Capítulo primero
Dos hermosas codornices que habían construido su nidito en el alféizar de la ventana lateral del segundo piso de la gran casa en la finca de los Chloster cantaban alegremente al ascenso del disco solar. En la habitación, entre las sábanas de la cama, se removió medio dormida una figura delicada, de esbeltas y bellas proporciones y muy mal carácter. Asomó la cabeza completamente consciente de que hora de levantarse.
Al igual que todas las mañanas desde hacía bastantes años, se puso en pie para lavarse la cara en el cuenco que reposaba en la mesilla junto a la ventana. La joven de cabellos negros y glaciales ojos color avellana notó que fuera hacía un día hermoso, y pensó que sería también muy especial si no tuviera que encontrarse con sus personas menos favoritas en el mundo al bajar.
Se bañó con la esponja de Siria que le había conseguido su padre, vistió su cuerpo de marcadas curvas con un vestido de tafetán y seda púrpura y bajó las escaleras mientras se preparaba mentalmente para guardar la compostura. Después de todo (como le decía su padre) una señorita tan agraciada como lo era ella no podía andarse con impertinencias. Se adentró en el comedor del rellano inferior, un salón de buen tamaño con muebles de madera y una gran mesa en el centro, donde descubrió que su padre y algunos de los platillos del desayuno ya estaban allí.
–Buen día, padre –dijo al depositar en la frente del hombre un tierno beso.
Él era la persona favorita de ella. Desde que lo había conocido hacía diecinueve años, siempre supo comprenderla y tenerle paciencia. En contraste a la espantosa bruja con la que él contrajo matrimonio. Muchas veces la joven se preguntaba qué había visto en ella, porque no se explicaba cómo se puede uno enamorar de una persona sin gracia, carisma, talento, dinero, poder o atributos físicos que justifiquen el aguantarla a diario.
–Buenos días, Luce –respondió el señor Chloster con voz suave y calmada–. ¿Las codornices te dejaron dormir?
–Son un encanto, padre. La verdad es que logra alegrarme el tener la oportunidad de escuchar sus dulces cantos al alba.
Tomaron asiento a la mesa un poco desgastada ya. Evidentemente no podían comenzar a degustar las exquisiteces que los cocineros les preparaban hasta que no apareciera el resto de la familia Chloster.
–Tu madre dice que la aturden –comentó justo cuando entraban en la habitación dos individuos más.
La primera era una mujer con una nariz tan prominente que parecía el pico de un tucán, de porte altanero y siempre mirando a los demás desde arriba; ésa podía identificarse como la señora Chloster, una mujer nada agraciada y muy chismosa además. Luce no la soportaba. Detrás de ella apareció un muchacho un poco mayor que Luce, de porte tranquilo y una sonrisa cruel siempre curvándole la comisura de los labios. Ése era su hermano Gerret, un joven caballero que gustaba crear discordia entre quienes tenía alrededor, pero el favorito de la chica con respecto a la señora Chloster por mucho.
Ambos recién llegados se sentaron a la mesa. La señora Chloster a la derecha de su marido y Luce y Gerret a la izquierda.
–Buenos días, padre –saludó Gerret sin mucho ánimo–. Luce.
–Gerret –dijo la chica sin levantar la vista de su plato.
–Hola, hijo. ¿Cómo estás, Olympia querida?
–Terriblemente –contestó la señora Chloster arrugando la nariz como si estuviese oliendo algo en mal estado–. Esas ratas con alas no me permiten gozar de mi sueño de belleza.
–Es que saben que hay milagros demasiado fantásticos para hacerse realidad –masculló Luce, a lo que su hermano respondió con una sonrisa.
Gerret y Luce solían llevarse amenamente. Si bien era cierto que su hermano tenía por costumbre hacer comentarios despectivos para molestarla, ambos eran como dos chiquillos en plena infancia, y tendían a apoyarse y cuidarse mutuamente. Era una pena, sin duda, que con la señora Chloster no fuera igual. Y Luce no veía la hora de que su padre se diera cuenta del gran cuervo con el que se había casado y le permitiera echarla a patadas de allí.
