hola chicos, esto lo hago sin afán de lucro, no es una adaptación ni nada por el estilo, es el mero y real libro del castillo ambulante. si les soy sincera, descargue el libro, pero no me gusta leer en el pc, y dado a que mi celular se puso sus moños y no quiso abrir el formato, pues me di a la tarea de pasarlo a fanfic para lograr leerlo, y de paso, por que no, que a los que no hallan leído el libro como yo, también lo hagan, si es su gusto hacerlo. Les dejo el primer capitulo.


Título original: Howl's Moving Castle.
© Diana Wynne Jones, 1986
© Ediciones SM, 2003
Impresores, 15
Urbanización Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
ISBN: 84-348-8531-X
Depósito legal: M-45850-2003
Preimpresión: Grafilia, SL
Impreso en España / Printed in Spain
Imprenta SM — Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid.


El Castillo Ambulante – Diana Wynne Jones

Este libro es para Stephen.
La idea de este libro me la dio un chico
durante la visita a un colegio, cuando
me pidió que escribiera un libro llamado
El castillo viajero.
Apunté su nombre y lo guardé en un
lugar tan seguro que no he podido
encontrarlo hasta hoy.
Me gustaría darle las gracias de todo
corazón.


El Castillo Ambulante – Diana Wynne Jones

CAPÍTULO 1..
"En el que Sophie habla con los sombreros"
EN EL REINO DE INGARY, donde existen cosas como las botas de siete leguas y las
capas de invisibilidad, ser el mayor de tres hermanos es una desgracia. Todo el
mundo sabe que el mayor es el que fracasa primero, sobre todo si los tres salen a
buscar fortuna.
Sophie Hatter era la mayor de tres hermanas. Ni siquiera era hija de un leñador
pobre, lo que podría haberle dado alguna oportunidad de triunfar, sino que sus
padres tenían una sombrerería de señoras en la próspera ciudad de Market Chipping,
donde vivían desahogadamente. Eso sí, su madre murió cuando Sophie tenía dos
años y su hermana Lettie uno, y su padre se había casado con la ayudante de la
tienda, una joven guapa y rubia llamada Fanny. Al poco tiempo Fanny dio a luz a la
tercera hermana, Martha. Según eso, Sophie y Lettie deberían haberse convertido en
las hermanas feas, pero lo cierto es que las tres niñas crecieron muy hermosas,
aunque todo el mundo decía que la más bella era Lettie. Fanny las trataba a las tres
con el mismo cariño y no favorecía a Martha en absoluto.
El señor Hatter se sentía orgulloso de sus tres hijas y las envió al mejor colegio de
la ciudad. Sophie era la más estudiosa. Leía mucho y muy pronto se dio cuenta de las
pocas probabilidades que tenía de que el futuro le deparase una vida interesante. Se
llevó una desilusión pero siguió viviendo feliz, cuidando de sus hermanas y
preparando a Martha para que buscara su fortuna cuando llegara el momento. Como
Fanny estaba siempre ocupada en la tienda, Sophie era la encargada de cuidar a las
otras dos. Las pequeñas no dejaban de pelearse y tirarse de los pelos. Lettie de
ninguna manera se resignaba a ser la que, después de Sophie, tendría menos éxito.
—¡No es justo! —gritaba Lettie—. ¿Por qué tiene que llevarse Martha lo mejor
solo por ser la pequeña? ¡Pues yo me pienso casar con un príncipe, hala!
A lo que Martha siempre replicaba que ella iba a ser riquísima sin necesidad de
casarse con nadie. Entonces tenía que venir Sophie a separarlas y arreglarles los
desgarrones de la ropa. Era muy habilidosa con la aguja. Incluso llegó a hacerles
vestidos a sus hermanas. Antes de que esta historia comenzara de verdad, a Lettie le
cosió un vestido de un rosa intenso para celebrar la fiesta de mayo, que en opinión
de Fanny parecía salido de la tienda más cara de Kingsbury.
Por aquella época, todo el mundo había vuelto a hablar de la bruja del Páramo. Se
decía que había amenazado de muerte a la hija del Rey, y que este había enviado al
Páramo a su mago personal, el mago Suliman, para que se encargara de ella. Y, al
parecer, el mago Suliman no solo había sido incapaz de cumplir el encargo, sino que
la bruja había acabado con él.
Así pues, cuando unos meses más tarde apareció de repente un castillo alto y
negro sobre las colinas de Market Chipping, despidiendo columnas de humo sucio
por sus cuatro torres, todos estuvieron convencidos de que la bruja había vuelto a
salir del Páramo y estaba dispuesta a aterrorizar al país como lo hizo cincuenta años
atrás. La gente estaba muy asustada. Nadie salía solo, especialmente de noche. Y lo
más terrorífico era que el castillo no siempre estaba en el mismo sitio. A veces, el
castillo se veía como una mancha alta y negra en los terrenos yermos al noroeste,
otras sobresalían sobre las rocas al este, y en algunas ocasiones se acercaba a la
ladera y se colocaba sobre los brezos, al norte, un poco más allá de la última granja.
De vez en cuando se movía, echando bocanadas de humo gris y sucio por sus torres.
Al principio todo el mundo creía que muy pronto el castillo llegaría a plantarse en el
medio del valle, y el alcalde habló de pedir ayuda al Rey.
Pero el castillo se quedó rondando por las colinas y se supo que no pertenecía a la
bruja, sino al mago Howl. El mago Howl tampoco era un santo. Aunque al parecer
no quería abandonar las colinas, se rumoreaba que le divertía atrapar a jovencitas y
quitarles el alma. Otros aseguraban que se comía sus corazones. Era un mago
absolutamente frío y sin escrúpulos y ninguna joven estaría segura si él andaba cerca.
Sophie, Lettie y Martha, igual que las demás muchachas de Market Chipping, tenían
prohibido salir solas, lo que resultaba muy pesado. Se preguntaban para qué querría
el mago Howl todas aquellas almas que coleccionaba.
Pero al poco tiempo tuvieron otras cosas en qué pensar, porque el señor Hatter
murió de repente justo cuando Sophie era lo bastante mayor para dejar el colegio. Y
entonces se descubrió que el orgullo que sentía por sus hijas había sido excesivo:
para pagar la matrícula del colegio había contraído pesadas deudas. Después del
funeral, Fanny se sentó con las niñas en la casa que tenían junto a la tienda y les
explicó la situación.
—Me temo que las tres tenéis que abandonar el colegio —dijo—. He estado
haciendo todo tipo de cuentas y la única forma de mantener el negocio y cuidaros a
las tres es que os coloquéis como aprendizas en algún sitio. No es práctico que os
quedéis todas en la tienda. No puedo permitírmelo. Así que esto es lo que he
decidido. Primero Lettie...
Lettie levantó la vista, con un aspecto de radiante salud y belleza que ni siquiera
la pena y el luto podían ocultar.
—Yo quiero seguir aprendiendo —dijo.
—Y así será, cariño —replicó Fanny—. He dispuesto que entres como aprendiza
en casa de Cesari, el pastelero de la Plaza del Mercado. Tienen la reputación de tratar
a sus aprendices como a reyes, y serás muy feliz allí, además de aprender un oficio útil.

