguna reveladora vaharada de aftershave.

Mi correspondencia no huele a macho.

—¿La vas a leer? —me pregunta H.

—No lo sé.

Y es cierto. No sé qué hacer. No estoy segura de poder resistir lo que me tiene que decir Edward. Puede que eso me haga sentir peor. No sé si podré soportar que me diga que he adoptado la decisión más acertada. No quiero leer que él tiene intención de seguir viéndose con Sally. No quiero conocer los sórdidos y repugnantes detalles. No quiero enfrentarme con nada que me lo haga parecer real.

H me roza el brazo.

—Piénsalo bien. ¿Algo de lo que él te pudiera decir sería capaz de hacerte sentirte mejor?

Sólo hay una cosa capaz de hacerme sentir mejor de entre las que Edward me podría decir, pero es totalmente improbable que me la diga: «Te mentí, Bella, cariño. No ocurrió nada con Sally… todo fue una broma de mal gusto».

Pero aunque lo retirara, me ha hecho sufrir demasiado. Creo que Edward se comportó como un estúpido gilipollas.

—No —contesto con firmeza—. Y en cualquier caso, si tiene algo que decir, que me lo diga en la cara.

Paso por alto el hecho de no haberle dado a Edward la oportunidad de verme la cara. Pero eso no es más que una minucia.

Lo importante es el principio.

—Muy bien pues —dice H, frotándose las manos—. Ya es hora de exorcizarle de una vez por todas. Vamos. Toma las cervezas. Necesito que me ayudes. —Me arrebata la carta de la mano y se encamina hacia la cocina. Se acerca al fregadero y se pone mis guantes de goma—. ¡Cacerola! —pide en tono perentorio cual si fuera un cirujano.

Alarga una mano y yo descuelgo una cacerola del gancho y se la entrego. Ni siquiera me mira.

—Gas de encendedor —añade. Empiezo a reírme mientras ella lo saca del especiero. Arroja la carta de Edward a la cacerola y me mira con un perverso brillo en los ojos.

Asiento con la cabeza.

H destapa el gas y lo vierte por encima de la carta.

—¡Cerillas!

Le doy la caja de cerillas como si ella y yo fuéramos Thelma y Louise. H enciende una cerilla y la arroja al interior de la cacerola con un dramático gesto. La carta de Edward estalla en llamas. Ambas nos tambaleamos hacia atrás y nos sujetamos la una a la otra.

—¡Me parece increíble que lo hayas hecho! —digo con la voz entrecortada por la emoción.

—Ahora ya está fuera de tu vida —dice H, tomando su cerveza y entrechocando su botella con la mía—. Hacia delante y hacia arriba.

—Hacia delante y hacia arriba —repito, pero no estoy tan contenta como aparento porque, a pesar de nuestro gesto de magia blanca, mis pensamientos siguen debatiéndose entre Bella, la feminista plasta, y Bella, la heroína de culebrón:

Plasta: Soy una mujer liberada. Soy libre. No necesito a Edward Cullen. Es agua pasada.

Heroína de culebrón: Él ha estado aquí esta noche. En la puerta de mi casa. Respirando el mismo aire que yo respiro.

Plasta: He estado sola otras veces. Puedo volver a estarlo. Yo tengo unos principios y Edward Cullen no se ajusta a ellos.

Heroína de culebrón: Le echo de menos. ¿Me echa él de menos a mí también? ¿Qué decía en la carta?

Plasta: Dejó que la Muy Bruja de Sally Briston le hiciera una mamada. ¿Qué otra cosa se puede decir? De eso no hay quien lo libre, aunque se convirtiera en el maldito Poeta Laureado del Reino Unido.

—Me alegro —digo.

Pero más tarde, cuando H ya se ido y yo me estoy cepillando los dientes, no me siento tan contenta. Me dirijo a la cocina y contemplo la cacerola. Me introduzco el cepillo cubierto de espuma de dentífrico en la boca y cojo la carbonizada carta. Unas negras laminillas flotan por el aire y se escapan a través de la ventana.

¿Por qué hemos sido tan temerarias? Quiero saber lo que ha escrito Edward. Quiero oír su voz llenando el silencio de mi apartamento, por muy duro que eso pueda ser para mí. Una parte de mí sabe que soy débil porque me siento sola, pero el instinto anula mi sentido común.

Por primera vez desde que dejé Grecia, hago lo que juré no hacer. Cojo el teléfono y llamo a la centralita. He descubierto que, si no quieres que alguien localice tu llamada, tienes que marcar el 141 antes del número. Lo hago y marco el número de Edward. No sé qué voy a decir. No sé cómo le voy a explicar que he quemado su carta. Sólo quiero oír su voz.

Contesta al primer timbrazo y, tal como suponía, el corazón me da un vuelco en el pecho al oír su voz.

—¿Diga? —contesta.

Su voz suena sospechosamente normal. No está atormentado por los sollozos, no está sufriendo un agotamiento nervioso. Y no está filtrando las llamadas. ¿Significa eso que está esperando que le llame alguien?

—¿Eres tú? —pregunta en un susurro tras una breve pausa.

¿Tú? ¿Quién coño es tú?

Experimento un sobresalto tan grande que tardo un momento en comprender que el tú podría ser yo. Pero si tú soy yo, ¿cómo se atreve a hablar en semejante tono de suficiencia? ¿Qué se creía? ¿Que dejaría la carta en mi puerta y todo volvería a la normalidad? ¿Que lo llamaría y lo perdonaría, así, por las buenas? Recuerdo que tengo la boca llena de dentífrico y emito un gorgoteo antes de colgar violentamente el teléfono. Por lo menos, no sabrá que he sido yo quien le ha llamado.

Las ventajas de la tecnología.

¡El maquillaje no me sirve de nada!

¡Es un timo!

Es viernes por la mañana y me he puesto tantas capas de crema reparadora bajo los ojos y en la nariz que parezco la Hormiga Atómica, pero las bolsas de debajo de los ojos siguen descaradamente visibles. ¿Por qué ya no puedo dormir? No es justo. Yo antes era la chica Martini del sueño: podía dormir en cualquier momento y lugar. De todo tiene la culpa el maldito Edward. Como siga sin poder dormir, voy a tener que empezar a tomar Valium.

Me echo una bronca delante del espejo. No tiene sentido. Estoy empezando a parecerme a la chica del anuncio de la lucha antidroga.

