Uno: Diez de Varitas, Cinco de Galeones, Ocho de Espadas.

20 de junio de 2021.

Berlín, Alemania.

Puerta de Brandeburgo, bulevar Unter den Linden.

Hora pico y el tráfico era insoportable. Además, el verano se anunciaba con una temperatura elevada incluso para ser la capital alemana.

Inesperadamente, en un extremo del Paseo de los Tilos, el tránsito comenzó a ralentizarse. Los cláxones no tardaron en sonar, causando un escándalo desacostumbrado. Pronto se vio pasar a varios policías a pie, dado que ningún vehículo podría haberse colado en semejante caos, y los gritos indignados de los automovilistas no hicieron más que aumentar.

Como si fuese una ola, en pocos segundos se vio a una multitud correr en dirección opuesta al atasco. Hombres y mujeres de todas las edades mostraban pavor en sus rostros y no se detenían ante nada. Algunos, atónitos, bajaron de sus autos e intentaron parar a uno de los que corrían, pero eran rápidamente empujados a un lado, en medio de alaridos de verdadero pánico.

El tráfico en el bulevar se detuvo definitivamente ante semejante masa de personas corriendo. Ya sin reparos, la gente sobre los carros comenzó a salir, con cuidado de no ser arrastrados por la gente que, por lo visto, huía de algo. Unos cuantos se atrevieron a hacerse un hueco y llevarle la contraria a esa aterrorizada multitud, queriendo saber qué estaba pasando, sin pararse a pensar que quizá debían seguirle la corriente a los que escapaban como si de ello dependiera su vida.

Finalmente, un destello muy particular dio una idea escalofriante de lo que estaba ocurriendo.

Los valientes que se atrevieron a llegar hasta la puerta de Brandeburgo la contemplaron con el asombro y el terror pintados en sus rostros a partes iguales, incapaces de creer que uno de los más grandes símbolos de la historia alemana estuviera en semejantes condiciones.

La puerta de Brandeburgo estaba envuelta en llamas y sin embargo, no ardía.

Eso era lo más espeluznante. ¿Cómo era posible que un monumento como ese no se chamuscara siquiera? Las llamas, en largas lenguas amarillas y anaranjadas, serpenteaban hacia lo alto, despidiendo un calor todavía peor que el del inicio del verano, asfixiante y peligroso. En cuanto los curiosos quedaron satisfechos, dieron media vuelta y se fueron, corriendo como alma que lleva el diablo, intentando procesar lo que acababan de ver.

Solo unos cuantos se quedaron en las cercanías, aparentemente indiferentes, contemplando la escena con semblante de esperar algo. Y quizá tenían poca paciencia, porque uno de ellos, envuelto en una larga chaqueta negra con capucha, sacó con desgano algo alargado del bolsillo, agitándolo de tal forma en alto que nadie se dio cuenta de qué estaba haciendo.

Sin previo aviso, de un grupo de curiosos recién llegado, un hombre ataviado con un traje azul marino caminó lentamente hacia el monumento en llamas. Detrás de él, las advertencias no se hicieron esperar, así como las peticiones de que retrocediera. Sin embargo, el hombre de traje hizo un gesto de mano para indicar que no se preocuparan y finalmente se detuvo a escasos dos metros del fuego, mirando hacia arriba, admirando con incredulidad aquel acontecimiento.

Y justo cuando dio un paso hacia la columna más cercana, un rayo de luz roja le dio de lleno en la espalda y lo derribó.

El individuo de chaqueta negra, acomodando bien la capucha que le cubría la cara, se giró enseguida hacia el origen del rayo, pero no logró hallar lo que buscaba. Él y otros tantos con una indumentaria similar no tardaron en emprender la retirada, evitando cuidadosamente a los policías y bomberos que, en pequeños grupos o solos, comenzaban a amontonarse en torno a la famosa puerta de influencia romana. Mientras los policías redirigían el tráfico, los bomberos analizaban la situación, intentando hallarle una explicación a lo que veían y preguntándose cómo sofocarían ese fuego que, al menos para ellos, era inverosímil.