La señora Cesari es una buena clienta y amiga, y ha accedido a colocarte en sucasa como un favor personal.

Lettie soltó una carcajada que dejaba ver que no estaba contenta en absoluto.
—Vaya, muchas gracias —dijo—. Menos mal que me gusta cocinar.
Fanny parecía aliviada. A veces Lettie podía ponerse muy cabezota.
—Y ahora Martha —dijo—. Ya sé que eres demasiado pequeña para trabajar, así
que se me ha ocurrido algo que te proporcionará un aprendizaje largo y tranquilo
que te será útil para cualquier cosa que decidas hacer después. ¿Conoces a mi amiga
del colegio, Annabel Fairfax?
Martha, que era delgada y rubia, clavó sus grandes ojos grises en Fanny casi con
la misma determinación que Lettie.
—¿Esa que habla tanto? —preguntó—. ¿No es Bruja?
—Sí, lo es, y tiene una bonita casa con muchos clientes de todo el valle de Folding
—dijo Fanny entusiasmada—. Es una buena mujer. Te enseñará todo lo que sabe y
seguramente te presentará a mucha gente importante de Kingsbury. Cuando
termine contigo estarás bien preparada para la vida.
—Es simpática —admitió Martha—. De acuerdo.
A Sophie le pareció que Fanny lo había hecho muy bien. Lettie, al ser la mediana,
seguramente nunca llegaría muy lejos, así que Fanny la había colocado donde
tendría oportunidades de conocer a un aprendiz joven y guapo y vivir feliz para
siempre. Martha, que estaba destinada a labrarse su fortuna, contaría para ello con la
ayuda de la brujería y de amigos ricos. Y en cuanto a sí misma, no tenía la menor
duda de qué le esperaba. No le sorprendió lo más mínimo cuando Fanny dijo:
—Y ahora, Sophie, cariño, me parece lo más justo que heredes esta tienda cuando
yo me retire, ya que eres la mayor. Así que he decidido tomarte como aprendiza para
darte la oportunidad de conocer el negocio. ¿Qué te parece?
Sophie no podía admitir que se sentía resignada por heredar el negocio de los
sombreros. Le dio las gracias.
—¡Entonces todo arreglado! —dijo Fanny.
Al día siguiente Sophie ayudó a Martha a guardar su ropa en una caja y al otro la
vieron marcharse montada en una carreta, pequeña, erguida y nerviosa. El camino
hacia Upper Bolding, donde vivía la señora Fairfax, atravesaba las colinas v pasaba
junto al castillo del mago Howl. Era comprensible que Martha tuviera miedo.
—No le pasará nada —dijo Lettie.
Lettie se había negado a ayudar con el equipaje. Cuando la carreta desapareció en
el horizonte, Lettie metió todas sus pertenencias en una funda de almohada y le pagó
al criado del vecino una moneda de seis peniques para que la ayudara a llevarla en
una carretilla a casa de Cesari en la Plaza del Mercado.
Lettie marchaba detrás de la carretilla con un aspecto mucho más animado de lo
que Sophie había supuesto. La verdad es que daba la impresión de que se había
quitado de encima la sombrerería.
El chico de los recados regresó con una nota de Lettie que decía que había