Cojo las llaves y estoy a punto de salir hacia el trabajo cuando llama mamá.

—¿Cómo estás, cariño? —me pregunta.

Adivino que ya está preparada para el capítulo matinal de la serie Hijas en apuros, el culebrón de la vida real de la cadena W12.

A pesar de sus buenas intenciones, la imagen mental sólo sirve para irritarme. Me rasco la frente, pensando que he sido una tonta. Ya sabía lo que iba a ocurrir. La semana pasada no hubiera tenido que correr a casa directamente desde el aeropuerto como una niña de trece años a la que su novio acaba de dejar plantada. En aquellos momentos, semejante comportamiento me ayudó a sentirme mucho mejor. Después de dejar a Edward, era el único lugar donde me apetecía estar. No hay nadie en el mundo que te pueda consolar de los fracasos amorosos mejor que tu madre.

Y la mía afrontó el reto con todo el entusiasmo de una gallina clueca. Dejé que me preparara chocolate caliente, me arropara en mi antigua cama y me tranquilizara con un soporífero monólogo acerca de la maldad humana. El domingo me despertó muy tarde, me sirvió el desayuno en la cama, me lavó toda la ropa y se pasó el día tratando de animarme hasta que llegó un momento en que yo estaba deseando escapar. Cuando regresé a casa el domingo por la noche, ya estaba preparada para enfrentarme de nuevo con el mundo.

Aunque le agradezco todo lo que ha hecho por mí, pienso que ojalá no le hubiera dicho nada acerca de mi crisis emocional. Tengo veinticinco años. Edad suficiente para resolver sola mis problemas.

—Estoy bien —contesto—. En serio.

—¿Seguro? Puedes venir a pasar el fin de semana, si quieres.

—No, mamá, tengo cosas que hacer aquí.

No me escucha.

—¿Por qué no tomas el tren esta tarde después del trabajo y yo preparo una buena cena para las dos? —me pregunta.

Adivino que ya lo tiene todo planeado. Cierro los ojos y hago un esfuerzo por ser amable. No necesito que me envuelva en la manta de su preocupación. No se me ocurre nada que pueda ser más claustrofóbico. Además, ya he superado el momento de la fusión del reactor, ¿verdad?

Sin embargo, no puedo ser desconsiderada con ella. La relación entre nosotras es buena en estos momentos y, desde que tengo un trabajo, ha dejado de darme la lata. No quiero estropear las cosas, mostrándome irritable.

Soy fuerte y lo puedo resistir.

—Lo siento, pero no puedo. Le prometí a H que saldría con ella mañana por la noche. Creo que me irá bien divertirme un poco.

Me escandaliza haberlo podido decir con semejante convicción. Pensaba que conseguiría escabullirme del plan de H, pero en comparación con el ofrecimiento de mamá, lo veo de pronto como una posibilidad absolutamente factible.

—¿Estás segura, cariño?

—Sí, pero gracias de todos modos. Eres un cielo —añado.

—¿Para qué son las madres si no? —dice, y yo adivino que me la he puesto en el bolsillo y cuelgo.

Uf.

Estoy cerrando la puerta de mi apartamento cuando me tropiezo en el rellano con mi vecina Peggy. Peggy tiene por lo menos ciento cincuenta años y es una fisgona compulsiva, que atisba desde detrás de las cortinas. Ha convertido la Vigilancia del Barrio en su profesión y yo intuyo que lleva varios días tratando de acorralarme.

—¿Has vuelto a ver a aquel bicho raro, cariño?

—¿Qué bicho raro?

—Aquel pobre vagabundo que estuvo aquí el domingo pasado.

—¿Qué vagabundo? —pregunto sin saber de qué me está hablando.

—¡Menuda pinta tenía! —dice, ahuecándose el cabello gris lavado con champú colorante azulado—. Estaba empapado y no paraba de gritar tu nombre por el interfono. Se lo dije a Alf. Le dije: «A ver si lo echas de aquí».

»Se pasó todo el día aquí. Pero Alf no se movió. Ni siquiera se asomó. Allí se quedó, sentado delante del televisor.

Ahora ya estoy al corriente de las costumbres televisivas de Alf.

Estupendo.

—No oí nada —digo, tratando de seguir adelante.

Pero Peggy no ha terminado.

—Se debió de equivocar de casa —añade—. Y después, todas las pintadas que hizo. Menos mal que se me ocurrió la idea de llamar al ayuntamiento. Antes esta zona era muy bonita.

Sonrío con benevolencia. Debe de estar hablando de aquella tontería que algún idiota pintó en la calzada.

—Cómo son los chicos de hoy en día, ¿verdad, Peggy? —comento antes de conseguir escapar.

Durante el camino al trabajo, reflexiono acerca de la nueva información.

¿Y si hubiera sido Edward el que gritaba a través del interfono? A pesar de mi determinación, empiezo a sentirme culpable. Recuerdo el puntapié en los cojones que le pegué. Recuerdo su magullado rostro en el avión y mi negativa a hablar con él. Recuerdo los mensajes del contestador que borré y (mi venganza definitiva) mi llamada a la compañía telefónica para que eliminara su número de mi Lista de Amigos y Familiares. Y después recuerdo la escena de anoche en mi cocina y la carta que quemamos.

Pero también recuerdo el tono de su voz a través del teléfono y lo que dijo H. No tengo que sentirme culpable. Aunque Edward me declarara amor eterno en su carta, ¿por qué tendría yo que creerle después de lo que ha hecho?

Ya es demasiado tarde.

Excesivamente tarde.

Sigo estando perpleja cuando subo por Charlotte Street y entro en el edificio. ¿Por qué tiene que ser todo tan desconcertante? ¿Por qué no puede ser sencilla la vida?

Porque en teoría es muy fácil.

En teoría, puedes dividir la vida en tres categorías: trabajo, vida amorosa y vida en general (incluyendo el hogar, los amigos, etc.). El mayor problema es que sólo puedes conseguir que den simultáneamente resultado dos de las tres categorías de la lista. Es como un malabarismo. Cuando estaba con Edward, la vida amorosa y la vida en general me iban de maravilla, pero el trabajo era una mierda. Ahora el trabajo es estupendo, la vida en general es satisfactoria, pero la vida amorosa es un desastre.

¡Qué asco!