Tan ocupados estaban todos que no vieron la solitaria figura que, viniendo desde el Tiergarten (1), levantó la diestra, lanzando con una varita de madera un rayo de luz de un color entre rojo y violeta, el cual impactó en la estatua que coronaba la puerta de Brandeburgo.

Progresivamente, a partir de la estatua, las llamas comenzaron a apagarse, casi como si de la metálica diosa de la Victoria conduciendo una cuadriga, brotara una cascada de agua fresca. Las autoridades enseguida notaron eso, quedando más pasmados que cuando las hermosas columnas dóricas y los arcos eran rodeados por aquella lumbre que rayaba en lo sobrenatural.

En tanto, la figura solitaria que había lanzado el rayo dio media vuelta y se marchó, caminando lo más aprisa que pudo pero sin parecer sospechoso. Tuvo suerte de ir por un rumbo donde casi no hubieran curiosos rezagados, porque en ese caso se maldeciría mentalmente por varias horas.

Nadie debía atestiguar que, lo que fuera que extinguiera el fuego en la puerta de Brandeburgo, había sido obra de un hombre rubio de ojos azules.


20 de junio de 2021.

Roma, Italia.

Fuente de Trevi, rione (2) de Trevi.

Era un domingo idóneo para pasear. A punto de iniciar el verano, los turistas extranjeros iban llegando en tropel a la capital italiana. La mayoría de ellos iban con ropa cómoda y las cámaras preparadas, ya fueran fotográficas o de video, queriendo captarlo todo.

Para quienes laboraban en las catacumbas del Ministerio de Magia, el sol de finales de junio resultaba increíblemente brillante. Y ni qué decir de las Vestales empleadas en la Catacumba de Misterios, que sin que nadie lo supiera, solían trabajar casi en completa oscuridad. Sin embargo, Caterina Garibaldi no quería pensar en sus deberes ese día. Era su tiempo familiar, respirando tranquila ahora que su marido finalmente estaba de vuelta tras una misión exhaustiva y secreta en la punta sur del país. Lo tenía a su derecha, caminando erguido y firme como solo él era capaz, dedicándole de vez en cuando una mirada apreciativa.

Entre el matrimonio Garibaldi, sujetado por ambas manos, iba su único hijo, un chiquillo de siete años increíblemente guapo, o eso pensaba Caterina, debido a su amor de madre y a que todo el mundo se lo decía. El niño, con los mismos ojos verdes que ella y una mata de rizos oscuros muy parecida a la de su padre, no dejaba de preguntar por todo, bajando la voz prudentemente cada que debía hacer alusión a la magia.

—Última pregunta, Niccolo —advirtió su padre, rendido ante la curiosidad del niño.

—¿Por qué vamos a ver la fontana, papá?

Mientras el hombre adoptaba una expresión reflexiva, Caterina contuvo una risita. Sin que se diera cuenta, su hijo recibía lecciones dignas de cualquier escuela cada que su esposo contestaba.

—Es uno de los puntos más bonitos de Italia —comenzó Garibaldi, caminando con su familia por la via di San Vincenzo —La fuente más impresionante que los sincaramanzia han creado —apenas se oyó la afirmación, ya que bajó la voz al usar el vocablo italiano para nombrar a la gente no–mágicas —Viéndola, sabes que cualquiera puede hacer grandes cosas si posee talento y coraje. Además —el hombre sonrió tenuemente —allí conocí a tu madre.

—¿En serio? —los claros ojos de Niccolo se abrieron de par en par, atónito.

—Oh, sí. Imagina la escena: el Cesare de hace doce años, Cesare Fellini, tenía una cita con un hombre del gobierno sincaramanzia. Iba a pedirle un favor, no recuerdo ahora mismo cuál…

—¿Seguro? Tú siempre recuerdas todo, papá.