–Mi hermana Prudencia quiere venir a visitarnos, querido –las copas tintineaban al compás de los cubiertos contra la vajilla, la comida iba acabándose poco a poco. Luce no encontraba la hora de irse–. Tenemos que hacer que arreglen los terrenos para que luzcan presentables, una mano de pintura al establo no le vendría mal y en cuanto a la comida…
–¿Por qué establecer una ridícula competencia de vanidad sólo para degustar la envidia fraterna con alguien que viene supuestamente a visitar personas, no tierras? –preguntó Luce comenzando ya a demostrar lo mal que le ponía tener que escuchar las tonterías de la señora Chloster.
–Porque, querida, debemos recibirlos en el esplendor de nuestra casa –respondió despectivamente–. Además, esta vez la acompaña su hijo mayor, el que se fue a estudiar al extranjero.
La tía Prudencia era una mujer que en todo se parecía a su hermana, la señora Chloster. Era chismosa, vanidosa, entrometida y siempre buscaba llamar la atención con los bienes materiales. Tenía, además, tres hijos: la prima Clarence, rubia, tonta y malvada, el pequeño primo August, risueño y condenado a crecer en una familia inadecuada, y el primo Daniel, el hijo mayor de la tía Prudencia y a quien nunca habían visto.
Luce podía formarse cierta idea de él gracias a los comentarios que intercambiaban la señora Chloster y la tía Prudencia. Según palabras de ellas, era buenmozo, carismático, inteligente, educado, de muchos talentos e incontables habilidades. Pero para oídos de Luce, que sabía descifrar el mensaje oculto en las palabras, eso se podía traducir en vanidoso, interesado, materialista, arrogante, engreído, orgulloso y la lista seguía. La señora Chloster llevaba más de un año diciendo lo mismo, por lo que ninguno de los tres le creía mucho. Esa vez, no obstante, sólo con mirar el brillo en sus muertos ojos negros se sabía que decía la verdad.
–Eso es maravilloso, querida –celebraba el señor Chloster sin mucho entusiasmo–. ¿Para cuándo esperamos tan feliz acontecimiento?
–Al final de la semana –anunció alegremente
–Fantástico –dijo sarcásticamente Luce. En realidad no le hacía ninguna ilusión tener que compartir su habitación con la odiosa prima Clarence, que lo criticaba todo como si ganara dinero con ello.
La señora Chloster, sin embargo, no encontró nada apropiado el comentario de su hija. Se volvió hacia ambos hermanos y dedicándoles una severa mirada por encima de su nariz de tucán, les advirtió:
–Quiero que traten a sus primos con toda clase y atenciones, no quiero darle a mi hermana motivo alguno para que repruebe la educación que les he dado.
–¿Cuál educación, si te la pasabas complaciendo a tu demonio de la vanidad en el pueblo mientras la nana Ginger se hacía cargo de nosotros? –le espetó muy irrespetuosamente Luce.
–¡Suficiente, no permitiré que se me hable de tal forma! –Exclamó escandalizada la señora Chloster–. Sube a tu habitación y comienza a ordenarla para hacerle espacio a tu prima.
–¿Qué les parece si me voy a dormir con Gerret mientras nuestros primos estén de visita? –sugirió Luce.
–¡De ninguna manera! ¿Qué dirían de nosotros si permito la indecorosa conducta de mis dos hijos durmiendo en el mismo cuarto? No señor, eso no sucederá mientras yo viva aquí –dijo con decisión la señora Chloster.
–Eso se puede arreglar –esa vez Luce no hizo intento alguno por disimular su comentario. Gerret no podría contener las carcajadas por más tiempo.
Madre e hija se dirigieron miradas hostiles por encima de la mesa. El señor Chloster sabía que su hora de intervenir había llegado, de lo contrario las cosas podían realmente salirse de control.