¿Cuándo podré disfrutar de las tres cosas juntas?

Sólo empiezo a sentirme un poco mejor cuando me instalo en mi escritorio. Me encanta este trabajo. Jules lleva toda la semana fuera, lo cual ha sido un alivio. No se ha pasado el rato mirando por encima de mi hombro y me ha dado la oportunidad de acostumbrarme al ambiente. Esta misma mañana tengo una sesión de puesta al día con él. Me ha pedido que le confeccione una lista de mis ideas y ahora, mientras le doy los últimos toques, me siento satisfecha. Es mi primera colaboración como empleada fija y no eventual.

Al final. Soy fija.

Y pienso quedarme.

(Cruzo los dedos para que a Mes también le guste.)

Estoy tan enfrascada en mi tarea que no me doy cuenta de que Jenny se encuentra junto a mi escritorio. Este fin de semana asistirá a un baile de disfraces y lleva el modelo que le ha hecho Sam: una ridícula peluca de Cleopatra y un corsé de encaje muy sexy.

—¿Cómo estoy? —me pregunta, girando sobre sí misma mientras me río.

—¡Fabulosa! Seguro que ligas. —Veo mi cámara fotográfica encima del escritorio—. Quédate quieta.

Jenny posa mientras yo la fotografío. Al cabo de tres instantáneas, la cámara se queda sin carrete. Se quita la peluca y se ahueca el cabello mientras la cámara rebobina el carrete. Después se sienta en el borde del escritorio y se inclina hacia delante en gesto de complicidad.

—Le he echado el ojo a un chico de veintitrés años que es un encanto —me dice en un susurro—. Es el vivo retrato de este Leonardo Di como-se-llame. —Cruza los brazos y se muerde graciosamente los labios—. Creo que me lo voy a beneficiar a poco que pueda.

—Eres terrible —le digo entre risas.

—Siempre lo he sido y siempre lo seré —dice sonriendo. Me mira un instante—. ¿Qué tal te encuentras hoy? ¿Un poco mejor?

Jenny y Sam han estado muy brillantes esta semana. Creo que fue una considerable falta de profesionalidad por mi parte contarles lo de Edward en mi primer día en la casa, pero al parecer a ellas no les importó. En su lugar, permanecieron a mi lado y no permitieron que me pusiera demasiado triste. Andy nos llama el Aquelarre de las Brujas y, cada vez que regresamos de una pausa para fumar un pitillo, grita:

—¡Corred a poneros a salvo, muchachos! ¡Os van a cortar los cojones!

Nosotras nos reímos diabólicamente al oírlo, pero es una risa sana, puesto que a Sam le gusta Andy.

Saco el carrete de la cámara y le digo a Jenny:

—Anoche me dejó una carta.

Hace una mueca.

—¿Y qué?

—La quemé. Sin haberla leído.

—Así me gusta mi niña —dice, extendiendo la mano para chocarla conmigo—. Ya sabía yo que serías sensata. De nada sirve destrozarte el corazón a tu edad, teniendo tantas posibilidades de diversión a tu alcance.

—No te preocupes, imitaré tu ejemplo —digo—. Mañana por la noche saldré.

—Es lo mejor que puedes hacer —dice, asintiendo con la cabeza—, pero recuerda: antes la muerte que un compromiso.

Es por eso por lo que admiro a Jenny. Porque no acepta ningún tipo de mierda. Porque hace lo que le da la gana y se mantiene fiel a sus decisiones. A pesar de que tiene treinta y tantos años, no la oyes decir en tono quejumbroso que necesita un hombre ni hablar de su reloj biológico. Y si ella no está desesperada, ¿por qué iba a estarlo yo?

Yo también puedo ser como Jenny.

A lo bestia. Y con recochineo.

Se respira una buena atmósfera de viernes en el despacho. Participo en las bromas y, por primera vez desde que regresé de Grecia, me vuelvo a sentir la misma de antes.

A las once y media Jules me llama para nuestra reunión. Nos pasamos siglos repasando todo el trabajo que he hecho y él se muestra complacido. Me comenta los planes que tiene para Friers y yo experimento una oleada de confianza porque muchas de mis ideas coinciden con las suyas:

Las perspectivas son decididamente halagüeñas.

—Vamos a salir a tomar algo —me dice al final—. Me muero de hambre.

Estoy a punto de decir que sí cuando llama Ann, la mujer de Jules. Recojo mis cosas de la mesa.

—No puedo —dice Jules—. Voy a salir a comer con mi nueva secretaria. De acuerdo. Te veré luego. Te quiero.

¿Por qué no puedo encontrar a alguien como él? ¿Por qué no puedo encontrar a alguien que no tema sus propios sentimientos, que sea sincero y honrado? Tiene que estar en alguna parte. Jules es la prueba viviente de ello. Por consiguiente, ¿dónde están estos hombres?

Casados. Ahí es donde están.

Aún estoy reflexionando acerca de esta cuestión cuando nos sentamos en una brasserie de moda de Soho. El maître se desvive por servir a Jules.

—Ah, señor Geller. ¿Qué les puedo servir de beber? —pregunta.

Jules me mira sonriendo.

—Creo que nos tomaremos un par de copas de champán, Tom.

—¿Qué estamos celebrando? —pregunto.

—El hecho de haber sobrevivido a nuestra primera semana.

Cuando llega el champán, Jules se reclina en su asiento.

—Bueno, ¿qué tal ha ido? —pregunta.

—Estupendamente bien —contesto—. Lo estoy pasando de maravilla.

Jules se pone la servilleta en las rodillas.

—Corta el rollo, Bella. Me he pasado toda la semana observándote.

Le miro, boquiabierta de asombro.

—No ocurre nada —añade—, eso no es una crítica. Has hecho un trabajo brillante; estoy preocupado por ti, eso es todo.

Lo que está diciendo me parece increíble. En su presencia, he hecho un esfuerzo sobrehumano por mostrarme risueña.

—Llevo en el mundo el tiempo suficiente para saber cuándo alguien tiene el corazón roto. ¿Me quieres hablar de ello? —pregunta.

—¿Tanto se me nota?

—Me temo que sí. Nunca se sabe, a lo mejor yo te podría echar una mano, siendo como soy un ser humano como tú —dice, exagerando su acento americano.

Niego con la cabeza. Jules es mi jefe, no mi psiquiatra. Y en cualquier caso, es un hombre. ¿Qué sabrá él?