—Pero la política no es lo mío. Volviendo al tema, Fellini me pidió escoltarlo, es obligatorio que el Cesare sea acompañado por un Legionario cuando está fuera de las catacumbas, así que acepté. Vigilaba a distancia, atento a cualquier cosa, cuando vi a una muchacha muy linda frente a la fuente y luego le dio la espalda para el lanzamiento de monedas.

—¿Lanzamiento de monedas?

—Es una tradición sincaramanzia muy vieja —intervino Caterina, ligeramente sonrojada —Se supone que si no eres de aquí y lanzas una moneda a la fuente, volverás a Roma una vez más. Y si haces como yo, arrojar tres monedas con la mano derecha por encima del hombro izquierdo, garantizas no solo volver a Roma, sino que obtendrás lo que deseas en cuestiones de amor.

—Tú eras la muchacha linda, ¿verdad, mamá?

—Según tu padre, claro.

—¿Y tuviste suerte?

—Niccolo, eso es evidente. Estás aquí, ¿no es así?

El niño rió, con la certeza de ser el hijo de dos personas que se querían, y siguió contemplando los edificios junto a los que pasaban, aunque no eran tan impresionantes como, por ejemplo, la Basílica de San Pedro, que había conocido el verano anterior.

—Ahí la tienen.

Garibaldi anunció aquello al salir de la calle que habían tomado, y con una pequeña sonrisa de satisfacción, comprobó que su hijo estaba paralizado de asombro.

La Fontana di Trevi, como la nombraban en italiano, era una de las maravillas arquitectónicas de la ciudad. Neptuno, dios de los mares de la mitología romana, estaba allí, representado en mármol sobre una concha que le hacía de carro, arrastrado por enormes caballos con colas de pez, hipocampos, a cuyos costados se veían unos tritones tocando caracolas cual trompetas. El agua descendía en cascada por debajo del dios, con un sonido agradable al oído. No se alcanzaba a ver por completo la base de la fuente debido a que debía bajarse una escalinata, lo cual los Garibaldi no tardaron en hacer, y entonces Niccolo fue testigo de lo que sus padres le contaron: varias personas de todas las nacionalidades se abrían un hueco frente a la fuente, arrojando monedas entre risas. Con una mirada, el chiquillo pidió permiso para acercarse al monumento, lo que sus padres concedieron con gestos amables antes de verlo correr con entusiasmo.

El dinero se dejaba ver de forma ondulante, debido al movimiento del vital líquido. Aunque abundaban los euros, se alcanzaba a ver representaciones de otras nacionalidades, a juzgar por sus colores y formas. Niccolo creyó ver algo destellando en la parte más alejada de donde estaba, allá donde pocos podían llegar con sus lanzamientos, pero no podría jurarlo.

—¡Eh, papá! —llamó, mirando por encima de su hombro —¡Mira allí!

Garibaldi asintió, acercándose a la fuente seguido de cerca por Caterina.

—¿Qué cosa? —quiso saber, inclinándose para que su cabeza quedara a la altura de su hijo.

—Parece un sickle, ¿verdad? —dijo Niccolo, señalando casi a los pies de las estatuas.

Al ver con ojos entrecerrados lo que su hijo indicaba, Garibaldi apretó los labios.

—Sí, eso es raro —indicó escuetamente —Catti, ¿ves allí?

Ella distinguió la moneda y frunciendo el ceño, meneó la cabeza de forma casi imperceptible.

Denarius —pronunció ella lentamente —Solo se ven en museos y colecciones privadas.

—Eso creí —Garibaldi le agradeció el dato a su mujer con una cabezada; de reojo, notó que Niccolo daba muestras de su innata curiosidad —Alguien arrojó una reliquia —comentó.

—¿Reliquia?

—Esa moneda se usaba cuando gobernaban los emperadores. ¿Ves otra?

Niccolo estiró el cuello y terminó señalando otras cuatro veces, en puntos alejados de la orilla de la fuente y a la vez, cerca de unos cuantos montículos de dinero ordinario.

—Papá, ¿es malo que estén esas monedas allí?