–Luce, mi niña, ¿por qué no vas a darles de comer a las codornices? –sugirió el señor Chloster.
–¡No! Si alimentas a esas alimañas jamás se irán –se quejó su mujer, pero Luce ya había cogido dos buñuelos y se los llevaba al piso de arriba directo a su habitación.
Una vez allí, se encaminó a la ventana.
–Como si ya no fuese suficiente con esta bruja, ahora van a traer al resto de su indigna familia –murmuraba por lo bajo mientras picaba los buñuelos en migajas y se las ofrecía a los polluelos, que ya estaban muy acostumbrados a los cuidados que ella les proporcionaba–. Y viene el dichoso primo Daniel, ¡qué emoción!
–¿Otra vez hablando sola o le comentas a los pájaros lo injusto de tu vida?
Al volver la cabeza vio a su hermano recostado del marco de la puerta, mirándola con malicia.
–¿Has acabado ya de comer?
–Si tú no puedes acompañarnos en el desayuno, la verdad es que el hambre se me quita.
Luce sabía que sus comentarios no eran más que teatro bien representado. Él sólo había ido hasta allí para molestarla.
–Es muy encantador de tu parte mentir para hacerme acreedora de un poco de afecto proveniente de alguien aparte de papá –se volvió hacia el nido–, pero no te lo creo.
–¿Acaso me dices que Olympia te aprecia más que yo?
–Sin duda no. En ella no existe amor para brindar a nadie, ni siquiera a su imagen en el espejo.
–Y la verdad es que no la culpo –Gerret se situó junto a su hermana y miró cómo ella alimentaba a los pájaros–, imagínate ver su reflejo cuando recién se levanta. Sería suficiente como para que más nunca me acerca a uno.
Luce sonrió.
–Te traje algo –el muchacho desenvolvió de una servilleta un trozo de tarta de melaza, el favorito de Luce.
–Gracias. No me esperaba un gesto similar por parte tuya.
–Lo bueno de no ser el caballero que todos esperan es que la sutileza y consideración implícita en un acto tan simple como traerte tarta resulta más halagador y galante que el llevado a cabo por un hombre con verdaderos modales.
–Estoy de acuerdo contigo. Cuando se hace algo muy seguido deja de ser especial para convertirse en cotidiano –suspiró y comenzó a comerse la tarta–. ¿Cómo crees que será el primo Daniel?
–Con suerte, menos idiota que su hermana y más digno que su madre.
Luce bufó.
–¿Te gustaría acompañarme al pueblo luego de la comida, querida hermana? –Gerret le dirigió una reverencia tan exagerada que casi alcanzó a tocarse las rodillas con la nariz.
–¿Gustarías ayudarme a acondicionar la habitación para la venida de la prima Clarence? –preguntó Luce con una educación empalagosa.
–Yo paso.
Le quitó de las manos a su hermana el último trozo de tarta y se retiró esbozando una sonrisa socarrona. Luce se dispuso a mover su mobiliario para hacer espacio a la cama de su prima porque después de todo sólo faltaban unos tres días para su llegada. Se decía continuamente, para no perder la compostura y echar la cama por la ventana, que la paciencia es recompensada y sin duda la suya había demostrado ser muy superior a la de otras personas.
Al acabar Luce estaba exhausta y cada vez sentía menos agrado por la prima Clarence.
Se topó con su hermano al pie de las escaleras cuando se dirigía una hora más tarde al comedor para compartir la comida. Gerret sonreía de una forma tan particular que Luce supo enseguida que tramaba algo.
–¿Qué te ocurre, hermano? –preguntó, guardando cierta distancia por si acaso.
–Se me ocurre que podemos lograr que uno de los primos le entregue a Olympia uno de esos obsequios que no se olvidan –contestó suavemente–. Pero tendríamos que partir al pueblo ahora.
–¿Quieres perderte la comida?
–¿Y tú?
