FullMetal Alchemist es opus magnum de Hiromu Arakawa. Yo solo soy una simple fangirl que andaba de paso.


«Bendito sea para siempre aquel que le dio al hombre una compañera, y que puso en ella el encanto irresistible que suaviza a un mismo tiempo nuestro carácter y nuestras desgracias». —Antonio Nαriño.


Pαrα Onmi, por lα pαcienciα.


Responsαbilidαdes

I

El comienzo de αlgo

«En tus ojos brilla una mirada honesta y determinada.»

En medio de aquellas tinieblas, el coronel Roy Mustang recordó las palabras del homúnculo Lust.

«La Verdad otorga la cantidad justa de miseria a aquellos que son demasiado pretenciosos. Los castiga con justicia.»

Por inercia elevó una de sus manos hasta la altura de sus ojos: no veía nada. Los cerró, hundiéndose aún más en la lóbrega oscuridad.

«¡Crees que esto es justo!»

Cuando los volvió a abrir sintió el hiriente sol de Ishval golpeándole con fuerza la vista. Nuevamente, llevado por la inercia, volvió a levantar sus manos hasta la altura de sus ojos y pudo ver. Ahí estaban sus guantes de alquimista, puestos en su lugar como un arma sin seguro, listos para ser utilizados. Levantó el rostro y divisó a lo lejos la figura de la teniente Hawkeye. Su sexto sentido le dijo que algo andaba mal con ella. Mustang se echó a correr en dirección a la mujer sin pensarlo dos veces. Sus botas se hundían en la fina arena del desierto, pero a él no le importaba en lo más mínimo. Solamente quería llegar hasta ella.

—Señor Mustang. —Riza estaba de rodillas, mirando fijamente al suelo. Roy notó con horror que estaba trémula y con el torso desnudo.

—Teniente… —farfulló el alquimista. La joven ni siquiera levantó el rostro cuando su superior se acercó rápidamente a ella dispuesto a cubrirla con su capa. Ella tan solo atinó a cubrir el nacimiento de sus senos con sus brazos temblorosos.

La capa blanca se le cayó de las manos cuando vio que el tatuaje de la espalda de Riza sangraba, y que la savia se deslizaba por su piel tersa hasta perderse en la arena

—¡Riza! ¡Teniente Hawkeye!—asustado, volvió a llamarla.

—Roy Mustang, Alquimista de Fuego. —Ella lo miró a los ojos. Roy palideció. Aquellos no eran los ojos de la fiel soldado. Eran rojos. Rojos como los de un ishvalí, y lo miraban cargados de un odio inconmensurable.

—¡Riza! ¡Teniente!—repitió, desesperado. Empero cuando extendió los brazos en dirección a ella, lo que vio lo hizo caer de rodillas en la arena del desierto.

Los círculos de transmutación grabados en sus guantes también lloraban sangre.

—¡Ri…!

—General de brigada Mustang, ¡despierte por favor!

Abrió los ojos de golpe. A su lado, la capitana Riza Hawkeye lo miraba con una expresión preocupada. Mustang suspiró con visible alivio. Los ojos de su capitana tenían el mismo tono marrón cobrizo de siempre.

—Se ha quedado dormido, señor. Murmuraba en sueños —dijo Riza, respondiendo a su pregunta no formulada en voz alta.

«Así que había sido eso», pensó, abatido. Volvió a suspirar con pesadumbre. La misma pesadilla, otra vez. La guerra regresaba a él implacable todas las noches. ¿Ya ni siquiera en los sueños podía encontrar el descanso?

—Un viejo sueño sin importancia, capitana —dijo Roy. «Una pesadilla difícil de evadir.»

—¿Se siente bien, general de brigada? —preguntó Hawkeye, todavía preocupada, aún sabiendo que por mucho que el brigadier afirmase que sí, la respuesta era una completamente diferente. Roy sin embargo no dijo nada. Se cubrió el rostro con las manos, apesadumbrado. No importaba con cuanta fuerza trabajase en pos del bien de Ishval. Incluso si él mismo recomponía cada ladrillo destruido con sus manos desnudas y cubiertas de llagas sangrantes, jamás podría redimirse por completo de todo lo que había sucedido en aquella ingente masacre.

En momentos como aquel se sentía tan pequeño, tan débil.

Y la culpa a veces era tan grande en comparación.