—Malo no, inusual. Quizá debamos avisarles a los encargados y…

Garibaldi no terminó la frase. Un sonido extraño, similar al rugido de un río cuya corriente fuera en aumento, llamó su atención. Giró la cabeza poco a poco, mirando su entorno, pero no halló nada fuera de lo habitual hasta fijarse de nuevo en la fuente de Trevi.

Los denarius serpenteaban en el agua, semejantes a pequeños peces de plata.

—¿Eso es normal? —inquirió Niccolo, ya sin sonreír.

—No. Catti, retrocede con el niño.

—Pero…

Garibaldi le dirigió una mirada a su mujer, dándole a entender que no admitiría réplicas. Ella asintió de mala gana, tomó de la mano a su hijo y obedeció. Miró por encima del hombro y, ya estando en lo alto de la escalinata, apenas percibió el movimiento de las monedas, pero el destello de las mismas permitió que identificara una especie de patrón.

—Eso… —musitó, intentando hacer memoria —Eso es… ¡Falco, el agua!

El recién nombrado se giró con expresión confundida. Caterina agradeció que ya tuviera la varita mágica empuñada en la diestra, aunque de tal forma que la gente a su alrededor no la viera.

—¡Deja la fuente sin agua! —gritó en latín, que para los magos italianos era una segunda lengua; estaba segura de que los sincaramanzia, aunque la estudiaban, no eran expertos en ella.

Garibaldi asintió antes de apuntar al agua en el momento adecuado. De su varita no tardó en surgir un rayo de luz blanquecina que, debido a la luz de la mañana y unos cuantos flashes de las cámaras de los turistas, pasó desapercibido.

Entonces, para sorpresa de todo el mundo, el agua de la fuente de Trevi comenzó a burbujear.

Los visitantes no tardaron en asustarse y alejarse de la fuente, oyéndose gritos en varios idiomas que clamaban por ayuda. Garibaldi también se fue retirando del lugar, aparentando el mismo desconcierto que los demás, ocultando la varita en su manga por si volvía a necesitarla.

La famosa fuente no tardó en quedar seca, al menos momentáneamente, ya que un poco de líquido seguía cayendo del pie de las estatuas. Pero ese instante fue suficiente para que viera con claridad los misteriosos denarius, que seguían moviéndose. Girando la cabeza en todas direcciones, confirmando que nadie le ponía atención, movió la varita y los convocó.

Las antiguas monedas se paralizaron de golpe, antes de resistirse por un segundo y luego salir volando en su dirección. Alzó la mano libre, previamente protegida con un hechizo, y las atrapó con firmeza, sorprendiéndose de sentirlas vibrar. Por lo visto, cualquiera que fuera el hechizo que llevaran encima, seguía latente, queriendo regresar los denarius a donde estaban.

—¿Qué fue eso? —espetó en búlgaro un hombre calvo ataviado con un short de mezclilla holgado y una camiseta amarilla —¿Qué le pasó al agua?

No era el único que hacía la misma pregunta. Pasado el susto inicial, las personas decidieron acercarse y comenzar a charlar unas con otras, al menos las que lograban entenderse. Garibaldi, discretamente, tomó la dirección contraria, para reunirse con su mujer y su hijo, que lo esperaban con la preocupación reflejada en sus rostros.

—¿Los tienes? —quiso saber Caterina.

El hombre asintió, mostrando el puño que no se atrevió a abrir.

—¿Esas monedas son malas? —inquirió Niccolo, un poco asustado.

—El Ministerio se encargará de averiguarlo —indicó Garibaldi, observando el entorno, queriendo captar cualquier cosa sospechosa —Lo que no sé es qué pretendían…

—Los denarius estaban dibujando algo —informó Caterina —¿Lo notaste, Falco?

—No, lo siento. ¿Te era familiar?

Caterina asintió, apesadumbrada.

—Era una figura que no creí volver a ver —indicó, mirando distraídamente que la fuente de Trevi volvía a llenarse de agua —La espiral opuesta a la mía. La espiral de los Umbratti.