—No creo que le interese —digo.

—Prueba a ver.

Creo que se merece una explicación, dado su evidente interés. Respiro hondo y le miro a los ojos antes de empezar a contarle todo lo de Edward, nuestras vacaciones y los sentimientos que experimento desde entonces. Procuro quitarle importancia, pero cuando él me empieza a hacer preguntas, le revelo todos los espeluznantes detalles.

—¿Qué te fastidia más, el hecho de que lo hiciera o el hecho de que te lo ocultara? —pregunta Jules.

—No lo sé muy bien. Sólo sé que el hecho de que no me lo dijera hizo que todas las vacaciones (y nuestras relaciones) no significaran nada.

—Pero al final te lo dijo y, a mi modo de ver, hay que tener cojones para eso.

Hubiera tenido que comprenderlo. Su respuesta es típicamente masculina. Me importa un bledo que me digan que Edward tuvo cojones. A mi modo de ver, eso no significa ser valiente.

Nos sirven los entremeses.

—Yo tuve una aventura una vez —dice Jules al cabo de un rato.

Casi me atraganto con la comida. No es posible que Jules también lo haya hecho. No es posible que el sano hombre de familia Jules también. No es posible que Jules, el señor Declaración de Amor a su Mujer en el Despacho (¡antes del almuerzo!), también. No es posible que Jules también.

—Ann lo sabe.

—¿Se lo dijo usted? —pregunto con incredulidad.

—Pues claro.

—¿Cómo? Bueno. —Le miro y retiro lo dicho—. No tiene por qué contármelo.

—Mi aventura fue mucho peor que la de Edward —reconoce Jules—. Me pasé seis semanas acostándome con otra mujer y tardé otras seis semanas en tener el valor de confesárselo a Ann.

—¿Por qué no se lo ocultó? —pregunto, procurando no parecer tan severa como me siento.

—Porque ella sospechaba algo. Porque me di cuenta de que, ocultando la verdad, le estaba faltando totalmente al respeto. Se merecía la verdad y tenía derecho a tomar la decisión que quisiera. Ella confiaba en mí y yo tenía que confiar en ella.

—¿Y ella no se disgustó enormemente?

—Por supuesto que sí, pero también comprendió que yo lo había arriesgado todo al decírselo. Ann sabía que yo podía perderla a ella, a los niños, nuestro hogar y todo lo demás. Y también sabía que yo no quería por nada del mundo que eso ocurriera.

—¿Cómo se sintió usted?

—Fatal. Me parecía increíble haberle causado tanto daño a mi mujer o haber sido tan estúpido como para tener una aventura.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Lo arreglamos. Tardamos un poco en conseguirlo, pero como consecuencia de ello, ahora nuestra relación es mucho más fuerte. Con la verdad no se puede discutir, eso es lo bueno. Y si confías en una persona lo bastante para revelarle la verdad acerca de cosas así, por muy duro que te resulte, significa que amas a esa persona.

Me gustaría preguntarle si cree que Edward me contó lo de Sally porque me ama, pero me abstengo de hacerlo. Jules no conoce a Edward. Tendría que hacer una conjetura.

Lo mismo que hago yo.

—Me parece que has sido muy dura con él.

Tuerzo la boca en una mueca y le miro.

—Por lo menos, hubieras tenido que leer la carta y averiguar lo que te decía en ella. Dudo que tuviera otra excusa que no fuera la de decir que es un hombre, pero hubieras tenido que conocer su versión.

—Pero ¿cómo puedo volver a confiar en él?

—¿Y por qué no? Te ha dicho lo peor.

—Pero si es tan «hombre», ¿no lo volverá a hacer?

Jules se ríe de mi comentario.

—Es posible que lo quiera hacer, pero el amor es algo más que simple sexo. Y la próxima vez es probable que lo piense un poco.

—Y eso, ¿qué quiere decir? ¿Volvería usted a tener otra aventura?

—No. —Hace una pausa—. Pero no lamento lo que hice. Me ayudó a aclarar mis sentimientos. Y también me hizo comprender que no puedes ser descuidado en tus relaciones. Que tienes que esforzarte en conservarlas.

Junto el cuchillo y el tenedor en mi plato. Estoy perpleja.

—Es muy fácil. ¿Tú le quieres? —pregunta Jules.

—Pero…

—Si le quieres, tienes que aceptar que es humano. Lo siento, Bella, pero eso no es una película.

Cuando vuelvo a casa, saco las compras que he hecho en Sainsbury's y me preparo para ver las fotografías de las vacaciones. Jenny las llevó a revelar a la hora del almuerzo y el sobre de las fotografías se ha estado burlando de mí toda la tarde. Necesito beberme un vaso de vino para tener el valor de contemplarlas. Sello un pacto conmigo misma: no voy a lloriquear.

Pero en cuanto abro el sobre, empiezo a tambalearme. Las contemplo con la sensación de estar viendo algo que pertenece a otro mundo. No parecen reales. Veo a Edward muy moreno con la moto, me veo a mí profundamente dormida en la playa. Contengo la respiración y hago un esfuerzo por seguir adelante. Pero cada fotografía me clava un poco más el puñal.

Estoy casi a punto de terminar y de felicitarme cuando llegan las fotografías en las que aparecemos los dos. Y aquí es cuando reacciono. Porque en las fotografías estamos juntos.

Juntos de verdad.

Estamos en las inmediaciones de la taberna, Edward me rodea con un brazo y sostiene la cámara en alto con la mano del otro. No pensaba que pudieran salir las fotografías, pero han salido. Mientras las contemplo, me empieza a doler el corazón porque aquí Edward me está mirando a los ojos y yo veo mis sentimientos suspendidos en el espacio entre nuestros rostros. Él sonríe y me roza la nariz con la suya, y yo no puedo seguir mirando. Porque siento su brazo que me rodea y aspiro el olor de su piel. E incumplo por entero el pacto que había hecho.

Las cataratas del Niágara se han trasladado a mi rostro. He debido de quedarme dormida llorando, porque es tarde cuando oigo sonar el teléfono. En mi confuso estado, pienso inmediatamente que es Edward. Pero no lo es. Es Nathan. Parece bebido.