Riza lo observaba guardando un respetuoso silencio. Ella lo conocía lo suficiente como para saber que había tenido una nueva pesadilla. La angustia en su rostro, usualmente arrogante y decidido, lo delataba. Sacudió la cabeza en forma casi imperceptible. No era la primera vez y tampoco sería la última. A pesar de que todos los días él llegaba a los cuarteles con una vitalidad abrumadora y una sonrisa de suficiencia tatuada en los labios, que luego mudaba en un puchero al ver las pilas de papeleo por revisar que lo esperaban es su escritorio; a pesar de las bromas sobre oficiales femeninas vistiendo apretadas minifaldas, y algún que otro gruñido molesto por tanto trabajo burocrático, ella podía notar a la perfección un par de líneas oscuras debajo sus ojos que le hablaban de noches angustiosas y despertares abruptos en medio de la nada.

Lo comprendía, vaya que sí. También había noches largas en las que un mal sueño la devolvía a Ishval o al Día Prometido, todavía fresco en su memoria. También ella despertaba sudando frío en su cama solitaria. Entonces Black Hayate aullaba en tono lastimero y, de un salto, se acurrucaba en la cama junto a su ama, consolándola en silencio.

Con la llegada del amanecer las cosas eran distintas. Ella era la guardiana de las espaldas del general de brigada. Era su camarada, aquella quien mejor le conocía; la que nunca olvidaba todas las metas que se habían propuesto, quien trabajaba hombro con hombro a su lado para reconstruir Ishval y para acortar su camino hacia la cima.

Y, además, era ella la única persona capaz de apuntarle con un arma en la cabeza si sentía que él se estaba desviando del camino que habían trazado.

—Capitana, ¿podría escoltarme hasta mi casa, por favor? —La voz de Roy la sacó de sus cavilaciones—. Estoy algo cansado por el trabajo de hoy.

Riza desvió la mirada hacia la pila de documentos sin firmar que aguardaban pacientes en una esquina del escritorio. Usualmente le habría dicho que ni siquiera se había molestado en hojear la cuarta parte de ellos por estar holgazaneando con el teniente primero Havoc. En lugar de la reprimenda, asintió y se acercó al perchero de donde colgaba la gabardina del general de brigada y alistó las llaves del coche.

Las calles de Cuidad del Este se encontraban semivacías a pesar de que no era todavía muy tarde. Roy observaba con apatía las aceras silenciosas a través de la ventanilla del coche mientras meditaba. Pesadillas. ¿Por qué?, ¿por qué de nuevo después de tanto tiempo? Cuando había vuelto de la guerra eran recurrentes pero con el tiempo fueron mermando, aunque nunca desaparecían.

Con todo el asunto que rodeaba a los hermanos Elric, la lucha contra Padre y las numerosas peripecias que estos acontecimientos acarrearon a su vida, simplemente las fue olvidando poco a poco. Ellas se perdían en la nebulosa de su mente y aparecían muy raras veces. Sin embargo, luego del aciago día en el que la Verdad le arrebató sus ojos, volvieron. Regresaron incluso más agresivas que antaño, y en medio de su medianoche permanente, solo habían dos cosas que podía ver con claridad: el rostro de Hawkeye, la pieza más importante de su tablero de ajedrez, y a sus terrores nocturnos. El trabajo duro que se había impuesto junto con sus hombres y su capitana lo mantenían ocupado en cuerpo y alma, aunque solamente durante el día. En las noches, Ishval volvía a tomar sus recuerdos, implacable.

Mustang miró de soslayo a su capitana. Supuso que ella también mantenía aquellos recuerdos dolorosos grabados a fuego en su mente pero, a diferencia suya, Riza sabía guardárselos para sí misma.

«Y a ti te he regalado más recuerdos dolorosos. He sido un gran idiota.»

Se sintió tonto, como un niño pequeño. Durante el día podía andar a sus anchas sin recordar nada ni pensar en nada que no fuera el trabajo. Pero en las noches se sentía vulnerable, desprotegido.

Hawkeye paró el coche frente a un edificio de la avenida central.

—Llegamos, brigadier —anunció la capitana.

—¿Podría acompañarme a mi casa, capitana? —preguntó él tras bajar del coche.

—Usted sabe que no es correcto, señor —como era de esperarse, Riza respondió con una correcta negativa.