Eran pocas las cosas que le causaban escalofríos a Falco Garibaldi y una de ellas era que se aludiera a los Umbratti. Hacía mucho tiempo, era singular familia italiana era una rama más de los Luminatti, pero debido a un grave desacuerdo relacionado con cierto tesoro que guardaban, se separó de esta, declarándose una nueva casta sangre limpia, al menos en apariencia. Pero lo que hacía realmente temibles a los Umbratti no solamente era su esmero en aprender idiomas y técnicas de combate, como hacían aquellos parientes de los que ahora renegaban, sino por los rumores más escalofriantes que corrían sobre ellos, de que practicaban Artes Oscuras con increíble maestría. Actualmente, el apellido estaba casi tan extinto como el Luminatti, pero eso no quería decir que sus secretos se perdieran.

—¿Eso qué significa?

Caterina agitó la cabeza, intentando aclarar sus pensamientos.

—No significa nada bueno —respondió por fin —Los Umbratti están declarando sus simpatías.

—¿Simpatías? ¿Aquí, en un sitio sincaramanzia? ¿Simpatías hacia qué?

—O hacia quién. ¿No es evidente? Los Umbratti deben estar con el Terror Rubio, ¿y qué se supone que ha estado intentando el Terror Rubio desde hace tiempo?

—Romper el Estatuto —Garibaldi tragó saliva —Pero… ¿Los Umbratti qué ganarían con…?

Caterina sonrió sin pizca de humor.

—Estar en el bando ganador. Y sospecho que pidieron Eso a cambio de enseñar lo que saben.

Ante las implicaciones de esa frase, Garibaldi renegó como nunca de la complicada familia de su esposa. Volvió a echar un vistazo a la fuente, alrededor de la cual ya se colocaban varios policías, preguntándose qué explicación darían los sincaramanzia para semejante fenómeno. Con la cara aún vuelta a la pequeña plaza, rodó los ojos hacia Caterina, que apretaba los labios con aprensión, y hacia Niccolo, que pese a su edad, tenía una vaga idea de que lo sucedido no era nada bueno.

Si de verdad los Umbratti entraban en acción, que toda la magia de Roma los amparase.


21 de junio de 2021.

Tokio, Japón.

Akihabara, distrito de Chidoya.

Era un día de junio cualquiera, una mañana lo más despejada posible tratándose de la metrópoli tan imponente que era la capital de Japón. La gente, amontonada en las aceras, iba caminando apresuradamente, cada uno pensando en sus propios asuntos, maldiciendo de vez en cuando los apretones recibidos o queriendo, al menos por un instante, que la polución en lo alto, de un gris sucio, dejara ver un poquito de azul, el cual apenas recordaban.

Los relojes marcaban las ocho y diez de la mañana. Algunos que entraban a trabajar un poco más tarde que los demás vieron su deseo realidad. El cielo se despejó, pero no poco a poco, sino abruptamente, como si un fortísimo viento surgiera de la tierra y fuera a estrellarse en la cortina de contaminación que normalmente les hacía de bóveda celeste.

Al principio, los escasos observadores del fenómeno lo tomaron como eso, un fenómeno natural bastante curioso. En la calle, los teléfonos celulares abandonaron bolsillos, mochilas y bolsos, tomando fotografías y uno que otro video, los cuales eran enviados a amigos y familiares sin pérdida de tiempo, casi todos con el mensaje de que miraran, si podían, el extraño boquete celeste.

Eran poquísimos los que veían la escena con algo más que curiosidad y cierta alegría de que la nube de gases nocivos se hubiera apartado un poco. Se trataba de aquellos que pudieron sentir, más que ver, el origen del singular prodigio, y procuraban no perder la calma mientras recordaban el protocolo acordado para algo semejante y comenzaron a comunicarse unos con otros.