Tras contarme su abandono de la española por una jugadora de polo argentina heredera de una gran fortuna y su simultánea relación con una chica de Glasgow, se da cuenta finalmente de que yo todavía no he abierto la boca. Lo toma evidentemente por una señal de enfado por mi parte y se deshace en disculpas por no haberme llevado a cenar la otra noche.

—No te preocupes —le digo.

—Muy bien. —Al parecer, se alegra de haber podido salir del apuro tan fácilmente. Le oigo dar una calada al cigarrillo—. ¿Qué tal fueron las vacaciones con tu amado?

—Hemos roto.

Se produce una pausa.

—¡Vaya! Qué lástima.

No digo nada. Está claro que la noticia le parte el corazón de pena.

—Intenta ver el lado bueno…

—¿Cuál es el lado bueno? —lo interrumpo secamente.

—No era exactamente tu tipo.

Se me ocurre pensar que Nathan no sabría cuál es mi tipo ni siquiera si mi tipo le propinara un puñetazo en los morros. En realidad, Nathan tampoco tendría ni la menor idea de lo que yo quiero. Y ni siquiera se le ocurriría preguntarlo. Porque, desde que se fue, ha cambiado. Bueno, no, siempre ha sido el mismo, siempre ha sido igual de arrogante. La que ha cambiado soy yo. Y por más que me duela reconocerlo, he cambiado por culpa de Edward.

—¿Cómo lo sabes? No hablaste con él —replico.

—No teníamos nada que decirnos —dice a la defensiva.

—Y eso, ¿quién lo decidió?

—¡Oye, un momento! No la tomes conmigo. Ya te he dicho que lo sentía, ¿no?

—Bueno, da igual.

Se pasa ruidosamente la lengua por los dientes.

—No es un buen momento. Mira, ya te llamaré.

Espera un poco antes de colgar. Me alegro de que lo haga primero; así me ahorra el esfuerzo.

—¡Serás gilipollas! —grito, colgando violentamente el teléfono.

Estoy furiosa.

¿Cómo se atreve Nathan a juzgar a Edward? ¿Qué sabe él? Además, toda la culpa es suya. Si no hubiera sido tan grosero, Edward no se habría puesto celoso y no se habría ido a la cama con Sally.

Pero tampoco es una excusa.

¡Los hombres!

¡Qué asco!

Son un hato de neanderthales. No han evolucionado en absoluto. Sólo piensan en su polla y en su amor propio, aunque en realidad no hay ninguna diferencia entre las dos cosas.

Sacudo la cabeza, sorprendiéndome de lo estúpida que he sido. A pesar de que puedo a ver a Nathan desde el punto de vista de Edward, ello no absuelve a Edward de su culpa ni por un instante. Todos son exactamente iguales. Nathan, Edward… ni siquiera Jules pudo guardarse la polla.

¿Qué esperanza puede haber?

Cojo la botella de vino y doy un trago largo. Apoyo los codos en las rodillas y me cubro el rostro con las manos. En la alfombra hay una foto de Edward apoyado en la moto.

La cojo y la contemplo.

No me extraña que parezca tan asquerosamente feliz. La muy puta de Sally no fue la única que se llenó la boca; él también estaba disfrutando del pastel y se lo estuvo comiendo sin parar.

—¿Cuánto tiempo lo llevabas planeando, Edward? ¿Desde que pervertidamente la deseabas desnuda, fingiendo que todo era en nombre del arte? Lo más probable es que ya lo tuvieras todo previsto desde el principio, ¿verdad? —pregunto.

Otra vez la misma sonrisa.

Me bebo otro trago de vino.

—¿Qué ocurrió entonces? Cuéntamelo, estoy intrigada. La invitaste a ir a tu casa porque sabías que yo había salido con Nathan, ¿verdad? ¿Qué hiciste? ¿Cocinaste para ella? ¿Charlaste con ella? ¿La emborrachaste como una cuba? ¿Tomaste su mano sobre la mesa y la miraste a los ojos? ¿Qué le dijiste? No, no me lo digas, ya me lo imagino. —Bebo más vino—. «Eres guapísima, eres sensacional, tienes una sonrisa maravillosa.» ¿Lo hiciste? ¿Lo hiciste, Edward? Le dijiste las mismas cosas que me decías a mí porque estabas cachondo. ¿Fue eso? ¿Querías simplemente echar un polvo porque eres un hombre y necesitas sembrar tu semilla? ¿Fue eso?

Todavía la misma sonrisa.

—¿Y qué hizo ella? ¿Tropezar accidentalmente y acabar con tu polla en la boca?

La fotografía tiembla en mi mano. Estudio detenidamente los labios de Edward.

—¿Qué tal te supo besarla? Porque supongo que la besaste, ¿verdad? ¿Y qué hiciste? Mantener las manos atadas a la espalda, supongo. ¿No le bajaste, por casualidad, al pilón y le besaste las partes que habías pintado? No, tú no haces estas cosas, ¿verdad, Edward?, porque tú nunca has presumido por ahí, diciendo que el hecho de complacer a las mujeres es tan importante como complacerte a ti mismo. ¿A qué sabía? ¿Y cómo era la sensación de su piel contra la tuya?

Es como si tuviera el corazón en la garganta y me falta la respiración. Contemplo la fotografía y experimento una sensación de mareo.

—¿Nos comparaste, Edward? ¿Me abrazaste unas horas después, pensando en ella? ¿Lo hiciste?

Me asoman las lágrimas a los ojos y me las enjugo con rabia. Apuro el vino de un solo trago y me levanto. Apenas me tengo en pie.

—Pero yo no tendría que preocuparme por eso, ¿verdad? Porque eso no se considera una infidelidad. Tú no te la tiraste. Qué tonta he sido poniéndome tan nerviosa.

Todavía la misma sonrisa.

—¡SERÁS HIJO DE PUTA!

Rompo la fotografía y la arrojo al otro lado de la estancia. Después, recojo todas las demás y las echo al cubo de la basura antes de propinarle un puntapié.

Esta vez ya no lo aguanto. Me importa un bledo lo que diga Jules. Jules y todas sus chorradas psicoanalíticas acerca de la confianza. Jamás volveré a confiar en nadie. No merece la pena. A partir de ahora, haré lo que Jenny. Usaré a los hombres. Los usaré y me aprovecharé de ellos. Yo también tendré mi pastel y me lo comeré. Y si alguien cree alguna vez que está a punto de tenerme en el bote, ¡se puede ir al CARAJO!