Luce no quería dejar solo a su pobre padre con esa malvada mujer, pero era cierto que tampoco deseaba estar cerca de ella y mucho menos para que volvieran a enviarla a su habitación antes de que se acabara por completo sus platillos.
–Concuerdo. Mejor que nos vamos ahora.
Gerret ensanchó la sonrisa.
–Yo iré a hablar con papá. Tú sube a mi habitación y coge algo de dinero de la caja bajo la cama.
Enseguida regresó por las escaleras al segundo rellano mientras su hermano atravesaba el pasillo para llegar al estudio del señor Chloster. A Luce le acongojaba un poco el sumergirse en las negras e inciertas profundidades del espacio entre la cama de su hermano y el suelo. Conociéndole como ella lo hacía, podía estar criando mapaches rabiosos allí abajo. Para su sorpresa, o los mapaches se habían ido o los mantenía escondidos en otro sitio, porque cuando se agachó sólo encontró la cajita de madera como Gerret le había dicho. Sacó cinco libras y regresó por las escaleras tras haber dejado la caja en su lugar.
–Podemos ir –anunció el muchacho sosteniendo la puerta para permitirle el paso a su hermana–. Pero creo que a ella no le va a agradar mucho nuestra ausencia.
–Lo sé –eso era lo que más contenta ponía a Luce: el molestarla.
Fueron a pie hasta el establo. Un poco más pequeño que los establos convencionales y con la pintura gris comenzando a desconcharse, albergaba cuatro caballos y un carruaje elegante. Decidieron que sería más rápido el viaje de ida y el de vuelta si iban sólo a caballo, por lo que tomaron un ejemplar de macho blanco, colocaron y ajustaron la silla de montar y Gerret ayudó a su hermana a montar antes de subir él delante de ella. Luce se aferró fuertemente a su torso y tomaron con prontitud camino al pequeño pueblo de más adelante.
Era un lugar muy pintoresco, abarrotado de tiendas de toda clase y una que otra taberna; las personas eran muy amables y educadas entre sí y se conocían, ya que no era un pueblo muy grande. Gerret llevó al caballo con paso suave hasta el pequeño establo público a mitad del camino. El cuidador de los caballos, Arles Tockett, sonriendo como de costumbre, ayudó a Luce a desmontar, después le dedicó una sutil reverencia a modo de saludo, como era la costumbre.
–Buenas tardes, señorita Luce –saludó Arles como le había pedido ella que lo hiciera. Luce respondió con otra reverencia.
–Hola, señor Tockett.
El hombre acababa de repetir la reverencia en dirección a Garret, y éste respondía de igual forma a la cortesía.
–¿Qué les trae por aquí en esta hermosa tarde?
–Tenemos pensado comprarle un obsequio a nuestra madre –informó Gerret con toda inocencia.
–¡Vaya, eso es muy considerado de su parte! Pues les deseo un buen día y que encuentren lo que buscan.
–Muchas gracias –y entre los tres se despidieron.
Luce aceptó el brazo que le ofrecía su hermano y juntos comenzaron a andar por el pueblo sin un rumbo específico qué seguir, según le pareció a ella.
–¿Adónde nos dirigimos? –preguntó al cabo de un rato.
–Al establecimiento del anciano Bruve. El viejo no hace una venta desde quién podría saber cuánto, y creo que allí podríamos encontrar lo que buscamos.
Continuaron andando casi hasta la última tienda, en el borde del pueblo, pero justo allí se detuvieron frente a un local humilde, algo avejentado y descuidado donde se vendían todo tipo de manualidades. Como en casa, Gerret le permitió a Luce pasar en primer lugar.
–Buenas tardes, señor Bruve –saludó ella.
Un anciano de ojos pequeños y hundidos, con pelos blancos en toda la cara menos la cabeza, la miró y sonrió alegremente. Él siempre se había llevado muy bien con Luce.
–Hola, querida, qué gusto me da verlos hoy por aquí –aseguró tras ver al hermano de ella acercarse–. ¿Necesitan que les ayude en algo?