Ren Asuka aún no se desaparecía de su departamento cuando percibió algo en el ambiente. Era algo raro, frío, que la hizo respirar profundamente para no perder la serenidad antes de inclinarse hacia uno de los sillones, tomando en brazos a Hao, su hijo de casi un año, y luego se colgó al hombro la correa de la enorme bolsa donde llevaba las cosas del niño. Estaba a punto de partir a la casa de su único hermano varón, cuando sintió una vibración, creyendo que era un sismo hasta que fijó la vista en el inmóvil péndulo de plata que reposaba en la mesita de centro.

Era un regalo de Aki, su difunto marido, que a simple vista parecía una baratija, pero que en realidad estaba hechizado para balancearse solo en caso de terremoto, lo que viviendo en Tokio, convertía al péndulo en una posesión valiosa. Sin embargo, el adorno tenía un gemelo, de color dorado, colocado junto a él en la misma mesita de centro y cuyo peso no dejaba de agitarse de un lado a otro, agitado por una fuerza invisible sin ningún descanso.

Eso fue lo que empezó a poner nerviosa a Ren. Sin saber bien por qué, se acomodó a Hao en el brazo izquierdo, con la mano derecha sacó la varita mágica del bolsillo de su túnica color perla y la agitó apuntando a ambos péndulos, los cuales se desvanecieron casi enseguida. A continuación, la mujer movió hizo una gran floritura en el aire, abarcando su entorno, y otras cosas empezaron a esfumarse lentamente, en tanto la mujer componía una mueca de intensa concentración. Tras unos tres minutos, bajó la varita, estrechó fuertemente a Hao contra su pecho sin importarle que el niño se removiera, notoriamente incómodo, y cerrando los ojos, se desapareció.

No tardó ni dos segundos en sentir que había cambiado de ambiente. El olor de los distintos tipos de pinturas y tintas antes la mareaba un poco, pero en ese momento, le parecía reconfortante.

Ren abrió los ojos lentamente, aflojando un poco el abrazo que le daba a su bebé, antes de mirar a su alrededor. Siempre le había sorprendido que Kaede prefiriera vivir en un lugar así, con una esquina de las paredes prácticamente inexistente, reemplazada con amplios ventanales, aunque quizá se debía a la excelente vista del Showa Dori, ya que su hermano vivía en lo que podría considerarse la orilla este de Akihabara.

Precisamente su hermano estaba parado frente a una de las aristas del ventanal, aquella por la que se veía el centro de Akihabara, aproximadamente de donde ella venía. Le daba la espalda y Ren se apresuró a ir a su lado, esquivando muebles y diversos utensilios de pintura y dibujo. El hombre, muy parecido a ella con el cabello castaño dorado un poco largo, no la miró al tenerla a su izquierda. Tenía los brazos fuertemente cruzados, con los ojos entornados y fijos en el exterior. Ren se apresuró a seguir la dirección de la mirada de su hermano mayor. Incluso Hao, que reclamaba atención palmeando el pecho de su madre, se quedó quieto.

La visión era sobrecogedora. El hueco en el cielo, que ella no había visto antes al carecer su departamento de ventanas en esa dirección, era rodeado por arremolinadas nubes grises, que poco a poco se veían más densas, como algodón sucio y esponjoso. Y sí, "arremolinadas" era la palabra, ya que las nubes giraban en torno a ese hueco lentamente, pero a una velocidad suficiente para que se notaran sus movimientos. Cuando menos lo pensaron los dos observadores, el remolino de nubes bajó, poco a poco, hacia tierra, formando un cono inverso, espantoso y climáticamente anómalo en esas latitudes. Ren no pudo evitar llevarse una mano a la boca.

—¡Un tornado! —exclamó ella por lo bajo —¿Cómo…? Onisan, ¿cómo es que…?

—Vi lo que enviaste —dijo Kaede por toda respuesta, señalando a su espalda con un pulgar.

Ren notó entonces que estaban en la sala principal, y sobre la mesa de centro, cuadrada y de cristal, reposaban los péndulos gemelos que le regaló su marido. El dorado no dejaba de agitarse, ahora de manera tan alocada que daba la impresión que de un momento a otro, el peso saldría volando y rompería algo.