colocado sus cosas en el dormitorio de las chicas y que Cesari le parecía un sitio muy

divertido. Una semana más tarde el carretero trajo una carta de Martha diciendo que
había llegado bien y que la señora Fairfax era encantadora y que le ponía miel a todo,
porque tenía colmenas. Y aquello fue lo único que supo Sophie de sus hermanas
durante algún tiempo, porque ella también empezó su aprendizaje el mismo día que
Martha y Lettie se marcharon.
Como es natural, Sophie ya conocía el negocio de los sombreros bastante bien.
Desde muy pequeña había jugado en el taller al otro lado del patio donde se
mojaban los sombreros, se moldeaban sobre hormas de madera y se fabricaban flores,
frutas y otros ornamentos de cera y seda para adornarlos. Conocía a todos los
trabajadores. La mayoría ya estaba allí cuando su padre era niño. Conocía a Bessie, la
única ayudante de la tienda que quedaba. Conocía a los clientes que compraban los
sombreros y al hombre que conducía el carro que traía los sombreros de paja natural
del campo para que les dieran forma en el taller. Conocía a los demás proveedores y
sabía cómo se hacía el fieltro para los modelos de invierno. En realidad no había
mucho que Fanny pudiera enseñarle, excepto tal vez cuál era la mejor manera de
conseguir que un cliente comprara un sombrero.
—Tienes que conducirlos poco a poco hacia el más apropiado, cariño —le explicó
Fanny—. Primero les enseñas los que no les quedarán bien del todo, para que noten
la diferencia en cuanto se pongan el adecuado.
La verdad es que Sophie no se dedicaba mucho a vender sombreros. Después de
pasar un día observando en el taller y otro día visitando con Fanny los mercaderes
de paños y sedas, su madrastra la puso a rematar sombreros. Sophie se sentaba en
una pequeña alcoba en la trastienda, cosiendo rosas en las pamelas y velos en los
bonetes, forrándolos todos con seda y adornándolos con frutas de cera y lazos de
colores. Se le daba muy bien. Y le gustaba. Pero se sentía aislada y un poco aburrida.
Los trabajadores del taller eran demasiado mayores para ser entretenidos y, además,
no la trataban como a uno de ellos sino como a alguien que algún día heredaría el negocio.
Bessie la trataba igual. Y de todas formas sobre lo único que hablaba era sobre
el granjero con el que iba a casarse la semana siguiente a la fiesta de mayo. Sophie
tenía celos de Fanny, que podía salir a regatear con el mercader de sedas siempre
que quería.
Lo más interesante eran las conversaciones de los clientes. Es imposible comprar
un sombrero sin cotillear. Sophie se sentaba en su alcoba y mientras daba puntadas
se enteraba de que el alcalde no comía jamás verdura y de que el castillo del mago
Howl había vuelto a los acantilados, hay que ver cómo es, y bla, bla, bla... Siempre
bajaban la voz cuando empezaban a hablar del mago Howl, pero Sophie se enteró de
que el mes pasado había atrapado a una chica en el valle. «¡Barba azul!», decían los
murmullos, que volvían a elevarse para afirmar que Jane Farrier era un auténtico
desastre a la hora de arreglarse el pelo. Esa desde luego no conseguiría atraer ni
siquiera al mago Howl, y mucho menos a un hombre respetable. Y entonces se oía
un breve y temeroso susurro sobre la bruja del Páramo. Sophie empezó a pensar que
el mago Howl y la bruja del Páramo deberían emparejarse.