–Por ahora no, gracias, señor Bruve –declinó Gerret. Se llevó a su hermana cerca de unas esculturas de madera y le dijo–: Espérame, no tardo en traer el obsequio de Olympia –luego se perdió entre la multitud.
Luce, en tanto aguardaba el regreso de Gerret, se entretuvo observando las figurillas de madera que se exhibían en los aparadores. Desde pájaros con las alas extendidas, leones, renos y hasta una miniatura exacta del pueblo. Ella no dejaba de sorprenderse con el gran talento que tenía el señor Bruve y que nadie más parecía apreciar. Extendió la mano para coger la miniatura del pueblo pero sus dedos tropezaron con los de alguien más. Al levantar la vista notó a un joven muy elegante y atractivo que pareció encontrar en ella esas mismas cualidades.
Se contemplaron por unos segundos en los que la escultura del pueblo quedó en el olvido. Él apartó sus ojos grises y cuando los volvió a fijar con interés en el rostro de ella, le ofrecía la miniatura. Luce la aceptó sin poder retirar la vista del muchacho. Cualquiera habría considerado muy descortés quedársele mirando de tal forma, pero a él no parecía molestarle sino todo lo contrario: el joven también la contemplaba completamente fascinado.
–Caballero, aquí tiene –ambos voltearon a ver al señor Bruve, que llamaba al acompañante de Luce para entregarle su compra junto con el cambio.
Intercambiaron una última mirada. Luego él le sonrió y se retiró de la tienda tras haber cogido lo que le pertenecía. Luce no pudo evitar contemplar la puerta de la tienda como si él fuera a volver por allí. Notó una mano sobre su hombro; al volverse encontró que su hermano sostenía la figura más fea que había visto jamás: un enorme sapo gordo que sacaba grotescamente la lengua desde donde un sapo más pequeño sonreía. Luce no solía criticar, pero debía admitir que incluso para ella era muy fea la figurilla.
–¿Qué te parece? –le preguntó Gerret sonriendo.
–Es horrible –respondió, asegurándose de que el señor Bruve estaba demasiado ocupado como para escucharla.
–Y ella detesta los sapos –la tentó.
–Nos la llevamos.
Se acercaron al mostrador tras el cual les sonreía afablemente el dueño de la tienda. Le entregaron el sapo y el billete de cinco libras. El anciano Bruve se dispuso a envolver la estatuilla y posteriormente cobrar el valor de la manualidad y entregarles el cambio en monedas mientras decía:
–Perdonará usted mi falta de modales, señorita Luce, pero no pude evitar fijarme en cómo ese joven se le quedó mirando –Luce percibió en su mejilla la fija mirada de su hermano, pero no le importó–. ¿Se conocen de algo?
–No, es primera vez que le veo, aunque no se puede afirmar sin caer en la mentira que yo pasee mucho por este lugar –terció esperando convencer más que al anciano, a su hermano, de quien sabía recibiría un interrogatorio al salir de la tienda.
Tomaron el sapo ya metido en una caja y listo para regalar, el cambio y salieron de la pequeña tienda luego de despedirse del señor Bruve.
Tal y como había predicho Luce, las preguntas de Gerret no se hicieron esperar mientras deshacían el camino de regreso al establo.
–¿De qué joven hablaba el señor Bruve? –le preguntó intentando parecer indiferente.
Pese a que se molestaban mutuamente, pese a que Gerret solía disfrutar con los infortunios de Luce, él seguía siendo su hermano mayor por lo que no le hacía mucha gracia escuchar que algún desconocido se interesaba por ella.
–Me tropecé con un caballero cuando iba a coger una de las estatuillas, intercambiamos unas miradas y eso fue todo –dijo tranquilamente Luce. Si bien debía admitir que aquel muchacho era muy apuesto, ella había aprendido a no dejarse engatusar por las apariencias.