—Eso no es natural —dejó escapar Ren.

—Por supuesto que no —corroboró Kaede, con una voz extremadamente seria para ser suya —La última vez que oí de un tornado de ese tamaño fue… El de Arida, si no me falla la memoria. En el colegio no se hablaba de otra cosa, ¿recuerdas?

Ren asintió, encogiéndose un poco, estrechando a Hao contra sí.

—¿Qué mahonashi se va a creer que se esté creando un tornado aquí, en uno de los puntos más transitados de Tokio? —espetó Kaede, tensando la mandíbula —Hace poco ayudé a Yui con una investigación para su manga —indicó, haciendo que su hermana diera un respingo —Iba a dibujar una escena impresionante con tornados, y quería hacerlos lo mejor posible. Leímos un montón sobre ellos, y observamos muchas fotos. Estas cosas —señaló el ventanal, por donde se veía que el embudo de viento y nubes estaba a mitad de su camino a tierra —son más comunes en cierta zona de Estados Unidos y cerca del Ecuador, no aquí. Y si lo que dice tu detector es cierto…

Ren volvió a mirar el péndulo dorado. Su movimiento parecía haberse calmado un poco.

—¿Dónde está Yui–san, por cierto? —quiso saber Ren.

Kaede apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea.

—Iba a entregar un trabajo, pero cuando vimos que esa cosa se estaba formando, la convencí de que se fuera con Karamatsu a Chiba, a casa de sus padres.

Ren volvió a asentir en silencio.

—¿Y tú por qué te quedaste? —inquirió ella, cautelosa.

Kaede se relajó solo un poco antes de contestar.

—Esta es nuestra ciudad, Ren–chan. Si alguien quiere destrozarla, no la tendrá fácil.

—Lo sé, pero ¿qué podemos hacer? No es magia ordinaria la que está tras todo esto…

—Cierto. De momento, podríamos convencer a la gente de evacuar la zona. Yui y yo tenemos varios amigos, les avisaré y espero que corran la voz.

—¿Y qué les vas a decir?

Kaede se encogió de hombros.

—Algo se me ocurrirá. Lo importante es salvar a tanta gente como se pueda.

Ante eso, Ren sonrió levemente, mirando a Hao, que veía a su madre y a su tío como si quisiera que le explicaran qué pasaba allí.

—Llevaré a Hao con mis padres, regresaré para ayudarte —indicó, irguiéndose todo lo que pudo —Y pasaré por casa de Tsubaki–nesan, su esposo también conoce a mucha gente.

Luego de que Kaede asintiera distraídamente debido a que empezaba a marcar un número de teléfono, Ren respiró profundamente y miró a su hijo. El niño, con los mismos ojos de su padre, la veía sin asomo de temor, solo algo curioso, y quería que permaneciera así.

Ella no sería ninja, pero pensaba dar batalla.


(1) En alemán, Tiergarten significa jardín de animales. Antes, el área del parque era usada por la aristocracia prusiana como coto de caza de jabalíes y ciervos.

(2) La palabra rione se usa desde la Edad Media para nombrar los distritos del centro de Roma. Proviene del latín regio (refiriéndose a región).


14 de mayo de 2013. 8:30 P.M. (Hora de Aguascalientes, Ags. México).

¡Mucho gusto en saludarlos, queridos mortales! Recién pasado el día de las Madres en mi país, me siento como una, dado el inicio de una nueva aventura en esta, ya de por sí, larga saga (cada fic que escribo es como un "hijo" para mí, espero no sonar ridícula…). Y sé que oficialmente estoy de descanso, pero la pequeña racha de inspiración ocasionada por el final de LAV no podría desperdiciarla.

Así pues, hemos contemplado acontecimientos fuera de lo normal en tres puntos del planeta, y al mismo tiempo, o al menos eso intenté debido a los husos horarios de cada una. Quien me sigue en Twitter y preste suficiente atención, habrá hecho una conexión de por qué son estas tres capitales las aquejadas por cosas obviamente mágicas. Y si no… Pues adivinen, que en realidad es bien simple.