El sábado por la mañana tengo una resaca descomunal, pero experimento una profunda sensación de calma. De hecho, me siento extrañamente aislada de todo el dolor que hasta ahora me había dominado. No ha desaparecido, pero ya no es tan inmediato. Creo que mi arrebato de anoche fue un punto decisivo.

Porque hoy se produce un nuevo comienzo.

Hoy vuelvo a ser Bella Swan. Se acabó la llorosa y sentimental heroína. Se acabó la feminista plasta. Se acabó la sufridora mental.

Simplemente yo.

Serena.

Tranquila.

Sosegada.

Hoy recuperaré el espacio de mi mente que hasta ahora había estado ocupado por Edward. A partir de ahora, sólo estará ocupado por pensamientos acerca de mí.

YO.

YO.

YO.

Saco la grabación de sonidos de ballena que me compré en 1990 en mi breve fase de New Age, y me preparo un buen baño. Estoy cumpliendo la misión de aclararme las ideas. Soplo con aire distraído la espuma de jabón a mi alrededor, apoyo el dedo gordo del pie en el grifo y dejo vagar mis pensamientos. En cuanto tropiezo con algo remotamente relacionado con él, hago sonar la sirena de alarma y vuelvo sobre mis pasos.

Al principio, es bastante duro. Tardo siglos en recorrer de puntillas mi mente, procurando no abrir las puertas de ninguno de los bancos de recuerdos prohibidos. Pero al cabo de un rato descubro que tengo montones de cosas en que pensar. Por ejemplo, en la teleserie EastEnders, en el Festival de Eurovisión, en las grecas decorativas que podría pintar en las paredes y, finalmente, en las compras.

La clave es ir de compras.

Después del baño, me paso varias horas mimándome con vistas a la juerga de la todopoderosa Visa que me tengo preparada. Me depilo las piernas con cera, me depilo las cejas, me hago una limpieza de cutis, me limo y pinto las uñas, me paso una hora secándome el cabello con el secador de aire caliente y, cuando termino, me vuelvo a sentir humana.

Recupero mi aspecto humano.

No, mi aspecto es fabuloso.

Debe de serlo, pues los obreros que están borrando las pintadas de la calle lanzan aullidos de admiración cuando salgo de casa para ir de compras. Pero a mí me da igual. Son hombres. Carecen de importancia.

—¡A tomar por culo! —les grito.

No soy buena compradora, tengo que reconocerlo. Siempre he sido un poco impulsiva y por eso prefiero dedicar las tardes del sábado a otras cosas. Bajar al bar o ir a dar un paseo por ahí con mi ex novio, por ejemplo. Pero desde hoy todo ha cambiado. Hoy es para mí. Hoy es para ir de compras. Hoy tengo que cumplir una misión.

Cinco tiendas más tarde, me he gastado con la tarjeta Visa más dinero del que jamás podré pagar, pero no me importa. Hoy nado en la abundancia.

¿Para qué necesitas a los hombres cuando tienes ingentes cantidades de estupendas bolsas de compra? Estoy en New Bond Street, plenamente inmersa en la duda a propósito de un vestido espectacularmente caro, cuando, de repente, todo falla estrepitosamente. Me estoy mirando al espejo con el vestido apoyado sobre mi cuerpo cuando veo un rostro conocido examinando la ropa del perchero que tengo a mi espalda.

Me quedo paralizada.

Es Chloe.

No puedo retirarme sin que ella me vea. La miro fijamente sin atreverme a parpadear.

Pero como de costumbre, su sexto sentido está totalmente activado. Me ve enseguida.

—¡Hola! —exclama, acercándose a mí.

—Hola —consigo decir a pesar de que se me han pegado las muelas.

Admira el vestido.

—Oh, te quedará precioso.

Me quedo petrificada. Los músculos no me funcionan. Sostengo el vestido contra mi cuerpo como una idiota, pensando que ojalá me escondiera o me hiciera desaparecer, pero no lo hace.

—Te lo tienes que comprar —añade.

Está claro que ahora me corresponde a mí decir algo. Dejo caer el vestido al suelo.

—Quizá, mmm…

Me agacho para recoger el vestido. Me noto las manos pegajosas.

—¿Qué tal te ha ido últimamente? —pregunta mientras yo me incorporo y manoseo torpemente el vestido.

Es una pregunta con intención. Sabe lo de Edward. Lo sabe y sabe que yo lo sé y sabe que yo sé que lo sabe.

—Muy bien —contesto, tratando de ganar tiempo—. Tengo un nuevo trabajo.

Asiente muy despacio con la cabeza, estudiándome.

—¿Qué tal te va?

—Estupendamente. Mejor dicho, fantásticamente bien —contesto sin dar más explicaciones—. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien.

Se produce una prolongada pausa mientras yo la miro a los ojos.

—Ya me he enterado —dice en un susurro—. Lo lamento.

Asiento con la cabeza sin poder hablar. No lo lamenta. No lo lamenta en absoluto. Aprieto los labios y me cuelgo cuidadosamente el vestido del brazo. Sabe cómo es Edward. Conoce todas las respuestas a todas las preguntas que yo he estado tratando de olvidar con mi torbellino de compras. Y a pesar de lo mucho que deseo sonsacárselas, incluso pagando si es necesario, me dejo llevar por el orgullo.

Algo en su falsa expresión de preocupación me induce a contenerme. Va lista si cree que me verá apenada o sufriendo por culpa de Edward. Cuando le cuente que me ha visto, tal como estoy segura de que hará, lo único que podrá decirle es que yo estaba muy bien. Que estoy muy bien. Que he sobrevivido. Que he conseguido elevarme por encima de todo lo ocurrido.

Porque lo he conseguido.

—¿Sabes una cosa?, creo que me lo voy a comprar —digo, señalando el vestido.

Chloe experimenta un sobresalto. La he dejado planchada. La he dejado fuera y ella lo sabe.

—¿Cuál es la ocasión? —pregunta, observándome mientras recojo las bolsas.

—Tengo que salir esta noche —contesto.

Chúpate ésta, Edward. Tengo una vida. La ciudad me pertenece.

—¿A algún sitio que merece la pena?

No consigo interpretar su expresión.

—Tengo invitaciones para la inauguración de un nuevo bar.

Soy la supertranquila Bella.

La que tú has perdido, mamón de mierda.

—¿Dónde exactamente?