Gerret no dijo nada más. No estaba completamente convencido de que eso hubiese sido "todo", pero sabía que Luce no le sería más explícita.
o o o
Aún se mantenía en silencio cuando metieron al caballo en el establo de la finca y regresaron a la casa por el amplio césped. Al atravesar la puerta de entrada lo primero que encontraron fue la iracunda y enrojecida cara de la señora Chloster, y Gerret casi tuvo que tumbarse en el suelo para evitar picarse un ojo con la larguirucha nariz de la mujer.
–¿Dónde estaban? –preguntó muy molesta.
–En el pueblo –respondió Gerret como si nada.
–¿Con qué permiso?
–Con el de nuestro padre –el muchacho la retó con la mirada a oponerse a los deseos del dueño de la propiedad.
La señora Chloster suspiró frustrada.
–Bien. ¿Qué fueron a hacer allí?
–El chisme es como una polilla que carcome lentamente desde dentro –intervino Luce a modo de respuesta. Cogió a su hermano de la mano y comenzó a subir los escalones con él; sin embargo, no había alcanzado el tercero cuando su madre la retuvo por el brazo.
–No es chisme querer averiguar lo que hacen mis hijos en el pueblo –siseó.
–Primero, te das demasiada importancia al llamarnos "tus hijos" puesto que tan poco sabes sobre nosotros que es toda una proeza el que recuerdes nuestros nombres. Segundo, asomas la cabeza por encima de la valla tan continuamente, esperando poder atrapar a los vecinos cometiendo alguna falta, que ya nos es imposible definir cuándo es chisme y cuándo curiosidad o mero derecho a la información. Tercero, es confidencia entre hermanos lo que hayamos hecho o dejado de hacer –y sin decir más, se soltó del agarre de la señora Chloster y continuó el ascenso hasta su habitación.
Al llegar cerró la puerta y Gerret depositó el paquete en la cama destinada a la prima Clarence.
–Bien. ¿Cómo vamos a lograr engañar a nuestros primos para que alguno se lo dé?
–Mejor que nuestros primos, podría entregárselo nuestra tía.
–¿Cómo hacemos eso?
–Ella siempre trae una cesta con obsequios, si logramos distraer la atención podríamos deslizarlo dentro y que Olympia lo abra delante de la tía Prudencia.
Así que al final el regalo quedó guardado bajo una tabla suelta del suelo frente a la ventana. Luego, pese a que no se imaginaban que la mano de obra adquirida por la señora Chloster para pintar el establo y arreglar un poco los terrenos iban a ser ellos, Luce y su hermano se dispusieron a embellecer la olorosa casa de los caballos. Al acabar atacaron las hierbas esparcidas por el campo, dieron de comer a los peces del lago para que aparecieran cerca de la superficie, bañaron a todos los caballos, limpiaron la casa y Gerret se llevó a Luce al lago para evitar que estrangulara a la señora Chloster, quien los veía desde la ventana de su habitación.
Cuando ya daban las nueve de la noche y el cielo brillaba por las miles de estrellas como velas que sobre ellos se cernían, los llamaron a comer. La cena transcurrió, para sorpresa del señor Chloster y de Gerret, con total calma…, una que hasta más tensa era que los conflictos diarios. Y es que Luce se había decidido a no dejarse provocar por la señora Chloster, porque ella tenía muy en claro que los había mandado a hacer todo eso nada más que para molestarla.
–Luce, Gerret, les agradezco mucho que hayan hecho todas estas tareas hoy –dijo el señor Chloster sonriéndoles.
–Por nada, padre –respondieron.
–Aunque el establo necesita cuando menos dos manos más de pintura y no alcanzaron a arrancar los hierbajos más jóvenes, por lo que su trabajo no ha terminado –comentó la señora Chloster con toda mala intención.
–No seas así, Olympia. Yo creo que hicieron un muy buen trabajo.
Luce, pese a que tenía la tentación, no discutió. Ella era capaz de limpiar todo el pueblo con un trapo sólo para tranquilidad de su padre.