El primer escenario es Berlín, ciudad que apareció por primera vez en PGMM, dado que Hagen es de allí. Un panorama común, gente en una avenida transitada pensando en sus cosas, y de pronto un monumento nacional parece arder en llamas, pero en realidad no le pasa nada. Sin embargo, cuando un incauto muggle quiso acercarse a la Puerta de Brandeburgo, lo aturdieron, desatando así el caos, y luego alguien apagó el fuego. ¿Quién podrá ser el misterioso rubio que extinguió el "incendio"? ¿También fue él quien detuvo al insensato muggle que iba a acercarse a las llamas? ¿Y de qué se trató todo eso, en realidad?

De allí, pasamos a Roma, donde la gente no se cansa de admirar obras de arte. Es el día libre del matrimonio Garibaldi, en el cual conocemos a su hijo Niccolo y nos enteramos de cómo su paseo terminó en desastre… Más o menos. Unas raras monedas haciendo un acto de magia (literalmente) ponen sobre aviso a Caterina, que asegura que unos parientes lejanos suyos andan tras el incidente: los Umbratti, que deben ser de temer si alguien tan fuerte y capacitado como el Tribuno siente algo malo con tan solo oírlos nombrar. Nos quedamos con la duda de qué pretendían las monedas en realidad, pero seguramente no era nada bonito.

Y finalmente tenemos una escena en Tokio que, irónicamente, fue la primera que tuve escrita. Akihabara, si investigan un poco, es un distrito bastante concurrido y el sitio por excelencia donde sería feliz un otaku (término que en occidente, se usa para referirse a todo aficionado al anime y al manga). Allí viven dos de los hermanos Kiyota, Ren y Kaede, que son testigos de un tornado sin origen lógico, enorme y amenazador, que tocará tierra allí, en su ciudad. Kaede habla de defender Tokio, pero si Ren tiene razón y no usaron magia ordinaria para crear esa cosa, ¿qué pueden hacer ellos?

Hasta aquí le dejaré, por lo que muchos notarán que el capi es más corto de lo que últimamente les estaba presentando. Considero que las tres escenas son lo suficientemente impactantes como para agregar algo más. Eso y que es el inicio de una entrega, no quiero espantarlos con algo demasiado pesado de leer.

Por otro lado, ¿notaron el título de este capítulo? Sí, los Arcanos Menores harán apariciones esporádicas, ya ustedes intenten adivinar a qué personaje estoy asignando cada uno. Mi referencia más directa para esas asignaciones serán las imágenes y los significados del tarot Rider Waite, les paso el dato por si alguien siente curiosidad. Así mismo, algunos símbolos son deliberadamente diferentes: varitas en vez de bastos, cálices en vez de copas y galeones en vez de oros. Las únicas que permanecerán serán las espadas.

Me despido, no sin antes avisar que al término de esta nota de autora, solo he tenido como candidata para La Luna a la hija de leyendas, Hally Potter, pero no acaba de encajar para mí… Supongo que deberé revisar otra vez el significado del Arcano Mayor para decidirme.

Cuídense, felicidades atrasadas a todas las madres de mis lectores y nos leemos pronto.

Nota al 30 de julio de 2013: ¡Felicidades, Harry James Potter! ¡Felicidades, J. K. Rowling! Sí, he elegido el 31 de julio, fecha pottérica por excelencia, para estrenar la quinta entrega en línea. Además… Bueno, por si no lo sabían, julio es el mes en el que celebro el haberme sentado por primera vez ante una computadora para ponerme a escribir lo primero de la Saga HHP, allá por 2005… Sí, hace ya ocho años. ¿Quién hubiera pensado que después de tanto tiempo, seguiría con esto? Espero sigan en este viaje conmigo, y que les vaya gustando lo que sale de mi enredada imaginación. Cuídense mucho.