—Parecen hechos el uno para el otro. Alguien debería organizarles una cita—le
dijo al sombrero que estaba adornando en ese momento.
Pero a finales de mes, todos los chismes de la tienda se centraron de repente en
Lettie. Al parecer, Cesari estaba lleno de caballeros de la mañana a la noche, todos
comprando grandes cantidades de pasteles y exigiendo ser atendidos por Lettie. Ya
había recibido diez propuestas de matrimonio, que iban, en orden de importancia,
desde el hijo del alcalde hasta el barrendero, y las había rechazado todas alegando
que todavía era demasiado joven para decidirse.
—Me parece algo muy sensato por su parte —le comentó Sophie a un bonete que
estaba forrando con seda.
A Fanny la alegraron aquellas noticias.
—¡Sabía que le iría bien! —dijo contenta. A Sophie se le ocurrió que a Fanny le
alegraba no tener a Lettie cerca.
—Lettie es terrible para el negocio —le dijo al bonete, frunciendo la seda color
champiñón—. Ella conseguiría que incluso, viejo y desaliñado, parecieras elegante.
Pero las demás miran a Lettie y se desesperan.
Sophie hablaba cada vez más con los sombreros a medida que pasaban las
semanas. No tenía a nadie más con quién hablar. Fanny se pasaba casi todo el día
fuera, haciendo negocios o intentando conseguir más clientas y Bessie estaba ocupada
atendiendo y contándole a todo el mundo sus planes de boda. Sophie tomó por
costumbre colocar los sombreros en sus hormas de madera cuando los terminaba,
donde quedaban como una cabeza de verdad, y siempre hacía una pausa para
decirle a cada uno cómo sería el cuerpo que le correspondería. Solía halagar al
sombrero un poco, porque a los clientes hay que engatusarlos.
—Posees un atractivo misterioso —le dijo a uno cubierto con un velo de brillos
ocultos. A una pamela ancha de color crema con rosas bajo el ala le dijo—: ¡Vas a
tener que casarte con un rico! —y a otro sombrero de paja de color verde manzana
con una pluma verde y rizada le dijo—: Eres tan joven como una hoja de primavera.
A los bonetes rosas les decía que eran dulces y encantadores y a los sombreros
elegantes adornados con terciopelo que eran ingeniosos. Y al bonete color
champiñón le dijo:
—Tienes un corazón de oro y alguno de buena posición lo verá y se enamorará de
ti —aquello lo dijo porque sentía lástima de aquel bonete en particular. Parecía tan
remilgado y tan soso.
Al día siguiente llegó a la tienda Jane Farrier y lo compró. Era cierto que tenía el
pelo un poco raro, pensó Sophie observándola desde su alcoba, como si se lo hubiera
enrollado en unas tenazas. Era una pena que Jane hubiera escogido aquel bonete.
Para entonces todo el mundo venía a la tienda a comprar. Tal vez fuera la promoción
de Fanny o tal vez que se acercaba la primavera, pero era evidente que el negocio de
los sombreros iba en aumento. Fanny empezó a decir, con tono un poco culpable:
—Creo que no debería haberme dado tanta prisa en colocar a Martha y a Lettie.
Podríamos habernos arreglado.
Cuando abril se iba acercando a la fiesta de mayo, había tantos clientes que