Al acabar la cena se despidió de su familia y subió a su habitación a prepararse para dormir. Antes de conciliar el sueño pensó que cada día le agradaban menos sus primos, y todo era culpa de la horrible señora Chloster.
Y por alguna razón pensar en eso le hizo recordar su encuentro con aquel joven caballero; lejos de sonreír por lo que había sucedido, pensó que ese pueblo ciertamente no necesitaba otra rico pedante, y ese muchacho, si bien encantador, se lo parecía.
o o o
Antes de que las codornices despertaran siquiera al día siguiente, alguien le palmeaba las mejillas para hacerla levantar. Luce abrió los ojos para encontrarse con el rostro de su hermano. Gerret, al verla despierta, corrió a su armario y sacó el vestido más viejo de Luce, se lo pasó y la apuró.
–Adivina, hermanita querida. Nuestros estimados primos se adelantaron –anunció él sonriendo con malicia.
–¿Eso qué quiere decir? –inquirió Luce todavía adormilada mientras se lavaba la cara en el cuenco.
–Que llegan esta tarde a la caída del sol.
–¿Perdón? –eso no eran buenas noticias.
–Sí. Enviaron una carta anunciándolo, así que tenemos ahora menos tiempo para hacer los mandados de Olympia.
Muy perezosamente y de mal humor, Luce se puso en movimiento. Sacó a su hermano de la habitación para poderse cambiar, luego se reunió con él en el comedor para desayunar el pan con leche que les había dejado su considerada madre, y al acabar tomaron camino de vuelta al establo. Luce pensó que caminar era muy bueno para la salud, y más de una vez mientras pintaba estuvo tentada a dejar en libertad a los caballos; si se frenaba antes de hacer alguna travesura era porque no quería causarle disgustos a su padre.
La señora Chloster no contenta con haberles hecho repetir las agotadoras tareas del día anterior, se pasó todo el tiempo con las enormes narices pegadas a ellos, vigilando y criticando cada cosa que a su parecer no hacían adecuadamente, sobre todo Luce. Les hizo agacharse y recorrer a gatas cada metro cuadrado de los terrenos verdes para arrancar los hierbajos jóvenes, los obligó a buscar y cazar los peces enfermos para que no deslucieran el lago, y cuando faltaba media hora para la puesta del sol les hizo limpiar los excrementos de caballo.
Los pobres no habían comido en todo el día más que la mezquina ración de pan de la mañana, y aún debieron bañarse, cambiarse y arreglarse para poder recibir a sus primos.
A las siete en punto esperaban los cuatro junto con la servidumbre de la casa la aparición de la hermana de la señora Chloster, mientras ésta se dedicaba a repasar cada detalle para asegurarse de que todo era perfecto.
A la distancia divisaron un carruaje muy sucio acercándose; sobre él algunas personas agitaban las manos a modo de saludo. El carruaje se detuvo frente a ellos en el camino de grava y el cochero ayudó a la tía Prudencia y a sus dos hijos a salir. La tía Prudencia era hermana melliza de la señora Chloster, aunque ella sí se había salvado de tener una nariz de tucán. Saludó a su hermana con un abrazo y al resto de la familia con la reverencia de cortesía. Posteriormente la prima Clarence pasó a ocupar el lugar de su madre con los saludos. Como siempre se quedó un momento más detallando a Luce, que requirió de toda su fuerza de voluntad para no empujarla y hacerla caer al charco con lodo que su prima tenía detrás.
–¿Y dónde está Daniel, Prudencia? –preguntó con un agudísimo tono de voz la señora Chloster.
–Oh, tuvo que quedarse un poco más para encargarse de algunos asuntos, pero mañana al amanecer llega. ¿Sabes que agradó tanto en el extranjero que ahora es socio de los Monsrey? –dijo con altanero orgullo la tía Prudencia cargando al primo August.