Pero ¿qué significa eso de «dónde exactamente»? No es asunto suyo.

—El Zanzíbar —contesto con un hilillo de voz.

—¿El Zanzíbar de Beak Street? —pregunta.

—Mmmm —contesto, asintiendo con la cabeza.

—Si merece la pena, te agradeceré que me lo digas.

—Pues claro.

—Tenemos que salir algún día a tomarnos unas copas —dice con una inquisitiva sonrisa en los labios.

—Muy bien —consigo contestar.

Se inclina hacia delante para darme un beso en la mejilla.

—Ya nos veremos —dice antes de retirarse.

El encuentro me trastorna. Pago el vestido medio aturdida y tomo un taxi.

Cuando llego a casa, estoy totalmente deprimida. Las nuevas compras no me sirven de consuelo; pienso que ojalá no hubiera comprado nada. Dejo las bolsas en el recibidor, sacudo los pies para quitarme los zapatos y me desplomo en la cama. Gracias a Chloe, ahora tengo toda una nueva serie de preguntas:

¿Le dirá a Edward que me ha visto?

¿Qué le dirá?

¿Y si no se lo dice?

¿Y si él no se entera de lo supertranquila que estoy?

¿Y si eso es lo que ocurre?

¿Y si jamás vuelvo a ver a Edward?

¿Y si por culpa de Chloe he quemado todos los puentes?

¿Y si he cortado la última amarra?

Es demasiado. Tengo el karma hecho polvo. Estoy condenada a una vida de confusión y preguntas sin respuesta.

No es justo.

Cuando aparece H, me encuentro en estado catatónico delante de Cita a ciegas.

—Estoy guapa y me apetece la marcha —canturrea, entrando en el apartamento a ritmo de conga, con una botella de vodka en la mano—. Estoy guapa y me… ¿qué te pasa? —me pregunta.

Me hundo en un sillón.

—He visto a Chloe.

H frunce los labios y suelta un gruñido.

—¿Qué ha dicho?

—Nada.

—¿Nada?

—No se lo he permitido.

H hace pucheros y pone los brazos en jarras.

Adivino que está dudando entre si seguir adelante con este tema de conversación o no. Me da igual. No le presto atención.

—Enséñame qué has comprado —me dice bruscamente.

—¿Qué?

—Que me enseñes lo que has comprado. Quiero verlo.

Señalo las bolsas con la cabeza.

—Todo es una basura. Me he gastado un dineral.

Se pasa la lengua por los dientes y toma las bolsas. Las vacía sobre la alfombra y suelta un silbido. Sigo sin prestarle atención. Examina toda la ropa, toma el vestido y se lo echa sobre el hombro. Después, se dirige a grandes zancadas a la cocina. Regresa con dos grandes vasos de vodka y empuja uno de ellos hacia mí.

—Bebe.

Hincho los carrillos.

—¡Bebe! —me dice en tono de advertencia.

Tomo un sorbo.

—Todo.

Me observa hasta que apuro el contenido del vaso. Noto que el vodka me empieza a calentar la garganta.

—Y ahora, escúchame bien. Es un sábado por la noche y no pienso aguantar ninguna de tus bobadas. ¿Me has entendido? Ni una sola. —Arroja el vestido en dirección a mí—. Tienes quince minutos.

El Zanzíbar está lleno a rebosar de gente cuando llegamos. Estoy casi a punto de dar media vuelta y huir corriendo cuando lo veo, pero H me agarra por el brazo y tira de mí.

Nos tomamos unas copas y bailamos un rato, pero yo no estoy de humor. Mi corazón no participa y es como si tuviera dos pies izquierdos.

Aproximadamente una hora más tarde, cuando regreso del lavabo, me detengo junto a una columna y busco con la mirada a H. La pista de baile está llena de gente y temo haberla perdido. Me siento muy vulnerable. No puedo hablar con nadie, no tengo nada que decir.

—¡Bella! ¡Aquí!

Veo que H me hace señas con la mano y yo se las hago a ella, lanzando un profundo suspiro de alivio.

—He encontrado a unos chicos —me dice con un destello de emoción en los ojos.

—¡H! —protesto.

—Vamos —dice—. Me he puesto a hablar con un tío en la barra. Es simpatiquísimo. ¡Ha venido con un amigo que está muy triste!

—¡Gracias, mujer!

—Están arriba. Nos invitan a un trago —dice, sujetándome por el brazo, pero yo me libro de su presa.

—Como intentes emparejarme con un triste imbécil, te mato.

—¿Yo? Si ni siquiera lo conozco. El que yo quiero presentarte es el de la barra. Está para comérselo.

—¡No!

—Ven a saludarlo por lo menos. Hazlo por mí. Vamos, mujer, ¿qué mal hay en ello? Si no nos gustan, nos vamos.

Me muerdo el labio mientras me arrastra a través de la pista de baile hacia la escalera. Al llegar arriba, se me engancha un tacón en el peldaño. Me vuelvo para soltarlo. H me está haciendo señas.

—Están allí —me dice.

Me incorporo y la sigo hacia un reservado de la parte de atrás.

—¡Bueno! —dice satisfecha cuando le doy alcance—. Te presento a Jasper. —Lo mira a él y le dice—: Te presento a Bella.

?!

Casi no puedo respirar.

Y no puedo respirar porque no es un Jasper cualquiera sino el Jasper de Edward.

Pero más extraño todavía que su presencia en aquel lugar es el hecho de que él no se sorprenda.

Chloe.

Tiene que haber sido Chloe. Ella es la única razón de que Jasper esté allí.

¿Qué pretende? ¿Ponerme en un aprieto? ¿Devolverme la moneda por lo de hoy?

¿Cómo se ha atrevido?

H es totalmente ajena a lo que está ocurriendo. Se acomoda en el asiento delante de Jasper y da unas palmadas al almohadón de al lado. Me sacude por el brazo y me mira frunciendo el ceño antes de tirar de mí. Me desplomo en el asiento.

Todo se ha detenido.

El tiempo se ha detenido.

Porque allí donde está Jasper suele estar Edward.

De pronto, lo veo.

Se está acercando desde la barra con cuatro cervezas. Las está mirando con intensa concentración.

—Ya viene nuestro Rossy —dice Jasper, frotándose las manos.

Todo me grita «¡Corre!», pero yo no puedo moverme.