—Solo hasta el dintel de mi puerta, capitana. ¿Acaso eso va en contra de la ley? —Roy intentó gastar una broma, pero sus ojos estaban desprovistos del brillo infantil que solía acompañar a aquellas frases y esta terminó sonando a una ironía cruel. Riza asintió suavemente y lo siguió hacia el interior del edificio.

Mustang hurgó en el interior de los bolsillos de su uniforme en busca de las llaves de su departamento con la capitana pisándole los talones. Se sentía extraño, como un niño con un repentino temor a la oscuridad. Finalmente dio con la llave y entró a la casa.

—Me retiro, señor. Que pase buena noche. —Riza intentó despedirse con el saludo militar, pero él la tomó suavemente por el brazo.

—Quédate —susurró.

—Sabe que no es correcto, señor —repitió ella

—Quédate. Por favor. —No era una orden, era una súplica.

La joven mujer suspiró levemente y accedió. Entró junto a Mustang y lo vio echarse en uno de los sillones del salón. Ella se sentó con la espalda rígida al borde del sillón junto a su superior.

—¿Tiene usted pesadillas, capitana? —De repente, Roy disparó la pregunta que llevaba horas atorada en la garganta.

—¿A qué viene esa pregunta, señor? —inquirió a su vez Riza, intentando mantener su voz neutra a pesar de su sorpresa. Él nunca hacía aquel tipo de preguntas.

—Porque temo a la oscuridad, capitana. Con ella las pesadillas hacen su aparición —confesó.

Riza lo miró fijamente. De nuevo enterraba el rostro entre sus manos como un niño entristecido. Extrañamente, verlo de aquella manera, un poco menos deidad y mucho más humano, la relajó.

Casi todas las mujeres llevan dentro de ellas algo de madres, y la capitana Riza Hawkeye no era la excepción a la regla. Lo tomó con suavidad de los hombros y lo acunó en su regazo. Masajeó lentamente las hebras de ébano del alquimista de la llama como si de un niñito tratase.

—¿Tiene usted pesadillas, capitana? —repitió de nuevo el general de brigada.

—Así es, señor —afirmó ella—. He vivido el mismo infierno que usted. Ellas no perdonan.

—Entonces, dime: ¿todos los veteranos de guerra las tenemos, Riza? —Él pronunció el nombre de pila de su subordinada con suavidad.

—No todos, general —repuso la aludida—: solo aquellos quienes sentimos remordimientos por todo lo que hemos hecho, señor Mustang. —Por primera vez en mucho tiempo, Riza lo llamó como en los tiempos que los compartían el mismo hogar y él era tan solo un soñador aprendiz de alquimista.

Él posó su mirada en ella, y al tenerla así, tan cerca, sintió el pueril impulso de besar aquellos labios fríos que trataban de consolarlo. Jamás había ido más allá, y ahora…

Riza lo entendió. Olvidó por un instante la guerra, sus objetivos y sus rangos y se inclinó. Su boca apenas rozó los labios de él.

«Olvida el infierno solo por esta noche, Roy

—¿Qué podemos hacer entonces, Riza? —preguntó Mustang, sonriendo con tristeza.

—Nada, señor. —Riza soltó un hondo suspiro—. Nada más que caminar hacia adelante y tratar de enmendar nuestros pecados lo mejor posible. Tenemos brazos fuertes para trabajar y piernas firmes para andar, ¿cierto?

Y Roy Mustang asintió en respuesta. El silencio volvió a reinar en el pequeño departamento del general de brigada. Riza siguió meciéndole los cabellos como si fuera un niño asustado que buscaba refugio en el cálido regazo femenino. Se sentía aliviada. En el fondo, ella sabía que ambos eran un par de niños asustados por todo lo que habían vivido, y también sabía que eran dos seres atormentados por todo lo que había hecho. Pero que debían seguir adelante. Era la única manera de sobrellevarlo.

Por primera vez en muchas lunas, el brigadier Roy Mustang, logró dormir sin pesadillas.

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¿Se merece un review?


Bitácorα de Jαz: 2013, 2013. Edité. Palabras más, palabras menos, el contenido sigue siendo el mismo. Este fic me ama, y yo a él también.

Editαdo el 16 de abril de 2016, sábado.

¡Jajohecha pevê!