–¿Los dueños de las joyerías más importantes de toda Europa? –los ojos de la señora Chloster parecían a poco de salirse de sus cuencas.
La tía Prudencia asintió con la elegancia de un asno al nadar. Viendo avecinarse una extensa y tediosa conversación, el señor Chloster decidió intervenir.
–Luce, Gerret, ¿por qué no llevan a sus primos a sus cuartos? Prudencia, entremos a tomar té.
Los hermanos Chloster se vieron en la obligación especialmente desagradable para Luce de ayudar a sus primos a acarrear sus maletas escaleras arriba hasta las habitaciones. Como la de Gerret era la de mayor tamaño allí iban a dormir él y su primo Daniel.
La peor parte se la llevaba Luce. Condujo a la prima Clarence a su dormitorio y le mostró dónde colocar sus cosas.
–Veo que no has salido de este armario de limpieza –dijo despectivamente mientras dejaba el equipaje sobre la que iba a ser su cama.
Luce pensó que era una ironía que su prima dijera eso tomando en cuenta que su dormitorio, en la pequeña casa donde vivía, era dos veces de menor tamaño. Pero no hizo comentarios. Volvieron a abajar para reunirse con los adultos. Al aparecer en la sala de estar la tía Prudencia no pudo evitar, como siempre que la veía, someter a Luce a una evaluación física en voz alta.
–Lucinda, querida, cómo has cambiado desde la última vez que te vi –dijo con cierto matiz burlón. Pero no era cierto, Luce se veía exactamente igual, lo único que podía haber cambiado era el largo de su cabello–. Eres una chica hermosa, sin duda, pero creo que mi Clarence te supera por un margen considerable.
Sí, ésa era la tía Prudencia: tan desagradable como su hermana. Cada vez que abría la boca demostraba que se habían equivocado al ponerle el nombre. Aunque no era del todo mentira cuando decía que la prima Clarence era hermosa, pues ciertamente lo era, pero Luce también y a los ojos de algunos hombres con más encanto que la primera y muchísima más inteligencia.
–Madre, tengo sueño. Si no les molesta, tíos, desearía irme a descansar ya –dijo Clarence utilizando su voz de niña inocente que la hacía sonar como una estúpida. Hizo una breve reverencia y salió de la sala. A Luce se le ocurrió que ella también podía zafarse de la extensa y aburrida cháchara de la tía Prudencia.
–Iré a asegurarme de que la prima Clarence tenga todo lo que necesite para dormir –se inclinó, dio media vuelta aliviada, subió las escaleras y se adentró en su habitación.
Su prima estaba cambiándose en ese mismo momento, y tomando en cuenta el hecho de que ni se preocupó por averiguar quién había entrado, Luce supuso que no le importaba que Gerret, por ejemplo, pudiera encontrarla justo así. Se puso el camisón encima y se sentó en su cama mientras tejía una trenza con su cabello dorado. Luce no le dirigió la palabra mientras se preparaba para dormir.
–Prima, ¿qué nobles caballeros se pasean por la zona, libres a la vista de cualquier dama con suficiente interés como para entablar conversación? –preguntó la prima Clarence en voz baja.
–No irás a decirme que buscas un prometido. ¿Acaso tu madre estará de acuerdo?
–Si el hombre tiene estatus y dinero puedo asegurarte que no se opondrá –afirmó sonriente. Luce estuvo de acuerdo con eso–. Y tú, Luce, ¿ya encontraste un caballero digno de tu mano? –se burló–. Porque te informo que ya tienes diecinueve años, no querrás andar soltera a los treinta, ¿cierto?
–Si es ése mi destino ¿quién soy yo para oponerme a las decisiones de las que no se me hace partícipe? –replicó. Antes de que la prima Clarence pudiese decir otra de sus tonterías, se dio la vuelta decidida a dormir de una vez.
Escuchó a su prima reír por lo bajo y decir:
–Buenas noches, querida prima –luego ya sólo se escuchaba el escándalo que armaban la tía Prudencia y su hermana.