Sophie tuvo que ponerse un modesto traje gris y ayudar en la tienda también. Pero la
demanda era tanta que entre cliente y cliente se dedicaba a adornar sombreros y
todas las tardes se los llevaba a casa, en la puerta de al lado, donde trabajaba a la luz
de un quinqué hasta bien entrada la noche para tener sombreros que vender al día
siguiente. Los sombreros verdes como el de la esposa del alcalde estaban muy
solicitados, al igual que los bonetes rosas. Y entonces, la semana antes de la fiesta,
alguien entró pidiendo el de color champiñón con fruncidos, como el que llevaba
Jane Farrier cuando se fugó con el conde de Catterack.
Aquella noche, mientras cosía, Sophie tuvo que admitir que su vida era bastante
insulsa. En lugar de hablar con los sombreros, se los fue probando todos al
terminarlos, mirándose en el espejo. Aquello fue un error. Aquel severo traje gris no
le sentaba bien, especialmente con los ojos enrojecidos de tanto coser. Y como tenía el
pelo de color paja rojiza, ni el verde ni el rosa le quedaban bien. Y el de los fruncidos
color champiñón le daba un aspecto sencillamente horroroso.
—¡Como una vieja solterona! —dijo Sophie.
No es que quisiera fugarse con un conde, como Jane Farrier, ni siquiera quería que
la mitad del pueblo le pidiera matrimonio, como a Lettie. Pero quería hacer algo, no
estaba segura de qué, algo que fuera un poco más interesante que adornar sombreros.
Pensó que al día siguiente sacaría tiempo para ir a hablar con Lettie.
Pero no fue. O le faltaba tiempo o fuerzas, o le parecía que la Plaza del Mercado
estaba muy lejos, o recordaba que si iba sola estaría en peligro a causa del mago
Howl. Fuera lo que fuese, cada día le parecía más difícil ir a ver a su hermana. Era
muy extraño. Sophie siempre se había considerado tan decidida como Lettie. Pero
ahora se daba cuenta de que había cosas que solo era capaz de hacer cuando ya no le
quedaba ninguna excusa.
—¡Esto es absurdo! —dijo Sophie—. La Plaza de Mercado está a dos calles de
aquí. Si voy corriendo...
Y se prometió que al día siguiente se acercaría a Cesari cuando la sombrerería
estuviera cerrada por ser la fiesta de mayo.
Entretanto, a la tienda llegó un nuevo rumor. Se decía que el Rey se había peleado
con su propio hermano, el príncipe Justin, y que el príncipe se había marchado al
exilio. Nadie sabía a ciencia cierta cuáles habían sido las razones de la pelea, pero el
príncipe había pasado por Market Chipping de incógnito hacía dos meses y nadie lo
había reconocido. El Rey había enviado al conde de Catterack a buscarlo y, en vez de
eso, se encontró con Jane Farrier. Sophie se puso triste al escucharlo. En el mundo
ocurrían cosas interesantes, pero siempre a los demás. De todas formas, sería
agradable ver a Lettie.
Llegó la fiesta de mayo. Desde el amanecer, las calles se llenaron de júbilo. Fanny
salió temprano, pero Sophie tenía que terminar primero un par de sombreros.
Cantaba mientras trabajaba. Al fin y al cabo, Lettie también estaba trabajando. Los
días de fiesta, Cesari abría hasta la media noche.
—Voy a comprarme un pastelillo de crema —decidió Sophie—. Hace siglos que
no los pruebo.

Vio cómo la gente se arremolinaba al otro lado del escaparate, con ropas de vivos
colores. Había vendedores de recuerdos y saltimbanquis caminando sobre zancos.
Sophie los contempló entusiasmada.
Pero cuando por fin se echó un chal gris sobre el vestido gris y salió a la calle, su
entusiasmo se desvaneció. Se sintió abrumada. Había demasiada gente corriendo a
su alrededor, riéndose y gritando, demasiado ruido y ajetreo. Sophie se sintió como
si los meses que había pasado sentada cosiendo la hubieran transformado en una
vieja o la hubieran dejado medio inválida. Se envolvió bien en el chal y avanzó
pegada a las casas, intentando evitar que los zapatos de domingo de la multitud la
pisaran o que le clavaran uno de aquellos codos cubiertos por larguísimas mangas
de seda. Cuando de repente se oyó una lluvia de explosiones en el aire, Sophie pensó
que se iba a desmayar. Levantó la vista y vio el castillo del mago Howl justo sobre la
ladera de la colina a las afueras de la ciudad, tan cerca que parecía apoyado sobre las
chimeneas. De las cuatro torres del castillo salían llamas azules despidiendo bolas de
fuego azul que explotaban en el cielo con un estruendo horrible. El mago Howl
parecía estar molesto por la fiesta. O tal vez estaba intentando participar, a su
manera. Sophie estaba tan aterrorizada que no le interesaba saber cuál era el motivo.
Se habría marchado a casa, pero para entonces ya estaba a mitad de camino hacia
Cesari. Echó a correr.
—¿Cómo se me ocurrió desear que mi vida fuese interesante? —se preguntó
mientras corría—. Me daría demasiado miedo. Eso me pasa por ser la mayor de tres
hermanas.
Cuando llegó a la Plaza del Mercado, fue todavía peor. Allí estaban la mayoría de
las posadas. Había grupos de jóvenes que se tambaleaban ebrios de un lado a otro,
arrastrando los faldones de las chaquetas y las mangas y dando zapatazos con las
botas con hebillas que nunca hubieran soñado con ponerse en un día de trabajo,
lanzando exclamaciones y atosigando a las jovencitas. Ellas paseaban elegantes de
dos en dos, listas para dejarse atosigar. Era una fiesta de mayo perfectamente normal,
pero a Sophie también le daba miedo todo aquello. Y cuando un joven con un
fantástico traje azul y plateado la vio y decidió abordarla también a ella, Sophie se
escabulló en el portal de una tienda e intentó esconderse.
El joven la miró sorprendida.
—No pasa nada, ratoncita gris —le dijo, con una sonrisa tomo
compadeciéndose—. Solo quiero invitarte a tomar algo. No pongas esa cara de
miedo.
Su mirada de lástima hizo que Sophie se sintiera totalmente avergonzada. Era un
hombre elegante, con un rostro huesudo y refinado, bastante mayor, bien entrada la
veintena, y con el pelo rubio cuidadosamente peinado. Las mangas de su chaqueta
colgaban más que ninguna, con bordes de volantes y remates plateados.
—Oh, no, gracias, por favor, señor —tartamudeó Sophie—. Yo iba, iba a ver a mi
hermana.
—Entonces vete a verla, por supuesto —sonrió aquel joven maduro—. ¿Quién
soy yo para impedir que una dama vea a su hermana? ¿Quieres que te acompañe, ya