Es demasiado tarde.

Edward llega a la mesa y posa los vasos. Sólo entonces levanta la vista y me ve. Se vuelve rápidamente y mira enfurecido a Jasper.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —pregunta.

Adivino por la repentina palidez de su rostro que, si existe algún tipo de conspiración entre Chloe y Jasper, H no es la única persona que no ha tenido la menor parte en ella.

Jasper es la viva imagen de la inocencia.

—Nada, muchacho. Éstas son las chicas de quienes antes te he hablado.

—Hola, Rossy —gorjea alegremente H—. Me llamo Helen.

Edward contempla su mano tendida antes de cogerla.

—Encantado de conocerte —murmura.

—Y ésta es Bella —tercia Jasper. Espera a que Edward diga algo, pero Edward no dice nada—. ¿Es que no le vas a estrechar la mano? —lo apremia—. Pero ¿qué modales son ésos?

Edward se sienta y me mira por vez primera.

Directamente a mí.

—Hola, Bella —dice.

Pero su mano se queda donde está.

H mira a Edward y levanta su jarra de cerveza.

—Salud. Entonces tú debes de ser el que tiene el corazón roto. —Me da un codazo en las costillas—. O más probablemente el rompecorazones.

—No, lo primero —dice Edward.

—Bella es una experta en corazones rotos, ¿verdad, cariño? —H mete la pata sin percatarse de la glacial expresión del rostro de Edward—. Seguramente vosotros dos tenéis muchas cosas en común.

Jasper escupe su cerveza, deja la jarra en la mesa y se pone a toser. Edward le da un golpe en la espalda, tan fuerte que temo que se le salga la dentadura.

Muy bien. O sea que Jasper quiere jugar. Pues juguemos.

—¿Cuál es tu dramática historia? —pregunto, clavando los ojos en los de Edward.

—Me han abandonado —contesta Edward.

—Es una pena. Era una chica estupenda, ¿verdad? —dice Jasper.

—Era sensacional. Jamás volveré a conocer a nadie como ella.

H lo reprende.

—Vaya por Dios, eres tan derrotista como Bella. No puedes consentir que eso te hunda, hombre. Con la de peces que hay en el mar.

—No hay ninguna como ella —dice Edward.

Aparto los ojos de su intensa mirada.

—¿Por qué te abandonó? —le pregunto.

—Me encanta esta pieza. ¿Bailamos? —dice Jasper, mirando a H.

H sacude la cabeza.

—No nos podemos ir ahora que viene lo bueno.

—Quita, mujer —dice Jasper—. Conociendo a éste, sé que se va a pasar toda la noche hablando. Vamos, dejémosles que se diviertan.

H se levanta para seguir a Jasper y se inclina hacia mí.

—No creo que ocurra nada. Reúnete conmigo si fuera un chalado.

Y nos quedamos solos.

—¿Y bien? —pregunta Edward.

—Creo que me debes una respuesta.

—¿Cómo? ¿Sobre el por qué ella me abandonó?

—Bastará con eso para empezar.

Edward respira hondo.

—Porque yo cometí una estupidez. Cometí un error.

—¿Sólo un error?

—No, fue mucho peor que eso. La defraudé. Le empecé a contar lo que había ocurrido, pero ella no me quiso escuchar.

—¿Se lo reprochas?

—Por supuesto que no. Hubiera sido un milagro que ella siguiera conmigo después de lo que le dije.

—Y entonces, ¿qué hiciste?

—La llamé sin descanso. Después fui a su casa y la esperé, pero no me quiso abrir la puerta. Después le escribí una carta para contarle exactamente lo que había ocurrido, pero ella no contestó.

Siento que las lágrimas asoman a mis ojos.

—A lo mejor no la leyó —digo en un susurro—. A lo mejor estaba tan dolida y enfadada que dejó que su mejor amiga la quemara en una cacerola.

Edward me mira, horrorizado. Se frota muy despacio las mejillas.

—En tal caso, no debió de enterarse de lo que yo sentía y cómo estaba.

—Bueno, ¿qué ocurrió en realidad?

—Me quedé dormido al lado de otra chica. No habría tenido que hacerlo, pero estaba borracho y furioso. Cuando desperté, esta otra chica me estaba haciendo una mamada. Me llevé un susto. La aparté. La eché de casa.

—Y tú esperabas que tu novia se lo creyera, ¿verdad?

—Pues sí. Porque es la verdad. —Hace una pausa y entonces me doy cuenta de que nos estamos volviendo a mirar a los ojos—. Pero lo peor de todo fue que le mentí. Y eso me dejó hecho polvo porque me había dado cuenta de una cosa —añade Edward.

—¿De qué?

Sus dedos rozan los míos.

—De que estaba enamorado de ella. De que todavía lo estoy. Totalmente. De que deseo estar con ella por encima de cualquier otra cosa. Pero eso no se lo podía decir sin antes haberle contado la verdad, aunque ello me costara perderla.

Pienso en todo lo que he estado pensando a lo largo de la semana. Pienso en todos los consejos que me han dado y que no me sirvieron para librarme de mi confusión. Y ahora comprendo que todo fue porque no escuchaba la voz de mi corazón. Traté de dejar de creer en Edward y me fue imposible. Me fue imposible porque lo amo. Y ahora que él me ha dicho la verdad, todo tiene sentido. Mi corazón no se equivocó en ningún momento.

Sin embargo, antes de que pueda decir nada, Jasper y H regresan a la mesa.

—¿Qué tal estás? —me pregunta H.

—Estupendamente bien —contesto, deslizando la mano en la de Edward—. Me acaban de invitar a bailar.


Y al final se dieron otra oportunidad!

¿Les gusto?

(^_^)凸

Bueno, hemos llegado al final. Se que no fue una historia con la que muchos se hayan enganchado, pero para mi valen muchísimo aquellas quienes me acompañaron en esta locura.

En unos días actualizaré Sunrise, para quienes leen, aun quedan unos capítulos para cerrar esa historia.

También estarán recibiendo noticias mías con una hermosa traducción que junto a mi querida co-equiper, Esteph y la ayuda de Flor, estamos trabajando duro para traerles algo bueno.

Sin alargar mas esto, les AGRADEZCO ENORMEMENTE POR ACOMPAÑARME!

Espero leerlas pronto!

GRACIAS!

๑۩۞۩๑

#Andre!#