que pareces tan asustada?
Lo dijo con amabilidad, lo que hizo que Sophie sintiera más vergüenza que
nunca.
—No. ¡No, gracias, señor! —jadeó y salió corriendo dejándolo atrás. También
llevaba perfume. El olor a jacintos la siguió mientras se alejaba.
«¡Qué hombre tan elegante!», pensó Sophie mientras se abría paso entre las
mesitas a la entrada de Cesari.
Las mesas estaban abarrotadas. Dentro había tanta gente y tanto ruido como en la
plaza. Sophie localizó a Lettie entre la fila de ayudantes que servían tras el mostrador
gracias al grupo de hijos de granjeros que apoyaban los codos en él gritándole cosas.
Lettie, más guapa que nunca y tal vez un poco más delgada, metía pastelillos en las
bolsas tan aprisa como podía, cerrando cada bolsa con una hábil rosca y mirando por
debajo del codo con una sonrisa y una respuesta por cada bolsa que cerraba. Se oían
muchas risas. Sophie tuvo que abrirse paso hacia el mostrador.
Lettie la vio. Por un momento pareció quedarse pasmada. Luego sus ojos y su
sonrisa brillaron al gritar:
—¡Sophie!
—¿Puedo hablar contigo? —gritó Sophie—. En algún sitio —gritó un poco
perdida cuando un codo grande y bien vestido la apartó del mostrador de un
empujón.
—¡Un momento! —le contestó Lettie también a gritos. Dio un paso atrás, se
volvió hacia la chica que estaba junto a ella y le susurró algo. La chica asintió, sonrió
y ocupó el lugar de Lettie.
—Tendréis que conformaros conmigo —le dijo a la multitud—. ¿Quién es el
siguiente?
—¡Pero yo quiero hablar contigo, Lettie! —gritó uno de los granjeros.
—Habla con Carrie —respondió Lettie—. Yo quiero hablar con mi hermana.
A nadie pareció importarle. Empujaron a Sophie hacia el final del mostrador,
donde Lettie la llamaba y mantenía abierta una trampilla para ella, y le dijeron que
no tuviera a Lettie ocupada todo el día. Cuando pasó por la trampilla, Lettie la cogió
por la muñeca y la llevó hacia el fondo de la tienda, hasta una habitación llena de
rejillas de madera, todas ellas repletas de filas de pasteles. Lettie sacó dos taburetes.
—Siéntate —le dijo. Miró al estante más cercano, de forma distraída, y le pasó a
Sophie un pastelillo de crema—. Puede que te haga falta.
Sophie se dejó caer en el taburete y aspiró el rico aroma del pastelillo, sintiéndose
un poco llorosa.
—¡Ay, Lettie! —exclamó—. ¡Me alegro tanto de verte!
—Sí, y yo me alegro de que estés sentada —respondió Lettie—. Porque no soy
Lettie. Soy Martha.